Los Padres de la Iglesia
y la defensa de la vida humana

Mons. Fernando A. Figueiredo,
Obispo de Santo Amaro (Brasil)
10/5/1996


 

Por la urgencia de la problemática que afronta, por su fuerza y su profundidad, la encíclica Evangelium vitae del Papa Juan Pablo II será, ciertamente, objeto de numerosos estudios, sobre todo por parte de varios sectores de la teología. En este contexto consideramos importante subrayar, aunque de forma sumaria, su fundamento patrístico.

En todo el documento, pero especialmente en los números 57 (sobre la muerte voluntariamente infligida a un inocente), 62 (sobre el aborto directo) y 65 (sobre la eutanasia), donde apela a toda su autoridad, el Santo Padre evoca el testimonio de la Tradición. Y, como sabemos, cuando se evoca la gran Tradición, se piensa, en particular, en la patrística. De hecho, precisamente a través de estos primeros intérpretes de la fe vivida y profesada se elaboró el patrimonio de la fe en sus varios aspectos y en sus múltiples dimensiones.

Estudiando las 18 citas patrísticas que aparecen al pie de página de la Encíclica, podemos descubrir el siguiente esquema teológico implícito: Dios es el origen de la vida; en el ser humano se refleja la vida divina; Jesús es la vida y da su vida para que todos tengamos la vida; por esto, los santos Padres son defensores acérrimos de la vida humana. A pesar de vivir en un contexto muy diverso del nuestro, son impresionantes sus testimonios contra el homicidio y el aborto.

Dios es el origen de la vida

Los santos Padres tenían ante si dos importantes fuentes para elaborar su pensamiento: la sagrada Escritura y la fe transmitida y vivida en la Iglesia. Acudiendo a estas dos fuentes y estando alerta ante las amenazas procedentes de las corrientes de pensamiento que nacían dentro y fuera de la Iglesia, ya en el siglo II, elaboraron una teología explícita de la creación. En ella las santos Padres afirman con insistencia el Dios que está en el origen de todas las cosas y que, amorosamente, las conserva (cf. 1 Clem 35, 3; san Justino, I Apol. 61 y 67; san Ireneo, Adv. Haer., I, 10, 1).

El contexto en que se insertan estas elaboraciones sistemáticas es esencialmente el de las varias herejías que de un modo u otro negaban el origen divino de la creación. Las repercusiones de esas posiciones, tanto sobre el modo de ser y comportarse como sobre el modo de considerar todas las cosas, eran inmediatas. Basta pensar en las herejías de índole dualista, que llevaban al desprecio del cuerpo humano, con todas las implicaciones que esto tenía en el comportamiento y las relaciones humanas.

La afirmación categórica del origen divino resultaba así una defensa tanto de la concepción de Dios como de la concepción antropológica e incluso ecológica: es Dios quien da la vida y sólo él la puede quitar (cf. Dt 32, 39). Los seres humanos son administradores y no dueños que pueden disponer de forma arbitraria de los seres creados y, menos aún, de su propia vida y de la de los demás seres humanos.

El ser humano es reflejo de la vida divina

La primera elaboración, que se refiere más directamente a Dios, lleva a una segunda, que tiene por objeto al ser humano. La gran preocupación de los santos Padres a este respecto consistía en dar un doble relieve al ser humano: en su relación con Dios y en su relación con los demás.

El ser humano aparece, ante todo, como una criatura privilegiada dentro de la creación. La frase: «Creó Dios al ser humano a imagen suya» (Gn 1, 27) es como un eco que resuena sin cesar. El ser humano es «imagen viva de Dios» (cf. san Gregorio de Nisa, La creación del hombre, n. 4; p. 44, 136) no sólo en cuanto ser espiritual, sino también en cuanto ser corpóreo. En su totalidad, como ser único e indiviso, el ser humano es el retrato de Dios. A través de la grandeza y la dignidad del ser humano, que resplandece plenamente en Jesucristo, podemos vislumbrar el rostro de Dios.

Así es como se comprende mejor la frase, con tanta frecuencia repetida, de san Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre vivo» (cf. Adv. Haer. IV, 20, 7: Sch 100/2, 648-849). Dios nos llama a la vida, también en su fase terrena, pues en ella ya se refleja algo de lo que seremos. El «Bios» es como un reflejo de la «Zoé», la vida espiritual, que está orientada a la eternidad. De hecho Dios ha creado al ser humano y, gracias a una acción constante y paciente, lo conduce hacia su destino sobrenatural, o sea, a asimilarse finalmente a la inmortalidad divina (cf. Adv. Haer. III, 21, 10; IV, 5, 1; V, 36, 1-3). Por esto, san Ireneo concluye que «la gloria del hombre es la visión de Dios» y en el Pastor de Hermas la expresión «vivir para Dios» aparece con frecuencia en toda la obra.

