D) La purificación de la memoria.

El cuarto signo de la misericordia de Dios que actúa en el Jubileo es la purificación de la memoria. Este signo nos pide a todos un acto de valentía y de humildad para reconocer las faltas cometidas en el pasado y en el presente por quienes llevaron y llevan el nombre de cristianos (IM 11).

En la primera fase de la preparación inmediata al Jubileo (años 1994-1996), el Santo Padre nos urgía, como recordaremos, a la conversión y, en concreto, a asumir una conciencia más viva de los pecados de los hijos de la Iglesia cometidos en el pasado y en el presente (TMA 33). Estos pecados eran, sobre todo, el haber dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo (TMA 34); el sí dado por no pocos cristianos, especialmente en el pasado, a métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad (TMA 35); las responsabilidades que tenemos los cristianos en relación con los males de nuestro tiempo, como, pongamos por caso, la indiferencia religiosa (TMA 36); y la resistencia y la lentitud mostradas en la recepción debida del Concilio Vaticano II (TMA 36).

Pues bien, llegados a los umbrales del Jubileo, vemos ya cumplido el plazo de la gracia (Mc 1, 15). Poderosamente resuenan en nuestros oídos las palabras imperativas de Jesús: "Convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).

Pero la conversión del corazón no es tarea fácil. Es muy duro enfrentarnos abiertamente, sin orgullo herido ni resentimiento alguno, con nuestro yo colectivo del pasado y con nuestro yo individual y social del presente que estamos viviendo. Más de una voz habrá escuchado tal vez el Papa en los últimos años queriendo disuadirle de pedir perdón a Dios, junto con toda la Iglesia, por los pecados cometidos por los cristianos a lo largo de la historia y en el hoy de la humanidad. "Al fin y al cabo, - han podido escuchar nuestros oídos - también otros hicieron lo mismo y muchísimo más". "Era la mentalidad de la época". "Resultaba imposible presentar resistencia". "Que pidan también perdón los Estados, los protestantes, los musulmanes, los judíos y los ortodoxos". "No nos expongamos a que se burle de nosotros la sociedad civil". "Si nuestros padres comieron los agraces, ¿por qué nosotros hemos de sufrir la dentera?" "No hagamos de chivos expiatorios de los pecados de la humanidad". "La culpa de la indiferencia religiosa de nuestro tiempo la tienen el agnosticismo y la sociedad de consumo".

Pero no, no podemos proceder así. Por eso, haciendo caso omiso a los susurros del demonio, pedimos al Espíritu Santo que nos empuje a entrar en nosotros mismos y a sentir la necesidad de volver a la casa del Padre, reconociendo nuestros pecados, sintiendo dolor por ellos y haciendo un buen propósito de enmienda, con el fin de ser dignos de recibir el abrazo del Padre en el Año jubilar. A ello nos hemos venido preparando durante varios años.

Comencemos, pues, el examen de conciencia, para así purificar la memoria.

El examen de conciencia constituye uno de los momentos más determinantes de la existencia personal, pues en él todo hombre se pone ante la verdad de su propia vida descubriendo los actos realizados: tanto los que le acercan al ideal que se había propuesto, como los que le separan de este ideal (IM 11).

Vueltos al pasado y centrando, al mismo tiempo, la mirada en el presente, descubrimos que la historia de la Iglesia es una historia de santidad: de santidad objetiva y de santidad subjetiva.

De santidad objetiva, porque los bautizados, en virtud de la fe de la Iglesia y del carácter sacramental, son santos, pues fueron separados del mundo, sujeto al Maligno, y consagrados al culto del Dios único y verdadero (IM 11).

Y de santidad subjetiva, lo que se manifiesta tanto en la vida de los muchos Santos y Beatos reconocidos por la Iglesia, como en la de una inmensa multitud de hombres y mujeres no conocidos, cuyo número es imposible calcular. Como dice el autor del Libro del Apocalipsis, "apareció en la visión una muchedumbre innumerable de toda nación y raza, pueblo y lengua; estaban de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos de blanco y con palmas en la mano; y clamaban a voz en grito: ¡La victoria pertenece a nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero!" (7, 9-10). La vida terrena de todos ellos atestigua la verdad del Evangelio y ofrece al mundo el signo visible de la posibilidad real de alcanzar la perfección (IM 11).

No obstante, hemos de reconocer que se han dado en la historia no pocos acontecimientos que constituyen un antitestimonio en relación con el cristianismo. De este modo, aun no teniendo responsabilidad personal ni queriendo tampoco eludir el juicio de Dios, el único que conoce los corazones, por el vínculo que une a unos y a otros en el Cuerpo místico, llevamos en nosotros el peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido. Además, también nosotros, hijos de la Iglesia, hemos pecado, impidiendo así que el rostro de la Esposa de Cristo resplandezca en toda su belleza. Nuestro pecado ha obstaculizado la acción del Espíritu Santo en el corazón de muchas personas. Nuestra poca fe ha hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo (IM 11).

Por eso, Juan-Pablo II, como Sucesor de Pedro, pide que en este año de misericordia, la Iglesia, persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos. Todos han pecado y nadie puede considerarse justo ante Dios (cf 1 R 8, 46). Que se repita sin temor: "Hemos pecado" (Jr 3, 25), pero manteniendo firme la certeza de que "en donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20; IM 11).

