LOS SACRAMENTOS,
FUENTE DE SALUD Y SALVACIÓN

Ponencia del Cardenal Jorge Medina Estévez en la XII Conferencia Internacional: "Iglesia y salud en el mundo. Expectativas y esperanzas en los umbrales del año 2000"


 

1.- Sobre la enfermedad.

No es del caso hacer aquí una definición médica acerca de qué es la enfermedad: basta para nuestro propósito expresar una aproximación basada en la experiencia común. Desde luego decir "enfermedad" es evocar una situación que es contraria a la salud. Parecería que puede hacerse una distinción válida entre una "enfermedad" y un "defecto". Un defecto, que puede ser congénito o ser secuela de una enfermedad, es una realidad estable no de suyo incompatible con el estado de salud. Una persona que ha sufrido la amputación de un miembro tiene un defecto, pero no puede decirse que sea propiamente un enfermo. En casos más graves se puede hablar de "invalidez".

La enfermedad es una realidad en movimiento, con frecuencia progresiva, cuya característica más general y constante es la de provocar un desequilibrio en las funciones del organismo, de modo que se ve comprometida la armonía que caracteriza el estado de salud. Cuando el desequilibrio es tal que llega a comprometer funciones vitales esenciales, se puede hablar de una enfermedad grave que constituye una amenaza o peligro de muerte. La muerte puede describirse como la cesación de la vida precisamente porque se llegó a un tal estado de desequilibrio entre las diversas funciones vitales esenciales o su cesación, que en definitiva se ha destruido irreversiblemente la unidad del organismo. La pervivencia de algunas células o grupos de células de un organismo no constituye "vida" del conjunto al que pertenecen, sino que son procesos vegetativos más o menos breves o incluso mantenidos artificialmente.

Lo que parece interesante es considerar que el proceso fisiológico que llamamos "enfermedad" es un momento, inicial o avanzado, de desequilibrio de las funciones vitales que no llega aún a causar la muerte, pero que tiene alguna relación con ella.

Experimentar la enfermedad es encontrarse en una situación en que el ser humano percibe su mortalidad y, consiguientemente, su finitud, su impotencia, su fragilidad, su contingencia.

Puesto que el hombre tiene una vocación de eternidad, la experiencia de la enfermedad debiera ser un llamado a su conciencia en la perspectiva de enfrentar, ahora o más tarde, la muerte, el juicio de Dios y el destino eterno, feliz o desgraciado. Como todas las circunstancias de la vida, la enfermedad invita, aunque en forma muy especial, a recordar la afirmación programática de San Pablo, válida para todo cristiano: "nosotros para Dios vivimos; nosotros para Dios morimos: sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor" (Rom. 14 8). Dicho lo anterior, es justo agregar que la vejez es un estado similar a la enfermedad: en la ancianidad se van desarrollando diversos desequilibrios que van comprometiendo la armonía y unidad del organismo viviente y ese proceso conduce, inevitablemente, a la muerte.

Es, pues, completamente natural, que el cristiano perciba la enfermedad como aviso de su finitud y como una invitación a prepararse al advenimiento de la vida eterna, es decir de la etapa definitiva de la única existencia humana, porque nuestro ser estará, si nuestra vida terrena ha sido coherente con el querer de Dios, para siempre centrado en El, sin posibilidad alguna de separarnos de El, y alcanzará su plenitud en el día de la resurrección.

La enfermedad suele estar marcada por el dolor y por la aflicción, que son situaciones inherentes a esta vida pero que desaparecerán en la Jerusalén celestial: "esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y El, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Apoc.21,3s) El Apóstol San Pablo asocia la vida temporal a la corruptibilidad (cfr. lCor. 15,43ss) y ve la corporeidad de los resucitados bajo el signo de lo "espiritual" que es en cierta forma sinónimo de inmortalidad. Quizás por eso sostiene que "el último enemigo en ser destruido será la muerte" (lCor.15,26). El dolor tiene, pues, una necesaria referencia al no-dolor, y éste es una expresión válida, aunque literariamente negativa, de vida, de armonía, de felicidad.

