Un motivo de esperanza

Comentario a la Declaración conjunta católico-luterana sobre la doctrina de la justificación

Mons. Walter KASPER
Secretario del Consejo pontificio
para la promoción
de la unidad de los cristianos

 

El despertar ecuménico

El siglo XX, además de ser recordado por sus numerosos acontecimientos terribles, pasará a la historia como el siglo del despertar ecuménico. El fenómeno comenzó con la constatación, en los países de misión, de que la credibilidad del cristianismo corría peligro si los cristianos seguían divididos entre sí. Ese problema asumió una importancia aún mayor en el marco de la situación ecuménica del viejo continente, Europa, donde las controversias religiosas y las diferencias confesionales habían provocado una notable erosión de la fe. Así pues, con razón la reciente Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos dio gran relieve a las cuestiones ecuménicas.

En el año 1910, en el ámbito de las Iglesias protestantes, la preocupación por no perjudicar la credibilidad del cristianismo llevó a convocar la primera Conferencia mundial sobre la misión. En esa Conferencia, los pioneros que se dedicaron al ecumenismo, después de la pérdida de la unidad que se produjo en el siglo XVI, pudieron reflexionar sobre los modos de superar la división de la cristiandad. Durante muchos decenios la Iglesia católica consideró esta problemática con cierto escepticismo. Antes del concilio Vaticano II (1962-1965), la Iglesia católica buscaba el restablecimiento de la unidad de los cristianos exclusivamente como «un regreso de nuestros hermanos separados a la verdadera Iglesia de Cristo (...), de la que lamentablemente se habían alejado en otro tiempo», como dijo Pío XI en su encíclica Mortalium animos de 1928.

El concilio Vaticano II llevó a cabo un cambio radical. Reconoció una responsabilidad de la Iglesia católica en la división de los cristianos y subrayó que el restablecimiento de la unidad suponía la conversión de unos y otros al Señor. En lugar del antiguo concepto del ecumenismo de «regreso», hoy domina el de un itinerario común, que orienta a los cristianos hacia la meta de la comunión eclesial, entendida como una unidad en la diversidad reconciliada.

En el período posconciliar, la cuestión de la unidad de los cristianos ha resultado cada vez más urgente. Hoy se puede viajar de Francfort a cualquier ciudad de Europa en menos de cuatro horas; la movilidad humana es un fenómeno en expansión. Las fronteras nacionales ya no tienen como función separar. Al contrario, las diferencias religiosas mantienen un potencial peligroso, capaz de desencadenar conflictos cuando grupos de fanáticos o algunos alborotadores aislados se aprovechan de ellas para perseguir sus intereses nacionales, políticos o económicos, suscitando enfrentamientos entre poblaciones enteras. Al respecto, basta mirar lo que ha sucedido en Yugoslavia o Irlanda del norte, o contemplar la situación a la que se ha llegado en algunos países del bloque oriental, para encontrar ejemplos trágicos, que deberían ponernos alerta.

Sin embargo, la razón profunda del compromiso de la Iglesia católica en favor de la unidad de los cristianos no se ha de buscar en estas consideraciones pragmáticas, sino en la convicción de que, con su división, los cristianos impiden alcanzar lo que es voluntad del Señor. En la víspera de su pasión, Jesús oró al Padre pidiendo «que todos sean uno (...) para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Estas palabras del Señor, pronunciadas en la víspera de su pasión y muerte, constituyen su última voluntad y su testamento. Como tales, obligan inequívocamente a todo cristiano y a la Iglesia en su conjunto. Ser católico y ser ecuménico no son dimensiones opuestas entre sí, sino las dos caras de la misma medalla.

