JESUCRISTO: LA VIDA DEL MUNDO

Carta Pastoral
del Excmo. y Rvdmo. D. Antonio Marìa Rouco Varela
Arzobispo de Madrid

 

INTRODUCCIÓN

"Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante" (Jn 10,10).

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Para alentar al pueblo de Dios

1. Desde el comienzo de mi ministerio pastoral he querido alentar a todo el pueblo de Dios -a vosotros sacerdotes, religiosos, consagrados y laicos- con mi Carta pastoral que, año tras año, os he ofrecido en los principales tiempos litúrgicos y en los momentos más señalados de la vida diocesana. También en 1998, cuando estamos celebrando el Misterio del Nacimiento del Hijo de Dios según la carne, del Niño Jesús, no quisiera faltar a la ya acostumbrada cita anual.

En vísperas del nuevo milenio y de camino hacia el gran Jubileo del año 2000 esta nueva Carta pastoral quiere ser continuación de las de los años anteriores. En la Pascua de la Resurrección de 19951 os invitaba a la urgente y gozosa labor de la evangelización, a transmitir al hombre de hoy el encuentro personal con Jesucristo presente y operante en la comunión de la Iglesia mediante la cual crece la esperanza y la capacidad de amar de la Humanidad. No se puede evangelizar sin comunión ni vivir la comunión sin la entrega a la misión evangelizadora de la Iglesia.

Aludía entonces a la Carta apostólica Tertio millennio adveniente en la que el Santo Padre, en noviembre de 1994, nos ofrecía un marco extraordinariamente sugerente para seguir el camino de la evangelización que no es otro que anunciar a nuestro Señor Jesucristo, el cual, enviándonos el Espíritu Santo, nos lleva al abrazo de Dios Padre. Evangelizar es transmitir a todos que la mayor grandeza del hombre es poder dar gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

Es menester convertirnos

2. Para dar testimonio del Evangelio de Jesucristo, en la comunión de la Iglesia, es menester convertirnos. Urge recuperar para nuestro lenguaje cristiano los términos y significados del pecado, penitencia y conversión: responder a la llamada de Dios volviendo a Cristo, que sale a nuestro encuentro, sin dejarse aprisionar y ahogar por la tentación de la autosuficiencia. En la Carta pastoral de la Cuaresma de 19962 nos invitábamos, al mismo tiempo que comenzábamos un nuevo Plan Diocesano de Pastoral3, a un examen de conciencia para acoger la vida de la gracia.

Bien sabemos que la conversión, que nace del anuncio y conocimiento de la persona de Jesucristo, necesita del ministerio de la Palabra. Al filo de las indicaciones de la Tertio millennio adveniente quise fijar mi mirada en Jesucristo: la Palabra de la Verdad, en la Carta pastoral del Adviento de 19974. El hombre que ansía y busca la verdad y hambrea la libertad corre gravísimos riesgos si no halla la Palabra que encierra la respuesta a todas las preguntas que anidan en lo más profundo de sí mismo, en su corazón. Esa Palabra tiene un Nombre y es una persona: Jesucristo, la Palabra hecha carne, la Verdad revelada que permanece en la Iglesia. En Cristo la criatura encuentra el sentido de la Creación, de la Historia y de la propia existencia. A este propósito, no puedo no aludir a la última de las encíclicas del Santo Padre, la Fides et ratio, del 14 de septiembre de 1998, en la que se subraya la necesaria e imprescindible aportación del Evangelio a la verdad del hombre y a la realización y siempre anhelada salvación humana.

El mayor cántico a la vida

3. "Con la mirada puesta en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios" -éstas son las primeras líneas de la Bula de convocación del gran Jubileo del año 2000, "Incarnationis mysterium"- os ofrezco esta Carta pastoral para que, reflexionando juntos, contemplemos y agradezcamos la Vida que tiene su origen en Dios Padre y Creador, que se manifiesta, se hace vida humana, en la encarnación del Verbo, Jesucristo, el Hijo de Dios, y que se nos comunica por su Santo Espíritu.

Proclamamos y confesamos, dos mil años después del nacimiento del Hijo de Dios en Belén, que Él es el más grande e insuperable cántico a la Vida, en la debilidad y fragilidad de un niño y en la gloria y grandeza del Resucitado. En palabras de san Ireneo: "El Espíritu dispone al hombre para el Hijo de Dios; el Hijo le conduce al Padre; y el Padre le otorga la incorrupción para la Vida eterna, que a cada uno le sobreviene de la vista de Dios"5.

I. La vida como don, promesa y esperanza

"La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo" (Jn 16,21).

Estamos siempre siendo hijos

4. En nuestra existencia resalta, antes de cualquier otra reflexión, la evidencia de que hemos nacido, hemos recibido la vida, somos hijos. Así se manifiesta la primera experiencia elemental que tenemos todos los hombres en este mundo: vivimos, disponemos de la vida, pero como de un don. Estar vivo no es algo que generamos nosotros mismos, sino que, mientras existimos, estamos recibiendo la vida, estamos siempre siendo hijos6.

El don de la vida es percibido como algo radicalmente bueno y positivo. Es el principio de todas nuestras posibilidades, del ejercicio de la razón y de la libertad, de nuestra relación con los hombres y con el universo entero. Es un don impregnado de promesas y esperanzas.

Es esta bondad radical la que provoca la alegría ante el nacimiento de un niño en el mundo. En efecto, todos percibimos en esa ocasión que la existencia es realmente un don, sorprendente en su gratuidad, y que habla de un Origen bueno, de una Paternidad misteriosa. El niño que nace revela siempre la naturaleza profundamente buena del don de la vida, que lo convierte de algún modo en una promesa.

De hecho, los hombres han amado siempre la vida, y no de cualquier manera, sino como protagonistas, buscando vivirla "en primera persona". Han luchado por ella, la han defendido y han encontrado la alegría en la fecundidad de la paternidad y de la maternidad, de la que nacen hombres, familias y pueblos. Se trata de un gesto profundamente humano, que no se puede reducir a mero instinto, sino que, bien al contrario, expresa y exige responsabilidad radical.

Un don que nos abre

5. El existir humano, pues, puede ser caracterizado por tres rasgos fundamentales que bien pudieran como obedecer a una primera ley propia de la vida: la gratitud, la esperanza y la entrega en el amor. Gratitud por el don permanente del ser, deseo y gozo por su cumplimiento, amor a la vida y a su destino.

La vida es un don que nos abre a la realidad entera con toda la riqueza de relaciones que comporta: objetivas y subjetivas. A través de ellas se vertebra como vocación, tarea y responsabilidad compartidas. La vida es un camino que hacemos desde el inicio en compañía, con padres, hermanos y amigos, en medio de un pueblo. De otro modo, ni nos resultaría posible caminar, ni llegaríamos a la meta.7

La vida de cada uno se despliega, por tanto, como una historia en la que la persona está llamada a la plenitud; en definitiva, a la felicidad. Nuestra historia está abierta a un futuro, a un Destino profundamente misterioso, que no depende sólo de nosotros y que supera todo cálculo humano.

Una esperanza insatisfecha

6. Hemos querido describir una experiencia elemental propia de todo hombre que, sin embargo, a causa de las dificultades inherentes al vivir humano, se complica inevitablemente, alejándose de su fundamental sencillez. Por su misma naturaleza, el hombre no se contenta con el simple subsistir, sino que busca a través de las diferentes relaciones con el mundo y con los demás, una vida justa y digna, plena y auténtica; en último término, trascendente; como se corresponde con los postulados propios de su ser8. Ahora bien, en el camino y en la tarea de la existencia, el hombre sufre honda y constantemente por la ausencia de la satisfacción buscada y esperada que no acaba de llegar. Diferentes aspectos de la realidad parecen incluso contradecir las promesas con que la vida se mostraba cargada en sus momentos iniciales. Las dificultades interiores y exteriores, a veces insuperables; la fatiga infructuosa; el desamor y la inadecuación en las relaciones con los semejantes, y, no en último lugar, el dolor propio y de las personas queridas o cercanas, dan la impresión de que la vida es un camino inconcluso. Así se explica cómo el hombre siente, al vivir, lo que juzga frecuentemente como una cierta "injusticia", tras la que se insinúa la tentación de considerar que la vida es vana y que incluso constituya un sinsentido pensar en el destino humano.

El momento culminante de esta paradójica experiencia es el de la muerte, que, por una parte, ningún hombre puede evitar y que, por otra, no es identificable en modo alguno con el término o la meta adecuada del don de la vida, ni puede ser vista por el hombre como el destino de plenitud presentido y, en el fondo, "prometido"9.

