El Acuerdo garantiza el respeto de la identidad de las comunidades cristianas y la autonomía de la Iglesia

P. David María A. JAEGER, o.f.m.
Pontificio Ateneo «Antonianum»

El 11 de diciembre de 1993, al recibir en audiencia a los participantes en el IX coloquio jurídico internacional romano-canónico, organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, el Santo Padre Juan Pablo II pronunció un discurso que resultaría realmente programático (véase el texto en L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de diciembre de 1993, p. 5). Trazando las grandes líneas de la historia de las comunidades cristianas de Oriente Medio -bajo sucesivos regímenes políticos y jurídicos, en su mayoría de matriz diversa con respecto a la cristiana-, el Papa puso de relieve la diferencia entre las formas de tolerancia características del pasado y la actual exigencia de una correcta observancia, con respecto a esos cristianos, del derecho humano a la libertad de religión y conciencia, que ha de ejercerse sobre la base de una verdadera igualdad entre todos los ciudadanos del Estado moderno.

A ese propósito, recordando las enseñanzas del concilio ecuménico Vaticano II, el Sumo Pontífice afirmó que «el derecho a la libertad religiosa está en la base de todos los demás derechos y de todas las demás libertades, pues se funda en la dignidad del ser humano» (ib., n. 3). La autonomía propia de las diferentes comunidades religiosas es un bien precioso, que es necesario conservar y respetar, precisamente en virtud de la intrínseca dimensión social de la libertad religiosa, pero esa autonomía no puede sustituir el derecho a la igualdad de todos los ciudadanos, en el ámbito de la sociedad civil y de la comunidad política. En efecto, la comunidad política no se debe reducir a la expresión institucional de una sola comunidad religiosa, reservando un trato diverso -aunque esté basado en la tolerancia- a los ciudadanos de otras religiones. Esta era la convicción que el Papa veía que habían logrado también las «comunidades cristianas del Oriente mediterráneo», las cuales, «aun viviendo en una zona donde existen proyectos de sociedad inspirados en creencias religiosas diversas, son conscientes de que la dignidad del hombre es única, indivisible, irrepetible y, en cuanto tal, se ha de respetar y garantizar con firme coherencia» (ib.). Precisamente por eso -proseguía el Papa- «la pertenencia a una religión nunca puede ser motivo de discriminación; y nadie debe sentirse simplemente huésped en su propio país» (ib.).

Estas enseñanzas y expectativas de la Iglesia se ven confirmadas plenamente en el derecho internacional, «con la consiguiente invitación a los Estados para que modifiquen posibles ordenamientos internos que vayan en sentido contrario» (ib.). En efecto, las comunidades políticas están llamadas a adoptar «una madura concepción del Estado y de su ordenamiento jurídico, inspirada en lo que la conciencia común de la humanidad ha expresado en las reglas de la comunidad internacional», la cual «requiere el esfuerzo de asegurar igualdad de trato a toda persona, independientemente de su origen étnico, lingüístico, cultural y religioso» (Ib., n. 4).

Los acuerdos de la Santa Sede con los países del área del Mediterráneo oriental, que tienen como finalidad «permitir el pleno respeto de la identidad de las comunidades cristianas y la autonomía de la misión de la Iglesia que vive y actúa en esos países» (ib., n. 3), se sitúan, como precisaba el Papa, en esta misma perspectiva.

Menos de tres semanas después, el 30 de diciembre de 1993, la Santa Sede y el Estado de Israel firmaron un «Acuerdo fundamental», ideado y realizado en perfecta sintonía con los deseos del Pastor Supremo (veáse el texto en AAS 86 [1994] 716-729. Tras este Acuerdo, que entró en vigor el 10 de marzo de 1994, ya se ha firmado el primero de la serie prevista de acuerdos complementarios, sobre el reconocimiento, a efectos civiles, de las personas jurídicas-canónicas; este acuerdo fue firmado el 10 de noviembre de 1997 y entró en vigor el 3 de febrero de 1999. El texto del mismo se puede ver en AAS 91 [1999] 490-574). Respetando el primado asignado por el Papa al derecho humano a la libertad de religión y de conciencia, el primer artículo de dicho Acuerdo hace de este derecho fundamental el objeto preciso de las normas del pacto, describiendo con exactitud su extensión, tal como la presentan los grandes instrumentos internacionales que expresan, según palabras del Papa, «las reglas» inspiradas por la «conciencia común de la humanidad».