Cuando empleamos las palabras "dolor" o "enfermedad", solemos referirnos, en primer lugar, a dolores físicos o corporales. Pero todos sabemos que hay dolores y enfermedades que podemos calificar de "espirituales", que no son exactamente lo mismo que la categoría de las dolencias psíquicas. En todo caso la unidad del ser humano hace que una aflicción espiritual pueda tener consecuencias somáticas y viceversa. Por eso la felicidad de los bienaventurados en la gloria, que consiste ante todo y principalmente en la visión gozosa de Dios, de su ser inefable y de sus obras, incluye también la plena armonía corporal, la imposibilidad de la corrupción y del sufrimiento. Al contrario, la situación de los réprobos es la de un dolor sin fin, una especie de desgarramiento interior, un desequilibrio torturante que procede de la clara conciencia de haber rechazado el único bien absolutamente apetecible y el único objeto realmente beatificante, y de no poder revocar ese rechazo. Así como la bienaventuranza recibe la calificación de "vida eterna", la condenación es llamada "muerte eterna" y la Sagrada Escritura la asocia a diversas imágenes de sufrimiento: "fuego" (Mt.3,12; 18,8; 25,41); "gusanos" (Mc.9,43.47); "rechinar de dientes" (Lc.13,28; Mt.24,51); "tinieblas" (Mt.8,12; 22,12), etc.

2.- Sobre la vida.

En el horizonte de muchos hombres de hoy, la palabra "vida" no evoca sino la dimensión corporal y temporal de la existencia. El mundo contemporáneo ha adquirido una vivísima sensibilidad con respecto a los derechos de la persona humana, y ante todo hacia su vida corporal. Se la protege legalmente y se la defiende de las agresiones injustas. Se desarrollan complejos y costosos sistemas de asistencia social para ir en ayuda de las personas enfermas o física o psíquicamente limitadas. Curiosamente, por no decir escandalosamente, muchas legislaciones admiten como algo legítimo el atentado contra la vida de la criatura que está aún en el seno de su madre, eliminando el aborto - incluso en sus formas más atroces y expresivas de una suma decadencia del sentido moral – del catálogo de los crímenes y delitos punibles por la sociedad. Luego de la legitimación del aborto ha venido la de la eutanasia, y no se puede negar que existe entre ambas una lógica ineludible. A continuación se ha llegado a las manipulaciones genéticas, cuyas proyecciones son insospechables. No cabe sino felicitarse ante la creciente sensibilidad frente al respeto por la vida, pero no es posible retener un sentimiento de estupor e indignación ante las diversas formas de atentados contra la vida de inocentes.

Sin embargo, a la luz de la fe, la vida en su sentido pleno y más profundo, es la vida en Cristo y para Dios. "Para mi', la vida es Cristo y la muerte (=corporal) es una ganancia" (Flp.1,21) decía San Pablo, y explicaba su pensamiento expresando que "yo vivo, pero no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi" (Gal.2,20). Que la vida lejos de Dios no merezca el nombre tal, sino que sea en realidad miseria y muerte, es una de las enseñanzas nítidas de la parábola llamada "del hijo pródigo" (cfr.Lc. 15,11-32). El muchacho perdulario que vuelve a la casa paterna, al decir de su padre "estaba muerto y ha resucitado" (Ib.v.32). La misión de Jesús se puede resumir en sus propias palabras "he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn. 10,10), y él mismo se proclama "camino, verdad y vida" (Jn.14,6). Cuando el Apóstol San Pablo afirma con extraordinaria fuerza y crudeza que "todo lo he tenido por estiércol con tal de ganar a Cristo" (Flp.3,8), no hace sino expresar su convicción de que nada tiene valor si significa una contraposición con el Señor. Los mártires, puestos en la disyuntiva de perder la vida corporal o la eterna, optaron con sabiduría por la muerte corporal: prefirieron perder esta vida para ganar la Vida.

