El cardenal Eduardo Martínez Somalo celebra el 50° aniversario de su ordenación sacerdotal

El cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y camarlengo de la santa Iglesia romana, del título de la iglesia del Santísimo Nombre de Jesús, diaconía elevada «pro hac vice» a título presbiteral, celebró el día 18 de marzo el 50° aniversario de su ordenación sacerdotal. Lo hizo con una misa en el templo romano del Gesú. Concelebraron con él el secretario de la Congregación, mons. Piergiorgio Silvano Nesti, c.p., junto con los subsecretarios, jefes de oficina y oficiales del dicasterio; concelebraron también el sustituto de la Secretaría de Estado, mons. Giovanni Battista Re, junto con los arzobispos José Sebastián Laboa, Crescenzio Sepe, Carlo María Viganó y Paolo Sardi; entre los obispos estaban los monseñores Cipriano Calderón Polo, vicepresidente de la Comisión pontificia para América Latina, que tuvo la homilía que publicamos, y Stanislaw Dziwisz, prefecto adjunto de la Casa pontificia; concelebraron asimismo mons. Pedro López Quintana, asesor de la Secretaría de Estado; el sobrino del cardenal, don Fernando Loza, que ejerce el ministerio en la diócesis de Logroño; numerosos representantes del Consejo para las relaciones entre la Congregación y la Unión internacional de superiores generales; el ministro general de los Frailes Menores Conventuales, p. Gianfranco Agostino Gardin, y el ministro general de los Frailes Menores, p. Giacomo Bini. Al comienzo de la celebración mons. Nesti se hizo intérprete de los sentimientos de la asamblea y dirigió al cardenal unas palabras. Leyeron la oración de los fieles algunas religiosas y una madre de familia. Presentaron las ofrendas los bedeles del dicasterio con sus familias. Asistieron veintitrés cardenales, entre ellos el secretario de Estado, Angelo Sodano, y Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio; y veinticinco arzobispos y obispos; varios superiores generales, como el p. Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, y m. María Emanuela lacovone, de las Misioneras de Jesús Eterno Sacerdote. Antes de la bendición, mons. Re leyó en italiano la carta de felicitación que el Santo Padre le había enviado. Luego, el cardenal Martínez dio las gracias a todos los presentes; evocó los primeros momentos de su llegada a Roma para prepararse al sacerdocio y sus visitas a la iglesia del Gesú; recordó también a sus padres, familiares, superiores, sacerdotes, personas consagradas y laicos, que han sostenido y edificado su ministerio; a cuantos a través de él ha llegado la gracia sacramental durante su apostolado en Roma, España y Colombia; y concluyó manifestando su reconocimiento a Juan Pablo II por los ejemplos luminosos y estímulos que ha recibido de él a través de su puntual y claro magisterio y de su constante actividad pastoral.


 

Querido señor cardenal Eduardo Martínez Somalo; señores cardenales, obispos y hermanos en el sacerdocio; hermanas y hermanos todos:

Cuando el cardenal Eduardo y yo éramos seminaristas en el Colegio Español, una tarde, durante el paseo -aquellos paseos vespertinos que en realidad eran visitas a las basílicas y monumentos de Roma-, entré en la iglesia de San Patricio, villa Ludovisi, y en el maravilloso mosaico del ábside leí unas palabras que se me quedaron grabadas en la mente y en el corazón para toda la vida. Son las palabras que el santo obispo evangelizador de Irlanda repetía (siglo V) continuamente a sus fieles: «Ut christiani ita et romani sitis»: «que seáis así cristianos y romanos».

Evoco ahora esta predicación de san Patricio (cuya fiesta celebramos ayer) porque me parece que sus palabras retratan muy bien la larga y espléndida trayectoria sacerdotal del cardenal Eduardo Martínez Somalo. Es una frase emblemática y programática para cada uno de los sacerdotes reunidos, la vigilia de la fiesta de nuestro querido patrono San José, en este sugestivo templo dedicado a Jesús: reunidos, con la finalidad de recordar y dar gracias a Dios por un evento muy singular: 50 años de sacerdocio de un hermano nuestro: cristiano y romano.

Cristiano

Uso esta palabra «cristiano» en su sentido más profundo: ser de Cristo, discípulo de Cristo, pertenecer total y exclusivamente a Jesucristo.