El abrazo que el Padre dispensa a quien, habiéndose arrepentido, sale a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas, recompensa que se funda en el profundo vínculo que une entre sí a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. Los cristianos están llamados a hacerse cargo, ante Dios y ante los hombres, a los que ofendieron con su comportamiento, de las faltas cometidas por ellos (IM 11).

Y lo debemos hacer sin pedir nada a cambio, profundamente convencidos de que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 5). No dejará de haber personas ecuánimes capaces de reconocer que en la historia del pasado y del presente se han producido y se producen con frecuencia casos de marginación, de injusticia y de persecución en relación con los hijos de la Iglesia (IM 11).

Que la alegría del perdón sea, pues, más grande y profunda que cualquier resentimiento. Los hijos de la Esposa son más bellos y resplandecen más, una vez perdonados.

Cristo sigue estando en y a favor de su esposa, la Iglesia, pues, "desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos" (IM 11).

En el signo del Pan y del Vino consagrados, Jesucristo resucitado y glorificado, luz de las gentes (cf Lc 2, 32), manifiesta la continuidad de su Encarnación y sigue alimentando a los creyentes con su Cuerpo y con su Sangre (IM 11).

Por consiguiente, perdonados por el Padre y alimentados con la Eucaristía, se robustecerá la fe, se acrecerá la esperanza y se hará cada vez más activa la caridad para un renovado compromiso de testimonio cristiano en el mundo del próximo milenio (IM 11).

E) El gran signo de la caridad.

El quinto signo del Jubileo de la Encarnación es la caridad (IM 12).

El Año jubilar celebra la caridad como la esencia misma de Dios, "porque Dios es Amor" (1 Jn 4, 8); la celebra también como la esencia última de la Encarnación, que es fruto del amor de Dios a los hombres: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él (1 Jn 4, 9); y celebra la caridad como virtud teologal, infundida en nosotros por el Espíritu en el bautismo, que nos urge a amar a Dios y a nuestros hermanos, los hombres, particularmente a los más pobres y necesitados: "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Que, como yo os he amado, así también os améis vosotros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros" (Jn 13, 34-35).

De este modo, el amor de caridad es la mayor de las virtudes, la virtud que no pasa nunca, la virtud de la que se nos examinará en el atardecer de la vida. Como dice San Pablo en el conocido "Himno de la caridad", "ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como un bronce que suena o como unos platillos que aturden. Ya podría yo tener el don de profecía, y conocer todos los secretos y todo el saber. Podría incluso tener fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir todo lo que tengo y dejarme quemar vivo, si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente y servicial; no tiene envidia; no se jacta ni se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; disculpa sin límites, cree sin límites, espera y aguanta sin límites. El amor no pasa nunca. Desaparecerá el don de profecía; el don de lenguas cesará. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía... Ahora subsisten la fe, la esperanza y el amor, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es el amor" (1 Co 13).

En vísperas del Gran Jubileo del año 2000, los cristianos nos hemos de presentar ante el Padre cargados de buenas obras, de las obras del amor, viendo sentados a nuestro lado al hermano Lázaro y al hermano rico, para compartir el mismo banquete y evitar que el pobre Lázaro se vea obligado a recoger las migajas que caen de la mesa común de la humanidad (cf Lc 16, 19-31; IM 12).

Grandes son los retos en este sentido. Son muchos los que viven postrados en la pobreza y en la marginación. Una y otra afectan a grandes áreas de la sociedad y cubren con su sombra de muerte a pueblos enteros. "El género humano - escribe el Papa - se halla ante formas de esclavitud nuevas y más sutiles que las conocidas en el pasado, y la libertad continúa siendo para demasiadas personas una palabra vacía de contenido. Muchas naciones, especialmente las más pobres, se encuentran oprimidas por una deuda que ha adquirido tales proporciones que se hace prácticamente imposible su pago" (IM 12).

Esta situación se debe en gran medida a la persistencia e incluso al ensanchamiento a veces del abismo entre las áreas del así llamado norte desarrollado y las del sur en vías de desarrollo, un fenómeno que se repite, por otra parte, en el interior de las mismas sociedades, tanto desarrolladas como en vías de desarrollo. Tal es el fuerte grito con que la encíclica "Sollicitudo rei socialis" golpeó la conciencia de la humanidad en 1987.

Y, aun cuando nos pese reconocerlo, semejante situación no es ajena, como señaló el Papa en la encíclica "Centesimus annus", a los mecanismos perversos de formas salvajes del neocapitalismo. Por eso, fue tan vivamente criticada en su momento la mentada Encíclica.

Esto supuesto, hay que levantar la voz para urgir a una colaboración efectiva entre los pueblos de toda lengua, raza, nación y religión. Pero una colaboración tendente a alcanzar un progreso real sin los atropellos que llevan al predomino de unos sobre otros, pues dichos atropellos son un pecado y una injusticia (IM 12).

Es urgente, asimismo, la creación de una nueva cultura de la solidaridad y de la cooperación internacionales, según la cual todos, de forma especial los Países ricos y el sector privado, sintieran la responsabilidad de crear un modelo de economía al servicio de cada persona (IM 12).

Como llamada a la conversión del corazón mediante un cambio de vida, el Jubileo nos recuerda a todos que no se debe dar un valor absoluto a los bienes de la tierra, porque no son Dios, y, por tanto, esta actitud sería idólatra. Y nos recuerda también que no se debe conceder un valor absoluto al dominio o a la pretensión de dominio sobre los bienes terrenos, porque la tierra pertenece a Dios y sólo a El: "La tierra es mía, ya que vosotros sois para mí forasteros y huéspedes" (Lv 25, 23; IM 12).

