LA ORACIÓN CRISTIANA HOY

 

Carta pastoral de los obispos españoles de Pamplona-Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria

CUARESMA-PASCUA DE RESURRECCIÓN DE 1999


I. La oración en el momento actual

Quien cree sinceramente en Dios se comunica con él. La oración es la expresión de la fe, su aliento. Por, eso, cuando la fe entra en crisis, entra también en crisis la oración. Y cuando la oración enmudece en una sociedad o en la vida de una persona, es señal de que la vida religiosa se está apagando.

¿Qué lugar ocupa la oración en la vida de los cristianos?

Nada caracteriza mejor la religiosidad de una época que la forma de orar. Si se quiere conocer la religión de un pueblo, lo más iluminador no es examinar lo que dice creer, sino observar cómo ora. ¿Cómo se reza entre nosotros?

La trayectoria de no pocos

Sin duda, son muchas las personas que oran, y oran de verdad, La crisis religiosa, lejos de arruinar su oración, ha purificado sus rezos y prácticas, despertando en ellas un deseo sincero de Dios. No es difícil, sin embargo, detectar entre nosotros una grave crisis de oración, no sólo en quienes se han alejado de la práctica religiosa, sino también en el conjunto del pueblo cristiano y hasta en grupos de vida consagrada, que habían hecho de su cultivo parte decisiva de su compromiso.

Las manifestaciones de estas crisis son diversas. Hay cristianos a los que sencillamente se les está olvidando lo que es rezar. A lo largo de estos años, han ido abandonando oraciones que alimentaron en otros tiempos su fe, pero que hoy no les dicen nada. La piedad tradicional se les hace inviable, pero no la han sustituido con nada mejor. Hoy su relación con Dios está como bloqueada. Se han quedado sin saber cómo comunicarse con él.

Para algunos, Dios se ha convertido en algo demasiado irreal para llamarlo Padre; no es fácil invocar con confianza a un ser lejano y difuso al que se considera ajeno e indiferente a nuestros problemas y sufrimientos. A otros, la oración les parece algo falso; una práctica superada que hay que abandonar; una persona responsable no debería necesitar de esos «juegos religiosos» para organizar su vida.

Hay quienes, ganados por el deseo de vivir del modo más intenso y placentero, sienten la oración como algo extraño y triste; puede ser, tal vez, recurso para momentos difíciles o angustiosos, pero no fuente de vida liberada y dichosa. Hay también quienes han ido abandonando la oración para rehuir el encuentro con Dios; su desorden moral o su mediocridad los ha ido empujando a eludirlo; no han aprendido a encontrarse con Dios desde su pecado o infidelidad.

El hecho es que, por diversos motivos y desde experiencias diferentes, no son pocos los que han eliminado de su vida la oración o la han reducido a algo insignificante. Bastantes no saben, no pueden o no quieren orar a Dios.

En el hogar

En no pocos hogares se sigue rezando en familia; pero en otros muchos la oración se ha apagado. Se vive, más bien, una fe débil y poco convencida, con un trasfondo de indiferencia y despreocupación donde la presencia de Dios parece diluirse.

Ha desaparecido, en buena parte, aquella oración doméstica que moldeaba la fe de los hijos: las oraciones de la mañana y de la noche, la bendición de la mesa, el rosario en familia al atardecer. Han desaparecido también no pocos signos e imágenes de carácter religioso. Muchos padres ya no enseñan a sus hijos a rezar, no saben o no les preocupa. En no pocas familias, sólo se transmite silencio e indiferencia religiosa.

En la comunidad cristiana

Es también significativo lo sucedido en no pocas comunidades cristianas. A lo largo de estos años, se han ido suprimiendo formas de piedad tradicional que respondían a un contexto religioso, hoy desaparecido, sin que hayamos sido capaces de dar con formas nuevas que respondan a nuestros tiempos. Se han abandonado novenas, triduos y ejercicios piadosos, y se han descuidado prácticas tan arraigadas como el rosario, la bendición del Santísimo o el vía crucis, sin que hayan sido debidamente sustituidas. En muchos lugares, casi todo ha quedado reducido a la celebración de la Eucaristía. Por otra parte, bastantes iglesias permanecen cerradas a lo largo del día, sin que los creyentes puedan encontrar una «casa de oración».

