El don de la indulgencia jubilar

Dios nos da su gracia en el Año jubilar para que nos convirtamos y crezcamos en el amor

P. Maximino ARIAS REYERO
Profesor de teologia dogmática

 

Un don de Dios: el perdón de la culpa

Dios nunca nos deja solos. Siempre nos acompaña. En la alegría y en la tristeza, en el bien y en el mal. Quiere que crezcamos en el amor. Por eso nos da su gracia, su fuerza. Dios también cuenta con nuestro pecado. Quiere perdonarlo y sanarnos. El pecado impide la vida, la frena. Pero la gracia.de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Para ello nos ofrece el don de la indulgencia.

El pecado es complejo: tiene antecedentes y consecuencias. Consecuencias espirituales, ciertamente, pero también «materiales», daños y trastornos, que no desaparecen imnediatamente. Algunos de estos trastornos son casi visibles; otros sólo la fe los descubre. La persona queda debilitada y enferma, la comunidad también; la misma creación queda herida por el pecado. La historia y el espacio quedan afectados. La restauración plena de los bienes espirituales, de «los bienes personales, sociales y los relativos al orden universal, destruidos o perturbados por el pecado» tiene también su historia propia y su proceso. Los fieles cristianos tienen un sentido profundo para comprender estas realidades. Captamos en la fe que, después de perdonado, el pecado deja todavía rastros en nuestra vida. Los rastros y secuelas del pecado son muy penosos, pero Dios quiere también liberarnos de estas penas.

Dios se introduce en nuestra historia, tan concreta y real, para perdonar al pecador y hacer de él un pecador perdonado y llenó de 'alegría. Así como «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» del perdón y del amor (cf. Rm 5, 20), así también donde se da la pena, se da la gracia de Dios que quiere liberamos de ella. El perdón del pecado produce tanta alegría en el corazón de Dios como en el del hombre (cf. Lc 15, 4-10). Y lo mismo ocurre con la liberación de la pena: Dios la quiere, la desea para nosotros, y nos la ofrece. Esta liberación es principalmente una acción de Dios, unida a Cristo. El perdón de la culpa y de las penas se hace por medio de Jesucristo, el Hijo encarnado.

El don del perdón para nuestro tiempo

En la historia de la salvación, es decir, en la historia de la relación entre Dios y el hombre, hay momentos, tiempos, oportunidades en las que Dios se inclina de manera más misericordiosa al perdón de la culpa y de la pena. Ofrece el perdón de los pecados y la gracia para aquel que, de manera libre y voluntaria, se acerca a él. El tiempo en que Dios ofrece su perdón está siempre en relación con Jesucristo. Es lo que ocurre en el jubileo: con motivo de celebrar el nacimiento de Cristo, Dios ofrece el perdón de la culpa.

El jubileo muestra a Dios especialmente propicio al perdón, por eso da la gracia, interna y externa, para la conversión y el arrepentimiento de los pecados, para que Dios los perdone. Esto mismo ocurre con la oferta de perdón por las penas del pecado. La oferta de perdón de la culpa o de las penas no sustituye la acción voluntaria del hombre, sino que la facilita. Es una gracia de Dios. El hombre, para recibir el perdón, ha de aceptar voluntañamente esta inclinación divina que quiere perdonar su pecado y sus consecuencias. El año jubilar, que se nos anuncia y que vamos a celebrar, es el medio por el que Dios se inclina de manera más fuerte, mas misericordiosa y llena de bondad para levantar al hombre caído, perdonar su culpa y lavar sus penas.

El don del perdón en la Iglesia y con la Iglesia

Todos los hombres y especialmente los cristianos estamos vinculados, somos sofidarios unos de otros. «El cristiano no está solo en su camino de conversión». El primer solidario es Jesucristo y con él todos los que le siguieron, especialmente los santos y los mártires. Nosotros, que queremos también ser sus seguidores, podemos prestarnos ayuda mutua, sin que por eso pierda nada la fuerza de la gracia de Cristo. Él nos dio ejemplo, para que, unidos a él, también nosotros seamos solidarios en los bienes espintuales y materiales. La oración, la caridad, el ofrecimiento de los dolores, el ejercicio de las virtudes constituyen una riqueza inmensa. Hoy en día se dan entre nosotros, nos son patentes: hombres y mujeres que mueren mártires por ayudar a otros, por mantener la fe, por dar a los pobres un mejor lugar en la vida; hombres y mujeres que se dedican a la oración y que entregan su vida al ejercicio de las virtudes; hombres y mujeres que, día a día, en el ejercicio de su trabajo y de su vida hacen el bien mirando a Jesús, que con humildad purifican sus pecados: esto constituye el «tesoro de la Iglesia».