Todo cristiano tiene que permanecer siempre en la perspectiva de la vida eterna y en esa perspectiva debe juzgar y valorar los objetos que se le presentan y las opciones que constituyen la trama de su existencia en libertad. El recuerdo de la muerte no es, pues, una memoria trágica, sino la conciencia de un hecho normal - aunque no por ello menos doloroso - que constituye el paso a la vida eterna, supuesto que la existencia en este mundo haya sido conforme con la ley de Dios. El recuerdo de la muerte es una invitación a valorar los objetos y, opciones desde la única perspectiva valedera, es decir la de su coherencia o incoherencia con la voluntad de Dios. La vida temporal no es sino la preparación o antesala de la vida eterna: Dios nos concede la vida temporal para que merezcamos la eterna que es nuestra verdadera finalidad, la única finalidad definitiva (ver GS 22) y en razón de la cual debe ponderarse todo lo demás.

La vida eterna no es la sola inmortalidad del alma, sino, en definitiva, la vida en plenitud de todo el ser humano, alma y cuerpo, luego de la resurrección en el día de la Parusía del Señor. Esa vida en plenitud será la expresión de la perfecta armonía entre el hombre y Dios, armonía que es el resultado de la justificación y de la gracia que son exactamente lo opuesto al pecado, cuya consecuencia es la muerte (cfr. Gn. 3,19; Rom.5, 12-21). Así es no sólo legítimo sino también lógico afirmar que toda opción de rechazo del pecado es una opción de vida, como cualquier opción de pecado es, en el sentido más auténtico, una opción de muerte.

3.- Los sacramentos, signos de vida.

Es conocida la enseñanza de Santo Tomás de Aquino que afirma que los sacramentos son signos rememorativos de la Pasión de Cristo, demostrativos de la gracia y prognósticos de la gloria futura. Todo ello tiene íntima relación con la vida, pues la muerte de Cristo constituye la victoria sobre el poder del pecado y de la muerte, la gracia es la vida verdadera ya en este mundo, y la gloria es la plenitud definitiva de la vida. Estas tres dimensiones corresponden a todo sacramento, aunque con el matiz propio de la gracia de cada uno de ellos.

Los tres sacramentos de la iniciación cristiana, "el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía" vienen a ser el inicio, la madurez y el alimento de la vida nueva. Son, por así decirlo, la re-creación del hombre (Ef.4,24; Col.3, 10; 2Cor.3, 17; Gal.6, 15), el don de la adopción divina y de la participación en la naturaleza de Dios (2Pd. 1,4; Jn.6,53-57; 15,4-8), el inicio en la tierra de la vocación a la santidad y a la alabanza de la gloria de la gracia de Dios (Ef.1,3-14). Conviene tener presente que estos tres sacramentos que introducen en la vida de la gracia apuntan ya al destino final y total del hombre íntegro, en su alma y en su cuerpo, destino que es de vida eterna y gloriosa, no sólo de inmortalidad del alma, sino de resurrección corporal. No se puede minimizar el alcance de las expresiones tan concretas de San Pablo: "el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor" (lCor.6,13); "¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?" (v.15); "¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espiritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?" (v.19); "¡Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo!" (v.20). El Apóstol relaciona toda esta argumentación referida a la castidad cristiana, con nuestro destino de resurrección que es la proyección de la resurrección de Jesucristo (v. 14).

Los sacramentos de la Reconciliación o Penitencia y de la Unción de los Enfermos constituyen el grupo de los así llamados "sacramentos de la salud", "sanación" o "curación" (ver CEC. 1420ss.), porque suponen un grave quebrantamiento, ocurrido después del bautismo, sea de la salud espiritual, sea de la salud corporal de un cristiano.

La Penitencia mira a la recuperación de la gracia, a la justificación "segunda", con vistas a destruir el pecado cuyo efecto es la "muerte" o sea la privación de la vida en Cristo en esta tierra, de la "deificación" y, en definitiva, de la posibilidad de acceso a la plenitud de la Vida en la eternidad. El estado de "muerte" en virtud del pecado desemboca, si no hay conversión ni reconciliación con Dios, en la muerte eterna que afecta al hombre en su integridad. El pecado está relacionado, pues, con un desastre, incluso físico, de la persona y por lo mismo es justo reconocer que la reconciliación, aunque se refiera en forma directa a la "vida espiritual", tiene, no obstante, un efecto corporal, diríamos "somático", y que consiste en devolver la posibilidad concreta de acceder a la vida en Cristo, cuya consumación es la vida eterna y la gloria de la., resurrección.