«Sacerdos, alter Christus».

Esta bien conocida y bien expresiva aseveración es una afirmación ontológica que nosotros, los sacerdotes, hemos de convertir en realidad.

Efectivamente, el sacerdote ha de ser cristiano hasta la médula, es decir, ha de estar totalmente identificado con Cristo. Conocer a Cristo, para amarle y seguirle de forma radical.

Hablamos de un conocimiento de Cristo en el sentido bíblico paulino: «la sublimidad del misterio de Cristo, mi Señor», como se lee en la carta a los Filipenses (Flp 3, 8).

Nuestra mirada ha de estar centrada siempre en el Señor: «Fijos los ojos en Jesús», según nos indica la epístola a los Hebreos (Hb 12, 2-3). Sólo en Cristo. Solus Christus.

En el evangelio que ha sido proclamado hace unos momentos, san Marcos (Mc 9, 1-9) nos narra el episodio de la Transfiguración.

Es un pasaje fascinante, que sugiere muchos comentarios. Me fijo ahora sólo en uno de los pasos más significativos del mismo: la frase final. Dice el evangelista que, después de todo lo que había ocurrido en aquel monte sublime, «de pronto» los Apóstoles «mirando alrededor no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos».

«Jesús solo», «Solum Jesum», dice el texto de la Neovulgata.

Mons. Re me contó en una ocasión que estas palabras «Solus Jesus» las quería tomar mons. Montini como lema episcopal cuando fue nombrado arzobispo de Milán. Pensaba el futuro Papa, alma muy sensible a todo lo cristológico, que los pensamientos, las miradas y la acción del sacerdote, del evangelizador, del pastor, deben estar centrados solamente en Jesucristo y desde él proyectarse sobre los demás.

Nuestra misión específica como presbíteros, más aún como sucesores de los Apóstoles, es anunciar a Jesucristo: «Evangelizare lesum Christum» que diría san Pablo (cf. Ga 1, 16).

Enamorados de Cristo, nos sentimos llamados a proclamar su Evangelio a todos los hombres y mujeres, en todas las latitudes, siempre.

Juan Pablo II en la exhortación apostólica postsinodal «Ecclesia in America» nos habla de «Jesucristo primero y supremo evangelizador» y nos dice: «La tarea fundamental a la que Jesús envía a sus discípulos es el anuncio de la buena nueva, es decir, la evangelización (cf. Mc 16, 15-18). De ahí que «evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 13). El núcleo vital de la nueva evangelización ha de ser el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de sus promesas y del reino que él nos ha conquistado a través de su misterio pascual (...). La Iglesia debe centrar su atención pastoral y su acción evangelizadora en Jesucristo crucificado y resucitado» (nn. 66-67).

Cuando uno entra en la capilla Paulina del Vaticano y mira hacia el ábside, se siente como cautivado, enardecido, por las palabras de san Pablo allí escritas: «Mihi vivere Christus est» (Flp 1, 21): «Para mí la vida es Cristo».

Esto es ser cristiano de verdad.

Cristiano y romano

Los que, como el cardenal Eduardo, han pasado toda su vida sacerdotal aquí o en lugares tan relacionados con el Vaticano, cuales son las representaciones pontificias, saben leer Roma de una manera muy especial, viendo en esta ciudad la «civitas sacerdotalis», como dice san León Magno en su celebre homilía «In natale Apostolorum».

Durante las funciones litúrgicas en la basílica vaticana o durante nuestras visitas personales al primer templo de la cristiandad, en las pilastras centrales que sostienen la majestuosa cúpula de San Pedro, podemos ver escritas en grandes caracteres de mármol sobre mosaico dorado las expresivas palabras de san Cipriano: «Hinc sacerdotii unitas exoritur».

Sí. La unidad del sacerdocio se fundamenta en el sepulcro, en la sede de Pedro.

Característica especial de la romanidad, de nuestro sacerdocio romano, ha de ser el amor apasionado y generoso a la Iglesia, la sintonía total con el Papa y sus orientaciones.

