BUSCAR EL ROSTRO DE DIOS PADRE

Carta Pastoral
de Mons. Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga


IV

ANUNCIAR A DIOS AL HOMBRE DE HOY

En el apartado anterior, he tratado de describir algunos rasgos del rostro de Dios, revelados en su plenitud en Jesucristo, en quien nosotros creemos.

Importa ahora reflexionar sobre los caminos para anunciar a Dios al hombre de hoy; a la gente concreta de nuestros pueblos y ciudades, porque, como dice el Vaticano II, "la Iglesia (los creyentes) tiene que hacer presentes y casi visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado, renovándose y purificándose sin cesar bajo la guía del Espíritu Santo" [75].

Esta misión nos exige conocer la situación en la que se encuentra el hombre de hoy ante la cuestión de Dios, e señalar los desafíos con los que ha de verse el evangelizador.

Parece que lo que ahora prima no es el ateísmo ni el agnosticismo sino el "desinterés por Dios" o la indiferencia religiosa, que es fruto, al menos en gran medida, de las deformaciones o falsas imágenes que el hombre actual tiene de Dios. Por eso considera a Dios como algo irrelevante o superfluo para su vida [76].

Aunque el análisis de esta situación puede desanimarnos a primera vista, frente a la tendencia natural al desaliento, los evangelizadores hemos de contar con la presencia real de una gracia ofrecida por Dios al hombre y frecuentemente acogida por éste, aun cuando se sitúa al margen de la Iglesia. El mismo Concilio recuerda que en el corazón de "todos los hombres de buena voluntad" "actúa la gracia de modo invisible", por lo que "debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien" al "misterio pascual" [77].

Anunciar a Dios al hombre de hoy es el gran tema pastoral de nuestro tiempo, en el que debe centrarse de forma preferente nuestra atención y nuestro esfuerzo. Nuestro PROYECTO PASTORAL DIOCESANO 1.996-2.000 quiere ser el punto de partida y de referencia obligado para la tarea evangelizadora de nuestra Iglesia Diocesana. A él os remito una vez más, invitándoos a estudiar y meditar sus riquísimas y jugosas introducciones. Por mi parte, deseo subrayar algunos aspectos que me parecen especialmente importantes.

1. Centrar nuestra atención en Dios.

"Dios" es la aportación más valiosa y más necesaria que los cristianos podemos hacer a nuestro mundo. La lucha por los derechos humanos, la solidaridad con los más pobres y hasta el amor fraterno gratuito son valores humanos y evangélicos que han ido calando en nuestra cultura y que hoy comparten con nosotros personas incluso no-creyentes. Pero, reconociendo su valor evangelizador y sin ánimo de establecer falsas alternativas entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres, hay que reconocer que la cuestión más urgente y fundamental es Dios, que ha perdido intensidad, presencia pública y el carácter configurador de la existencia que ha tenido en las generaciones anteriores. Sin Dios, la vida pierde su hondura y su sentido último. Si los hombres no venimos de ningún sitio ni vamos a ninguna parte, estamos rodeados de la nada y del vacío. Sólo nos queda un presente efímero que hay que aprovechar para gozar lo más posible de los placeres que nos ofrece la vida, mientras nos lo permitan la edad y la salud. La pérdida de Dios debilita la esperanza en general y "tiende a perder también el sentido del hombre" [78]

Urge hablar explícitamente de Dios y ayudar a descubrir que el núcleo central de la fe es Dios. Si olvidamos esta verdad que parece tan elemental, podemos desfigurar la esencia de la fe y reducirla a ética, como hicieron los pensadores ilustrados del s.XIX; o a simple fenómeno cultural, como pretenden hoy numerosas personas que tratan de apoderarse de la religiosidad popular bajo el pretexto de que es una creación del pueblo, cuyos símbolos, imágenes y ritos no pertenecen a ninguna Iglesia.

