HOMILÍA

Durante la santa misa de Nochebuena celebrada en la basílica de San Pedro el viernes 24 de diciembre

Esta Noche santa comienza el gran jubileo, un tiempo de gran alegría y esperanza

1. "Hodie natus est nobis Salvator mundi" (Salmo responsorial).

Desde hace veinte siglos brota del corazón de la Iglesia este gozoso anuncio. En esta Noche santa el ángel nos lo repite a nosotros, hombres y mujeres del final de milenio: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría... Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador» (Lc 2, 10-11). Durante el tiempo de Adviento nos hemos preparado para acoger estas consoladoras palabras, en ellas se actualiza el «hoy» de nuestra redención.

En esta hora, el «hoy» resuena con un tono especial: no es sólo el recuerdo del nacimiento del Redentor, es el comienzo del gran jubileo. Nos unimos espiritualmente a aquel momento singular de la historia en el que Dios se hizo hombre, revistiéndose de nuestra carne.

Sí, el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, engendrado eternamente por el Padre, tomó cuerpo de la Virgen y asumió nuestra naturaleza humana. Nació en el tiempo. Dios entró en la historia. El incomparable «hoy» eterno de Dios se ha hecho presencia en las vicisitudes cotidianas del hombre.

2. «Hodie natus est nobis Salvator mundi» (cf. Lc 2, 10-11).

Nos postramos ante el Hijo de Dios. Nos unimos espiritualmente al asombro de María y de José. Adorando a Cristo que nació en una cueva, asumimos la fe llena de sorpresa de aquellos pastores; experimentamos su misma admiración y su misma alegría.

Es difícil no dejarse convencer por la elocuencia de este acontecimiento: nos quedamos embelesados. Somos testigos de aquel instante del amor que une lo eterno a la historia: el "hoy" que abre el tiempo del júbilo y de la esperanza, porque «un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros la señal del principado» (Is 9, 5), como leemos en el texto de Isaías.

Ante el Verbo encarnado ponemos las alegrías y temores, las lágrimas y esperanzas. Sólo en Cristo, el hombre nuevo, encuentra su verdadera luz el misterio del ser humano.

Con el apóstol san Pablo, meditamos que en Belén «ha aparecido la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres» (Tt 2, 11). Por esta razón, en la noche de Navidad resuenan cantos de alegría en todos los rincones de la tierra y en todas las lenguas.

3. Esta noche, ante nuestros ojos se realiza lo que el evangelio proclama:

«Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él (...) tenga la vida» (Jn 3, 16).

¡Su Hijo unigénito!

¡Tú, Cristo, eres el Hijo unigénito del Dios vivo, que viniste al mundo en la cueva de Belén! Después de dos mil años vivimos de nuevo este misterio como un acontecimiento único e irrepetible. Entre tantos hijos de hombres, entre tantos niños venidos al mundo durante estos siglos, sólo tú eres el Hijo de Dios: tu nacimiento ha cambiado, de modo inefable, el curso de los acontecimientos humanos.

Esta es la verdad que en esta noche la Iglesia quiere transmitir al tercer milenio. Y todos vosotros, los que vengáis después de nosotros, procurad acoger esta verdad, que ha cambiado totalmente la historia. Desde la noche de Belén, la humanidad es consciente de que Dios se hizo Hombre: se hizo Hombre para hacer al hombre partícipe de su naturaleza divina.

4. ¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! En el umbral del tercer milenio, la Iglesia te saluda, Hijo de Dios, que viniste al mundo para vencer a la muerte. Viniste para iluminar la vida humana mediante el Evangelio. La Iglesia te saluda y junto contigo quiere entrar en el tercer milenio. Tú eres nuestra esperanza. Sólo Tú tienes palabras de vida eterna.

Tú, que viniste al mundo en la noche de Belén, ¡quédate con nosotros!

Tú, que eres el camino, la verdad y la vida, ¡guíanos!

Tú, que viniste del Padre, llévanos hacia él en el Espíritu Santo, por el camino que sólo tú conoces y que nos revelaste para que tuviéramos la vida y la tuviéramos en abundancia.

Tú, Cristo, Hijo del Dios vivo, ¡sé para nosotros la Puerta!

¡Sé para nosotros la verdadera Puerta, simbolizada por aquella que en esta Noche hemos abierto solemnemente!

Sé para nosotros la Puerta que nos introduce en el misterio del Padre. ¡Haz que nadie quede excluido de su abrazo de misericordia y de paz!

«Hodie natus est nobis Salvator mundi»: ¡Cristo es nuestro único Salvador! Este es el mensaje de la Navidad de 1999: el «hoy» de esta Noche santa da inicio al gran jubileo.

María, aurora de los nuevos tiempos, quédate junto a nosotros, mientras con confianza recorremos los primeros pasos del Año jubilar.

Amén.