Un consenso diferenciado sobre la doctrina de la justificación

Desde el concilio Vaticano II, la Iglesia católica inició un diálogo con casi todas las Iglesias y comunidades eclesiales, tanto en Oriente como en Occidente. El diálogo oficial con las Iglesias luteranas comenzó inmediatamente después del Concilio. En estos años ha logrado resultados significativos, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como en el de las Iglesias particulares. Ya desde el principio, el éxito más notable se consiguió mediante el estudio de la doctrina de la justificación, es decir, el tema que había llevado a la ruptura de la comunión en el siglo XVI. Para Martín Lutero, de acuerdo con esa enseñanza la Iglesia «está en pie o cae» («steht und fällt»).

Lutero consideraba que la justificación no era sólo una cuestión teórica, sino esencialmente existencial. Se preguntaba: «¿Cómo encontrar a un Dios misericordioso? ¿Cómo encontrar en mí la paz y la serenidad?». Lutero debió experimentar que, por más que se esforzara en realizar obras buenas, no lograba alcanzar la paz interior. Eso lo llevó casi a la desesperación. Por último, a través del estudio de la sagrada Escritura, y especialmente de la carta de san Pablo a los Romanos, hizo una experiencia profunda. Descubrió que san Pablo, cuando hablaba de la justicia de Dios, no quería afirmar que Dios nos considera justos porque nos hemos justificado por nuestras buenas obras, sino porque él nos acepta como pecadores. No se trata de nuestra justicia, sino de la justicia de Dios, justicia que Dios nos da por los méritos de Cristo, sin nuestra colaboración, sólo por gracia y sólo por fe («sola gratia, sola fide»).

El concilio de Trento no pudo aceptar esa doctrina, tal como se entendía en ese tiempo. Ciertamente, también Trento condenó la doctrina pelagiana, según la cual una persona puede justificarse a sí misma mediante las buenas obras. Con todo, ese concilio concluyó que podemos cooperar a nuestra justificación, no con nuestras propias fuerzas, sino porque la gracia nos inspira y nos capacita para hacerlo. Además, el concilio de Trento quería poner de relieve que Dios no sólo nos declara justos, sino que también nos hace justos; que nos santifica y, sin mérito por nuestra parte, nos renueva, de modo que, por medio de la gracia -como afirman las sagradas Escrituras- somos una nueva criatura. Por consiguiente, debemos vivir como nueva criatura. La fe debe hacerse efectiva en el amor y en las obras de caridad.

Durante cuatrocientos años esta doctrina nos ha separado. La división entre nosotros no era provocada por motivos superficiales, sino por un modo diverso de entender el núcleo mismo de la buena nueva de nuestra salvación. Sólo en su rechazo común del sistema inhumano del nazismo, en los bunkers de la segunda guerra mundial y en los campos de concentración, muchos cristianos católicos y evangélicos entendieron que no estaban tan alejados unos de otros como parecía. Comprendieron que era más lo que los unía que lo que los separaba.

Después de 1945, el movimiento ecuménico y la teología ecuménica pudieron aprovechar esas experiencias. En este marco, deberíamos recordar la larga lista de teólogos, católicos y evangélicos, que prepararon el camino de entendimiento entre nuestras Iglesias. Investigaron de nuevo, pero esta vez juntos, el testimonio de la sagrada Escritura y estudiaron nuestra tradición común, los Padres de la Iglesia. Consideraron atentamente la historia de la Reforma, los escritos de Lutero y el concilio de Trento, llegando a menudo a las mismas conclusiones. Lo que nos acercó no fueron acomodaciones fáciles, o una actitud falsa de conciliación o liberalismo, sino una vuelta común a las fuentes de nuestra fe.

Así, el diálogo ecuménico oficial, comenzado después del Concilio, pudo aprovechar los resultados de la investigación teológica anterior. Ya el primer documento de la Comisión mixta internacional católico-luterana, conocido como Relación de Malta (1971), mostró que se había alcanzado un amplio consenso sobre la doctrina de la justificación. La cuestión fue examinada de nuevo en el diálogo católico-luterano a nivel nacional, en Estados Unidos, en el documento preparado el año 1985, que se titula: Justificación por la fe, en el que se llegó al mismo resultado logrado con la Relación de Malta. Por último, el tema de la justificación se afrontó después de la visita del Papa Juan Pablo II a Alemania, en el ámbito de un estudio que analizó todas las condenas doctrinales del siglo XVI. Los resultados del diálogo católico-evangélico a nivel alemán fueron publicados en 1986 en un libro titulado: «Lehrverurteilungenkirchentrennend?», en el que se concluía también que hoy estas cuestiones no separan ya a las Iglesias.