Es muy valioso, sin duda, el esfuerzo realizado en la predicación, celebración o catequesis, pero no siempre se ha cuidado de manera semejante la iniciación a la oración. A muchos cristianos nadie les ha enseñado a rezar. Hemos de reconocer que, por lo general, es poco e insuficiente lo que se hace en las parroquias para iniciar en la oración.

Por otra parte, no es difícil constatar que a veces no se cuida debidamente la vida interior de quienes colaboran más activamente en la comunidad cristiana. Desbordados por una actividad excesiva y privados de alimento interior, corren el riesgo de convertirse en «funcionarios» más que en testigos de la fe y animadores de la tarea pastoral.

En el trasfondo de la crisis

También en otras épocas ha tenido la oración sus crisis y dificultades. Nunca ha sido fácil relacionarse con ese Dios oculto cuyo rostro nadie ha visto jamás: Dios es invisible, y nosotros queremos ver y comprobar; Dios es incomprensible, y nosotros queremos captar y comprender. Sin embargo, en el trasfondo de la crisis actual hay dificultades que son vividas hoy de forma nueva o con sensibilidad diferente.

¿Para qué sirve rezar?

Es la pregunta de no pocos. En una cultura en la que se acepta como criterio preferente y casi único de valoración la eficacia y el rendimiento, no es extraño que surja la pregunta por la utilidad de la oración. Lo importante es la acción, el esfuerzo y el trabajo; lo decisivo son los resultados. Desde este pragmatismo, la oración parece pertenecer al mundo de «lo inútil». Orar cuando hay tanto que hacer, ¿no será perder el tiempo?

La experiencia del mismo orante no parece muchas veces decir algo diferente. Así se queja el salmista: «De día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso» (Sal 22, 3). ¿De qué sirve invocar a Dios? No parece preocuparse mucho por quienes acuden a él; no se le ve intervenir para resolver las injusticias o detener las desgracias. ¿No le importa nuestra vida? No hemos de soslayar la cuestión. La dificultad sentida tan vivamente hoy por muchos nos puede ayudar a descubrir mejor dónde está la verdadera eficacia y el valor de la oración cristiana.

¿No es el compromiso la mejor oración?

Así se ha dicho más de una vez entre nosotros: «la mejor oración es el compromiso», «hay que orar con la vida», «todo puede ser oración». Afirmaciones que pueden encerrar parte de verdad cuando critican una oración intimista y ajena a la vida, pero que resultan erróneas y dañosas cuando pretenden justificar el abandono o la supresión de la oración. El mismo Jesús, que dijo: «No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21), dijo también que «es preciso orar siempre sin desanimarse» (Lc 18, l).

Rezar, ¿no es hablar con uno mismo?

Tal vez la cuestión que, de forma más insidiosa, está socavando hoy la oración de bastantes se puede formular así: ¿Con quién estamos hablando realmente cuando decimos hablar con Dios? La divulgación de una mentalidad freudiana, unida a un debilitamiento de la experiencia religiosa, ha cuestionado de manera nueva la oración. La sospecha ha invadido la piedad de no pocos: ¿Qué hace el que reza cuando se dirige a alguien a quien no ve y que no le contesta? Por mucho que hable con Dios, ¿no está encerrado en su propio yo? Ese Dios al que pretende dirigirse, ¿no será la prolongación de sí mismo, el espejo en que se reflejan sus ilusiones y fantasías?

Para algunos, la interiorización de esta sospecha ha supuesto el derrumbe de su religión. Ya no aciertan a rezar. Les parece engaño y patología. Sin embargo, este temor a la posible inautenticidad de la oración puede ser depurador y saludable. Es cierto que la oración aparentemente más sincera puede encerrar y alimentar graves trampas, autoengaños y ambigüedades, pero es precisamente ahora cuando, alertados por un mejor conocimiento del ser humano, podemos sanar y purificar mejor nuestra comunicación con el Dios vivo.

Búsqueda de una oración renovada

Sería una equivocación hablar sólo de crisis de oración. Más aún. Tal vez, en estos momentos, lo que se percibe en no pocos es la necesidad y el deseo de avivarla. No es verdad que nuestra época sea menos propicia que otras para elevar el corazón hacia Dios. Lo que necesitamos es encontrar la oración que puede brotar sinceramente de los hombres y mujeres de hoy.