En un mundo en el que la inteligencia parece que tiene el papel de legitimar lo que puede ser tomado en serio por todos debido a su importancia y a sus consecuencias para realizarnos como personas, los cristianos tenemos que plantearnos por qué es necesario creer en Dios y quién es el Dios en quien creemos. La fe no sólo no está reñida con la inteligencia crítica, sino que encuentra en la reflexión un motivo más para ser tomada en serio. Y el cristiano de hoy tiene que estar dispuesto a dar razón de su esperanza a quienquiera que se la pida (cf 1P, 3,15), poniendo el mayor empeño también intelectual en afianzar su vocación y su elección cristianas (cf 2P 1,10). Si carecemos de ideas, de conceptos y de argumentos para hablar sensatamente de Dios, terminaremos por refugiarnos en una vaga religiosidad sin contenidos de fe y sin pautas morales compartidas; o iremos derivando hacia un mero servicio al hombre sin ninguna referencia a Dios.

Además, para ser fieles a la imagen de Dios que nos ha revelado Jesucristo y que ha actualizado la Iglesia, hemos de buscar cómo se la podemos presentar al hombre de hoy de manera que le provoque y le diga algo. Iluminados por la Escritura y la Tradición como hitos de referencia obligados, también nosotros tenemos que reflexionar sobre la forma más adecuada de presentar a Dios al hombre actual. Y ello implica ver cómo se armonizan la fe en Dios y la confianza en la oración y providencia divina, con la experiencia humana de que la historia es básicamente tarea del hombre y fruto más o menos consciente de nuestro esfuerzo.

2. La capacidad provocadora del testimonio.

Cierto que la Palabra de Dios tiene fuerza salvadora por sí misma, pero el anuncio del Evangelio resulta más convincente y contagioso cuando se realiza desde una experiencia de fe viva y personal. Como escribió Pablo VI, "el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites"[79].

Nuestro PROYECTO PASTORAL DIOCESANO, por su parte, afirma que "los grandes evangelizadores han sido siempre los santos (los canonizados y tantos santos anónimos) que a través de sus vidas entregadas nos han hecho amable y creíble la fe en Jesucristo y en su Mensaje de salvación, el amor incondicional a la Iglesia que El fundó y por la que ha entregado su vida y la esperanza de la nueva vida divina y eterna que nos comunica"[80].

Este testimonio no sólo no contradice cuanto se ha dicho sobre la importancia de un sólido conocimiento intelectual de Dios, sino que más bien le exige. Conocemos la gran seducción que ejercen sobre sus alumnos los profesores eminentes que saben combinar su ciencia con una fe ilustrada y lúcida, y la huella profunda que han dejado los grandes pensadores y novelistas de la primera mitad de este siglo que se proclamaron cristianos. De manera particular, aquellas personas que lograron armonizar su riguroso saber sobre de Dios con una vida intensa de oración y de servicio abnegado al hombre. Pienso en grandes políticos de nuestro tiempo, como R. Schumann; en pensadores, como X. Zubiri; en religiosos como Madre Teresa de Calcuta; en tantos hombres y mujeres de Dios como nos cruzamos por la vida.

Y un aspecto fundamental de la experiencia cristiana de Dios es la experiencia del perdón, "cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: 'Sí, el Señor es rico en misericordia' y decimos así mismo: 'el Señor es misericordia" [81]. Sabéis muy bien que abundan hoy, en nuestras comunidades parroquiales, personas que se han visto perdonadas y rescatadas del alcohol, de la droga y de la simple increencia, y que no tienen empacho en proclamarlo.

Esta necesidad de testigos nos está invitando a todos, y de forma especial a los pastores, a los catequistas y a los responsables de los diversos grupos y pequeñas comunidades religiosas a intensificar los medios que parezcan más oportunos para desarrollar la espiritualidad de los miembros: jornadas de desierto, acompañamiento personal, iniciación en la oración y en la lectura espiritual de la Biblia, vida sacramental intensa, profundización en la teología de la caridad y de la comunidad, conocimiento de la doctrina social de la Iglesia. Es decir, en lo que constituye una espiritualidad bautismal sólida. Porque como los apóstoles, como los santos y las santas de todos los tiempos, la Iglesia no puede encaminar a los demás hacia Dios si no se deja aferrar ella misma, de una forma o de otra, por su amor.