El pecado como negación de la vida P/NEGACION-V

7. El hombre advierte, pues, en múltiples variantes de su experiencia íntima, el peligro de una amenaza o negación de la vida. La experimenta como insatisfacción y muerte, como falta de correspondencia con la llamada más profunda de su ser, como una cierta injusticia. Pero la dimensión más dramática de este sentido problemático de la vida se desvela cuando el hombre comprende que no sólo sufre esas limitaciones, sino que él mismo es también protagonista activo de tal "injusticia".

El hombre no mantiene siempre la conciencia clara y sencilla del don de la vida, propia del que se sabe hijo, y propia de la madre que contempla el nacimiento del niño, ni permanece fiel a ella. No guarda la sencillez del corazón, hecha de gratitud, esperanza y entrega personal ante el misterio de la vida regalada y recibida.

Así sucede que el hombre se niega a aceptarla como es, como don gratuito, con lo cual quiebra la armonía misma con la vida. No responde ya con ánimo y actitud de agradecimiento, sino con angustia y con avaricia, con miedo de perderla; es decir, con egoísmo. Mira a su Origen misterioso con desconfianza y recelo, y acaba por negar a Dios para afirmarse absurdamente a sí mismo como señor de la vida, en plena posesión de ella, aunque sea incapaz de "añadir un solo codo a la medida de su vida"10.

Una "cultura" que niega la vida

8. No puede resultar extraño que, de este modo, las expectativas y esperanzas que despertaba el don de la vida se pierdan, y el horizonte de la existencia se empobrezca, reduciéndose a los límites de la propia voluntad de poder, que se alza como único factor determinante del comportamiento personal y social. Una vez que se ha perdido el horizonte real de la vida como don, no cabe ya que ésta se sepa llamada a un cumplimiento. Es más, se niega que la vida esté marcada por la esencial vocación de llegar a su plenitud, para lo cual ha de estar abierta a una meta o Destino, misterioso como su mismo Origen. Se produce entonces una consecuencia inevitable: el encerramiento avaricioso alrededor de aquello que poseo, creo ser o puedo llegar a dominar11.

Al final lo que sucede es que el hombre niega la vida misma, sin más. Al afirmarse contra ella, está tratando de construir una "cultura", o lo que viene a ser lo mismo, una forma de vida, en la que llama amiga a la muerte, le hace sitio en sí mismo, la acepta como algo propio de su ser. El hombre cae de esta suerte en la contradicción más palmaria: por avaricia de la propia vida, por miedo al riesgo de la propia entrega, por afirmarse señor único de su historia, acoge a la muerte como algo suyo, como su dominio, hasta el punto de llegar a usarla como instrumento contra su prójimo.

El pecado, ofensa a Dios y opción por la muerte

9. Y nos encontramos ya con que, en el ámbito de la libertad humana, en el ejercicio de su responsabilidad primera, se ha introducido, desde el principio, la tragedia del pecado, y continúa introduciéndose sin cesar. El hombre no sólo sufre la injusticia, sino que la descubre presente en su propio corazón y se pone a su servicio: la comete libremente. Se convierte en el sujeto activo y responsable de la injusticia más fundamental, la de la ruptura con Dios como Origen y Destino de su vida. Claro que así cierra los ojos a la verdad del propio ser y establece unas relaciones con las cosas, los hombres y el universo entero, a espaldas del amor a la verdad y a la vida, y, por consiguiente, radicalmente mentirosas e injustas. El campo de la realidad se reduce y desfigura hasta tal punto que ya no habla claramente al corazón del hombre: Pero ¿no se muestra la hermosura de las cosas a cuantos tienen entero el sentido? ¿Por qué, pues, no habla a todos lo mismo?... Habla a todos, pero sólo la entienden quienes confrontan interiormente con la verdad la voz recibida desde fuera12. La existencia del hombre pierde la cordialidad, al no ser vivida como la de quien se siente acogido en la tierra como en su casa13.

Una conclusión se impone: el pecado constituye el primero y fundamental atentado contra la vida, entendida en toda su hondura y plenitud: carece de futuro, pues se agota en sí mismo; produce disolución; acostumbra a la muerte y conduce a ella. Si el hombre asume su lógica, recoge el fruto amargo de la pérdida del gozo profundo de la vida, a la que se le niega el Origen y el Destino. Por ello, el pecado es, por igual, ofensa de Dios y opción por la muerte.

Luces y sombras del momento presente

10. Nuestro siglo XX, y en particular Europa, han sido testigos de muchas consecuencias trágicas de esta irracional y soberbia alianza con la muerte, desde las grandes guerras mundiales a la construcción de sistemas sociales destructivos, ateos en su raíz y fundamento, para los que la vida del hombre y el valor de su inalienable dignidad personal no cuentan por sí mismos. Están a disposición del poder14.

La conciencia humana no podía permanecer impasible ante esas tremendas pretensiones de dominio absoluto del hombre y de su historia. Su voz indomable se convirtió en resistencia y en rebelión de muchos contra un poder en apariencia invencible, surgida desde lo más íntimo del corazón que reafirma la dignidad de la vida y está dispuesto a luchar y, si es preciso, a padecer persecución, por defenderla. ¡Cuántos testigos de este respeto por la persona humana, a menudo desconocidos, se entreveran en la historia europea contemporánea con los nombres de grandes y conocidas figuras de héroes y santos, contribuyendo todos al gran bien de la paz que disfrutan hoy nuestros pueblos! Séanos permitido citar a dos, especialmente claros, luminosos y actuales: Son san Maximiliano Kolbe y santa Teresa Benedicta de la Cruz, en el siglo, Edith Stein.

Las raíces cristianas

11. Si ya la gran cultura griega, en palabras de Antígona15, había reconocido que existen leyes no escritas que defienden el misterio del hombre contra la voluntad despótica del tirano, el anuncio del evangelio desveló definitivamente cuál es el verdadero título de la dignidad de toda persona humana: el de ser creada a imagen y semejanza de Dios16. Éste es el patrimonio ético y jurídico más valioso de la tradición europea que la ha marcado hasta nuestros días en sus concepciones básicas sobre el hombre, la sociedad y el Estado; y sobre el que se ha podido construir toda una civilización riquísima en valores humanos y extenderla por el mundo. Ésta es la razón por la que, el cristianismo "posee un preciso 'derecho de ciudadanía' en la historia de Europa, donde, por su presencia antiquísima, ha podido contribuir a la formación misma de la cultura y de la conciencia de las distintas naciones" 17.

Esta tradición humanista, de esenciales raíces cristianas, fue también, en grande y decisiva medida, la que contribuyó a la superación de las grandes tragedias que dividieron y arruinaron el continente europeo en este siglo que fenece18. Muchos de los más eximios artífices de la reconstrucción y progreso de Europa después de la segunda guerra mundial bebieron en ella ideales, valores y energías espirituales que les permitieron afrontar, con frutos evidentes de justicia social, de libertad, de solidaridad y de paz, el futuro de las viejas naciones y pueblos de Europa, y sacarlos del clima de división, lucha y competencia fratricidas en el que se habían visto envueltos durante tantos siglos. Bajo este impulso surgió en su día la "Comunidad Económica Europea" como el primer paso de un dinámico proceso de encuentro y de unidad que ha alcanzado ya cotas insospechadas de colaboración y de compenetración económica, social y jurídica. La actual "Unión Europea" alcanzará sus objetivos más verdaderos si no se detiene en estos logros y profundiza en la tradición de la que proviene su pasión por la libertad del hombre y el bien común de la sociedad.

Valor inviolable de toda vida humana

12. Así como, hace cincuenta años, la "Declaración universal de los derechos humanos", por parte de las Naciones Unidas, supuso el reconocimiento público de la intangible dignidad del hombre, hoy nos cabe a nosotros la responsabilidad de mantener viva la conciencia de que ello no será posible si no se defiende la vida en todas sus dimensiones plenamente humanas. El valor de la dignidad de la persona humana postula el valor inviolable de la vida del ser humano. Son inseparables. Su salvaguardia última descansa en el reconocimiento del fundamento trascendente del hombre y de su existencia.

De nuevo constatamos hoy la poderosa tentación de relativizar y vaciar de contenido trascendente, de privar de su base en la Ley de Dios a los fundamento éticos y jurídicos de los derechos del hombre. Es lo que se pone de manifiesto en la propagación de una cultura que obstaculiza, de forma variada y refinada, la adhesión cordial al don y a la tarea de la vida. Parece extenderse incluso una percepción de la propia existencia como vacía, carente de peso verdadero, reducida a la trivialidad de lo superficial y aparente, por lo que se llega fácilmente a renunciar a la transmisión de la vida, a pensar que no vale la pena, a opinar que la generación de un hijo resulta algo insoportable; a la generalización de la práctica del aborto consentida por las leyes. El siniestro fantasma de la concepción de vidas humanas con distintos valor, "las dignas de ser vividas" y "las que no valen para vivir", vuelve a rondar en el horizonte "cultural" y social-político europeo de nuestros días.