F) La memoria de los mártires.

En la fase primera de la preparación inmediata al Jubileo, su Santidad el Papa nos exhortaba, como ya vimos, a recopilar la documentación histórica de los mártires (tarea de las Iglesias locales) y a actualizar los martirologios de la Iglesia universal (tarea de la Santa Sede) (TMA 37), con el fin de hacer presente en el año 2000 el testimonio de todos aquellos cristianos, hombres y mujeres, que anunciaron el Evangelio dando su vida por amor (IM 13).

Los mártires son un signo del Año jubilar, pues dan testimonio de la posibilidad real del triunfo absoluto del amor de Dios en el hombre. Y el Jubileo, como ya hemos dicho, no sólo celebra la venida del amor de Dios en Jesús, sino también el triunfo de este amor en los que creyeron en Jesús, participaron en su misterio pascual y, siguiéndole fielmente, "lavaron sus vestiduras y las blanquearon con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14).

Nadie puede excluir la perspectiva del martirio en su propio horizonte existencial (IM 13), pues está incluida como posibilidad real en la fe y en el sacramento del bautismo, y ha sido verificada en la vida de muchos cristianos. De hecho, los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires (IM 13).

El Papa Juan-Pablo II, al urgirnos a reivindicar la memoria de los mártires, persigue que no caiga en olvido su testimonio (IM 13).

Encendidos de amor a Dios y al hombre, que es imagen y semejanza de Dios, lo que constituye la esencia de su dignidad inalienable, los mártires confirmaron la verdad del Evangelio que anunciaban con el don de la vida (VS 91). De este modo, el martirio es, desde el punto de vista psicológico, "la demostración más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de las persecuciones más atroces" (IM 13).

Además de ser una demostración elocuente de la verdad absoluta de la fe, el martirio es también una confirmación, mediante la entrega de la vida, de la inviolabilidad de la ley de Dios y de la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (VS 92).

En efecto, en abierta pugna con las teorías "teleológicas", "consecuencialistas" y "proporcionalistas", que niegan la existencia de normas morales negativas referentes a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, el martirio demuestra como ilusorio y falso todo "significado humano" que se pretendiera atribuir, aunque fuese en condiciones "excepcionales", a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la "humanidad" del hombre, antes incluso en quien lo realiza que en quien lo padece (cf VS 91-92).

Por último, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia. Como dice el Papa en la Encíclica "Veritatis splendor", "la fidelidad a la ley santa de Dios atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero usque ad sanguinem para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no solo en la sociedad civil, sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos de la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche vivo a cuantos transgreden la ley (cf Sb 2, 2) y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del Profeta: "¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!" (Is 5, 20) (VS 93).

Una lista interminable de mártires jalona la historia particular de la salvación.

Sobresale en el Antiguo Testamento el ejemplo de Susana. Ante el asedio de dos jueces injustos que amenazaban con hacerla ejecutar si no accedía a secundar sus pasiones impuras, Susana responde así: "¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor" (Dn 13, 22-23).

En los umbrales mismos del Nuevo Testamento nos sale al paso Juan el Bautista, quien proclama pese a todo la ley del Señor y no se alía con el mal, muriendo mártir de la verdad y de la justicia (cf Mc 6, 17-29).

Ya en el Nuevo Testamento sobresalen, siguiendo el ejemplo de Jesús, el diácono Esteban (cf Hch 6, 8-60) y el apóstol Santiago (cf Hch 12, 1-2), quienes murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que prestarse al gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del Emperador (cf Ap 13, 7-10).

Y la Iglesia propone el ejemplo de numerosos mártires, como Juan Nepomuceno y María Goretti, que prefirieron la muerte antes que cometer un solo pecado mortal: traicionar el secreto de confesión o fornicar respectivamente.

También el siglo XX, que ya está llegando al ocaso, ha conocido un gran número de mártires, sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales. Personas de todas las clases sociales han sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia, o soportando con valentía largos años de prisión y de privaciones de toda índole por no ceder a una ideología transformada en un régimen dictatorial despiadado (IM 13).

Por último, la misma historia general de la salvación conoce, en sus grandes tradiciones religiosas y sapienciales de Occidente y de Oriente, testigos eminentes de la verdad, de la ley natural y de la conciencia recta que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. A todos ellos puede aplicarse la famosa expresión del poeta latino Juvenal: "Considera como el mayor de los crímenes preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido de vivir" (Moralia in Job,VIII, 21, 24), así como también la constatación de San Justino acerca de los "mártires" procedentes de la Gentilidad: "Sabemos que también han sido odiados y muertos aquellos que han seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana" (Apología II, 8).

Al recordar a los mártires en el Jubileo del año 2000, la Iglesia celebra el triunfo de la perfecta caridad en las almas de tantos hijos suyos; fortalecida con su ejemplo, cruza con confianza el umbral del tercer milenio; y pide al Señor que la admiración de los mártires esté acompañada, en el corazón de los cristianos, por el deseo de seguir su ejemplo, siempre con la gracia de Dios, si así lo exigieran las circunstancias (IM 13).

G) La celebración de la Virgen María.

El último signo del Año jubilar de la Encarnación es la celebración de la memoria de María (IM 14).