3. Quien no ama no ha conocido a Dios.

Estas palabras de san Juan (1Jn 4,8) nos ponen en guardia frente a todo posible autoengaño en lo que refiere a la experiencia de Dios. Personas pocos versadas en la vida del espíritu pueden identificarla con cierta sensación de bienestar que se caracteriza por una especial densidad emotiva. Pero la experiencia de Dios es una realidad más sólida y más compleja, que puede darse también en situaciones de aridez y de profunda oscuridad.

Uno de los signos más evidentes de que una experiencia es genuina consiste en que transforma progresivamente el corazón de la persona y le va llenando de los frutos del Espíritu (cf Ga 5,22-23). Y dado que entre dichos frutos, el primero es el amor, se explica que el Papa haya unido al conocimiento de Dios Padre, en este tercer año de preparación al Jubileo, la necesidad de "resaltar la virtud teologal de la caridad" [82], porque quien no ama no ha conocido a Dios (cf 1Jn 4,8).

San Juan nos habla del amor auténtico y realista; de un amor afectivo y efectivo, que procura dar respuestas eficaces al hermano que sufre algún tipo de necesidad (cf 1Jn 3,13-18). Es el amor que brota del Espíritu Santo (cf Rm 5,5,), y que se nutre en la oración litúrgica, pues "son los sacramentos, y sobre todo la eucaristía, los que comunican y alimentan en los fieles la caridad, que es como el alma de todo apostolado (AS 3) y la base imprescindible de toda actitud genuinamente cristiana.

Aunque la beneficencia y el servicio al otro también son expresiones claras y necesarias de la caridad, la caridad abarca así mismo el trabajo por la justicia. El Papa Juan Pablo II ha querido remarcar la urgencia de esta dimensión del mensaje cristiano de cara al Gran Jubileo: "recordando que Jesús vino a 'evangelizar a los pobres' (Mt 11,5; Lc 7,22), ¿cómo no subrayar más detenidamente la opción preferencial por los pobres? Se debe decir ante todo que el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como el nuestro, marcado por tantos conflictos e intolerables desigualdades sociales y económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del Jubileo"[83].

Nuestra Diócesis reviste algunas características muy especiales, como pueden ser la presencia de inmigrantes pobres, el alto índice de paro, los numerosos enfermos de SIDA y de personas enganchadas a la droga. Junto al lujo y la riqueza que se exhiben en algunas zonas de nuestras costas y que pueden ser una verdadera provocación, tenemos esta humanidad doliente en la que Dios nos sale al encuentro. Además, compartimos con el resto de las diócesis españolas el desamparo de los mayores, falta de valoración y de cobertura social del trabajo de las amas de casa y la dura situación de los parados de larga duración, por citar sólo algunos de los problemas más acuciantes. Son cuestiones que tienen mucho que ver con la revitalización y actualización de la fe en el Dios de la vida, salvador del hombre y valedor de los pobres.

4. La familia, imagen de la Santa Trinidad.

La fe en el Dios trinitario, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tiene profundas repercusiones para la comprensión cristiana del hombre, creado a imagen de Dios. Juan Pablo II ve en la fe trinitaria "un nuevo criterio" para interpretar lo que deben ser las relaciones entre los hombres: las relaciones humanas, sociales y políticas [84]. Y llega más lejos, al afirmar que "a la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario. El 'Nosotros' divino constituye el modelo eterno del 'nosotros' humano; ante todo, de aquel 'nosotros' que esta formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios"[85]. Si se olvida el carácter trinitario del Dios en quien creemos, caemos en una visión individualista de la persona humana y de las mutuas relaciones de unos con otros. El hecho de que Dios sea Trino y nos los haya revelado tiene unas consecuencias muy profundas para nuestra forma de entender al hombre, de vivir el matrimonio y de organizar la vida social. La Santa Trinidad no es una especie de enigma del que sería preferible no hablar, sino que "toda la existencia cristiana está investida del misterio trinitario, no sólo en el plano de la existencia personal, sino también de la vida eclesial y social"[86].