Por eso, tanto más urgente nos parece volver hoy los ojos al misterio de la vida, reconocer la grandeza de las ansias y anhelos que anidan en el corazón del hombre y recorrer, a la luz de una fe, renovada por el Espíritu, que da la verdadera vida19, el camino de gozos y esperanzas, de tristezas y de angustias20, por el que todos buscamos y esperamos alcanzar nuestro verdadero destino.

II. Dios, fuente de la vida "En tí está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz" (/Sal/035/036/10)

Un engaño y una trampa

13. En el drama provocado por el pecado se oscurece a los ojos del hombre el don de la vida, su carácter original positivo. La sospecha y la desconfianza hacia ella comienzan a insinuarse en su corazón y, si cede a su tentadora ofuscación, acaba pensando que la última palabra sobre la realidad es la muerte. La sabiduría del pueblo de Israel ha dado expresión perfecta a esta profunda e insidiosa tentación del hombre: "Los impíos con las manos y las palabras llaman a la muerte; teniéndola por amiga, se desviven por ella, y con ella conciertan un pacto, mereciendo que les tenga por suyos"21. Para quienes tienen a la muerte "por amiga", la vida deja de ser el camino para la plenitud, a la que originalmente el hombre se siente enviado e impulsado. La vida parece carecer de meta, ser algo pasajero, que hay que disfrutar lo más intensamente posible sin preocuparse por su verdadera finalidad: "comamos y bebamos, que mañana moriremos"22. Esta aparente liberación de las preocupaciones por el significado de la vida pronto se revela como lo que es, un engaño y una trampa angustiosa; pues, despojada de su fin, la vida le resulta al hombre 'una pasión inútil'. La muerte acaba por "tenerlos por suyos".

Dios siempre acompaña al hombre

14. Pero Dios no permaneció indiferente a la suerte del hombre, sino que se interesó por su destino hasta tal punto que entró en la historia para salvar la vida de su pueblo, como signo de lo que quiere hacer con todos los hombres23. Dios se convirtió, desde el principio, en aquella compañía que permitiría al que iba a ser su pueblo elegido reanudar, una y otra vez, el camino de la liberación y de la vida. A Israel no se le ahorrará ninguna de las vicisitudes de los otros pueblos, pero en todas ellas se verá asistido por aquella Presencia salvadora que actúa en medio del pueblo elegido, tal como Dios le había anunciado: "Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo"24. Esta presencia cercana no deja de conmover al pueblo, que exclama lleno de asombro: "¿Hay alguna nación que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios, siempre que lo invocamos?25

Israel va comprendiendo progresivamente que su suerte depende de la relación con quien se ha manifestado como el amigo inquebrantable de su vida y destino26. Yahvé no deja de recordárselo nunca: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos"27. La presencia salvadora de Yahvé, cada vez más notoria en el curso de una historia singular, hace ver a Israel la predilección de que es objeto, y lo lleva a reconocer que la gracia de esa Presencia "vale más que la vida"28. Esta predilección de Yahvé se plasma en la Alianza que establece con su pueblo. Israel sabe por experiencia que, si quiere vivir, necesita ser fiel y pertenecer a Aquel de quién únicamente viene la salvación29. Por eso, ratifica la Alianza que Dios le ofrece y acepta ser el pueblo de Dios.

Mucho más que "un seguro"

15. Esta elección no equivale a "un seguro" por el que queda eliminada la fragilidad de la vida que Israel sigue experimentando de múltiples formas. Frente a esta debilidad existencial resplandece aœn más la naturaleza única de Aquel que está en medio de ellos. A diferencia del hombre que pasa sin dejar rastro, Él permanece: "Mis días se desvanecen como humo, mis huesos se quiebran como brasas" - "Tú, en cambio, permaneces para siempre"30. El posee la vida en propiedad; es el Viviente, "la fuente de la vida"31 y el amigo de la vida del hombre: "Te compadeces de todos porque todo lo puedes... Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si lo odiases, no lo habrías hecho... Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, señor amigo de la vida"32. El hombre busca su cercanía y permanecer bajo su cobijo, porque la vida se enriquece en la presencia del Señor: "Vale más un día en tus atrios que mil en mis mansiones, estar en el umbral de la Casa de mi Dios, que habitar en las tiendas de la impiedad"33.

La Alianza de Dios desvela el origen y la ley de la vida

16. Israel comprende que el Dios que ha intervenido en el devenir de su historia, salvándolo en su existencia, es el mismo que ha dado origen al universo entero y mantiene en vida a todos los seres34. El Dios en quien cree Israel "infundió su espíritu vivificante"35 en el barro de la tierra, modelado por sus manos36, para dar vida al hombre. Por eso se arraiga cada vez más en su conciencia que "no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte"37. Reconoce al mismo tiempo que pretender alcanzar la plenitud de la vida a espaldas de Dios es emprender el camino de la muerte38.

Para los israelitas el don de la vida se convierte, pues, en un signo fundamental del Amor creador. Dios mismo confirma y renueva las promesas del principio, abriéndolas a un cumplimiento insospechado, que su propia intervención en favor de los suyos a lo largo del tiempo hace posible.

Certeza y esperanzas

17. La conciencia, cada vez más lúcida, de esta predilección llena la historia de Israel de certezas sobre su origen y de esperanzas sobre su destino, y requiere una respuesta: la disposición incondicional a vivir para Yahvé. "El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con Él practicando la justicia y amando la piedad39. Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares"40. Los mandamientos y su observancia son la expresión de esta pertenencia a Quien se ha revelado como el Salvador y les ha dado una "ley de vida y de saber"41, que consiste en el amor a Dios y al prójimo: "Amarás al Señor tu Dios...."42.

Cuestión de vida o muerte

18. Cuando Dios elige así a Israel, interpela de modo nuevo su libertad, poniéndolo ante una decisión radical: "Te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahvé, tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a Él; pues en eso esté tu vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahvé juró dar a tus padres Abraham, Isaac y Jacob"43. Sólo quien ha experimentado, como lo ha hecho Israel, la bendición que supone amar a Yahvé, escuchar su voz, vivir en su compañía, puede captar la gravedad, tan radical, de la alternativa ante la que se encuentra. Yahvé ya no es para él un Dios desconocido, sin rostro, lejano, que no tiene nada que ver con su vida concreta, sino Aquel que a lo largo de su historia se ha manifestado como amigo de su vida en medio de las más variadas circunstancias. Por eso, Israel sabe bien que no es exagerado decir que en el sí o en el no a Él se encuentra en juego su vida: es una cuestión de vida o muerte. Sin la compañía de Yahvé y de la potencia de su Espíritu, que constantemente lo convierte y lo recrea como a su pueblo elegido, no le es posible llegar a la meta. En la historia del Pueblo de Dios ya nunca se perderá la memoria de esta disyuntiva44.

Dios sostiene la esperanza de su pueblo

19. Desgraciadamente en no pocas ocasiones Israel sucumbe a la fascinación de un atractivo que lo destruye, obstinándose en afirmarse contra el que les da la vida: "No hay remedio: a mí me gustan los extranjeros y tras ellos he de ir"45. El pecado consiste en abandonar a Aquel que les da la vida, para seguir lo que acabará revelándose como una ilusión inconsistente, una pura nada: "¿Que encontraban vuestros padres en mí de torcido, que se alejaron de mi vera, y yendo en pos de la vanidad, se hicieron vanos?"46. A Israel se le hace así patente que, cuando busca y elige caminos contrarios a los de la Alianza con Yahvé, confiando insensatamente en sus propias fuerzas, es vencido por la muerte. ¡Cuántas veces predijeron y lloraron los profetas la destrucción del santuario y del pueblo a causa de sus pecados!

Lejos de abandonarlos en la desesperanza y la obstinación, Yahvé promete restaurar la vida con el don de su Espíritu, cuyo poder creador y salvador describe el profeta con palabras elocuentes: "Ellos andan diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros. Por eso, profetiza. Les dirás: así dice el Señor Yahvé: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. ...infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis"47.

Una misericordia cada vez mayor

20. El Espíritu de Dios, que se vislumbra ya poderoso en la voz del profeta, transforma incluso las situaciones más directamente contrarias a la vida: "Abriré sobre los calveros arroyos y, en medio de las barrancas, manantiales. Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar de aguas. Pondré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una"48. Nada, ni siquiera el pecado, detiene a Yahvé en su propósito de reconstruir la vida del hombre y ponerlo, una y otra vez, en camino a su destino verdadero. Es más, la infidelidad de su pueblo será la ocasión de la revelación de una misericordia cada vez mayor: "Mi pueblo tiene querencia a su infidelidad. ... ¿Cómo voy a dejarte, Efraím?... se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, ... porque soy Dios, no hombre49. Ante los pecados del pueblo se desvelan más plenamente las entrañas de Dios, que le otorga nueva fecundidad allí donde no parecía existir ya posibilidad alguna de vida. Hasta las ruinas son aprovechadas por Dios para manifestar su gloria, para hacer resplandecer su verdad ante su pueblo: "Yahvé ha rescatado a Jacob y manifiesta su gloria en Israel ... Yo digo a Jerusalén: 'seréis habitada', y a las ciudades de Judá: 'seréis reconstruidas' ¡Yo levantaré sus ruinas!50. Se hace cada vez más manifiesto que el designio de Dios sobre la historia del hombre va mucho más allá de lo que éste podría lograr y esperar.