La Unción de los enfermos presupone que se trata de un cristiano ya bautizado, con uso de razón (lo que implica con capacidad para haber podido pecar, siquiera venialmente), y afectado por una enfermedad que pone en peligro su vida, aunque no sea en forma inminente. Llegamos aquí a un punto de especial importancia en la relación salud - gracia - vida. Queda ahora enunciado para volver más adelante sobre él, pues merece una más detenida consideración.

Los dos sacramentos del Orden y del Matrimonio son caracterizados como sacramentos que miran en forma especial al orden social de la comunidad cristiana (ver CEC n. 1534ss.). No es que los demás sacramentos tengan solamente una dimensión personal: afirmarlo sería prescindir de la enseñanza de San Pablo que ve a la Iglesia como "Cuerpo de Cristo" (Rm. 12,5; lCor. 10,17; 12,12; Ef.4,16; Col.2,19), y por lo tanto como una realidad comunitaria en la que existe una solidaridad que va mucho más allá de una simple membresía jurídica (ver LO 8 y 9). Todos y cada uno de los sacramentos comunican gracias que beneficean no sólo a quien los recibe, sino que enriquecen y afirman los vínculos del Pueblo de Dios que son, ante todo, del orden de la vida en Cristo. Si se califican los dos Sacramentos del Orden y del Matrimonio como referidos a la vida social de la Iglesia, ello no es para excluir la dimensión social de los demás sacramentos, sino para afirmar que éstos dos juegan un papel especial en la estructura sacramental de la Iglesia.

El Orden comunica la sucesión en el ministerio apostólico, el cual asegura una cierta forma de presencia de Cristo en la comunidad a través del ejercicio, en su nombre y no por decisiones humanas, del ministerio tripartito del anuncio auténtico de la palabra de Dios, de la presidencia "in persona Christi" del culto litúrgico, y de la conducción' en nombre de Cristo, de la comunidad eclesial. Ahora bien, como la Iglesia peregrina hacia el Reino de los cielos, que es su plenitud, y como esa peregrinación no consiste en otra cosa que en el seguimiento de Cristo y en su crecimiento en cada cristiano (Ef. 3,19; 4,13), el ministerio ordenado es un ministerio de vida y de salvación en el que se entrelazan inseparablemente la dispensación de los misterios de Dios (lCor. 1,1; 2Cor.6,2) y el poder de expulsar los espíritus inmundos (Mc.3,15), cuya acción es la raíz de la muerte corporal y de la eterna (Gen. 3,16-19; Sb.2,24). No hay que olvidar que la Iglesia ha confiado desde antiguo, a ministros ordenados, el poder de expulsar al demonio de aquellos fieles que han caído en su poder: es la actividad litúrgica llamada "exorcismo". Y hay que tener presente que en la acción apostólica con respecto a los enfermos, en la que los laicos pueden y deben asumir variadas responsabilidades, corresponde precisa y exclusivamente a los sacerdotes la administración del Sacramento de la Unción de los enfermos, así como ellos y los diáconos son los ministros ordinarios del Viático para los que están prontos a partir de este mundo.