Es en la familia donde estas relaciones consiguen su mayor transparencia. Nacido de la Trinidad y destinado a retornar a su patria trinitaria, el hombre tiene que vivir también el hoy de Dios desde la comunión trinitaria y reproduciendo en su vida la imagen del Dios trino: del Amor que se da enteramente al otro hasta engendrarle su Ser, compartiendo todo con El y respetando las diferencias que hacen posible el diálogo libre entre quienes constituyen un "nosotros".

En nuestro acercamiento a Dios, no deberíamos descuidar este año nuestra profundización en el ser y en el quehacer de la familia. A pesar de todos los avatares por los que ha pasado en este medio siglo, la familia es hoy la institución que mejor ha sabido adaptarse a las situaciones nuevas. Es también el valor más apreciado por las generaciones jóvenes, y no son pocas las parejas cristianas que intentan hacer de su hogar una pequeña Iglesia. Para que no se frustren semejantes anhelos, es necesario acompañar a estas parejas en la búsqueda de una espiritualidad matrimonial y familiar de raíces trinitarios: que tiene en la comunión trinitaria su fuente, su apoyo y su modelo.

Además, de cara a la nueva evangelización que buscamos, tenemos que recuperar también a la familia como primer sujeto evangelizador. Tras haberla considerado como objeto de nuestra pastoral y haber incorporado a algunas madres a la catequesis infantil, debemos plantearnos ahora cómo lograr que la familia sea sujeto activo y ámbito privilegiado de la evangelización. Por su mismo carácter de hogar, el amor y la ternura de Dios alcanzan un sentido muy hondo cuando se proclaman en su seno. Y parece normal que la persona recuerde siempre con afecto aquello que vivió y aprendió en el clima cálido, alegre y acogedor de su experiencia familiar.

El camino seguramente más sencillo para convertir a la familia en auténtico sujeto evangelizador es el de la oración. A través de la práctica de una oración sencilla y compartida, los padres pueden encontrar numerosas ocasiones para ir trasmitiendo a los hijos los contenidos fundamentales de la fe en Dios. Aunque fragmentarios e incompletos, constituyen la base más firme para continuar después la catequesis parroquial.

En la Provincia Eclesiástica de Granada hemos dialogado y reflexionado detenidamente sobre estas posibilidades[87], pero no parece que se hayan dado pasos significativos en la práctica. Más que caminar cada uno por su cuenta, deberíamos aprovechar la rica experiencia, la organización y los materiales elaborados por los diversos movimientos familiares que están ya implantados en la Diócesis.

5. Desde una actitud de serena esperanza.

Hablo de la esperanza teologal, que brota de la confianza cierta en Dios; de una manera de ser propia de la persona que vive en continuo e intenso trato con Dios, a quien conoce como aliado del hombre y como su salvador. Se trata de vivir el presente proyectados hacia el futuro, con la serena certeza de que el Bien ha vencido ya al mal; el Amor, al odio; y la Vida, a la muerte. Es el "ya sí" de Dios, que se adentra en el "todavía no" del hombre y de la historia para rescatarlos y salvarlos.