Muchos y poderosos motivos para creer

21. Con esta promesa Dios mantiene la esperanza de su pueblo. Israel cuenta con muchos y poderosos motivos para creer que Dios cumplirá su Palabra y saciará sus anhelos, pues la historia vivida lo ha llenado de razones para confiar en Él. Si fuese de otro modo, Israel tendría que borrar de la memoria su propia historia, jalonada de acontecimientos, figuras y palabras, en las que brilla el testimonio de la inquebrantable fidelidad del Señor. Cuando el cansancio y los tropiezos amenazan con hacer mella en el ánimo del pueblo, Yahvé sale de nuevo a su encuentro y les reconforta para retomar el camino: "Los jóvenes se cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, mientras, que a los que esperan en Yahvé, Él les renovará el vigor, subirán con alas de águilas, correrán sin cansarse y andarán sin fatigarse"51. O, lo que es lo mismo, quien espera en Yahvé se convierte en un protagonista incansable de su propia vida y de la vida de su pueblo, al que ningún fracaso vence y ninguna vacilación detiene. El que sigue esta vía y confía en Dios podrá ver con gozo el cumplimiento de la promesa: "Cuando haya consolado Yahvé a Sión, haya consolado todas sus ruinas y haya trocado el desierto en Edén y la estepa en paraíso de Yahvé, regocijo y alegría se encontrarán en ella, alabanza y son de canciones"52.

Una plenitud insospechada

22. Dios no se limitaba solamente a devolver a los israelitas a su situación anterior, la del momento de la Alianza, sino que les promete un corazón nuevo53, una vida en plenitud insospechada, que se presenta simbolizada en el banquete festivo y jubiloso, que prepara a su pueblo: "Hará Yahvé Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos... Enjugará el Señor Yahvé las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque Yahvé ha hablado. Se dirá aquel día: "Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve; Éste es Yahvé en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación"54.

En esta promesa se hace patente cómo Dios sostiene la esperanza de su pueblo en medio de los avatares de la Historia, afirmando y reconstruyendo una y otra vez la vida de Israel, suscitando un amor hacia Él, que es lo único capaz de despejar el camino posible para que pueda ser cumplida definitivamente.

III. La vida puso su Morada entre nosotros

"Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: 'El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor'. Enrollando el volumen, lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. comenzó, pues, a decirles: 'Hoy se cumple esta Escritura, que ababáis de oír' "55.

Dios se hace carne 23. Las promesas de Dios llegan a cumplimiento, de modo sorprendente e impensable, en la Encarnación. El designio de Dios sobre la vida se realiza en la humanidad plena de un hombre, Jesús de Nazaret, en quien el "Verbo de la vida"56 asume la debilidad humana para rescatarla de la muerte y hacerla participar del amor divino: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna"57. El Espíritu vivificante del Todopoderoso unge de manera singular la humanidad de Jesús para que alcance su destino y se convierta en fuente de vida para los demás58. Generado en el seno de María por obra del Espíritu Santo, ese mismo Espíritu lo guía poderosamente desde sus inicios en el hogar de Nazaret: "Jesús crecía en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres"59. La fuerza del Altísimo conforma todo su ser con tal intensidad que, cuando lee en el profeta Isaías la promesa de la unción del Espíritu, puede exclamar con verdad ante el asombro de todos: "Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír"60. En Jesús de Nazaret la profecía se hace evangelio, buena noticia para todo hombre.

El Reino de Dios es un reino de vida

24. Jesús denomina "Reino de Dios" esta novedad de vida que comunica y transmite su persona: "Se ha cumplido el tiempo, está cerca el Reino de Dios"61. La llegada del Reino hace presente la salvación anunciada que el hombre anhela, espera y necesita; cuando los discípulos de Juan le preguntan si tienen que esperar a otro, Jesús les dice: "Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva"62. El Reino de Dios se le ofrece como una realidad experimentable ya en las obras y las palabras de Jesús; se entra en él como en una casa, por la puerta que lleva a la vida63. "Entrar en el Reino", en efecto, es sinónimo de entrar en la vida64, de entrar en el gozo del Señor65. No es, pues, extraño que aquellos que empezaban a participar en él se llenaran de alegría al ver y comprobar lo que tantos habían esperado: "Dichosos los ojos que ven las cosas que vosotros veis, porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron"66. Para participar en ese Reino se requiere sólo una disposición interior: abrirse a él con la sencillez de un niño67.

"Nunca hemos visto una cosa igual"

25. A quienes se encontraban con Jesús se les desvelaba una humanidad y una vida sin par: "Nunca hemos visto una cosa igual"68, exclaman asombrados. Los que entraban en la cercanía de su persona, tenían la oportunidad de apreciar la verdad de sus palabras y valorar el alcance salvador de sus gestos: "Acudían a Él de todas partes"69. Y quienes le conocían retornaban a casa con una vida recuperada y más plena. La hemorroísa, por ejemplo, persuadida de que sólo con tocar su manto sanaría, vuelve curada del flujo de sangre70. Cuando el leproso samaritano queda curado, le muestra su agradecimiento71. La pecadora retorna perdonada72. Ante la decisión de Jesús de hospedarse en su casa, Zaqueo se llena de alegría73. Y quienes veían cosas como éstas "quedaban atónitos ante la grandeza de Dios"74, manifiesta en la existencia de Jesús.

La humanidad florecía en contacto con Él, porque se le daba participar de una vida nueva, por la fuerza del Espíritu de Jesús75. A medida que la relación con Jesús se profundizaba, sus discípulos percibían con mayor claridad el misterio de su persona. Jamás se había arrogado nadie en la historia una pretensión como la suya, de ser "el Camino, la Verdad y la Vida" para el hombre76.

Lo que está en juego es la propia vida

26. Jesús desafía de forma inaudita la razón y la libertad de quien quiere vivir verdaderamente. A cada hombre al que encuentra lo coloca ante la decisión suprema de la vida. Sus discípulos experimentan que la vida crece siguiendo a Jesús, y comprenden, poco a poco, que la existencia se juega en la relación con Él. Más tarde lo formulará san Juan claramente: "Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo no tiene la vida"77. Quien ha comenzado a gustar de la convivencia con Él, tiene buenas razones para permanecer a su lado: ¿A quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna78.

Y, no obstante, los hay que le abandonan, aun a costa de perder su vida: "Vosotros no queréis venir a mí para tener vida"79. El joven rico, "que se marchó triste"80, nos enseña esa dimensión enigmática de la libertad humana que, puesta ante la disyuntiva entre la vida y la muerte, puede elegir no caminar con su Dios81.

Jesús manifiesta la vida humana como filiación

27. La persona de Jesús, con sus palabras y obras, con sus milagros y signos82 -su presencia- pone de manifiesto un amor radical a la vida. Amor que coincide, por una parte, con el amor sin reservas al Padre, origen de quien proviene; y por otra, con el amor a su misión, a su destino, aunque éste implique persecución, dolor y muerte. Cristo ama hasta entregar su vida en favor de sus discípulos y de todos83. Es el modo inefable de expresar en su humanidad la filiación divina. Jesús ha recibido la vida del Padre para la salvación del hombre, y no se aferra a ella con afán de posesión, sino que la vive en la gratitud y en la entrega confiada: El Padre "ha puesto todo en su mano"84; "el Hijo no puede hacer nada por su cuenta..."85 Esta relación con su Padre lo caracteriza hasta lo más hondo de su ser. Los evangelios lo identifican como "el Hijo" cuyo alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado86. Jesús enseña, sin dejar lugar a duda alguna, que la fuente de esa autoridad tan extraordinaria, que asombraba a sus contemporáneos, no es Él mismo, sino Otro, a quien llama Abbá, Padre87.

Jesús pone en claro que ser hombre incluye, en primer lugar, la vocación de ser hijo. Él ha venido desde el Padre, se ha hecho carne en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, y vuelve al Padre con su humanidad glorificada, conducido por el mismo Espíritu, para que se cumpla el designio de Dios, que lo ha entregado por nosotros, para darnos todas las cosas88.