Todos los elementos del Jubileo encuentran en la Virgen su expresión más lograda. Por eso, aparece fuertemente vinculada al Año Santo de la Encarnación.

Ella es el ejemplo perfecto de la virgen prudente que sale al encuentro del Señor con el candil encendido y la alcuza bien provista de aceite.

Por su fe en Dios, más pura que la fe de Abraham, su seno inmaculado y virginal se convierte en el primer gran santuario del Nuevo Testamento, en el verdadero templo de la sabiduría, en la primera Tienda del encuentro de los hombres con Dios, pues en aquel seno bendito se hizo carne el Verbo preexistente y eterno del Padre.

Ella es, además, la mayor de todos los peregrinos de la historia, pues protegió al Niño de la persecución de Herodes huyendo a Egipto con él y con su esposo José (Mt 2, 13-18), cumplió con su Hijo las exigencias de la circuncisión a los ocho días de haber nacido (Lc 2, 21) y lo presentó al templo, según prescribía la ley judía, para consagrarlo al Señor (Lc 2, 22-24). Acompañada de su esposo, subió con su Hijo a Jerusalén, cuando éste cumplió 12 años, para que el Niño comenzara a guardar la celebración anual de la Pascua (Lc 2, 22-24) como hacían José y María cada año. Durante toda la vida oculta cuidó a Jesús con el mayor esmero y la más gran delicadeza, de modo que el Niño iba creciendo en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 40). Y, más tarde, le acompañaría a lo largo de todo su ministerio público hasta el pie de la cruz, en donde recibió de Cristo el gran don de llegar a ser la madre de la Iglesia y de todos nosotros (cf Jn 19, 25-27).

Asimismo, la Virgen es el modelo perfecto de acción de gracias a Dios por las maravillas que el Espíritu Santo obró en ella en favor de todos los hombres, como muestra claramente el himno del "Magnificat" (cf Lc 1, 46-55).

Más todavía: en María, asumida en cuerpo y alma a los Cielos por no haber conocido el pecado original ni el pecado actual y por ser la Madre de Dios, la Iglesia ha alcanzado ya la perfección, por la cual se presenta sin mancha ni arruga (LG 65). De ahí que la Santísima Virgen María se ofrezca al pueblo cristiano en el Año jubilar como la meta escatológica a la que todos caminamos y que sólo se hará realidad en la segunda venida del Hijo. No en vano, nosotros, los pobres hijos de Eva, que todavía luchamos en este valle de lágrimas debatiéndonos entre el pecado y la santidad, levantamos nuestros ojos a María, "que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos" (LG 65).

Y, finalmente, la Virgen María, madre e intercesora nuestra desde el Cielo es modelo de preocupación constante por nosotros, sus hijos.

Ella nos acompaña en nuestro caminar por la tierra hacia el encuentro con el Señor, sañalándonos, como hiciera con los sirvientes de las bodas de Caná de Galilea, a su hijo Jesús, el único que nos puede decir en verdad qué debemos hacer (Jn 2, 5).

Que ella, que con su Hijo y con su esposo José peregrinó hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de todos los peregrinos en el ya inminente Año jubilar.

 

IV
LA CELEBRACION DEL JUBILEO DEL AÑO 2000
EN NUESTRA DIOCESIS DE CARTAGENA.

Acabamos de contemplar la realidad compleja del Jubileo de la Encarnación del año 2000. Con toda detención hemos estudiado sus presupuestos antropológicos y teológicos; su centro y eje vertebrador, que es Jesucristo; sus precedentes veterotestamentarios, sus fines, su larga preparación, próxima e inmediata, y sus signos.

Corresponde ahora presentar el programa de la celebración del Año jubilar en nuestra diócesis de Cartagena.

1. Principios orientadores de la celebración.

Toda nuestra Iglesia debe aprestarse a la celebración de este gran Año de gracia del Señor.

El Jubileo es tan denso y sus frutos esperamos sean tan buenos que nos sentimos urgidos a orientar toda la labor evangelizadora, catequética, sacramental y pastoral, de nuestra Iglesia a partir de él. Porque no se trata tanto de hacer cosas nuevas, que indudablemente habrá que hacer, cuanto de hacer las cosas que normalmente hacemos desde el Jubileo y con sentido jubilar. Esta es la mente de la Iglesia y del Santo Padre.

El Año jubilar es ya de por sí un año de gracias especialísimas. Pero lo es, más todavía, el año 2000, que celebra el bimilenario de la Encarnación de Cristo. A nuestras generaciones ha correspondido la dicha de poder vivir este acontecimiento singular de la gracia de Dios.

Dos ejes habrán de vertebrar la celebración diocesana del Jubileo de la Encarnación: los fines y los signos de dicho Jubileo. Estos dos ejes son, en realidad, uno solo. Pues los fines marcan la dirección que hemos de seguir, la meta a la que deben apuntar la preparación y las celebraciones del Jubileo. Y los signos constituyen la expresión visible de la meta, los frutos maduros y recogidos de este año de gracia, frutos dados por la misericordia de Dios a los que emprendan el camino del retorno a la casa del Padre.

El fin primero del Jubileo es, como ya sabemos, la conversión a Dios Padre por Jesucristo en el Espíritu.

El segundo fin es la Eucaristía, fuente y cima de toda evangelización, de todos los sacramentos y de toda acción pastoral.

