El jubileo nos invita a hallar soluciones de justicia y solidaridad a los problemas sociales de nuestro país

Carta pastoral de los obispos de Haití al pueblo de Dios y a los hombres de buena voluntad

Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión del final de siglo y del inicio del nuevo milenio, conviene reflexionar en la realidad que llamamos «tiempo», y que se convirtió en sagrado desde que Jesús, el Hijo del Padre y de la Virgen María, vino al mundo. «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). «En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno» (Tertio millennio adveniente, 10).

El misterio de Dios que se encarnó es un admirable intercambio, en el que llegamos a ser semejantes a él en el Hijo. El Padre, en su Hijo, viene a nosotros con todas sus riquezas: al darnos a su Hijo, nos lo ha dado todo. Quiere que compartamos su misma vida: luz y verdad, ternura y amor, misericordia y perdón, compasión, generosidad y participación. ¡Qué admirable intercambio!

El jubileo, tiempo de encuentro con Cristo vivo

Este don maravilloso, cuyo bimilenario estamos celebrando, nos invita a la alegría. Asimismo, constituye para nosotros una prenda de esperanza. Este es el sentido del gran jubileo que comienza esta Navidad. Debemos esforzarnos por acogerlo como un tiempo de gracia, es decir:

Tiempo de encuentro con Cristo vivo, que nos invita a la conversión, a un cambio de corazón y de mentalidad.

Tiempo de comunión de unos con otros, que nos impulsa a vivir en la unidad y en el amor, nos estimula a vivir de acuerdo con la oración del Señor: «que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21), y con su mandamiento: «amaos los unos a los otros» (Jn 15, 12).

Tiempo de participación y solidaridad, que nos lleva a prodigarnos al servicio de nuestros hermanos y hermanas, sobre todo de los más pobres.

Dios entró en nuestra historia. El Hijo del Padre se encarnó. Concebido por obra del Espíritu Santo, nació de María Virgen. Así se cumplieron los tiempos mesiánicos; por la esperanza hemos sido salvados (cf. Rm 15, 13).

¿Cómo cruzar el umbral del tercer milenio sin dejarnos interpelar por el Espíritu del Señor? Setecientos años antes del nacimiento del Salvador, el pueblo vivió una situación similar a la nuestra hoy. En el libro de Isaías se plantea esta pregunta: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?, y el centinela responde: Llega la mañana» (ls 21, 11-12). Si se nos planteara hoy esa misma pregunta, la repuesta sería la misma. Ha llegado la mañana también entre nosotros, pero también la noche. ¿Qué camino hemos tomado? Reflexionemos, en nuestro corazón, acerca del camino que debemos tomar (cf. Ag 1, 7).

¿Cuál es nuestra situación? Analicémosla francamente.

A menudo nos alejamos del camino de la verdad

Muchos hombres y mujeres de buena voluntad se esfuerzan, día tras día, por llevar una vida digna y honrada por el camino trazado y recorrido por el Señor. Sin embargo, es lamentable el comportamiento de aquellos que siguen a diario los senderos de la mentira. Exhortamos a los primeros a la perseverancia y a la fidelidad, e invitamos a los segundos a emprender el camino de regreso al Padre en el Espíritu de la verdad.

Nos hemos alejado del camino de la unidad y de la comunión

En nuestra sociedad muchos tratan de sembrar las semillas de la división dentro del pueblo de Dios: ya no se vive la fraternidad; ya no se comparte nada; ya no se prestan ayuda los unos a los otros; ya no se perdona recíprocamente. En pocas palabras, ya no reina el amor. Esta situación engendra miseria y el éxodo rural, con todas las consecuencias negativas que implica: el fenómeno de los balseros, de los braceros, etc.

Se ha perdido el sentido de la solidaridad

La gestión del bien común no es garantizada suficientemente. Cada uno busca su propio interés. No se preocupan los unos de los otros. Se está perdiendo cada vez más el sentido de participación y solidaridad.

¿Qué ha sido de los valores cristianos y morales, del respeto a la dignidad de la persona humana? La vida es sagrada desde la concepción hasta la muerte natural. Es un don de Dios. Nadie tiene el derecho de matar, de quitar la vida a otro. En Haití matar se ha convertido en alga normal, realizado con total impunidad. Después de quinientos años de evangelización, no se respetan los derechos fundamentales de la persona humana, no se colman las necesidades más elementales.

¿Qué ha sucedido con la familia, don de Dios para recibir la vida, para darla y para hacer que crezca? ¡Cuántas familias están desintegradas! Se recurre con demasiada facilidad al divorcio, sin preocuparse del compromiso asumido frente a Dios y frente a la sociedad, del crecimiento y del equilibrio de los hijos. La autoridad de los padres, que procede de Dios en Jesucristo, Servidor de Dios y Servidor de los hombres, es a menudo discutida en nombre de un falso concepto de libertad.

¿Qué espera el Señor de nosotros? Que acojamos la gracia merecida por Cristo y concedida a través del misterio de su presencia en la Iglesia; que nos dejemos guiar por el Espíritu, a lo largo del camino de la vida nueva. A este respecto, conviene recurrir a los signos indicados por el Papa Juan Pablo II en su carta apostólica Tertio millennio adveniente y recogidos en la bula Incarnationis mysterium de convocación del gran jubileo.

El jubileo, tiempo de signos

Recordemos, ante todo, que celebrar el jubileo, un tiempo de gracia, significa fundamentalmente reconocer a Dios, Salvador en Jesucristo, dar gloria al Señor y alabarlo por la gratuidad de sus dones, así como dirigirse hacia sus propios hermanos y hermanas y hacerles justicia.