Así pues, lo que afirma la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, firmada solemnemente en Augsburgo el 31 de octubre del año pasado, no es algo que llueve del cíelo de forma repentina. El documento fue preparado a lo largo de decenios mediante un diálogo teológico y ecuménico realizado por especialistas. Sin embargo, con la Declaración conjunta se alcanzó un nuevo nivel de calidad. Los resultados de los diálogos anteriores se podían considerar logros de los teólogos directamente implicados en la investigación y de comisiones que no representaban oficialmente a las Iglesias a las que pertenecían. Por tanto, había llegado el momento en que las mismas Iglesias, después de esa preparación, debían asumir la discusión de la cuestión y proseguir el diálogo. Entonces la Federación luterana mundial y el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos decidieron tratar de llegar a la redacción de una «Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación».

Fue necesario preparar varios proyectos de ese documento, para los cuales, cada vez, tanto por parte católica como por parte luterana, se comunicaban las peticiones de enmiendas. En 1997 se llegó ala redacción final de la Declaración, que fue presentada para su examen a las autoridades de ambas Comuniones, es decir, a los sínodos de las diversas Iglesias luteranas y, por parte de la Iglesia católica a la Congregación para la doctrina de la fe y el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. También en esta fase, el texto fue objeto de una discusión muy intensa. Por parte luterana, a pesar de muchas objeciones que se suscitaron, se llegó a un gran consenso sobre la Declaración. Por cuanto se refiere a la Iglesia católica, la afirmación de que la Declaración había puesto de manifiesto un acuerdo fundamental iba acompañada de una precisión: con respecto a algunos temas abordados en el documento, no se podía decir que expresaba un auténtico consenso. Eso se refería sobre todo a la expresión luterana según la cual la persona es justificada y pecadora al mismo tiempo («simul iustus et peccator») y a la cuestión de la cooperación de la persona en la justificación. Además, no estaba clara la cuestión de cómo se debía situar la justificación en el conjunto de los datos de la fe. Según Lutero, la doctrina de la justificación no es una verdad de fe como las demás, sino el centro y el criterio en torno al cual se articulan todas las demás verdades. Los católicos mantenemos firmemente que es un criterio indispensable, pero vinculado al conjunto de la profesión de fe trinitaria y cristológica.

Estas objeciones de parte católica provocaron una gran desilusión. Muchos no las interpretaron como un consenso diferenciado, sino como un disenso diferenciado y como un retroceso del diálogo ecuménico, con el que se perdían años de esfuerzos. Por este motivo, se tomó la decisión de aclarar las cuestiones controvertidas en un documento, que se llamó Anexo, en el que se confirman algunas de las afirmaciones de la Declaración común. Más en concreto:

1. Que existe un acuerdo fundamental sobre la doctrina de la justificación. Evidentemente, persisten aún sobre el tema algunas cuestiones abiertas que se deberán examinar más adelante. Sin embargo, las diferencias no anulan la base común que se ha alcanzado sobre la comprensión de esa doctrina. Por eso se trata también de un consenso diferenciado.

2. Además, sobre la base del modo como se entiende la doctrina de la justificación en la Declaración conjunta, las condenas recíprocas del siglo XVI relativas a esa doctrina no se aplican ya hoy ni a católicos ni a luteranos.