El tercer fin es la oración de acción de gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo por el don de la Encarnación del Verbo y por el triunfo del Verbo hecho carne, de Jesucristo, en los mártires y en los santos de toda la historia.

El cuarto y último fin es la celebración del triunfo del amor de Cristo en nosotros. Porque, arrepentidos de nuestros pecados, absueltos de nuestras culpas y penas, alimentados con el Cuerpo y con la sangre del Señor, e inmersos en la liturgia de alabanza a la Trinidad, saldremos al encuentro de nuestros hermanos, los hombres, para compartir con ellos el pan de cada día, para brindarles la palabra y el pan del Cielo, y para ofrecerles nuestro abrazo de paz, de unidad, de reconciliación, perdonándoles de corazón y recibiendo humildemente su perdón.

Pues bien, los signos del Jubileo constituirán la prueba de haber alcanzado los fines que hemos enunciado.

En efecto, estos fines se habrán cumplido en nuestras vidas si, al final del Año jubilar de la Encarnación, hemos peregrinado exterior e interiormente al gran santuario que es Cristo, si hemos flanqueado con traje de fiesta la Puerta Santa, si hemos ganado para nosotros y para los fieles difuntos la indulgencia plenaria, si hemos purificado la memoria de nuestro pasado y de nuestro presente, si hemos dado gracias a Dios por el don de la Encarnación del Hijo y por la presencia de la caridad perfecta en tantos mártires y santos, si ha triunfado en nosotros el amor de Dios a los hermanos y si el ejemplo de María ha penetrado profundamente en nuestros corazones.

2. Organos responsables de la celebración del Jubileo en nuestra Diócesis.

Como es obvio, los órganos responsables de la celebración diocesana del Jubileo están en función de obtener los fines y los signos que acabamos de exponer.

Los responsables primeros y últimos de la programación del Jubileo en la Diócesis son, como es natural, el Obispo y su Consejo de Gobierno o Consejo episcopal. Y el órgano directamente creado para la ejecución de las acciones jubilares es el Comité diocesano para el Jubileo 2000, el cual comenzó a trabajar, apenas constituido, en marzo de este año y está integrado por los siguientes miembros: el Obispo de la Diócesis; los Vicarios Generales, Ilmos. y Rvdmos. Monseñores José-Manuel Lorca Planes y Fernando Colomer Ferrándiz; el Deán de la Santa Iglesia Catedral, Ilmo. y Rvdmo. Sr. D. Antonio Martínez Muñoz; el Comisario del Comité, Rvdo. Sr. D. Jorge Rodríguez García; el Delegado diocesano del Año Santo compostelano 1999, Rvdo. Sr. D. Luís Martínez Sánchez; el Delegado diocesano de Catequesis, Rvdo. Sr. D. Miguel-Angel Gil López; y el Delegado diocesano de Liturgia, Rvdo. Sr. D. José-Antonio Granados Baeza.

Cada uno de los miembros de esté Comité tiene encomendadas funciones muy concretas y específicas.

El Obispo diocesano preside el Comité y asume en principio las celebraciones del Año jubilar, delegando al Sr. Obispo emérito y a los Vicarios Generales para las celebraciones que, llegado el caso, él no pueda asumir.

Puesto que el espacio sagrado o templo de las celebraciones jubilares será en la diócesis de Cartagena únicamente la Santa Iglesia Catedral, corresponde al Sr. Deán y Cabildo la coordinación de todas y de cada una de dichas celebraciones.

El Comisario del Comité coordina y ejecuta la preparación y la celebración del Año jubilar.

El Delegado diocesano del Año Santo compostelano 1999 coordina el Comité Diocesano con el Comité Nacional del Jubileo.

El Delegado diocesano de Catequesis asume, con un grupo de peritos, el área de la preparación catequética y doctrinal del Jubileo.

El Delegado diocesano de Liturgia propone al Prefecto de Liturgia de la Santa Iglesia Catedral la estructura de las celebraciones jubilares en las peregrinaciones de parroquias y otros grupos seglares, y participa con él en la ejecución de dichas celebraciones.

Y los Vicarios Generales asumen el área de la Pastoral, especialmente, de la Pastoral de la caridad en el año del Jubileo.

3. Etapas del Jubileo en la Diócesis

Se ha creído oportuno distinguir dos: la etapa de sensibilización y la etapa de desarrollo.

La primera etapa se extiende a lo largo del otoño de 1999.

a) Durante los meses de octubre y noviembre, el Obispo diocesano visitará, en fechas ya establecidas, cada una de las siete vicarías episcopales territoriales de la Diócesis con el fin de presentar el Jubileo a los sacerdotes (sesión matinal) y a los fieles (sesión vespertina).

b) A lo largo del otoño se publicarán diez catequesis sobre los contenidos fundamentales del Año jubilar para que sean impartidas a los fieles en las parroquias y en los demás lugares propios de educación en la fe. La temática es la siguiente:

Dios es Amor.
La historia de la salvación como manifestación del amor de Dios.
Jesucristo, Dios hecho hombre, expresión última y definitiva del amor de Dios a los hombres.
La Iglesia, sacramento de Cristo en el mundo y en la historia.
El Jubileo de la Encarnación del año 2000.

Los fines del Jubileo:
La conversión y la penitencia (primer fin del Jubileo).
La Eucaristía (segundo fin del Jubileo).
La glorificación de la Santísima Trinidad (tercer fin del Jubileo).
El amor a los hermanos (cuarto fin del Jubileo).