También del sacramento del Matrimonio puede decirse que es "estructurante" de la Iglesia, en el sentido de que la comunidad conyugal refleja la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia. El matrimonio cristiano es un sacramento, es decir una realidad de gracia y por lo tanto de vida en Cristo. Tarea principalísima de los esposos cristianos es la de prestarse mutua y., amorosa ayuda en su peregrinación hacia el Señor, apoyándose en forma permanente en la prosecución del ideal de la santidad, que para los casados debe realizarse necesariamente en el marco de la condición conyugal. Y puesto que la santidad es sinónimo de la vida en Cristo en plenitud, es perfectamente lógico afirmar que el matrimonio es sacramento de vida, y que apunta no sólo a un mutuo apoyo en clave temporal, afectiva y física, sino que su fruto de gracia debe percibirse necesariamente en un horizonte de vida eterna, precisamente allí y cuando se realizan las "bodas del Cordero" de que habla el último de los libros de la Biblia (Apoc.21,9). Lo anterior se deduce de la hermosa enseñanza de San Pablo en su carta a los Efesios ( ver Ef.5,21-33), y varias expresiones de ese texto permiten afirmar que el Apóstol mira a la Iglesia como a una esposa fecunda que por la gracia de Cristo engendra hijos y ciertamente no sólo con vistas a su realización en este mundo, sino para que respondan a una vocación de santidad y de eternidad. El papel de los esposos cristianos incluye su responsabilidad, que es propiamente "apostólica", hacia los hijos. Se engendran hijos para que lo sean de Dios, miembros de Cristo y de su Iglesia, templos del Espíritu Santo y herederos del Reino de los cielos, es decir, para que tengan vida, no sólo vida corporal o intramundana, sino la vida verdadera que no puede ser tal sino en Cristo. Así pues, es justo afirmar que el matrimonio es el Sacramento del crecimiento de la Iglesia por la vía de la fecundidad natural y sobrenatural de los esposos. Es el sacramento que trae a .,la existencia nuevos miembros de la comunidad de salvación, llamados a la gracia y a la gloria.

4.- El sacramento de la Unción de los enfermos.

Como se dijo antes, el beneficiario directo de este sacramento es un cristiano, por lo tanto un bautizado, que ha llegado al uso de razón, y que padece una dolencia que amenaza su vida, aunque no sea en forma inminente. La tradición de la Iglesia considera que la vejez, ancianidad o senectud, se equiparan a la enfermedad. E1 tiempo para administrar este sacramento comienza cuando ya está presente una dolencia que constituye una amenaza para la vida corporal, aunque el desenlace no sea inminente o inevitable. Es un error pastoral y una falta de caridad postergar la administración de la Santa Unción hasta que el enfermo esté agónico, o poco menos, y quizás ya privado de conocimiento. Error pastoral, porque el sacramento da gracias para asumir la cruz de la enfermedad, la que se hace presente desde mucho antes de la inminencia de la muerte. E1 error pastoral se funda, pues, en una concepción equivocada acerca del fruto y de la gracia propia de este sacramento. También hay una falta de caridad, que puede llegar a ser objetivamente grave porque se priva a un cristiano de las gracias sacramentales que tienen precisamente como fruto el de, ayudarlo a asumir, como una forma de su vida en Cristo, la realidad de la enfermedad o de la ancianidad.

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "la gracia especial del sacramento de la Unción de los enfermos tiene como efectos:

- la unión del enfermo a la Pasión de Cristo, para su bien y el de toda la Iglesia;

- el consuelo, la paz y el ánimo para soportar cristianamente los sufrimientos de la enfermedad o de la vejez;

- el perdón de los pecados si el enfermo no ha podido obtenerlo por el sacramento de la Penitencia;

- el restablecimiento de la salud corporal, si conviene a la salud espiritual;

- la preparación para el paso a la vida eterna" (CEC n. 1532).

La enfermedad es una realidad que resulta ambivalente en orden a la salvación. Puede vivirse en íntima unión con Cristo en su dolorosa Pasión, en espíritu de penitencia y de ofrenda, con paciencia y serenidad. Pero puede también vivirse, desgraciadamente, con rebeldía hacia Dios e incluso con desesperación, con impaciencia, sin pensar en la Pasión de Cristo, con dudas de fe o con desconfianza en la misericordia de Dios. El primero de los modos descritos de vivir la enfermedad es precisamente "vivirla en Cristo", vivirla como una situación salvífica, vivir la cercanía del término de la peregrinación, terrenal con los ojos de la fe; puestos en la bienaventuranza y en la Casa del Padre. Esa vivencia supone vencer la innata dificultad y repugnancia a aceptar el dolor y la muerte, dificultad que no sólo radica en nosotros mismos, sino que puede ser acrecentada por la acción de Satanás, interesado en conseguir que el hombre cristiano termine su existencia terrenal desconfiando del amor de Dios, rechazándolo o sintiéndose rechazado por El. Tal victoria no puede ser sino el fruto de la gracia de Dios, cuyo canal ordinario en la economía cristiana y para las circunstancias de la enfermedad es el sacramento de la Unción de los enfermos.