La Iglesia, por inspiración del Espíritu Santo, comprende los momentos y las circunstancias en que Dios confiere el perdón de la culpa y de la pena del pecado. Tiene una doctrina hermosa y convincente frente al perdón: la confesión, el sacramento de la reconciliación y del perdón. Y recibe también una clara inspiración acerca del modo como Dios mismo desea acercarse al pecador para perdonarle su pena. La Iglesia comprende cómo y de qué modo puede poner al hombre en relación con el perdón y la misenicordia de Dios, que quiere que el hombre viva en plenitud. Tiene la potestad de determinar con infalible carisma dónde y en qué momento el hombre encuentra la gracia de Cristo, qué acciones debe realizar, qué camino ha de recorrer, dónde se ha de apoyar. Y lo hace en contacto con el hombre de su tiempo, teniendo en cuenta sus características personales y sociales. No es que ella sea la autora de la gracia; la gracia sólo es de Dios por medio de Cristo y se da en el Espíritu. Pero la Iglesia conoce y comprende, y determina con autoridad el momento propicio, el cumplimiento del tiempo que Dios tiene asignado. Así se puede decir que la Iglesia da la gracia que tiene, pero que no es de ella mismna. Es administradora de la gracia de Cristo.

El don del perdón se da en relación con las realidades creadas

El pecado no sólo afecta al hombre y a la Iglesia. Afecta a la creación y la hiere. El perdón también toca a la creación. La creación, utilizada con sentido cristiano, eleva al hombre, lo acerca a Dios. La creación clama a su Dios. Esta es también la última raíz del sacramento cristiano. El agua limpia en el bautismo, el aceite fortalece en la confirmación, el pan y el vino son elementos eucarísticos en los que el mismo Dios se hace presente. Y de manera semejante ocurre con los ramos y la ceniza, el incienso y las flores. Más aún, el espacio y el tiempo son medios que llevan a Dios, como el desierto y la montaña, el domingo y el alba. Si pecar es equivocar el camino el perdón nos conduce nuevamente hacia Dios. Hay sacramentos y sacramentales. Hay también lo que se ha llamado «sacramentos pequeños», como la peregrinación, la imagen y el escapulario, el cuadro y la vela. Y a través de todos ellos nos abre el camino el Espíritu hacia el Padre; a través de ellos nos llena la gracia y el perdón de Dios.

El don del perdón no tiene límites

Finalmente hay también una realidad eclesial muy profunda y consoladora. Los fieles podemos ayudarnos unos a otros con la oración, con la fe, con el amor. Podemos ayudar a que otros cooperen en su purificación. Desde luego, es necesaria también una cierta forma de aceptación de este ofrecimiento, de esta ayuda. De esta manera, nuestra cooperación se une a la de ellos. La Iglesia enseña, porque así lo sienten y lo viven los fieles, que esta ayuda no tiene límites temporales o locales. Los fieles peregrinos estamos unidos a los que ya han terminado su existencia terrena Por eso mismo, la indulgencia jubilar puede redundar en bien de los difuntos. Con el pensairriento puesto en los difuntos, el fiel realiza un acto de caridad sobrenatural.

El júbilo de la indulgencia

El paso a un nuevo milenio puede ser muy significativo para nosotros. Es más que el paso del tiempo. Es el paso de Dios (la pascua de Dios) ofreciendo su gracia. Es también nuestro tránsito hacia Dios. Tratemos de comprenderlo, para que sea más profunda la alegría, más gozoso este paso de Dios en nues tra historia. A nosotros precisamente nos toca vivir este momento histórico. No lo dejemos pasar de largo. Este paso al próximo milenio significa júbilo, alegría. Celebramos el gran jubileo. Uno de los elementos que constituyen la alegría del jubileo es la indulgencia jubilar. Por eso podemos hablar del júbilo de la indulgencia.

Un ejemplo para entender

Juan es un hombre sencillo, Margarita es madre de tres hijos, Pedro trabaja en el campo, Ignacio es empresario, Rodrigo es un joven universitario. Han oído hablar, en la parroquia o en la comunidad cristiana a la que pertenecen, de «ganar la indulgencia plenaria», «la indulgencia jubilar». Se han dispuesto a ello. Han preparado su visita a la catedral o al santuario. Aquel día se levantan temprano, despiertan con ilusión a su familia o se juntan con sus amigos. Hay que hacer un viaje o una peregrinación. Todo ello supone cansancio e incomodidad. Cuando llegan al lugar elegido, se alegran. Muchas otras personas están haciendo lo que hacen ellos. Entran con respeto, hacen la señal de la cruz con el agua bendita, ofrecen unos cirios que han comprado con sus ahorros. Después, buscan el confesionario o al sacerdote para confesarse, participan en la misa y comulgan unidos a todos los asistentes. El y ella saben que con la confesión sincera y con la comunión sus pecados han sido perdonados, pero que todavía no está todo sanado. En su vida se dan tendencias, tentaciones. Quedan ciertas secuelas del pecado. Para superarlas, para que se les perdonen, recurren a la oración de la Iglesia. Dios les da esta gracia también. Comprenden, sin reflexión, que Dios quiere ser más amigo de ellos y que les da la fuerza de la gracia para ello. Pero también necesitan ayuda de otros, sobre todo la ayuda de la oración de otros; de la oración y ayuda de la Iglesia. Todavía faltan cosas por hacer: dar una limosna y rezar por las intenciones del Papa. Al salir de la Iglesia compran algunos objetos religiosos y, antes de volver a su hogar, celebran con su familia o amigos el almuerzo.

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