Los signos del Jubileo:
Peregrinación,
Puerta Santa,
Indulgencia,
Purificación de la memoria,
Caridad,
Memoria de los mártires y de los santos,
La Virgen María.

c) Durante el Adviento de 1999, la predicación de la homilía en la misa dominical deberá girar en torno a la preparación, al contenido y a la estructura del Gran Jubileo del año 2000.

d) Asimismo, los sacerdotes deberán prestar una especial atención al sacramento de la penitencia, con el fin de ir preparando a los fieles y de inculcar en ellos la conciencia de la necesidad de la conversión con vistas al Año jubilar ya inminente.

e) A lo largo de los meses que nos separan de la apertura del Jubileo, y durante el Año jubilar se organizarán en el CETEP y en la UCAM conferencias de presentación del Año Santo.

f) Y el momento culminante de esta fase preparatoria lo constituye el anuncio solemne del Jubileo.

El día 21 de noviembre, XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, celebración de la solemnidad de "Jesucristo, Rey del Universo", será como un preanuncio del Jubileo.

Con el Salmo 22, 1-5.5-6, saldremos al encuentro de Cristo Buen Pastor, en quien nada nos puede faltar si nos dejamos conducir por él a los verdaderos pastos de la salvación. Por la voz de San Pablo, contemplaremos al Señor devolviendo a Dios Padre su reino (1 Co 15, 20-26a, 28). Y, de la mano del Profeta Ezequiel (34, 11-12.15-17) y del Apóstol y Evangelista San Mateo (25, 31-46), contemplaremos a Cristo sentado en su trono de gloria, separando a unos de otros y dando a cada uno según lo que merecen sus obras.

Con ello, pondremos nuestra mirada en la segunda venida del Señor, que constituye el Futuro Absoluto de Dios en la historia, Futuro hacia el que caminamos, como meta nueva y última de nuestro peregrinar, y hacia el que nos impulsa el Jubileo del año 2000 en su perspectiva escatológica.

Y el anuncio del Jubileo se celebrará en la Santa Iglesia Catedral el domingo I de Adviento, en el contexto de la celebración eucarística, precedida del rezo de las primeras vísperas. Dicha celebración de la Eucaristía tendrá lugar el sábado, 27 de noviembre por la tarde.

El anuncio consistirá en un mensaje del Obispo a toda la comunidad diocesana, en el que el Pastor se hace eco de la Bula "Incarnationis mysterium" e invita a todos los fieles a vivir el Adviento en la perspectiva de la celebración jubilar y a participar en la inauguración del Jubileo el día 25 de diciembre en la Santa Iglesia Catedral.

Al día siguiente, se anunciará el Jubileo en toda la Diócesis en el curso de las misas dominicales.

La espera del Señor y la necesidad de salir preparados a su encuentro van a vivirse muy intensamente durante el Adviento que se acerca. Con el Salmo 79, 2ac y 3b.15-16.18-19, pediremos a Dios que nos haga hombres nuevos, que nos restaure, que brille su rostro y nos salve. Siguiendo la palabra de San Pablo (1 Co 1, 3-9), sentiremos hervir en nuestras venas el ansia de la manifestación de Jesucristo nuestro Señor. Y, con la potente voz de Isaías, el Profeta (63, 16b-17.19b; 64, 2b-7), exclamaremos: "¡Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad! ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!". Finalmente, el Evangelista San Marcos nos volverá a recordar, como hiciera San Mateo el domingo anterior, la perspectiva escatológica de la segunda venida del Señor: "Mirad, vigilad: pues no sabeís cuándo va a ser el momento....Estad en vela, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa...., no sea que venga inesperadamente y os sorprenda dormidos".

De este modo, el Adviento nos recordará la inminencia de la celebración litúrgica de la primera venida de Cristo en la Navidad, puerta misma del Jubileo; nos urgirá a la conversión, intrínsecamente necesaria para asistir a la fiesta nupcial con el traje de gala; y nos abrirá a la esperanza en los nuevos cielos y la nueva tierra que inaugurará Cristo con su venida en gloria al final de los tiempos.

Ya en los umbrales del Año 2000, puede que nos apercibamos, durante el tiempo de Adviento, de haber descuidado nuestra preparación a celebrar con fruto el Año Jubilar. Que el cúmulo de nuestros pecados y la lentitud en la conversión mostrada hasta ahora no nos hagan desistir en la necesidad y en la urgencia de convertir nuestras vidas a Dios. Todavía hay tiempo, todavía estamos en el plazo de la gracia. ¿No reproducimos todos un poco en nuestras vidas la historia del buen ladrón?. Lo importante es saber que el Padre nos espera con los brazos abiertos a cualquier hora, siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. El es lento a la ira, rico en piedad y clemencia. Y, en el Cielo, hay más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia. Pero no tentemos a Dios, porque se puede cansar de la higuera perezosa y cortarla. No lo dejemos para más adelante. Cristo va a entrar en nuestros caminos. Entremos nosotros en los suyos, y conoceremos la verdad y la vida. Escuchemos las palabras de Isaías exhortándonos a la conversión ante la inminencia del Señor que llega: "¡Pasad, pasad por las puertas, despejad el camino del pueblo; allanad, allanad la calzada, limpiadla de piedras, alzad una enseña para los pueblos! El Señor hace oír esto hasta el confín de la tierra: Decid a la ciudad de Sión: Mira a tu Salvador que llega, el premio de su victoria lo acompaña, la recompensa le precede" (62, 10-11). Y oigamos también a Juan Bautista, que nos dice a voz en grito desde el segundo Domingo de Adviento: "¡Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos!" (Mc 1, 3).