La peregrinación

Entre los signos del jubileo citemos ante todo la peregrinación. Siempre ha sido un momento significativo en la vida del creyente y evoca el camino personal del fiel que sigue los pasos del Redentor (cf. Incarnationis mysterium, 7). Recuerda al hombre su condición de viandante en camino hacia el Reino.

La Puerta santa

La peregrinación va acompañada del signo de la Puerta santa, que evoca el paso que todo cristiano está llamado a realizar del pecado a la gracia. Hay solamente una puerta que se abre completamente, llevando a la vida de comunión con Dios: es Jesús, el camino único y absoluto que conduce a la salvación (cf. ib., 8).

La indulgencia

Han pasado dos mil años desde que el Verbo de Dios puso su morada entre nosotros. Con razón damos gracias al Señor por este don maravilloso, por esta gracia inmensa. Muchos la han hecho fructificar: los apóstoles, los mártires de todos los tiempos, y todos los que han llevado una auténtica vida cristiana. Pero también ha llegado el momento de exhortar a los que no han querido aceptar al Hijo a que pidan perdón. La Iglesia, que es madre, abre su tesoro para que sus hijos e hijas se enriquezcan con la gracia de la indulgencia. Es otro signo que se les ofrece para que, como ha recordado el Papa, nadie se vea privado dei beso paterno y del abrazo fraterno. Es tiempo de Dios, tiempo de gracia, caracterizado por la misericordia y la fidelidad; y tiempo del hombre, marcado por el pecado y el arrepentimiento.

El jubileo, tiempo de gracia

El jubileo es un tiempo de gracia que nos invita a acoger los dones de Dios, para beneficiarnos de ellos nosotros mismos y para enriquecer con ellos a los demás:

Un tiempo de gracia que nos impulsa también a la fe y que nos lleva a creer que para Dios nada hay imposible.

Un tiempo de gracia que supera cualquier frontera lingüística y cultural, para hacernos vivir en la verdad del amor.

Un tiempo de gracia que nos hace esperar contra toda esperanza. A pesar de las vicisitudes del momento, la esperanza también nos convierte a cada uno en compañero solidario del prójimo.

Un tiempo de gracia en el que cada uno es invitado a reconciliarse con su hermano.

Un tiempo de gracia, tiempo de Dios, en el que el Padre invita a todos sus hijos a ser adoradores en espíritu y en verdad.

La Virgen María, beneficiaria y testigo de esta gracia se dejó moldear, forjar por el Espíritu Santo que la hizo disponible a la acción de Dios, para dar su sí irrevocable, proclamándose esclava del Señor. Hoy el jubileo nos invita a buscar en nuestra vida diaria el sentido profundo de la voluntad de Dios, que debe conducirnos a la identificación plena y completa con Jesús, manso y humilde de corazón.

La mansedumbre y la humildad son virtudes que nacen del corazón de Dios y que encierran una fuerza de transformación radical en la vida del hombre. La mansedumbre y la humildad son fuentes de receptividad y disponibilidad para acoger lo que Dios quiere y espera de nosotros. Sí; María es el modelo por excelencia. Que ella nos ayude a vivir este momento de gracia, para que el Año jubilar nos encuentre vigilantes en la oración, dispuestos al servicio desinteresado al prójimo, mientras practicamos la justicia y el respeto al otro.

Esta gracia, a la que la Virgen María respondió de manera tan admirable y que nos introduce en la vida trinitaria, debe suscitar en nosotros una respuesta. Exige un esfuerzo de parte de todo cristiano, que debe verificar la calidad del amor que alberga hacia Dios. La respuesta de acción de gracias por este tiempo de gracia consiste en vivir intensamente en la justicia y en el amor.

El ejemplo de la Madre del amor hermoso

No podemos verificar la calidad del amor que albergamos hacia Dios sin verificar la calidad del amor que albergamos hacia nuestro prójimo. «No amemos de palabra ni de boca -dice san Juan-, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18). «Si alguno dice: "amo a Dios" y aborrece a su hermano, es un mentiroso» (1 Jn 4, 20).

El ejemplo de la Madre de la santa esperanza

El Papa Juan Pablo II, con ocasión de este gran jubileo, nos invita a ser portavoces de todos los pobres del mundo (cf. Tertio millennio adveniente, 51). Así pues, pidamos a los cristianos de todas las clases sociales y de todas las profesiones, particularmente a los gobernantes, que den muestras de imaginación, iniciativa y creatividad, para hallar soluciones de justicia y solidaridad a los problemas sociales de nuestro país.

Abramos los ojos a toda aflicción humana, particularmente a la de los discapacitados y de los ancianos. Busquemos una solución a la violación de los derechos elementales de la persona humana; al problema del desempleo, de la corrupción, de la droga, de la tortura y de la falta de respeto a la vida; al drama de la explotación de los niños y las mujeres; al de los emigrantes y, especialmente, de los braceros.

El ejemplo de María, Madre de la Iglesia

«Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando...» (Plegaria eucarística V, b).

Pidamos al Señor, como nos sugiere la Plegaria eucarística que utilizamos en las reuniones, que «nos inspire siempre el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado».

Que la gracia, la paz y la misericordia de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos impulsen al amor, para que bajo la guía materna de la santísima Virgen María, podamos cantar nuestra alegría y nuestra gratitud.

2 de diciembre de 1999

Conferencia episcopal de Haití