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Juan Pablo preside la solemne apertura de la Puerta santa

El viernes 24 de diciembre, el Papa Juan Pablo II presidió la solemne ceremonia de la apertura de la Puerta santa en la basílica de San Pedro, con la que se iniciaba formalmente el gran jubileo del año 2000. Además de los ocho mil fieles presentes en la basílica, cerca de cincuenta mil personas participaron en el acto desde la plaza de San Pedro, siguiendo el rito mediante las pantallas gigantes, y varios miles de millones a través de la televisión en todos los paises del mundo.

La ceremonia, que comenzó a las once de la noche se desarrolló en el atrio de la basílica. Antes de la procesión de entrada, ya se hallaban en el atrio los obispos, el decano del Tribunal de la Rota romana, una representación de los canónigos y penitenciarios, el presidente de Italia, sr. Carlo Azeglio Ciampi, con su esposa, el decano del Cuerpo diplomático ante la Santa Sede y la Capilla musical pontificia.

El Santo Padre, en la procesión, iba acompañado por los acólitos y algunos laicos procedentes de los cinco continentes, los diáconos y los cardenales concelebrantes. Mientras tanto, la «schola cantorum» entonaba el salmo 122, con la antífona: «¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!».

El Santo Padre, al llegar a la cátedra, inició la celebración con el signo de la cruz, una invocación trinitaria, el saludo litúrgico y una monición. Luego pronunció la oración. La «schola» y la asamblea cantaron el Aleluya y a continuación comenzó la proclamación del Evangelio (Lc 4, 14-21) en italiano.

El Romano Pontífice se dirigió en silencio hacia la Puerta santa. Al llegar ante ella cantó el versículo: «Esta es la puerta del Señor» y la asamblea respondió: «Los justos entrarán por ella» (Sal 117, 20).

Luego, Su Santidad, en medio de un solemne silencio, subió lentamente las gradas y abrió la puerta, empujando con las dos manos. Desde el interior de la basílica, dos ayudantes se encargaron de abrir completamente la puerta. Eran exactamente las 23.25. En ese momento culminó la ferviente espera y preparación de toda la Iglesia con vistas al gran jubileo del año 2000.

Una vez abierta la puerta, rubricada con un gran aplauso por parte de todos los fieles presentes en la basílica, se iluminó enteramente el interior del templo vaticano. Y el Santo Padre, en el gesto más emotivo de la ceremonia, permaneció de rodillas unos minutos en el umbral, elevando a Dios la oración jubilosa de acción de gracias de la Iglesia universal.

A continuación el coro cantó la aclamación «Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega; a él la gloria por los siglos».

Después de la aclamación, el Vicario de Cristo volvió a la cátedra. Algunos fieles procedentes de Asia y Oceanía, con sus coloridos trajes típicos, adornaron con flores las jambas de la puerta y derramaron perfumes, mientras el «kato», instrumento japonés, hacia resonar una melodía oriental. Luego, el Santo Padre, volvió ante la Puerta santa, subió las gradas, en el umbral recibió el libro de los Evangelios y lo mostró en silencio, primero a los fieles que se encontraban en el atrio y después a los que se hallaban dentro de la basílica.

Acto seguido, entró en el templo, entregó el libro de los Evangelios al diácono y se dirigió a la sede situada ante la estatua de la Piedad, mientras algunos fieles procedentes de África, en señal de alegría, hacían resonar una melodia con grandes cuernos. Inmediatamente después, la «schola» entonó el canto de entrada.

La procesión entró en la basilica y se dirigió al altar: después de la cruz, iban los obispos y cardenales concelebrantes, el diácono con el libro de los Evangelios, rodeado por algunos laicos de América y Europa con lámparas y flores, y al final el Santo Padre.

Al llegar ante el altar, se entronizó el libro de los Evangelios. El diácono lo colocó en el trono preparado para ello. Los laicos depositaron las lámparas y las flores ante el Libro y luego el Papa lo incensó.

A continuación, desde la cátedra el diácono cantó la proclamación del gran jubileo. Al final, la schola y la asamblea cantaron el himno «Gloria in excelsis Deo».

El evangelio, como suele hacerse en las celebraciones pontificias, se proclamó en latín y griego. Juan Pablo II pronunció la homilía que publicamos.

Concelebraron con el Papa 38 cardenales, entre ellos: Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio; Angelo Sodano, secretario de Estado; Josef Ratzinger, vicedecano; y Roger Etchegarav, presidente del Comité para el gran jubileo del año 2000. Se hallaban presentes 85 arzobispos y obispos entre ellos el arzobispo Giovanni Batista Re, sustituto de la Secretaria de Estado, mons. Jean-Louis Tauran, secretario para las Relaciones con los Estados; y mons. Crescencio Sepe, secretario del Comité del gran jubileo.

En torno al altar, junto al Papa, se colocaron los cardenales Gantin, Sodano, Ratzinger, Etchegaray, Moreira Neves y Noé.

En el ofertorio, ocho niños procedentes de Colombia, Burkina Faso, India, Filipinas, Japón y Corea, presentaron al Vicario de Cristo las ofrendas. Juan Pablo II los acarició y bendijo con afecto.

La solemne ceremonia concluyó a la 1.30 de la mañana.