B) Y la etapa del desarrollo del Jubileo en la Diócesis comienza, al igual que en toda la Iglesia, en la Navidad.

Como dice el Papa Juan-Pablo II, la Navidad de este año "debe ser para todos una solemnidad radiante de luz, el preludio de una experiencia particularmente profunda de gracia y de misericordia divina" (IM 6), pues en ella la Iglesia Universal y las Iglesias locales abrirán, con la aquiescencia del Romano Pontífice, el Año Santo de la Encarnación.

La noche del 24 de diciembre, noche de la Navidad, Su Santidad el Papa, con la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, que precederá en pocas horas a la celebración inaugural prevista en Jerusalén y en Belén, y a la apertura de la Puerta Santa en las otras Basílicas Patriarcales de Roma, iniciará el Gran Jubileo del Año 2000 (IM 6).

Como ya sabemos por la Bula IM, la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pablo se trasladará al martes 18 de enero siguiente, inicio de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, para subrayar también de este modo el peculiar carácter ecuménico del Jubileo (IM 6).

Y la apertura del Jubileo en las Iglesias particulares se celebrará el día mismo de Navidad con una solemne Liturgia eucarística presidida por el Obispo diocesano en la catedral, así como también en la concatedral, pudiendo confiar el Obispo la presidencia de la celebración eucarística en la concatedral a un delegado suyo (IM 6).

Pero, siendo el rito de apertura de la Puerta Santa propio de la Basílica Vaticana y de las otras Basílicas Patriarcales, es conveniente que en la misa de inauguración del período jubilar en cada Diócesis se privilegie la "statio" en otra iglesia, desde la cual se salga en peregrinación hacia la catedral (IM 6). Así lo haremos nosotros en nuestra Diócesis.

Con estos actos de apertura, que tendrán lugar en la Iglesia Universal y en las Iglesias particulares, habrá dado comienzo la celebración del bimilenario de la Encarnación del Hijo de Dios. Y a estos actos seguirán muchos otros hasta la clausura del Jubileo el 6 de enero, día de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, del año 2001.

4. Programa diocesano de la celebración del Jubileo.

Considerados atentamente los trabajos del Comité diocesano para el Jubileo 2000, el Obispo, con el Consejo Episcopal, ha establecido un programa de acciones jubilares, que se puede examinar con detalle en el Calendario diocesano del Jubileo, publicado como apéndice de esta Carta pastoral.

Dicho programa persigue el cumplimiento de los fines y de los signos del Jubileo en todos y en cada uno de los cristianos de nuestra Región.

Sobresalen, entre las acciones jubilares, las peregrinaciones a Roma, a Tierra Santa y, sobre todo, a la Catedral, espacio sagrado establecido por el Obispo para la celebración del Jubileo en la Diócesis.

A lo largo del Año jubilar se realizarán dos peregrinaciones diocesanas a Roma (meses de marzo y junio) y dos peregrinaciones a Tierra Santa (meses de enero y julio).

Junto a estas peregrinaciones a Roma y a los Santos Lugares de la Encarnación y de la Redención, se sitúan las peregrinaciones diocesanas a la Santa Iglesia Catedral, que van a ser las ordinarias y más frecuentes.

Se agrupan éstas en tres clases: las organizadas por arciprestazgos, las organizadas por grupos eclesiales no arciprestales ni parroquiales y las realizadas individualmente.

Las peregrinaciones diocesanas a la Catedral organizadas por arciprestazgos y por grupos no arciprestales ni parroquiales tienen ya fechas fijas en el Calendario del Jubileo. Si lo desean y por iniciativa propia, los arciprestazgos pueden venir a ganar el Jubileo acompañados por la imagen de la Virgen más venerada en la comarca o comarcas de origen o por la imagen de Jesucristo a la que se tiene allí mayor devoción.

De ningún otro modo podemos caminar mejor hacia la casa de Dios que acompañados por Jesucristo y por María.

Así, por ejemplo, la Virgen de la Fuensanta podría bajar de su alto santuario a mediados de enero a la Catedral y subir de nuevo tras las fiestas de Pascua en el día y en la hora de costumbre. Estableciendo su morada entre nosotros, sus hijos del Valle de Murcia, ella saldrá con nosotros al encuentro de Cristo.

A últimos del mes de mayo, comenzará el Jubileo para los arciprestazgos de la Vicaría Episcopal de Cartagena. ¡Qué hermoso sería ver entrar por las puertas de la Catedral de la diócesis de Cartagena la imagen de la Virgen de la Caridad acompañando a sus hijos de allende y de aquende la Cordillera a la Tienda del encuentro con el Padre!.

Y, en el momento en que corresponda peregrinar a la Catedral a los fieles de Lorca y comarcas lorquinas, el corazón se nos llenaría de alegría si viéramos a los muy queridos hijos de aquellas fecundas tierras venir a la Catedral acompañados de su madre, también nuestra, la Santísima Virgen de las Huertas.

La Vera Cruz de Caravaca, conocida y adorada en todo el mundo, bien podría presidir la venida a la Catedral de los recios cristianos de la Vicaría de Caravaca-Mula.