Todo ello no menoscaba en absoluto el valor del concilio de Trento, que para los católicos sigue siendo válido. La Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación y el correspondiente Anexo pretenden explicitar oficialmente el modo según el cual esa doctrina se debe interpretar hoy y evidenciar al mismo tiempo que la doctrina de Lutero, si se entiende en el sentido de la Declaración conjunta, ya no es causa de conflicto capaz de dividir a la Iglesia. Es decir, no se trata de dos posturas de por sí irreconciliables, sino de dos enfoques y dos acentuaciones complementarios.

Por parte católica, estas confirmaciones del Documento fueron aprobadas por la Congregación para la doctrina de la fe y por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y recibieron el visto bueno del Santo Padre. El 31 de octubre del año pasado, Juan Pablo II, antes de rezar el Ángelus, reafirmó su apoyo y su complacencia por la ratificación de la Declaración común, que tuvo lugar precisamente ese día en Augsburgo.

La ratificación de la Declaración realizada en Augsburgo fue mucho más que un acontecimiento formal y protocolario. Se trató de una fiesta, que asumió al inicio una connotación litúrgica. En efecto, queríamos ante todo dar gracias al Señor por habernos permitido dar un paso tan importante en el camino hacia la unidad de los cristianos.

Por este motivo, fue muy significativo que el acto de ratificación se realizara en la iglesia luterana de Santa Ana, en el mismo lugar donde se había celebrado, el año 1518, la disputatio entre Lutero y el cardenal Cayetano, en la ciudad en donde había tenido lugar en 1530 la Dieta que afirmó la posición luterana y llevó a la redacción de la Confessio augustana, que constituye el documento confesional fundamental del luteranismo. En la iglesia de Santa Ana, Lutero y el cardenal Cayetano habían tratado una vez más de evitar la división y llegar a un acuerdo, pero el intento fracasó rápidamente. Hoy, después de 470 años, gracias a Dios, hemos podido dar un paso que nos ha acercado a esa meta, que entonces no se alcanzó.

Debemos preguntarnos cuál es el significado del acuerdo realizado con la firma de la Declaración conjunta. Significa que los católicos y los luteranos pueden dar testimonio común de lo que es para ellos el núcleo de la fe; y que este testimonio común nos permite entrar juntos en un nuevo siglo y en un nuevo milenio. Nuestro mundo, cada vez más secularizado, necesita nuestro testimonio común.

Tampoco debemos desalentarnos al pensar en la distancia que aún nos separa de la meta. Si es verdad que la Declaración conjunta es un paso importante hacia la unidad, también es verdad que no hemos logrado aún nuestro objetivo. La Declaración tiene su importancia, pero no excluye sus límites. Su grandeza consiste en que no pretende ocultar esos límites. El documento trata abiertamente de las cuestiones que todavía nos separan y que tenemos la responsabilidad de afrontar. Con la firma de ese documento hemos alcanzado una piedra miliar, pero no hemos llegado al final del camino. La plena unidad visible de los cristianos y su comunión aún no se ha realizado.

Nuevas tareas y nuevos desafíos

En las relaciones futuras entre luteranos y católicos se vislumbran numerosas tareas. A este respecto, se debe hacer una distinción entre las responsabilidades que se han de asumir a nivel local, en las parroquias o en las diócesis, y las responsabilidades de la Iglesia universal. El movimiento ecuménico es un proceso de índole bastante compleja, y sería un error esperar, por parte católica, que todo lo haga Roma. En efecto, si la Iglesia universal no estuviera sostenida por las Iglesias particulares, sería como un edificio sin base, como un árbol sin raíces. Las intuiciones, los desafíos deben provenir también de las Iglesias particulares, y se ha de hacer mucho a nivel local, antes de que la Iglesia universal lo haga propio. Al revés, lo que se realiza a nivel de Iglesia universal, debe ser acogido y puesto en práctica a nivel local o, como se dice actualmente, por la base. Ahora, en esta presentación, me limitaré a situarme a nivel de Iglesia universal, y trataré de ilustrar lo que se propone realizar el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.