Somos sacerdotes del tiempo de Pío XII y recordamos con amor y admiración la silueta sacerdotal de aquel insigne Papa que, entre tantas cosas, nos regaló, precisamente en el año 1950 (23 de septiembre), la exhortación apostólica «Menti nostrae» sobre la formación sacerdotal y la fisonomía del sacerdote, documento que tanto influyó en nuestra formación eclesial. Recordemos, a este propósito, que en el pontificado del Papa Pacelli don Eduardo fue ordenado presbítero y comenzó su servicio a la Santa Sede.

Somos sacerdotes del tiempo de Juan XXIII y, ahora que va a ser beatificado este amado Papa, le sentimos inmensamente cercano y quisiéramos que nuestro sacerdocio fuese un reflejo del suyo: sencillo, humilde, entusiasta, paterno, santo y totalmente eclesial, calcado en el Concilio, que él convocó y que es el faro de nuestra trayectoria sacerdotal. Recordemos que con el Papa Roncalli trabajaba don Eduardo en la Secretaría de Estado.

Somos sacerdotes del tiempo de Pablo VI y nos sentimos totalmente identificados con su figura sacerdotal y con sus enseñanzas sobre el sacerdocio. Cito solamente, espigada entre mil, una frase existencial que en esta ocasión viene bien recordar. En la homilía de los 50 años de su ordenación sacerdotal (17 de mayo de 1970), dijo él que la vida del sacerdote, a medida que avanza el tiempo, se va identificando cada vez más con la cruz: «A través de las vicisitudes de los años la experiencia agranda el sentido de la relación intrínseca de nuestro sacerdocio con la cruz del Señor»: experiencia que seguramente vamos haciendo todos. Recordemos ahora que el Papa Montini nombró a don Eduardo arzobispo titular de Tagora y lo envió como nuncio apostólico a América Latina, a Colombia.

También nos podemos definir sacerdotes del brevísimo pontificado de Juan Pablo I, meteorito impresionante que pasó por la Iglesia llenándola de alegría y de gozosa esperanza.

Pero somos, desde hace más de 20 años, sacerdotes de la época nueva y formidable de Juan Pablo II, que a monseñor Eduardo le hizo sustituto de la Secretaría de Estado y luego cardenal, con cargos de gran relevancia en la Curia romana.

El Papa Wojtyla, que es sin duda el más grande evangelizador de nuestro tiempo, nos ha lanzado a la fascinante aventura de la nueva evangelización y, con su testimonio y su palabra, nos ha enseñado cómo hay que ser sacerdotes, cómo se evangeliza en nuestro tiempo, cómo se ama, cómo se sirve y cómo se sufre por la Iglesia (feliz expresión de su antecesor, el Papa Luciani).

Sin duda que a todos nos ha evangelizado mucho el libro «Don y Misterio», escrito por Juan Pablo II con ocasión del quincuagésimo aniversario de su sacerdocio..

Es un buen manual para las bodas de oro de cualquier presbítero. Ayuda a evocar tantos episodios y eventos de nuestra vida sacerdotal que aquí no puedo ahora recordar. Basten estas frases: «En su dimensión más profunda, toda vocación sacerdotal es un gran misterio, es un don que supera infinitamente al hombre. Cada uno de nosotros sacerdotes lo experimenta claramente durante toda la vida. Ante la grandeza de este don sentimos cuán indignos somos de ello. La vocación es el misterio de la elección divina (...). Por eso, cuando en las más diversas circunstancias -por ejemplo (dice el Papa), con ocasión de los jubileos sacerdotales- hablamos del sacerdocio y damos testimonio del mismo, debemos hacerlo con gran humildad, conscientes de que Dios "nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia" (2 Tm 1, 9). Al mismo tiempo, nos damos cuenta de que las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo» (capítulo I).

Palabras humanas han sido las mías: ¿cómo iban a ser capaces de expresar la magnitud del misterio?

Sólo me resta decir -para terminar- que hay alguien que nos puede ayudar a comprender la grandeza y profundidad del misterio, en la humildad: «Magnificat anima mea Dominum...»: María santísima, la Madre de la Iglesia, la Estrella de la evangelización, la Virgen de la Clemencia, que presidía la capilla del Colegio Español donde fuimos ordenados de sacerdotes y donde el cardenal Eduardo celebró su primera misa, hace cincuenta años.

«¡Alabado sea Jesucristo!».