Basándose en esto, se comprende la no menos célebre frase de san Agustín: «Nos has creado, Señor, para ti, y nuestro corazón vive inquieto hasta que descanse en ti» (Conf. I, 1: CCL 27, 1). En esta vida terrena se prepara la vida eterna. Por otra parte, a la luz de la eternidad se comprende la grandeza de la vida terrena (cf. san Juan Crisóstomo, Entrop. 2. 13 [3.398 D]; san Gregorio de Nisa, Hom. Opif. 22, 2 [M 44. 20 4c]).

Jesús es la vida y da la vida para que todos la tengan en abundancia

La grandeza y la dignidad de la vida humana, sin embargo, resplandecen en todo su esplendor sólo en la persona de Jesús. Él es la imagen plena del Padre. Y, como imagen plena del Padre, nos revela al Dios de la vida. El mismo se autodefine: «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). A pesar de ser de naturaleza divina, asume en todo la condición humana, excepto en el pecado, y al mismo tiempo revela la grandeza de la naturaleza humana e indica en qué se funda esa grandeza: el ser humano de hecho alcanza su propia plenitud viviendo en comunión con el Padre; conviviendo con el Padre y con los hermanos y hermanas es como el ser humano vive de verdad.

Para expresar esta intimidad del ser humano con Dios, los santos Padres utilizan términos como «deificación» y también «divinización», sin olvidar nunca la trascendencia absoluta de Dios. Los Padres apostólicos y los apologetas sitúan esta unión íntima con Dios en un marco escatológico, poniendo de relieve el don de la inmortalidad (san Ignacio de Antioquía; Ef 4, 2; Polyc. 2, 2 s; Ef 20, 2; san Justino, Apol. 10, 3; 52, 3).

En este mismo contexto debemos entender la actitud de Jesús en favor de los más débiles y enfermos. Desea que todos tengan la vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por esto, san Ignacio lo presenta al mismo tiempo como el «médico del cuerpo y del espíritu» (Ef 7, 2), pues en su misión Jesús realiza curaciones, mostrando que Dios considera seriamente también la vida física del hombre. Su misión es a favor de la vida en todas sus dimensiones y en todas sus fases.

Defensa acérrima de la vida humana

Teniendo en cuenta la creación, el ser humano creado a imagen de Dios, y la plenitud de vida revelada por Jesús, se comprende el hecho de que los santos Padres fueron defensores acérrimos de la vida humana.

Es interesante observar que, en cuanto los cristianos se establecen en el Imperio romano, comienzan a condenar el aborto de modo categórico. Es lo que nos revela la Didaché, del siglo I. En ella se señala explícitamente el aborto como camino que lleva a la muerte espiritual (Did. 2, 2).

Tertuliano es aún más enérgico cuando dice que «es un homicidio premeditado impedir que nazca (un ser humano)... Ya es un hombre el que lo será» (cf. Apol. IX, S: CSEL 69. 24). Para san Basilio el aborto es un homicidio (Ep. 188, 2). Tanto él como el Pseudo Bernabé (XIX, 5) extienden explícitamente el delito del aborto no sólo a la mujer que aborta, sino también a quien la hace abortar. Para Clemente de Alejandría el aborto transforma el seno materno, cuna de la vida, como quiere el Creador, en féretro de muerte (cf. Strom. 2, 18). Para todos los Padres griegos y latinos el aborto es moralmente un pecado, dado que significa la injusta supresión de una vida humana que se encuentra desde el principio bajo la protección del amor providencial de Dios. Por consiguiente, su práctica no sólo viola el mandamiento de amor hacia el prójimo, sino también el derecho de Dios, hiriendo y destruyendo una de sus criaturas.

Del mismo modo, se condenan el suicidio y el homicidio. San Agustín, siguiendo una larga tradición, afirma que el suicidio siempre es moralmente ilícito (De civ. Dei, 1, 20: CCL 47, 22). «Nunca es lícito matar a otro: aunque él lo quisiera, incluso si él lo pidiera, cuando, suspendido entre la vida y la muerte, suplica que le ayuden a liberar su alma que lucha contra las cadenas del cuerpo y desea romperlas; no es lícito ni siquiera cuando un enfermo no esté ya en condiciones de sobrevivir» (Ep. 204, 5: CSEL 57, 320).

Como se puede deducir de esta breve evocación de algunos Padres de la Iglesia, la encíclica Evangelium vitae no aporta ninguna innovación por lo que atañe a la doctrina. Se limita a trazar para el presente, en un contexto en que estos problemas se agudizan aún más, una posición que no le corresponde a ella cambiar. Para ser fiel a la palabra de Dios y a la Tradición, la Iglesia no puede callar: debe proclamar en voz alta el evangelio de la vida.