Hace poco una importante delegación de la Federación luterana mundial realizó una visita al Santo Padre y al Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Tuvimos ocasión de determinar juntos las tareas que es preciso realizar tanto por parte católica como por parte luterana.

Yo veo, en perspectiva, que en primer lugar se debe dirigir la atención a las cuestiones de la doctrina sobre la justificación que la Declaración conjunta no ha resuelto. Con eso no quiero referirme exclusivamente al contenido concreto de cada una de esas cuestiones. No se trata sólo de aclarar la cuestión del simul iustus et peccator o del significado criteriológico de la doctrina de la justificación. Al contrario, pienso, en primer lugar, en la oportunidad de afrontar un estudio bíblico más profundo, que también ha recomendado la Respuesta católica. Para ambas comunidades eclesiales, la Biblia es la proclamación por excelencia de nuestra fe. Considero que se pueden realizar ulteriores progresos si los estudios bíblicos asumen un papel más consistente en el análisis de las cuestiones de índole dogmática. Creo que, a este respecto, se podría pensar en convocar a alto nivel un simposio de expertos en Antiguo y Nuevo Testamento.

Asimismo, quisiera aludir a las cuestiones más importantes que quedan por resolver con respecto a la doctrina de la justificación. Desde el punto de vista católico, es de fundamental importancia la comprensión de lo que es la Iglesia. Este tema asume todo su peso cuando se trata de la cuestión del ministerio en la Iglesia de la sucesión apostólica, del ministerio peculiar del Obispo de Roma, es decir, del ministerio petrino. Según los criterios de la Iglesia católica estas cuestiones se deben esclarecer antes de hablar de comunión eclesial y de comunión eucarística.

Hay que profundizar ante todo en lo que entendemos por unidad visible de la Iglesia, unidad que constituye el objetivo de nuestro diálogo. Sería importante esclarecer cuáles son los elementos necesarios para la unidad de la Iglesia, y dónde conviene situar, en el ámbito de esta unidad, la diversidad y la libertad.

Por lo que atañe a la comprensión de lo que es la Iglesia, existieron al inicio algunos malentendidos, especialmente por parte protestante. No pocos teólogos protestantes han creído que, sobre la base de la Declaración conjunta, hay una comprensión católica de la unidad definida como «ecumenismo de regreso». Este concepto ya no es aplicable a la Iglesia católica después del concilio Vaticano II. Sin embargo, debemos aclarar el objetivo concreto al que se orienta nuestra investigación. En otras palabras, luteranos y católicos deben preguntarse cuál es su visión común.

Por último, muchos cristianos hoy no comprenden ya las formulaciones del siglo XVI. Eso vale sobre todo para nosotros, los católicos, pues el tema de la justificación del pecador normalmente ya no forma parte de la instrucción catequística. Para nosotros es mucho más normal hablar de la redención, de la gracia y del don de la gracia, de la vida nueva, de la liberación, de la reconciliación y del perdón. En efecto, también estos temas que acabo de citar son conceptos bíblicos importantes.

Tal vez nos hemos hecho demasiado deístas; parece que Dios ha sido desterrado de nuestro mundo, de nuestra existencia, de nuestra vida ordinaria. Así, la cuestión de la misericordia de Dios, que Lutero sentía tan profundamente, nos resulta extraña y a menudo ni siquiera nos sentimos afectados por ella. En este sentido resulta muy urgente la tarea de traducir los interrogantes y las respuestas de entonces a un lenguaje comprensible al hombre de hoy, a fin de que pueda sentirse afectado, como en otros tiempos.

Llegar a esta meta es una tarea común, más aún, una de las tareas de mayor importancia que deben realizar los católicos y los luteranos. Juntos debemos tratar de ser elocuentes, haciendo que el fulcro de la buena nueva sea creíble y convincente. No se trata simplemente de traducir algunas afirmaciones dogmáticas a un lenguaje moderno ni de encontrar el modo de expresarlas con palabras actuales; debemos ir mucho más a fondo y preguntarnos: ¿Qué significa Dios para nosotros hoy? ¿Qué significa Cristo para nosotros hoy? ¿Es realmente el Hijo de Dios, que nos ha redimido con su muerte en cruz y su resurrección? Por consiguiente, desde la perspectiva de la fe cristiana, ¿qué significa creer en un Dios misericordioso? Y ¿qué significa para nuestra vida creer en un Dios misericordioso?