El Preámbulo de dicho Acuerdo habla necesariamente de la conciencia que tienen las partes de «el carácter singular y el significado universal» de Tierra Santa, en la que se sitúa el Estado de Israel. Desde entonces, en los contiguos territorios ocupados por Israel durante el trascurso de la guerra de 1967, el otro pueblo que tiene en Tierra Santa su propia patria, es decir, el árabe palestino, ha podido realizar progresos hacia el logro de sus justas expectativas de libertad, hasta el punto de que ha consolidado al menos una autonomía política, sobre una parte del territorio cada vez mayor, por ahora en la forma transitoria de «Autoridad palestina». Estos desarrollos se han llevado a cabo en el marco del «proceso de paz» entre el Estado de Israel y el pueblo palestino, que, -arraigado en la Conferencia regional de paz para Oriente Medio, inaugurada en Madrid en octubre de 1991- tiene como objetivo poner fin al trágico conflicto que ha ensangrentado Tierra Santa, mediante una auténtica reconciliación entre esos dos pueblos hermanos.

El «Acuerdo de base» firmado ahora por la Santa Sede y la Organización para la liberación de Palestina (OLP), la cual representa al pueblo palestino también en los foros internacionales, así como en la relación con el mismo Israel, se sitúa en la misma lógica del discurso pronunciado por el Papa el 11 de diciembre de 1993, y comparte esencialmente la misma metodología y las mismas finalidades del anterior «Acuerdo fundamental» con el Estado de Israel.

El «Acuerdo de base» presenta algunos rasgos específicos con respecto a los acuerdos de la Santa Sede con los Estados, dado que la Autoridad palestina, en nombre de la cual la OLP actúa en este marco, aún no es formalmente un Estado. De cualquier modo, la Santa Sede, que -como se recuerda en el Preámbulo- es la «Autoridad soberana de la Iglesia católica», no puede por menos de dar tempestivamente los pasos necesarios y útiles para que la idea del Papa para las comunidades cristianas del Mediterráneo oriental se realice especialmente en todas las regiones de Tierra Santa. Además, el «timing» de este Acuerdo, precisamente mientras la comunidad política palestina se halla aún, en cierto modo, in fieri, es decir, mientras sus leyes y sus instituciones se están formando, se presenta particularmente oportuno, en el sentido de que favorece la recepción orgánica de las normas que contiene, de sus premisas y de sus consecuencias, en el respectivo ordenamiento constitucional y legislativo en evolución.

El Acuerdo, como indica el Preámbulo, es fruto de los trabajos de la comisión bilateral permanente de trabajo creada para ello por las partes, que mantienen «relaciones oficiales» desde el 26 de octubre de 1994.

El Preámbulo expresa la esperanza común de una paz «justa y total en Oriente Medio, para que todas sus naciones vivan como buenos vecinos y trabajen juntas con el propósito de lograr el desarrollo y la prosperidad de la región entera y de todos sus habitantes».

En este marco se declara la convicción común de las partes acerca de la necesidad de un «estatuto especial, garantizado internacionalmente» para la ciudad santa, como requisito imprescindible de una «solución equitativa para la cuestión de Jerusalén», una solución que se define a su vez «fundamental para una paz justa y duradera en Oriente Medio». La acogida que la parte introductoria del Acuerdo reserva, casi como una de sus premisas, a la conocida postura de la Santa Sede con respecto al futuro de Jerusalén no puede por menos de ser fuente de profunda satisfacción y de gran esperanza. La esperanza se enciende, ante todo, por la orientación, los contenidos y el acompañamiento internacional de las inminentes negociaciones sobre el futuro político de la ciudad de Jerusalén entre el Estado de Israel y la OLP-Autoridad palestina. Ya en su Declaración de principios del 13 de septiembre de 1993, Israel y la OLP se comprometieron a resolver sus diferencias con respecto a Jerusalén mediante las negociaciones (ahora formalmente en curso) con vistas al acuerdo de paz. Comprendiendo el sentido profundo y las finalidades evidentes de la Resolución 181 (II) de la Asamblea general de las Naciones Unidas (del 29 de noviembre de 1947), y de otras muchas expresiones de la voluntad internacional (así como del Sumo Pontífice), el Preámbulo reserva al derecho internacional la salvaguardia, en Jerusalén, (a) de la libertad de religión y de conciencia para todos; (b) de la igualdad ante la ley de las tres grandes religiones monoteístas, de sus instituciones y de sus seguidores; (c) de la identidad propia y del carácter sagrado de la ciudad, y de su herencia religiosa y cultural, que tiene un significado universal; (d) de los santos lugares, de la libertad de acceso a ellos y del culto en ellos; y (e) del régimen jurídico de «Status quo» en los santos lugares a los que se aplica.

Después del Preámbulo vienen las normas del pacto, distribuidas en doce artículos, el primero de los cuales -siempre de acuerdo con la perspectiva delineada por el Sumo Pontífice en el citado discurso «programático» para las comunidades cristianas del Oriente mediterráneo- está dedicado a la libertad de religión y de conciencia, que la parte palestina se compromete a respetar y cumplir, tal como se halla definida en la Declaración universal de derechos humanos y en los relativos instrumentos de aplicación. La Santa Sede recuerda, al mismo tiempo, tanto el compromiso de la Iglesia católica de apoyar este derecho humano fundamental, como el respeto que la Iglesia alberga hacia los seguidores de otras religiones.