Necesidad de purificacíón

La oración sigue viva en muchas personas. Una oración muchas veces «interesada» y hasta contaminada de actitudes poco religiosas. Oración hecha de fórmulas repetidas casi siempre de forma distraída, sin gran hondura. Una oración modesta y deslucida. El rezo de quienes se conocen mal y no saben hablar con Dios porque tampoco saben hablar consigo mismos ni con los demás si no es torpemente y con trabajo.

No hemos de subestimar esta oración. Personas alejadas de la práctica siguen rezando así en el fondo de su corazóni. Ésta es la oración de la mayoría en todas las religiones del mundo. Y Dios, que ha modelado el corazón humano, no tiene problemas para entenderla y acogerla. Todo ello no impide, sin embargo, una pregunta. ¿No tienen estas personas derecho a conocer caminos renovados para encontrarse con Dios de manera más viva, cálida y gozosa?, ¿no han de conocer también la alabanza, la acción de gracias y la adoración?, ¿no hemos de hacer un esfuerzo por purificar y reavivar esta oración que, muchas veces, es nuestra oración, la oración de todos?

Celebración litúrgica más viva

Durante estos años se ha hecho un gran esfuerzo por devolver a la celebración litúrgica el lugar central que ha de ocupar en la vida cristiana. En concreto, la Eucaristía ha de ser "centro y culminación'de toda la vida de la comunidad cristiana" (Christus Domínus, 30). Pero no siempre reparamos en que, si falta el hábito de la oración personal y la comunicación con Dios, no es tan fácil tomar parte «activa, plena y consciente» en la celebración. Por el contrario, cuando el creyente conoce por experiencia la súplica sincera, la acción de gracias o la alabanza a Dios, siempre está más capacitado para participar en la celebración litúrgica.

De ahí que veamos con satisfacción cómo las parroquias comienzan a abrir las puertas de sus templos, tantas veces cerradas, para permitir a los fieles la oración callada y recogida ante el Señor; cómo promueven experiencias de oración no litúrgica y convocan encuentros para escuchar juntos la palabra de Dios. Es ahí donde no pocos pueden aprender a orar, meditar y hacer silencio para escuchar su voz.

Signos nuevos

Vemos también con gozo signos nuevos de búsqueda de Dios. Pensamos en esos creyentes que, tanto en su propio hogar como en monasterios y lugares de oración, buscan un clima de silencio y recogimiento que les permita un encuentro más vivo con el misterio de Dios. Vemos también surgir entre nosotros grupos de oración, movimientos de espiritualidad, talleres de oración, encuentros bíblicos que pueden ser para no pocos verdaderas escuelas de oración donde se despierta su deseo de Dios y se alimenta una relación nueva con él. Nuestra carta quiere ser una palabra de aliento y de orientación para ellos.

 

II. La oracion cristiana

La oración ocupa un lugar central en toda religión. Ella es la primera manifestación de la actitud religiosa, la respuesta que despierta en la persona la presencia del misterio. Por eso está tan arraigada en el corazón humano. En todas las religiones se ora a Dios. Vamos a describir brevemente cómo hemos de orar los cristianos, es decir, qué respuesta provoca en el creyente el misterio de Dios, encarnado y revelado en Jesucristo. No hemos de olvidar que hay una oración propia de los discípulos de Jesús, que también hoy hemos de aprender los cristianos con la misma actitud de aquel discípulo que, viendo orar a su Maestro, le pidió: «Maestro, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos" (Lc 11, l).

Orar en nombre de Jesucristo

Los cristianos oramos siempre «en el nombre de Jesús». No nos dirigimos hacia Dios a solas. No buscamos un acceso directo hasta él. Nuestro camino pasa siempre por Jesús, el Hijo, en el que Dios se nos ha revelado como Padre bueno y cercano. Nuestra primera tarea es aprender a rezar «en el nombre de Jesús».