La esperanza nos ayuda a desprendernos de las añoranzas de un pasado que ya no es y nos lanza al futuro: un futuro que está sostenido por Dios y que nos lanza a comprometernos con la historia de cada día para transformarla, por más que humanamente parezca una tarea inútil. Las situaciones difíciles son propensas a provocar sentimientos de miedo y de rechazo global del entorno. Y no cabe duda de que la fe en Dios y la misión evangelizadora tropiezan con obstáculos a primera vista insalvables, que pueden inducirnos de forma casi inconsciente a encerrarnos en nosotros mismos y, todo lo más, a trabajar en las tareas intraeclesiales. Pero nos enseña la fe que el Espíritu de Dios aletea también hoy sobre nuestro mundo moderno. Y es El quien nos dará la virtud de la esperanza para seguir proclamando el Evangelio a tiempo y a destiempo, y la luz de la fe para descubrir las huellas de Dios en los diversos logros y en los nuevos valores. Si el realismo nos invita a no desconocer la fuerza del pecado, la fe en Dios nos dice que su amor, hecho activamente presente en Jesucristo, ha vencido ya al mal y nos ha revestido de fortaleza evangélica para que también nosotros podamos vencerlo actuando como fermento. De ahí la importancia de vivir y de proclamar la fe en el mundo en que nos ha tocado vivir, sin dejarnos ganar por el desaliento y sin retirarnos a los espacios intraeclesiales. Con palabras de la Conferencia Episcopal Española, que conservan todo su valor y su urgencia:

"La hora presente exige de los católicos un especial esfuerzo de discernimiento y generosidad. La gravedad de los problemas que pesan sobre la humanidad y el inmenso sufrimiento de tantos hermanos nuestros, son una llamada de Dios que nos apremia a cumplir con más lucidez y eficacia la misión recibida de Nuestro Señor Jesucristo en favor del mundo y de todos los hombres"[88].

La firmeza de nuestra fe y nuestra confianza de haber encontrado en Jesucristo la verdad y la vida, no deben impedirnos sin embargo mantener una actitud de diálogo, tolerancia y respeto hacia quienes no comparten nuestras convicciones. Además de que podemos aprender mucho de los otros, aunque no profesen ninguna fe, podemos cooperar con ellos en todo lo que se refiere a los derechos humanos y al bien de la persona en general.

Pero sería una forma equivocada de tolerancia y respeto el silencio total sobre Dios y sobre el Evangelio. Porque creemos que son la plenitud y la salvación del hombre, tenemos el grave deber de proclamarlos a tiempo y a destiempo a todo el que acepte escucharnos. Como dice también la Conferencia Episcopal Española:

"Es evidente que la Iglesia no existe para sí, ni puede vivir encerrada en sí misma, acaparada por sus problemas internos o satisfecha en la contemplación de sus prerrogativas.

Como San Pablo en su tiempo, los católicos españoles estamos 'a anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo... para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada... mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro' (Ef 3,8-11)"[89].

Finalmente la tolerancia y el respeto tampoco deben confundirse con el silencio cómplice ni con la falta de denuncia profética ante todo lo que vulnera los derechos humanos y la dignidad de la persona.

V

CONCLUSIÓN:
UN EXCESO DE LUZ QUE NOS ILUMINA Y NOS DESLUMBRA

Los creyentes sabemos bien que Dios se revela cada día para cada día. El salmista insiste en que debemos buscar siempre de nuevo el rostro de Dios vivo, porque el hombre no puede llegar a penetrar nunca del todo su Misterio.

Misterio que es un exceso de luz, y que a medida que nos acercamos más a El, más nos deslumbra y nos ciega. Pero esta misma conciencia de la grandeza de Dios y de nuestra ignorancia sobre El termina por convertirse en la mayor sabiduría. No es el "no saber" del perezoso que no dedica tiempo ni esfuerzo en conocer más a Dios, sino el no saber de quien se siente anonadado por la gloria de Dios y por su belleza deslumbrante. Con palabras de San Gregorio de Nisa,

"No ver es la verdadera visión, porque Aquel a quien buscamos transciende todo conocimiento. Por todas partes le separa como una tiniebla la incomprensibilidad. Por lo cual, Juan el divino, que penetró en las tinieblas luminosas, dice: 'A Dios nadie le ha visto jamás' (Jn 1,18). Con esta negación afirma que el conocimiento de la esencia divina es inaccesible al entendimiento del hombre y a toda inteligencia".