La experiencia de la enfermedad o de la senectud hace recordar la realidad que asumió Jesús que, siendo Hijo de Dios, se anonadó y tomó una naturaleza humana en todo semejante a la nuestra, menos en el pecado, y se humilló hasta sufrir la muerte, y muerte de cruz, y por eso e Padre lo glorificó y le dió un nombre sobre todo nombre (ver Flp.2,6-9). La enfermedad y la vejez son humillaciones que ponen al hombre ante lo vano del sentimiento de autosuficiencia y lo invitan a poner su confianza sólo en Dios. Es una purificación dolorosa que constituye una pedagogía de humildad que se inscribe en la basilar doctrina cristiana de la insuficiencia de las fuerzas puramente humanas para alcanzar la salvación, así como en la de la fuerza victoriosa de la gracia, "capaz de hacer de las mismas piedras hijos de Abraham" (Mt.3,9; Lc.3,8), "porque para Dios nada hay imposible" (Lc. 1,37; 18,27).

La doctrina de la Iglesia señala como uno de los frutos de la Unción de los enfermos una profunda "purificación" del alma de quien recibe este sacramento (ver DS. 1696). ¿Cómo entender esta "purificación"? Quizás pueda servir la comparación con las cicatrices que dejan las heridas corporales. La cicatriz no es de suyo una enfermedad, no es dolorosa, ni suele desarrollarse en forma que amenace la salud. Pero no es bella, afea, es una falta de armonía que da testimonio de un "desorden" pasado. Sería ingenuidad creer que los pecados personales, sobre todo aquellos que constituyeron "hábitos", pasan sin dejar rastro. Es posible que una conversión vivísima, dolorosamente amorosa, pueda extirpar totalmente las secuelas del pecado. Pero los arrepentimientos no suelen ser tan vivos, ni tan dolorosos, ni tan amorosos y por eso se hace necesario un nuevo don de Dios, un don de gracia que venga a remediar la debilidad o la imperfección de la conversión: es el don que llega a través del sacramento de la Unción de los enfermos que produce su fruto según la disposición de quien lo recibe.

El sacramento de la Unción de los enfermos produce algunos de sus efectos en relación con el estado presente de enfermedad que se sufre y para sufrirlo cristianamente. Otros de sus efectos miran a obtener la justificación si no se pudo obtener por el sacramento de la Penitencia. Finalmente hay efectos que miran principalmente a adquirir la necesaria disposición para poder entrar en la bienaventuranza eterna y contemplar cara a cara la belleza inefable de Dios.

Como la enfermedad muchas veces cede y el hombre recobra la salud, puede suceder que se reciba la Unción más de una vez en la vida, en el supuesto que vuelva a aparecer una enfermedad, o que la que existía se agrave. Así, la Santa Unción es también un sacramento de vida: para vivir en Cristo la situación de la vida corporal amenazada, para hacer partícipe a todo el Cuerpo de Cristo del fruto de la personal vivencia de la Pasión, y para introducir, a través de la humillación y de la provisoria destrucción corporal asumidas con realismo de fe, en la vida eterna y en la gloria de la resurrección. El cristiano gravemente enfermo debe recibir los sacramentos de la Penitencia, de la Unción de los enfermos y de la Eucaristía como Viático. El Cuerpo de Cristo resucitado y glorioso recibido en esa circunstancia es precisamente la prenda y garantía de la resurrección que aguarda al cristiano en el día de la Parusía, cuando será destruido el último enemigo, que es la muerte (lCor.15,26).

"Es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ..La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, ¡oh muerte! tu victoria? ¿Dónde está, ¡oh muerte! tu aguijón?». El aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del pecado, la ley. Pero, ¡gracias sean dadas a Dios, que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo!" (lCor. 15,53-57).

Roma, 7 de noviembre de 1997

Jorge Medina Estévez