Orar como discípulos de Jesús

Orar en nombre de Jesús es, antes de nada, orar como discípulos de Jesús. La oración cristiana nace del seguimiento fiel a Jesús. El cristiano no ora a Dios de cualquier manera, siguiendo arbitrariamente sus impulsos. Su modelo para dirigirse a Dios es Jesús. Por eso, se esfuerza por orar según el espíritu y el estilo de Jesús, animado por los mismos sentimientos y la misma actitud de Jesús ante el Padre. Hay algo que no deberiamos olvidar; a través de todas las fórmulas, métodos y estilos de oración, los cristianos no hacemos más que una oración: la oración que nos enseñó Jesús, el «Padre nuestro», la oración de los que, siguiendo a Jesús, buscan con fe el reino de Dios.

Orar en comunión con Cristo

Podemos dar un paso más. La oración en nombre de Cristo es una oración suscitada, movida y animada por el Espíritu de Cristo que habita en nosotros. Cada uno podemos decir lo mismo que san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Es Cristo quien alienta y sostiene nuestra oración: «Si permanecéis en mí, y mis palabras p ermanecen en vosotros, pedid lo que queráis, y lo conseguiréis... Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 7. g). En cualquier situación, en el momento de la súplica o del agradecimiento, a la hora de pedir perdón o de alabar a Dios, nuestra oración nace de nuestra comunión con Cristo. La fuente de nuestra oración es ese Cristo a quien amamos sin haberle visto, y en quien creemos aunque de momento no lo veamos (cf. 1 P 1, 8)..

Orar como miembros del Cuerpo de Cristo

Precisamente por esto, orar en nombre de Cristo es orar como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. Ésta es la promesa de Jesús: «Yo os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 19-20). Los cristianos oramos siempre en comunión con todos los que viven animados por el Espíritu de Cristo. Incluso la oración más personal, la que hacemos a solas ante el Padre que está en lo secreto (cf. Mt 6 6), es una oración que llega hasta el Padre por medio de Cristo y, por ello mismo, una oración unida a cuantos forman su Cuerpo. Por eso, un cristiano no puede orar si no es abriéndose fraternalmente a los demás. La oración en nombre de Jesús exige abrirse al perdón y a la reconciliación: «Cuando os pongáis de pie para orar, perdonad si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos perdone vuestras ofensas» (Mc 11, 25).

Orar por mediación de Cristo

Lo que venimos diciendo tiene su raíz última en que Cristo es nuestro único mediador ante el Padre. Él es el gran orante, el único y verdadero orante. Resucitado, «está siempre vivo intercediendo» por toda la humanidad (Hb 7, 25). En medio de nuestra mediocridad y a pesar de nuestra fe débil y pequeña, sabemos que «tenemos a uno que intercede por nosotros ante el Padre, Jesús, el justo» (1 Jn 2, l). Al rezar no hacemos sino participar en esa oración que Cristo eleva al Padre por la creación entera. De esa oración reciben todo su valor, significado y hondura nuestras oraciones y súplicas. Por eso , la oración en nombre de Cristo es una oración universal, abierta a todos los hombres y mujeres del mundo, incluso a los que podemos sentir como enemigos. Esa fórmula con que terminamos siempre las oraciones litúrgicas, «por nuestro Señor Jesucristo», no son palabras vacías que hemos de repetir de manera rutinaria. Las hemos de pronunciar despacio, porque expresan el verdadero contenido de nuestra oración cristiana.

Invocar a un Dios Padre

El rasgo más original y gozoso de la oración cristiana proviene del mismo Jesús, que nos ha enseñado a invocar a Dios como Padre, con la confianza de hijos e hijas, pues realmente lo somos: «Vosotros, cuando oréis, decid: Padre» (Lc 11, 2). Sería un error desfigurar esta oración o sustituirla con elementos extraños, debilitando nuestro encuentro gozoso con el Padre del cielo.

El diálogo con un Dios personal

La oración del cristiano es un diálogo con un Dios personal que está atento a los deseos del corazón humano y escucha su oración. Una meditación que desembocara sólo en un estado de quietud o en una «inmersión en el abismo de la divinidad», no sería todavía encuentro cristiano con Dios, nuestro Padre. Aun reconociendo todo su valor sanante, no hemos de confundir tampoco el sosiego y la distensión que generan ciertos ejercicios fisico-siquicos, con la comunicación cristiana con Dios. Por otra parte, el «vacio mental» que se consigue por medio de ciertas técnicas no tiene en sí mismo un valor religioso cristiano si no conduce a la persona hacia el misterio personal de un Dios Padre.