"Por eso, cuando Moisés creció en conocimiento declaró que él veía a Dios en la tiniebla; es decir, conocía entonces que Dios transciende esencialmente todo conocimiento y comprensión. El texto dice: 'Moisés se acercaba a la densa nube" donde Dios estaba' (Ex 24, 15-16). ¿Qué Dios? Aquel que 'se puso como tienda un cerco de tinieblas' (Sal 18,12)".

"Cuando Moisés llegó allí, le fue dicho de palabra lo mismo que había entendido antes por la tiniebla. Esto le sucedió, creo yo, para que con la palabra de Dios se afirme nuestra fe en tal doctrina. Desde el principio, la Revelación ha prohibido asimilar a Dios con cualquier cosa que caiga bajo el conocimiento de los hombres (cf Ex 20,4). Esto nos enseña que todo concepto formado por el entendimiento con el fin de alcanzar y poner cerco a la naturaleza divina no sería más que un ídolo de Dios, incapaz de darlo a conocer"[90].

Aun así, en medio de esa oscuridad luminosa que nos ciega a medida que buscamos el rostro de Dios, esta búsqueda se traduce en anhelos cada vez más ardientes. Sobre todo, cuando a ella se une la conciencia del propio pecado y la certeza de la misericordia divina que nos ha recuperado para el Reino. Como dice San Agustín:

"¡Oh Verdad, lumbre de mi corazón, no me hablen mis tinieblas! Me incliné a éstas y me quedé a oscuras; pero desde ellas, sí, desde ellas te amé con pasión. (...) He aquí que ahora, abrasado y anhelante, vuelvo a tu fuente. Nadie me lo prohiba: que beba de ella y viva de ella. No sea yo mi vida; mal viví de mí; muerte fui para mí. En ti comienzo a vivir: háblame tú, sermonéame tú. He dado fe a tus libros, pero sus palabras son arcanos profundos"[91].

Dejarse encontrar por Dios, que en eso consiste hallar el rostro de Dios vivo, es descubrir el tesoro más preciado (cf Mt 13,44), que nos hace exclamar de gozo con María: "engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada" (Lc 1,47-48). Y es que no hay felicidad más grande para el hombre que la de dejarse amar por Dios. Quien escucha su llamada y abre el corazón a su amor, termina por convertirse en una bendición para todos los hombres, como Abrahán, como los santos que han ido sembrando de amor nuestro mundo, como Santa María, Madre de Dios y Reina de los santos.


75. Gaudium et spes, n.21.

76. Cf Id. 19.

77. Id. 22.

78. JUAN PABLO II, Evangelium vitae, 21.

79. PABLO VI, Evangelii nuntiandi, n. 41.

80. PROYECTO PASTORAL DIOCESANO 1.996-2.000, pg 137.

81. JUAN PABLO II, Reconciliación y penitencia, n. 22.

82. Tertio Millennio Adveniente, n.50.

83. Id., n. 50.

84. Cf JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, n. 40.

85. JUAN PABLO II, Carta a las familias, n.6.

86. FORTE B., Trinidad como historia, Ed. SIGUEME, Salamanca 1988, pg 22. Cf pgs 17-23; 173-184. El carácter soteriológico de la fe trinitaria y su honda repercusión sobre la vida del hombre es algo que resaltan hoy la mayoría de los teólogos en sus escritos sobre Dios.

87. Cf PROVINCIA ECLESIASTICA DE GRANADA, Directorio de pastoral familiar, cap I.

88. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Testigos del Dios vivo, Madrid 1985, pg 16.

89. Id. pg 17.

90. SAN GREGORIO DE NISA, Vida de Moisés, SIGUEME, Salamanca 1993, pgs 104-105.

91. SAN AGUSTIN, Confesiones, L. XII, cap X; BAC, Madrid 1946, 857.