El misterio pascual como plenitud de la vida humana

28. Cuando se acercaba el momento culminante de la Pasión, Jesús desveló a los discípulos cuál era el significado íntimo de esa vida que habían conocido, así como de su muerte inminente: en su entrega culminaba su vida de amor al Padre y a los hermanos. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó, hasta el extremo"89. Este gesto supremo de amor de Jesús enseña al hombre que la vida no está llamada a cerrarse sobre sí misma, sino que es radicalmente un don, y sólo llega a plenitud en la entrega amorosa al Único que puede llevarla a cumplimiento. Jesús no se aferra celosamente a la vida, ni la quiere realizar como un puro proyecto propio, sino que la pone en manos del que la ha recibido desde el principio. El amor radical a la vida se transforma, ante el misterio de la muerte, en petición y súplica, obediente a la voluntad del Padre, en oblación de sí mismo: "Habiendo ofrecido, en los días de su vida mortal ruegos y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, con poderoso clamor y lágrimas, y siendo digno de ser escuchado a causa de su reverencia, pues era Hijo, aprendió por lo que padeció la obediencia"90.

Misericordia del Padre y obediencia del Hijo

29. El drama de nuestra salvación está enraizado en el don que el Padre hace de su Hijo a los hombres91 y en la obediencia de Jesús a la voluntad de su Padre hasta el sacrificio de la Cruz92, abriendo así humildemente, a la acción salvadora de Dios, la humanidad miserable y mortal, que sufre bajo el peso del pecado. El fruto de la desobediencia del hombre se convierte ahora en el lugar de la manifestación eminente de la misericordia del Padre y de la obediencia de Cristo93. En la Cruz, Jesús se hace oblación al Padre por el hombre caído, herido y destinado a la muerte94, en virtud del Espíritu vivificante de Dios. Su amor obediente hasta la muerte nos redime de nuestros pecados y sella la Nueva Alianza de nuestra comunión con Dios. El Autor de la vida muere para que tengamos vida95.

En la Cruz, Cristo entrega su espíritu; su existencia terrena se consuma en este gesto de comunicación exhaustiva de su propia vida, hasta el último aliento96. Parecía el momento de su destrucción y del fracaso de toda una vida en la que latía una pretensión inaudita; Dios, sin embargo, mostrará, precisamente en ese instante, de modo definitivo, la verdad de su palabra: "Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará"97.

La respuesta: una vida nueva y eterna

30. En la Resurrección, el Padre responde a la entrega amorosa del Hijo derramando su misericordia todopoderosa sobre su humanidad, que había soportado el pecado del mundo98, vivificando su carne, glorificándolo y exaltándolo a su derecha. En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo99. La carne de Jesús, que había sido ungida por el Espíritu en el Jordán, no sólo no sucumbe a la corrupción de la muerte ni acaba en polvo, sino que resucita con una vida nueva y eterna, la vida misma de Dios. La humanidad de Cristo es ya, para siempre, carne de Dios100.

El designio del Padre ha quedado definitivamente revelado. Ahora se entienden las palabras del libro de la Sabiduría, que "Dios no se recrea en la destrucción de los vivientes", pues "todo lo creó para que subsistiera"101. En la resurrección de Jesucristo se muestra con toda evidencia cómo Dios es el "amigo de la vida". En la humanidad glorificada de Cristo, el hombre comprende finalmente que Dios no lo había creado para la muerte102. Con su victoria sobre ella Jesús consigue liberar "a los que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud"103. La muerte ha perdido definitivamente su aguijón. "Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta", canta gozosa toda la Iglesia, el domingo de Pascua. Cristo glorioso es el primero de los que han resucitado, y en Él se apoya la esperanza de nuestra vida para siempre104. Contemplándolo, el hombre sabe que la meta de la Vida imperecedera ha sido alcanzada para la Humanidad, y que todo hombre, si no lo rechaza, la puede alcanzar.

Rescatar del sinsentido

31. Los aspectos de la vida que más desesperanza generan, la soledad, la angustia, la tristeza, la traición, el dolor y la muerte, han dejado de ser límites definitivos para el hombre. Cristo atraviesa todos esos límites, que son consecuencias del pecado, y los priva de su poder tiránico sobre el hombre, convirtiéndolos en oportunidad para que se manifieste la misericordia del Padre, en ocasión de gracia y de libertad105. Por su suplicio en la Cruz, oblación de amor al Padre por los pecados del mundo, Jesús rescata del sinsentido todos los aspectos mas negativos y dramáticos de la vida y, al resucitar, derrota a la muerte que, como último enemigo, será puesta también a los pies de Dios106. La vieja condición del hombre, acechada por el pecado, con su tendencia a rechazar la vida y hacerse amigo de la muerte, ha sido definitivamente vencida en la Pascua de Cristo, y no tiene ya poder sobre el hombre107. Jesús, que se hizo semejanza de la carne de pecado108, abraza verdaderamente toda la condición humana para salvarnos, a fin de que toda nuestra vida, con sus padecimientos, pueda convertirse en ofrenda al Padre.

Así el Padre, por Jesucristo su Hijo, Señor nuestro, en el Espíritu Santo, da vida y santifica todo, y congrega a su pueblo sin cesar, para que ofrezca en su honor un sacrificio sin mancha, desde donde sale el sol hasta el ocaso109.

IV. La vida en el Espíritu

"Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rom 8,9)

En este mundo, no fuera de la realidad 32. Las riquezas propias de la humanidad de Cristo, abiertas al hombre por la efusión del Espíritu Santo en el misterio pascual, se hacen accesibles por medio de los sacramentos. Sobre ellos se edifica la vida nueva de la Iglesia y de los cristianos.

La encarnación del Hijo de Dios supuso realmente asumir hasta el fondo la realidad humana, menos en el pecado. Por eso, la vida nueva que Cristo hace posible con el don de su Espíritu no se infunde fuera de la realidad de la vida en este mundo; por el contrario, viene a sanar a la Humanidad y a transformarla en todo el contexto concreto de su existencia en el tiempo y en el espacio.

Los sacramentos están destinados a renovar las dimensiones fundamentales de la vida humana: el nacimiento y el crecimiento de la personalidad; su alimento constante; el matrimonio y la familia; la vida en comunidad; la capacidad de perdón, de reconciliación y de paz; el sufrimiento y la enfermedad; y la muerte110. El creyente es un hombre nuevo en toda su peregrinación por este mundo, en virtud de su participación sacramental en el misterio de Cristo por obra y gracia del Espíritu Santo.

El Espíritu de Jesús nos hace hijos

33. El Espíritu Santo, que transforma plenamente la humanidad del Hijo, se infunde en lo más íntimo de los corazones de los discípulos, habita en ellos111 y los configura con Cristo, convirtiéndolos en hijos de Dios por adopción112.

Todos los que acogen la Palabra del Evangelio con fe, y reciben el Bautismo113 - "pórtico de la vida en el Espíritu" - se incorporan a la vida nueva de Cristo, muerto y resucitado114, a la vida trinitaria, fuente de toda comunión115. Si, cuando nacemos, se hace patente que la vida es un don que recibimos por medio de nuestros padres, ahora se trata de un don aún más excelso, puesto que nos convierte en hijos del Padre Eterno; marcados y, por lo tanto, llamados para serlo siempre. Esta sanación y transformación, obrada por el Espíritu mismo de Dios, es tan profunda y radical que en el evangelio se hablará de un volver a nacer116. "¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos rescatados?"117.

Testigos de la vida nueva

34. El cristiano recibe luego, definitivamente, en el sacramento de la Confirmación, el sello del mismo Espíritu que ungió la humanidad de Jesús. Revestido con la fuerza de lo alto, se convierte en testigo de la vida nueva que el Padre ha preparado y predestinado desde el principio para los hombres118 y en miembro pleno y activo de la Iglesia, el Cuerpo vivo de Cristo.

Los que han renacido por la fe y por el sacramento - hechos 'partícipes de la naturaleza divina'119- pueden decir, como Cristo, "¡Abbá!: Padre"120; pueden rezar, como Él les ha enseñado, "Padrenuestro". Pueden ver con sorpresa y alegría cómo la novedad del encuentro con Cristo se sigue transmitiendo, generando vida nueva a su alrededor, de modo que les es dado prolongar en la Historia las obras salvíficas de Jesús121. La experiencia que testimonia el Nuevo Testamento es la de hombres que ya no viven para sí mismos, sino para Jesús, que murió y resucitó por nosotros122.

Sellados en la frente con el óleo sagrado, la gracia del Espíritu Santo otorga a los cristianos el don de la fortaleza: aquella audacia que les permite confesar valientemente el nombre de Cristo y no sentir jamás vergüenza de la Cruz123. Se trata de un "nombre" y de una "señal" -Cristo y la Cruz- que significarán para siempre la fuente de la Vida que no perece.