La oración de los salmos, hecha de súplicas ardientes, invocaciones confiadas y deseo de Dios, nos orienta bien hacia el clima propio de la oración cristiana: «Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido» (Sal 25, 16); «Tu rostro busco, Señor; no me escondas tu rostro» (Sal 27, 8-9); «Te daré siempre gracias... ¡Tú sí que eres bueno!» (Sal 52, 11).

Con la confianza de hijos

Orar teniendo como horizonte a un Dios Padre es invocarle siempre con confianza filial. Jesús siempre se dirigió a Dios llamándolo «¡Abba!», «¡Padre!» y, fieles a ese espíritu, también nosotros, sintiéndonos «hijos en el Hijo», nos atrevemos a decir lo mismo. Nos lo recuerda san Pablo: «Mirad, no habéis recibido un espíritu que os haga esclavos para recaer en el temor; habéis recibido un Espíritu que os hace hijos y que nos permite gritar: "¡Abba!", ¡Padre! Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rm 8, 15-16). Por eso, el cristiano no reza a un Dios lejano, al que hay que decirle muchas palabras para informarle y convencerle. Esa oración, según Jesús, no es propia de sus discípulos' Nosotros oramos a un Padre que «sabe lo que necesitamos antes de pedírselo» (Mt 6, 8). Un Padre bueno, que nos ama sin fin: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 11). Los que sois padres y madres entendéis mejor que nadie las palabras de Jesús.

Por eso, la oración cristiana nunca es fácil, pero siempre es sencilla. Basta invocar a Dios sinceramente, con corazón de niño. No jugar ante Dios a «ser mayores». Despojarnos de nuestras máscaras y confiar en su amor misericordioso. El se revela, no tanto a los sabios y entendidos, sino a «la gente sencilla» (cf. Mt 11, 25).

Desde el ser de hijos

Orar a un Dios Padre no infantiliza. Al contrario, nos hace más responsables de nuestra vida. No rezamos a Dios para que nos resuelva nuestros problemas. Oramos y vigilamos para fortalecer nuestra «carne débil» y disponernos mejor a cumplir la voluntad del Padre (cf. Mt 26, 41). No se trata de seducir a Dios y convencerle para que cambie y cumpla nuestros deseos. Si oramos es precisamente para cambiar nosotros, escuchando los deseos de Dios. No le pedimos que cambie su voluntad para hacer la nuestra. Pedimos que «se haga su voluntad», que es, en definitiva, nuestro verdadero bien. Rezamos para escuchar y cumplir con más fidelidad la voluntad del Padre. Así oraba Jesús: «Padre,... no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42).

Movido por ese espíritu de fidelidad al Padre, el discípulo de Jesús se abre al amor universal. No es posible invocar a Dios como Padre sin sentirse hermano de todos. La filiación fundamenta la fraternidad. No le reza cada uno solo a «su Padre». Oramos a «nuestro Padre», el Padre de todos, sin excluir a nadie. Así lo quería Jesús: «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 44-45).

Movidos por el Espíritu

Esta oración cristiana no es una obligación ni un logro humano. Antes que nada es una gracia, un don. La iniciativa es de Dios. Él mueve nuestros corazones. Su Espíritu alienta toda oración verdadera. Sólo podemos orar movidos por su Espíritu.

Dóciles al Espíritu

El Espíritu de Dios habita en cada uno de nosotros. Podemos estar atentos a su presencia o no prestarle atención alguna; podemos libremente acoger su acción o rechazarla, pero el Espíritu de Dios está siempre ahí, como «dador de vida» en cada persona. «El amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Para orar bien hemos de escuchar dentro de nosotros mismos al Espíritu de Jesús orando al Padre: «Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo, que grita ¡Abba, Padre!» (Ga 4, 6). La oración no es tanto cuestión de conocimiento y técnicas como de escucha y de atención interior a este Espíritu que nos atrae hacia Dios. Esto es lo primero que hemos de aprender: «Orad movidos por el Espíritu Santo y manteneos así en el amor de Dios» (Judas 20-21).