Teniendo en cuenta la doctrina de la justificación, deberíamos responder que no podemos y no debemos «construir» nuestra vida, ni podemos alcanzar la plenitud y la felicidad con nuestros esfuerzos. Nuestro valor personal no depende de nuestras obras, sean buenas o malas. Aun antes de actuar, somos aceptados y hemos recibido el sí de Dios. Su misericordia nos permite vivir. En nuestra vida actúa un Dios misericordioso, que en cada momento, y a pesar de todo, nos toma de la mano. De ahí se sigue que debemos y podemos ser clementes y misericordiosos con nuestros hermanos, infundiéndoles la esperanza en un mundo que cada vez parece carecer más de sentido. Esta es la buena nueva y el Señor nos concederá profesarla de modo convincente.

La valentía de hacer ecumenismo

Quisiera concluir con algunas consideraciones. Muchos creen que el proceso de acercamiento de las Iglesias es demasiado lento. Algunos afirman que el ecumenismo marca el paso. Sin embargo, la ratificación de la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación muestra que también hoy es posible un progreso, aunque sea laborioso, y asimismo muestra de forma evidente las dificultades que aún se deben superar, y que no todas provienen, como piensan algunos, exclusivamente de «Roma», sino también, como ha demostrado la discusión en la teología protestante, de la otra parte. Es preciso añadir que estas críticas y las reservas expresadas con respecto a la Declaración deben examinarse seriamente.

Asimismo ha quedado claro que el objetivo del diálogo no consiste en hacer que el interlocutor cambie, sino en reconocer las propias faltas y en aprender del otro. La conversión no comienza con la conversión del otro, sino con la propia. Así, es mucho mejor reflexionar sobre los pasos que personalmente debemos dar para salir al encuentro de nuestro interlocutor, en vez de impulsarlo a él a recorrer un camino que para él es impracticable en un momento determinado. El ecumenismo no se hace renunciando a nuestra propia tradición de fe. Ninguna Iglesia puede hacer esta renuncia. Más bien, debemos profundizar cada vez más nuestra fe. El ecumenismo no debe ser un regateo como los que se realizan en un bazar oriental. Es un diálogo en la caridad y en la verdad. Penetrando más a fondo en la verdad, la propia tradición aparece a una nueva luz. Donde antes habíamos visto una contradicción, podemos ver una posición complementaria.

Actuando así, los católicos y los luteranos han encontrado en cuarenta años una convergencia que no se había logrado en 450 años. Ese hecho es una razón suficiente para no desistir y mirar al futuro con esperanza. Hoy, más que nunca, necesitamos un nuevo optimismo ecuménico. Naturalmente, no somos nosotros quienes lograremos la unidad. La unidad de la Iglesia es un don del Espíritu de Dios, que nos ha sido prometido solemnemente.

Llegará el día en que el don de la unidad nos será concedido de modo sorprendente, como sucedió en aquel acontecimiento de hace diez años. Si la mañana del 9 de noviembre de 1989 hubiéramos preguntado a los habitantes de Berlín cuánto tiempo, según ellos, seguiría el muro de Berlín dividiendo su ciudad, probablemente habrían respondido: «nos contentaríamos con que nuestros nietos puedan atravesar la puerta de Brandeburgo». La tarde de ese mismo día memorable, apareció ante los ojos del mundo entero una ciudad de Berlín sorprendentemente cambiada.

Yo estoy firmemente convencido de que también nosotros, un día, con los ojos llenos de estupor, constataremos que el Espíritu de Dios ha derribado los muros de división y ha trazado para nosotros senderos nuevos.