El Espíritu infunde el amor y de vida

35. El Espíritu Santo, derramado en Pentecostes, es, desde toda la eternidad, vínculo de amor y de unidad (communio) entre el Hijo y el Padre. Esta unidad profunda con el Padre, en el Espíritu, sostiene todo el camino terreno de Jesús, desde su encarnación y nacimiento virginal hasta el momento culminante del abandono en la Cruz y la gloria de la Resurrección. Quien recibe este Espíritu, se incorpora a esa misma unidad: El Padre y el Hijo quisieron que lo que es común a ellos estableciera la comunión entre nosotros y con ellos; por ese don nos congregan en uno ... Mediante Él nos reconciliamos con la divinidad y gozamos de ella. ¿De qué nos serviría conocer algún bien, si no lo amásemos? Así como entendemos mediante la verdad, amamos mediante la caridad124.

Un solo cuerpo, como el Padre y el Hijo son uno

36. Los discípulos que reciben el Espíritu llegan a ser efectivamente uno, como el Padre y el Hijo son uno125; constituyen un solo Cuerpo que está animado por un solo Espíritu126, en el que todos son uno en Cristo Jesús127. De modo que "la multitud de los creyentes no ten'a sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos sus bienes, sino que todo era en común entre ellos"128.

La comunión en el Espíritu, de la que "mana y corre" la vida verdadera, se alimenta de una fuente que no cesará nunca de brotar y de vivificar a todos los cristianos a lo largo de la Historia: el memorial del sacrificio pascual de Cristo en la Eucaristía, su presencia real y sustancial bajo las especies del pan y del vino consagrados. Jesús es el pan vivo que, por la invocación al Espíritu, baja del cielo, y con su carne da vida al mundo129. "Aquesta eterna fonte está escondida en este vivo pan por darnos vida"130.

En nombre y representación de Cristo

37. Esta perenne iniciativa salvífica de Cristo, como principio de vida de su Cuerpo, se expresa y culmina en el misterio de la Eucaristía. Es la memoria del sacrificio único de la Cruz que se ofreció una vez para siempre y obró la redención del género humano131. Es la renovación sacramental de la entrega amorosa de Cristo que se ofrece eternamente al Padre e intercede por nosotros132, ahora de modo incruento. Es así, por tanto, el misterio de la unidad de todos los hermanos que participamos del banquete de la comunión en su mismo Cuerpo y en su misma Sangre. Es el sacramento, culmen y fuente de toda la vida cristiana133, confiado al ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, que reciben por el sacramento del Orden el don y el sello especial del Espíritu para actuar en nombre y representación de Cristo, como Cabeza de la Iglesia, a lo largo de la Historia134. El sacerdocio ordenado, don del Espíritu a la Iglesia135, es un servicio a la vida que el Espíritu regala en los sacramentos, de un modo especial en la Eucaristía y Penitencia. El sacerdote, apacentando a la Iglesia con la palabra y la gracia136, sirviendo al único y verdadero mediador, en cuyo lugar ofrece a los hombres los sacramentos de la salvación137, reuniendo a la familia de Dios en auténtica fraternidad que camina hacia el Padre común, por medio de Cristo en el Espíritu138, presta el mejor de los servicios a la hombres llamados a la santidad139. Gracias al sacramento del Orden llega a nosotros la vida que nace de la misericordia de Dios, se nos concede Su perdón y Su paz que conllevan la vuelta al Padre y la reconciliación con los hermanos.

Los muros entre los hombres, abatidos

38. De todos los frutos de este misterio pascual -y de la Eucaristía, sacramento del amor de Dios- el más excelente, y en el que se manifiesta más nítidamente la nueva Vida, es la caridad140, que se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado141, como vínculo de amor y de unidad con Dios y con todos los hombres.

Para los que han sido tocados por el amor de Dios, su vida ya no está completa si no abren su corazón, en el abrazo del amor, a todos sus hermanos, los hombres. Los que se han incorporado a la vida de Cristo, comparten su misión y su destino. Como Jesús, aman al Padre y, con ello, la voluntad que Él ha manifestado: la de que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad142. Su vida se cumple no autosatisfaciándose, sino amando al prójimo, sin excluir a nadie. Los muros que separaban a los hombres son abatidos143, y el horizonte de cada uno se dilata de manera insospechada, hasta abarcar la vida de todos, su salvación; y el bien del mundo. Ningún hombre les será ya "extraño" o "ajeno", puesto que la muerte y la resurrección de Cristo ha sido por todos144. Todos son "suyos", le pertenecen145 ¿Cómo no va a sentirse apremiado el discípulo de Cristo por este mismo amor hacia todos?146.

La vida de un pueblo nuevo

39. Por consiguiente, la humanidad de Jesucristo, por el don del Espíritu, constituye el inicio del nuevo pueblo de Dios, en el que ya ha comenzado y se puede obtener la realización plena de la vida humana, tanto personal como comunitaria.

Una amistad que da la vida

40. Por la gracia de la fe, los miembros de este pueblo conocen con certeza que la existencia es, en su raz y vocación constitutivas, un don de la bondad todopoderosa del Padre147 que invita a los hombres a un trato de amistad en el que encuentren la vida eterna148. Por Cristo Redentor, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos, para invitarlos y recibirlos en su compañía149. Ésa es la vocación verdadera de todo hombre que viene a este mundo, la que percibe en plenitud el cristiano, el miembro del nuevo pueblo de Dios. Vocación espiritualmente dinámica, para la donación, que incluye, por tanto y necesariamente, misión.

La vida no puede ser considerada ya más, en modo alguno, como el juego de un azar ciego, o el resultado de una necesidad impersonal e inexorable, con un horizonte en el que el hombre acaba siempre sometiéndose, o sometido, a alguna forma de esclavitud150. Por el contrario, el hijo de la Iglesia sabe, a ciencia cierta, que en las entrañas de su ser late el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, una realidad personal inefable e infinita de verdad, de amor y de vida, que lo ha llamado por su nombre a la existencia y lo ha destinado a la santidad de los hijos de Dios, confiándole una misión a realizar en la Historia y que se consuma en la eternidad. Entendida de este modo, como vocación y misión, se desvelan ante el hombre las verdaderas dimensiones de su existencia

Agradecimiento, alabanza, petición y anuncio

41. En consecuencia, al fiel cristiano no le cabe otra actitud que la del agradecimiento, de la alabanza, de la humilde disponibilidad y de la petición a Dios, que se manifiesta y expresa en las diversas formas de oración. El cristiano alaba constantemente el nombre del Señor151, lo reconoce como el origen y el destino de su ser y de su vida, de quien ha recibido todos los bienes, y da gracias por todo a Dios Padre152. Consciente del propio desvalimiento, suplica incesantemente que "la presencia de su Hijo lo renueve y lo libre de volver a caer en la antigua servidumbre del pecado"153. Cierto de la bondad amorosa del designio divino y de la fecundidad de una vida, fiel a la voluntad del Padre, se siente movido por una esperanza inquebrantable -vencedora de la muerte-, para anunciar a los hombres la salvación y la vida eterna; en expresión de la más rica espiritualidad de la tradición cisterciense: Vivir día tras día, amar día tras día, echar raíces ... Dar fruto por la perseverancia. Nunca dejar de maravillarse. Testimoniar el poder de tu fidelidad, Señor. Y que tu Gloria esté en que nuestra debilidad se mantenga firme en tu servicio. La vida del Pueblo de Dios es vida íntimamente teologal, "comunión con Cristo", que pide por su propia naturaleza dilatarse entre los hombres, en una palabra: "misión".

La ternura de Cristo acompaña la vida

42. Toda la existencia del pueblo de Dios está transida por su carácter de vocación y de misión; esto se percibe, de modo particular, en sus aspectos más comunes y más decisivos: el amor esponsal y la generación de la vida, la experiencia del pecado, el sufrimiento de la enfermedad y la muerte. La ternura de Cristo, atenta a nuestras necesidades, ha querido acompañar estos momentos de la vida con su presencia sacramental. En efecto, Cristo vivifica y transforma el amor esponsal, que es una dimensión esencial de la existencia del hombre en el mundo. La gracia del sacramento del Matrimonio confiere una dignidad insospechada a la alianza entre los esposos154, que llega a ser signo del amor y de la fidelidad de Dios. Purifica la raíz del amor humano, liberándolo paulatinamente del egoísmo; permite que su ímpetu inicial no decaiga y conserve la frescura de una belleza siempre nueva. En la presencia de Cristo es posible amar para siempre y con toda verdad al otro, en la salud y en la enfermedad, sin ser vencidos por el enigma de la muerte. La persona amada adquiere toda su grandeza y dignidad, cuando se reconoce que sus cualidades y su presencia misma son un don del amor de Dios. Este amor mutuo es el lugar propio de la fecundidad y de la vida, y la transmite humanamente, puesto que la generación biológica va aquí acompañada por toda su riqueza de significado. Ante el amor de Cristo la existencia humana desvela su rostro más profundo, como una llamada a amarlo en todas las cosas. En el ámbito de este gran amor, las realidades creadas, que habían perdido su innata dignidad de servir a aquellos que alaban a Dios, recuperan el esplendor al que estaban destinadas155.