La ayuda del Espíritu

Nosotros no sabemos rezar bien. Nos falta experiencia; caemos en la rutina. No sabemos qué hacer para orar como conviene. Es el Espíritu el que puede orientar y transformar nuestra oración. «El Espíritu acude en auxilio de nuestra debilidad: nosotros no sabemos, a ciencia cierta, lo que debemos pedir, pero el Espíritu en persona intercede por nosotros con gemidos, sin palabras» (Rm 8, 26). Él nos ayuda a descubrir que Dios está en nosotros. «Gracias al Espíritu que nos dio, conocemos que Dios está con nosotros» (1 Jn 3, 24). El nos enseña poco a poco la verdad de Dios. Nos permite acoger e interior¡zar su palabra. «El Espíritu de la verdad os irá guiando en la verdad toda» (Jn 16, 13).

Los frutos del Espíritu

El cristiano «ora en toda ocasión en el Espíritu» (cf. Ef 6, 18). Esta oración no es fórmula, no son palabras o recitación. No es «letra que mata, sino Espíritu que da vida» (2 Co 3 6). Lo que verdaderamente da vida a la oración no es la búsqueda de nuevos métodos y caminos. Todo ello es importante si nos ayuda a orar «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Sólo esta oración nos va haciendo cristianos. Hace crecer en nosotros los frutos del Espíritu: «Amor, alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez» (Ga 5, 22). Por eso, lo primero que hemos de pedir a Dios es «el Espíritu» (cf. Lc 11, 13). Él transformará nuestra oración.

Al servicio del Reino

El cristiano no reza a cualquier divinidad. Eleva su corazón a un Dios Padre que quiere hacer reinar entre los hombres su amor y su justicia. El Dios a quien invoca es inseparable del Reino. Por eso, la oración cristiana se resume en esta súplica: «¡Venga a nosotros tu reino!».

Buscando el reino de Dios

El cristiano ora siempre buscando como última realidad el reinado de Dios entre los hombres. «Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 32-33). Todo ha de quedar subordinado a la acogida del reino de Dios en nosotros y en el mundo entero. Por eso, nos hemos de preguntar a qué Dios oramos: ¿a un Dios apático e indiferente ante las injusticias y el dolor humano, o a un Dios que quiere la justicia y el bien de todos? ¿En quién «pensamos» cuando nombramos a Dios? ¿De dónde arranca y hacia dónde nos conduce la oración? ¿Brota de nuestro egoísmo y nos encierra todavía más en él? ¿Nace de la búsqueda del reino de Dios y nos compromete más en su realización?

Orar al Dios de los pobres

La oración es cristiana si es acogida del Dios de Jesús, y no un contacto con la divinidad en general. Pero el Dios de Jesús es el «Dios de los pobres», el defensor de los desvalidos, el que se ha encarnado en él para «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). No cualquier contemplación es cristiana. No cualquier búsqueda de Dios es fiel a Cristo, sino aquella en la que se busca al Dios de los últimos. En la oración cristiana se bendice a Dios porque revela su reino a los pequeños (cf. Mt 11, 25), se busca la voluntad de Dios sobre el reino, se da gracias por su crecimiento, se pide perdón por su ausencia. En el centro de esta oración está siempre el Dios de los pobres. En su interior resuena siempre la llamada de Cristo a encontrarlo entre ellos (cf. Mt 25, 40).

Desde la vida real

La oración de¡ creyente brota de la misma vida. Su contenido es la misma existencia vivida día a día. No hay que hacer grandes elucubraciones para dirigirse a Dios. Basta presentarnos ante él con nuestro ser. Todo lo que es parte de nuestra vida puede ser punto de partida de una oración de súplica, de acción de gracias, alabanza, queja o petición de perdón (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2626-2643).

De la necesidad a la comunión

Cuando se siente necesitado, el ser humano grita y su grito se hace llamada. No nos bastamos a nosotros mismos y buscamos la ayuda de alguien que nos pueda responder. Pero el hombre no necesita sólo soluciones para sus diversos problemas. En el fondo de su ser y detrás de esas necesidades se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar. El hombre necesita salvación. Es entonces cuando el grito humano se hace súplica a Dios: «Desde lo hondo a ti grito, Señor: Señor, escucha mi voz» (Sal 130, l).