Proclamada de forma concorde la norma fundamental de la relación bilateral, el artículo 2 enuncia un compromiso común de colaborar en la promoción del respeto a los derechos humanos, y en la lucha contra cualquier forma de discriminación, así como en la promoción de la comprensión mutua entre las diversas comunidades humanas, favoreciendo para ello el diálogo interreligioso.

El artículo 3 hace estos compromisos muy específicos en relación con la legislación palestina, la cual deberá garantizar la igualdad de los derechos humanos y civiles de todos los ciudadanos, y su libertad frente a cualquier discriminación por causa de la religión o la creencia.

El artículo 4 asegura la observancia del régimen jurídico de «Status quo» en los santos lugares cristianos a los que se aplica. Entre ellos se encuentra la basílica de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo en Belén, ciudad gobernada ya desde hace algunos años por la Autoridad palestina. Allí, este régimen jurídico, varias veces confirmado por los organismos internacionales, regula las relaciones entre la Iglesia católica, representada por la Custodia franciscana de Tierra Santa -y las comunidades greco-ortodoxa y armenio-ortodoxa-, y entre las tres comunidades y la Autoridad civil.

El artículo 5 reconoce la libertad de la Iglesia católica de ejercer sus derechos en el desempeño de sus propias actividades, tanto espirituales como religiosas, morales, caritativas, educativas, culturales, o de otro tipo.

El artículo 6 saca las consecuencia prácticas al reconocer los derechos de la Iglesia católica en materia económica, jurídica y fiscal. Es sabido que se trata, entre otras cosas, de derechos concretos y específicos, adquiridos por las instituciones católicas mediante leyes anteriores y tratados firmados en el pasado entre las potencias europeas y Estados anteriores, luego confirmados en lo fundamental, por resoluciones internacionales. Obviamente, como afirma este mismo artículo, el ejercicio de esos derechos se debe armonizar con los derechos que en estos campos competen legítimamente a la autoridad civil.

El artículo 7 asegura la plena eficacia civil, en el ordenamiento palestino, de la personalidad jurídico-canónica de lo organismos eclesiásticos que gozan de ella.

El artículo 8, para eliminar cualquie posible duda, aclara que este Acuerdo no impide posibles acuerdos entre una de las partes y terceras partes. Esta aclaración, hecha con la máxima cautela, se refiere en particular a los tratados firmados anteriormente entre ciertas naciones europeas y el imperio otomano, en favor de determinadas categorías de instituciones católicas. Ciertamente, el actual Acuerdo no pretende perjudicar la aplicación benéfica de esos tratados o atentar contra los derechos de terceros.

El artículo 9 prevé la prosecución de los trabajos de la comisión bilateral, en conformidad con la definición de este Acuerdo «de base», en el sentido de que establece a menudo normas generales, realmente «básicas», que podrían requerir una ulterior elaboración en sus pormenores. En efecto, el Preámbulo prevé, con ese fin, una serie de acuerdos, puesto que al actual lo llama. «primero».

El Acuerdo se concluye con tres disposiciones de carácter técnico-jurídico:

El artículo 10 dispone que la resolución de cualquier posible divergencia en cuanto a la interpretación del Acuerdo debe hacerse mediante una consulta recíproca.

El artículo 11 define auténticos los textos inglés y árabe, aun estableciendo que, en caso de divergencia entre ellos, prevalecerá el original inglés.

Por último; el artículo 12 establece que el Acuerdo entre en vigor desde el momento de su firma, dispensando de cualquier procedimiento ulterior, como por ejemplo el intercambio de instrumentos de ratificación.

Una valoración global del «Acuerdo de base» no puede por menos de ser positiva. La garantía de la libertad de religión y de conciencia, la exclusión de toda discriminación con respecto a los ciudadanos pertenecientes a la pequeña minoría cristiana, el reconocimiento jurídico de los organismos eclesiásticos y de sus derechos inherentes y adquiridos, el compromiso de cumplir las normas vigentes e internacionalmente garantizadas que atañen a los santuarios: todos estos elementos deberían asegurar a la Iglesia católica en territorio palestino una existencia jurídicamente segura. Obviamente, las normas «básicas» necesitan una ulterior elaboración y precisión, y no cabe duda de que los mecanismos de conexión existentes entre las partes, como las recíprocas representaciones oficiales y la misma comisión bilateral, se ocuparán de ello con esmero y seriedad análogos a los que han mostrado ampliamente hasta ahora.

Así pues, se trata del segundo Acuerdo de esta índole con una nación del Mediterráneo oriental, que -gracias a la hábil y paciente labor de la diplomacia pontificia y a un interlocutor abierto y generoso- traduce en un lenguaje jurídico adecuado el deseo formulado por el Papa Juan Pablo II al concluir el citado discurso: «garantizar cada vez mejor también a los cristianos del Oriente mediterráneo un futuro que conserve su identidad peculiar y respete a la persona humana y sus derechos fundamentales» (n. 4).