Esta vocación originalmente cristiana llega a configurar el estado particular de vida de algunos fieles, llamados a la virginidad por una gracia especial del Señor156. Sus personas están destinadas a dar, con un corazón indiviso, un testimonio nuevo y excelente157 en medio del pueblo de Dios de que "toda la santidad y la perfección de un alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, nuestro sumo bien y nuestro Salvador"158.

La grandeza de la Misericordia

43. Precisamente esta presencia buena de Jesús, en la que Dios se nos acerca, ilumina y cambia también la situación del hombre, cuando, avergonzado por el mal de su pecado, huye de la mirada de Dios y queda aislado en su soledad159. El hombre nunca está más necesitado de auxilio que cuando se encuentra paralizado y sufre bajo el peso de una culpa que no puede cancelar160; y no se aquieta cuando añade la mentira de que no tiene pecado161. En realidad, el hombre sólo es capaz de reconocer humanamente su mal, cuando está en la presencia de la misericordia162. Si ya la creación y la llamada del hombre a la vida manifiestan la bondad todopoderosa del Padre, la reconciliación del hombre pecador con Dios en la resurrección de Cristo expresa, de modo si cabe más admirable, la grandeza de su misericordia.

El cristiano puede reconocer su culpa y su pecado, consciente de la fragilidad que siempre le acompaña, porque sabe que la gracia de su Señor es sobreabundante y le basta163, y que el camino de su vida está sostenido por la compañía de Su misericordia. Por el sacramento de la Reconciliación se continúa en la propia historia la dinámica de perdón y de conversión iniciada en el bautismo, y se le otorga al hombre de nuevo la comunión con Dios y con los hermanos, la libertad de los hijos de Dios. Esto no lo alcanza el hombre solo y por sí mismo, sino que es obra de la Iglesia en nombre del Señor, que actúa por medio del ministerio de la reconciliación164.

"...Porque ellos serán consolados" 44. Quizá nunca se manifieste tan profundamente cuánto necesitamos consuelo como en los momentos de la enfermedad, pues el hombre, que vive bien cuando está sano, se angustia cuando está enfermo y presiente que podría estar cercana su muerte. Desde los principios de la vida apostólica, la Iglesia tomó muy en serio el ejemplo de Cristo, que dedicó mucho tiempo a los enfermos, y su invitación a sanarlos165 y a consolar a los afligidos: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados166. En el sacramento de la Unción, mediante la actuación de los presbíteros y la oración ferviente de los hermanos167, Cristo y su Iglesia acompañan a las personas puestas a prueba por el sufrimiento y quiza cercanas a la muerte. Esta oración, este óleo sagrado derramado sobre los enfermos, tienen un poder redentor, salvan los corazones de los hombres, promueven conversiones interiores, provocan lágrimas de dolor por nuestros pecados, consuelan, nos ayudan a aceptar la enfermedad y hasta la muerte, nos pueden conceder el don de la salud física. De este modo, el enfermo y el anciano saben que siguen participando de la vida y de la tarea del pueblo de Dios, que siguen siendo útiles, que no han sido abandonados.

De este modo la Iglesia da testimonio de que la dignidad de la vida no depende de un éxito aparente y de que situaciones como la enfermedad, el dolor o la vejez son ocasiones de gracia y de fecundidad verdadera, en Cristo crucificado: ¿No rescató Él el mundo con sus sufrimientos?168 A ejemplo de san Pablo, el cristiano sabe que su hombre interior se renueva de día en día, aunque se desmorone su cuerpo mortal169, y que el camino de la vida no puede nunca ser reducido a la parábola descendente que describe la biología.

Este sacramento expresa la caridad de la Iglesia ante el dolor de los hombres, y la caridad es el ápice de la experiencia cristiana. Muchos fieles, y en particular aquellos que por vocación oran y se entregan al cuidado de los enfermos y de los ancianos, dan un testimonio admirable de esta predilección de Cristo por aquellos que sufren. En nuestro siglo, la madre Teresa de Calcuta, por ejemplo, ha sido un signo luminoso de este amor que custodia hasta el último instante el misterio de la vida y la dignidad eterna de la persona.

El pueblo de Dios, alentado sacramentalmente por el Espíritu del Señor, pone de manifiesto en medio del mundo, de muchas maneras, que ama la vida, ama su origen y su destino, la reconoce como un don sagrado y precioso del mismo Dios. No puede transigir, por tanto, con una "cultura de la muerte", arraigada tambián en lo más íntimo de la existencia del hombre de hoy: en el aborto, en la eutanasia, en el rechazo de la fecundidad humana, en particular en su máxima expresión de amor en el matrimonio.

En camino hacia la santidad y hacia la visión de Dios

45. El Espíritu Santo, con sus dones, introduce a los cristianos a una familiaridad cada vez mayor con Dios, Padre de toda dádiva buena y de todo don perfecto170. Perfecciona el conocimiento del hombre, animado naturalmente de afecto por la vida, y perfecciona asimismo la fe, no de cualquier manera, sino elevando el entendimiento hasta hacerlo prorrumpir en afecto de amor a las Personas divinas, lo que propiamente merece el nombre de sabiduría171. La experiencia cristiana tiene como fin el llegar a disfrutar de una profunda connaturalidad con Aquel que es el origen y destino de nuestra vida172, en una intimidad tal que santa Teresa de Jesús no duda en denominarla "matrimonio espiritual"173.

La plenitud de la vida humana, el florecimiento insuperable de su inteligencia y de su libertad, se alcanzan en este mundo en la experiencia de santidad de los hijos de Dios, a la espera de que se manifieste un día, plenamente, en el cielo, lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es174. En el camino hacia la gloria de la comunión definitiva con Dios, la Iglesia permanece a lo largo de los siglos como el lugar viviente en el que alienta la esperanza, porque Cristo se hace compañía cercana, que asegura al hombre una vida a la altura de las exigencias y de los deseos más profundos con los que entra en este mundo175.

María, Madre de la Iglesia y Madre de misericordia

46. La Santísima Virgen María, victoriosa desde siempre sobre el pecado, nos ha precedido y camina delante de nosotros en este itinerario de fe que es la vida, y en la glorificación de su humanidad. Del mismo modo que el don de la vida nos es dado a todos al nacer de una mujer, Dios todopoderoso ha querido también que la realización de su designio salvífico sobre el universo y sobre la Humanidad entera alcanzase su momento culminante por medio del "sí", espontáneo, libre e inmaculado, de María y del misterio inefable de su maternidad divina176.

A ella, que dio a luz al Hijo y lo acompañó hasta el pie de la Cruz, que en Pentecostés asistió al momento de la Iglesia naciente; a Ella, Madre de Gracia y de Misericordia, Madre del nuevo pueblo de Dios, podemos y debemos confiar toda nuestra vida y esta hora nueva de la Iglesia que asiente, convocada por el Papa, la urgente llamada para evangelizar, al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo, tan ávidos de vida, de la vida que sólo le puede llegar por el Espíritu Santo, el que procede del Padre y del Hijo: la Vida victoriosa del pecado y de la muerte, la que se goza plenamente en la Gloria de Dios Padre.