El creyente no hace de esta oración un instrumento mágico para ir satisfaciendo sus necesidades de forma más fácil. Su oración es expresión de su confianza total en Dios como último Salvador. «El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación» (Sal 118, 14). Poco a poco, su oración se hace confianza y comunión con Dios. Sus peticiones no se centran tanto en las cosas que necesita cuanto en ese Dios que acompaña siempre. Su corazón tiende hacia Dios por sí mismo y busca, en medio de las necesidades, su presencia callada y amistosa. Pedimos a Dios lo que necesitamos, pero nuestra oración es un confiado «dejar hacer» a Dios en cuyas manos está nuestra salvación.

De la alegría de vivir a la alabanza

La vida no es sólo necesidad. Es también gozo, expansión y disfrute. Ese sentimiento indefinible que es la «alegría de vivir» no se cierra sobre sí mismo. El ser humano necesita decir y agradecer su alegría a alguien. Pero, ¿hacia dónde o hacia quién dirigir el agradecimiento por ser y por vivir? Del corazón creyente sube una gratitud inmensa, no hacia la vida en abstracto, sino hacia Dios, fuente y origen de todo bien: «Tú eres mi Dios. Te doy gracias» (Sal 118, 28). No es sólo la acción de gracias por dones concretos. El creyente percibe que todo es gracia, todo es recibido. De su corazón brota la alabanza a Dios, el reconocimiento de su grandeza y de su bondad salvadora: «¡Dios mío, qué grande eres!» (Sal 104, l). «Alabaré al Señor mientras viva» (Sal 146, 2).

Del sufrimiento a la confianza

La vida es muchas veces dolor y sufrimiento. El ser humano se siente desgarrado por la enfermedad, la desgracia o las injusticias. Nuestro anhelo de felicidad queda roto en mil pedazos por la tribulación. Nace entonces de nuestro interior la queja: ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿por qué tanto? El creyente se queja a Dios: «¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te escondes en las horas de angustia?» (Sal 10, l); «¿Hasta cuándo he de quedar con el corazón apenado todo el día?» (Sal 13, 3). Si la queja se dirige hasta ese Dios que es sólo Amor, el creyente va descubriendo que no es Dios el que envía aquel mal o quiere nuestro daño. Él quiere siempre nuestro bien, a pesar y a partir de nuestros inevitables sufrimientos; en ellos y por ellos, Dios nos ofrece la posibilidad de conseguir bienes más importantes y valiosos. La queja se transforma entonces en confianza: «Tú, Señor, estás cerca» (Sal 119, 151). «Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor cuida de mí,, (Sal 40, 18).

De la culpa a la acogida del perdón

El ser humano se siente con frecuencia culpable. Es inútil ignorarlo. La vida es también culpabilidad, contradicción interior, descontento de sí mismo, temor e indignidad, reproche, necesidad de ser diferente. La persona puede entonces huir de sí misma, pero puede también escuchar el anhelo más hondo de su ser y buscar el perdón y la reconciliación. Es lo que hace el creyente cuando implora la misericordia de Dios: «Por tu inmensa compasión, borra mi culpa» (Sal 51, 3). No es sólo pedir perdón por pecados concretos. La persona sabe que necesita vivir constantemente del perdón de Dios. Este apoyarse en la misericordia de Dios no es una sutil huida de sí mismo y de su responsabilidad, sino el mejor modo de enfrentarse a ella con lucidez: «Tu misericordia, Señor, me sostiene» (Sal 94, 18). «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (Sal 51, 12).

De la finitud a la adoración

El ser humano percibe de muchas maneras su inconsistencia y finitud. La muerte, siempre presente en el interior de la vida, no es sino el recuerdo permanente de nuestra caducidad. El individuo puede vivir distraído, ocupando su conciencia con toda clase de impresiones, actividades o información. Pero no logra acallar del todo los interrogantes más hondos del ser humano: ¿quién soy yo?, ¿qué era antes de nacer?, ¿qué me espera? Puede entonces caer en la desesperación del nihilismo o en la resignación del pragmatismo. El creyente, desde su finitud radical, se abre confiadamente al misterio de Dios. Su corazón se postra ante el Dios santo, no como ante una fuerza exterior a sí mismo, sino como ante el Creador, que lo reafirma en su propio ser. Al adorar a Dios, se siente sostenido por aquel fuera del cual no es nada. Al mismo tiempo que proclama: «Desde siempre y por siempre tú eres Dios» (Sal 90, 2), de su corazón brota la confianza: «El Señor sostiene mi vida» (Sal 54, 6).

CAPÍTULO III   

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