Con mi afecto y bendición,

+ Antonio María Rouco Varela
Cardenal Arzobispo de Madrid

Madrid, a 25 de diciembre de 1998,
Solemnidad de la Natividad del Señor


1 Carta pastoral Evangelizar en la comunión de la Iglesia, Madrid 1995.
2 Carta pastoral Convertíos y creed en el Evangelio, Madrid 1996.
3 Orientaciones para la programación pastoral del curso 1995-1996.
4 Carta pastoral Jesucristo: la Palabra de la Verdad. Al servicio del ministerio de la Palabra, Madrid 1997.
5 San Ireneo de Lyón, Adversus haereses IV,20,5.
6 Cf. Juan Pablo II, encíclica Evangelium Vitae, 34.
7 Cf. Juan Pablo II, encíclica Fides et Ratio, 33.
8 Cf. San Agustín, Confesiones I,1,1; VIII,1,1.
9 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et Spes, 49.
10 Mt 6,27
11 Cf. Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio, 46; Redemptor hominis, 15.
12 San Agustín, Confesiones X, 6, 10.
13 Cf. Juan Pablo II, encíclica Veritatis splendor, 34.
14 Cf. J. Ratzinger, Svolta per l´Europa. Chiesa e modernità nell´Europa dei rivolgimenti, ed. Paoline, Roma 1992 (versión española: Una mirada a Europa. Iglesia y modernidad en la Europa de las revoluciones, ed. Rialp, Madrid 1993).
15 Cf. Sófocles, Antígona 431-457.
16 Cf. Gen 1,27.
17 Juan Pablo II, Discurso de preparación del Sínodo especial para Europa, 6 de junio de 1990.
18 Cf. R. Guardini, Europa-Wirklichkeit und Aufgabe, en: Sorge um den Menschen, Werkbund-Verlag 1962 (versión española: Europa: realidad y tarea, ed. Cristiandad, Madrid 1981, pp. 13-27).
19 Cf. Juan Pablo II, encíclica Dominum et vivificantem.
20 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gadium et spes, 1.
21 Sb 1,16.
22 1Cor 15,32.
23 San Ireneo de Lyón, Adversus haereses, V,1,3: "Jamás escapa Adán a las manos de Dios...".
24 Lv 26, 12.
25 Dt 4,7.
26 cf. Sab 11,26.
27 Ex 19,4-5.
28 Sal 63,4.
29 cf. Sal 62, 2.
30 Sal 102,4.28.
31 Sal 36,10.
32 cf. Sab 11,24-27.
33 Sal 84, 11.
34 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 295-314.
35 Cf. Gn 2,7; Sb 15, 11.
36 Cf. Gn 2, 7; cf. San Ireneo de Lyón, Adversus haereses, IV, pr. 4; H.U. von Balthasar, Las dos manos del Padre, en: Teológica 3. El Espíritu de la Verdad, ed. Encuentro, Madrid 1998, pp. 169-172.
37 Sab 1,12-14.
38 Cf. Gn 3, 19.
39 Cf. Miq 6,8.
40 Juan Pablo II, encíclica Veritatis splendor, 11.
41 Eclo. 45,5.
42 Cf. Deut 6,4-5; Mt 22,34-40.
43 Dt 30,19-20; cf. Jer 21,8; Prov 28,6.18.
44 Cf. Didaché, I-VI; Pseudobernabé, Epístola 18,1-2; san Justino, 1 Apología 43,8-44,4; Matodio de Olimpo, De res. I,32,3-5; san Ireneo de Lyón, Adversus haereses, IV,16,4; IV,3-4; Tertuliano, Adversus Marcionem II,5; IV,15; Clemente Alejandrino, Protr. X 95,1-2; Stromata II,4,12,1; V,71,5-72,5; Orígenes, De principiis III,1,6; Comm. in Matth. XII 33; VX 23; Comm. ad Rom., I,18; san Agustín, Contra litt. Petiliani II,84,185.
45 Jr 2,25.
46 Jr. 2,5.
47 Ez 37, 11-14.
48 Is 41,18-19.
49 Os 11, 7-9.
50 Is 44, 23.26.
51 Is 40, 30-31.
52 Is 51,3.
53 Cf. Jr 31,33.
54 Is 25,6-9.
55 Lc 4, 17-21.
56 1Jn 1,1.
57 Jn 3, 16.
58 Cf. San Ireneo de Lyón, Adversus haereses III,9,3; III,18,3.
59 Lc 2,52.
60 Lc 4,21.
61 Mc 1,15.
62 Mt 11, 4-5.
63 Cf. Mt 7,7-8.
64 Cf. Mc 9,43; Mt 19,17.
65 Cf. Mt 25, 21.23.
66 Lc 10,23-24.
67 Cf. Mc 10,15.
68 Mc 2, 12.
69 Mc 1,45.
70 Cf. Lc 8,43-48.
71 Cf. Lc 17,16.
72 Cf. Lc 7,36-50.
73 Cf. Lc 19,1-10.
74 Lc 9,43.
75 Cf. Lc 11,20; Mc 6,7; Mt 10,20.
76 Jn 14,6.
77 1Jn 5,12.
78 Jn 6,68.
79 Jn 5,40.
80 Mt 19, 22.
81 Cf. Lc 11, 31-32.
82 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum, 4.
83 Cf. Mc 14,24; Lc 22, 19-20.
84 Jn 3,35.
85 Jn 5, 19.
86 Jn 3, 34.
87 Cf. Mc 14,36.
88 Cf. Rom 8,32.
89 Jn 13, 1.
90 Hb 5, 7.
91 Cf. Jn 3,16.
92 Cf. Mc 14, 36; Fil 2, 8.
93 Cf. Rm 5,19; 8,32.
94 Cf. Lc 10, 30.34.
95 Cf. Hch 3,15.
96 Cf. Jn 19,30.
97 Mc 8, 35.
98 Cf. Rm 8,3; Ga 3,13.
99 2Co 5,19.
100 Cf. san Ireneo de Lyón, Demostración de la predicación apostólica 11.
101 Sb 1,13-14.
102 San Ireneo de Lyón, Adversus haereses IV,20,7; IV,14,1; V,21,3: "Mientras que el hombre que primero había sido llevado en cautiverio, fue arrancado de manos de quien le poseía, según la misericordia de Dios Padre. El cual tuvo compasión de su criatura y le otorgó la salud, reintegrándole por medio del Verbo, esto es, del Cristo, a fin de que el hombre aprenda por experiencia que no recibe la incorrupción de sí propio, sino por regalo de Dios".
103 Hb 2,15.
104 Cf. 1Cor 15, 20-22.
105 Cf. Lc 15, 11-32; 1Jn 3,20.
106 Cf. 1Cor 15,26.
107 Cf. Rom 6,9.
108 Cf. Rom 8,3.
109 Cf. Misal Romano, Plegaria eucarística III.
110 Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q. 65, a. 1; Catecismo de la Iglesia Católica
1210.
111 Cf. Jn 14,23; Rm 8,9.
112 Cf. Rm 8,15-16.
113 Cf. Hch 2, 41.
114 Cf. Rm 6, 3-4.
115 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 11.
116 Cf. Jn 3, 3-5.8; cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1265.
117 Misal Romano, Pregón de la Vigilia Pascual.
118 Cf. Hch 1,8; cf. Pseudohipólito, La Tradición apostólica, 21.
119 Cf. 2P 1,4.
120 Gal 4,6.
121 Cf. Jn 14, 12; Mt 11,25-27.
122 Cf. Gal 2,20.
123 cf. Concilio de Florencia, Decretum pro Armeniis (a. 1439), DS 1319.
124 San Agustin, Sermón 71, 18.
125 Cf. Jn 17,21.
126 Cf. 1Co 12, 13.
127 Cf. Gal 3,27.
128 Hch 4, 32
129 Cf. Jn 6,48-51.
130 San Juan de la Cruz, Poesías, Cantar de la alma que se huelga de conoscer a Dios por la fe, 11.
131 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium 47.
132 Cf. Hb 9,15; san Agustín, De civitate Dei X,6.
133 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 11.
134 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 21.
135 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 10.
136 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium 11.
137 Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III,q.26,a.1 ad 1.,
138 Cf. Concilio Vaticano II, Prebyterorum ordinis 6.
139 Cf. Concilio Vaticano II, SC 7.
140 Cf. 1Cor 13.
141 Cf. Rm 5,5.
142 Cf. 1Tim 2,4.
143 Cf. Ef 2, 14.
144 Cf. Gal 2,19-21; 1Cor 1,17.
145 Cf. Mt 5,41.
146 Cf. 2Cor 5,14-15
147 Cf. Concilio Vaticano I, Constitución Dei Filius, DS 3002.
148 Cf. San Ireneo de Lyón, Adversus haereses, IV 13,4.
149 Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum 2.
150 Cf. Col 2,8.
151 Cf. 1Ts 5, 17.
152 Cf. Ef 5,20.
153 Misal Romano, Oración colecta del martes de la I Semana de Adviento.
154 Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1055.
155 Cf. San Anselmo, Sermón 52.
156 Cf. Mt 19,12; 1Co 7, 25-40.
157 Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 16.
158 San Alfonso María de Ligorio, Práctica de amar a Jesucristo, I, 1.
159 Cf. Gn 3,10.
160 Cf. Gn 4, 13-14.
161 Cf. 1Jn 1, 8.10.
162 Cf. Lc 15, 11-31.
163 Cf. Rm 5,20; 2Co 12,9.
164 Cf. 2Co 5,18.
165 Cf. Mt 10,8.
166 Mt 5,5.
167 Cf. St 5, 14-16.
168 SantaTeresa de Lisieux, LT 213.
169 Cf. 2Co 4, 16.
170 Cf. St 1,17.
171 Cf. Santo. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 43, a. 5, ad1.
172 Cf. Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio 44.
173 Cf. Santa Teresa de Jesús, Moradas del castillo interior. Moradas séptimas, cap. 2,1-13.
174 1Jn 3,2; san Ireneo de Lyón, Adversus haereses IV,20,5: "El hombre, en efecto, es incapaz por sí de ver a Dios. Mas si El lo quiere se dejará ver de los hombres que quiere y cuando quiere y como quiere; porque Dios es en todo poderoso. Visto entonces (entre los profetas) mediante el Espíritu en profecía, visto también mediante el Hijo en adopción, se dejará ver asimismo en el reino de los cielos de modo paterno".
175 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes 22; cf. Juan Pablo II, encíclica Fides et ratio 60.
176 Cf. Ga 4, 4.