Con verdadero ardor espero la llegada de mis buenos hijos de Mula a la Catedral, conducidos por el Santo Niño de Belén.

La Vera Cruz de Ulea es esperada en la Catedral presidiendo la peregrinación jubilar de los hermanos del Valle de Ricote, ese precioso Belén del curso medio del Segura.

¡Ojalá el Cristo del Consuelo dirija hacia la Catedral los pasos de los buenos hermanos e hijos de Cieza!.

Finalmente, expreso mi deseo de que la gran Jumilla nos visite con el Santo Cristo amarrado. Y esperamos a Yecla, a la muy querida Yecla, con la imagen de la Purísima. Porque nadie en Yecla puede ir a ninguna parte si no va acompañado por su Madre, la Virgen Inmaculada.

Y la mención de estas imágenes no es restrictiva. Cualquier arciprestazgo puede venir presidido por otras imágenes del Señor o de María veneradas allí con especial devoción.

Las peregrinaciones a Roma, a Tierra Santa y a la Catedral persiguen la obtención de la gracia de flanquear la Puerta Santa, es decir, la obtención de la conversión, del perdón completo y de la vida de Dios perdida por el pecado.

Aplicando a nuestra Diócesis las normas del Año jubilar para la consecución de la indulgencia plenaria, esta indulgencia exige, como ya hemos dicho, el cumplimiento de tres condiciones y de la obra prescrita.

De las tres condiciones, la primera, que es la confesión sacramental en su forma individual e íntegra, podrá realizarse en las parroquias de origen o en otro lugar días antes de la peregrinación, durante la peregrinación o en el espacio sagrado en que se celebra el Jubileo.

La segunda condición, que es la participación en la Eucaristía, conviene que se haga el mismo día en que tiene lugar la peregrinación, concretamente en la misa de la Catedral.

También conviene que la tercera condición, que se concreta en la oración por el Papa y en los propósitos de renovación espiritual y de compromiso real con los pobres, se cumpla en la Catedral el día mismo de la peregrinación.

En cuanto a la obra prescrita, ésta consiste en la visita al espacio sagrado hacia el que se peregrina y en donde se celebra el jubileo, con el fin de participar en la Santa Misa, en otra celebración litúrgica o en un ejercicio de piedad. También cabe, como ya hemos dicho, entrar en el espacio sagrado y permanecer allí en adoración eucarística o en meditación espiritual, concluyendo, en ambos casos, con el rezo del Padrenuestro, con la profesión de fe y con la invocación a la Santísima Virgen María.

Los que no participen en una peregrinación física, podrán lucrar la indulgencia plenaria siguiendo las normas expuestas en el apartado de esta Carta pastoral dedicado a la indulgencia.

5. Los signos del Jubileo en nuestra Diócesis.

La Iglesia de Cartagena habrá cosechado los frutos esperados del Jubileo si, llegada la Epifanía del año 2001, hemos obtenido el perdón total de Dios, si la caridad del Padre inunda nuestros corazones y si hemos logrado entrar dentro de nosotros, ayudados por la gracia divina, y purificar la memoria de nuestro pasado y de nuestro presente, dando, al mismo tiempo, gracias a la Trinidad Santa por el triunfo de Cristo en María, en nuestros mártires y santos, que son muchos.

Porque, desde el día en que Santiago el Mayor desembarcó en el Barrio de Santa Lucía de Cartagena hasta hoy, el número de cristianos muertos en nuestra Región por confesar el nombre de Cristo es enorme.

Ya en la persecución de Decio sobresalen Ciríaco y Paula. A éstos hay que sumar los muchos cristianos que dieron su vida por el Evangelio durante los largos siglos de la ocupación musulmana de nuestras tierras.

Más de un cristiano perdió la vida por llevar a cabo su compromiso cristiano con las realidades temporales durante el tiempo de la Invasión Napoleónica.

Y, ya en el siglo XX, el número de cristianos directa o indirectamente relacionados con la diócesis de Cartagena que murieron por su fe en Dios y que esperan el juicio público de la Iglesia sobre su posible santidad martirial, es muy notable.

De entre ellos, hay cuatro religiosos cuyo proceso colectivo fue incoado aquí. Sus postuladores son los PP Franciscanos. En la actualidad está ya concluido y a la espera de que se determine el día en que serán beatificados.

Son los siguientes:

P. Antonio Faúndez López, OFM.
Hno. Buenaventura (Baltasar) Muñoz Martínez. OFM.
Rvdo. Sr. D. Pedro Sánchez Barba, Sac. diocesano.
Rvdo. Sr. D. Fulgencio Martínez García, Sac. diocesano.

A éstos se une D. Angel Valera, conocido familiarmente como "El Cura Valera". Su proceso de canonización está terminado en su fase diocesana y la documentación pertinente ha sido enviada ya a Roma.

No menos dignos de mención son D. Fortunato Arias y D. Rigoberto de Anta, cuyo proceso de declaración de martirio está ya en la Congregación para los Santos.

Hay también 3 jesuitas murcianos que fueron martirizados y tienen incoado el proceso de beatificación: el P. Andrés Carrió Beltrán (en la diócesis de Orihuela), el P. José Sánchez Oliva (en la diócesis de Ciudad Real) y el P. Juan Gómez Hellín (en la diócesis de Madrid).

Y a esta lista podríamos añadir muchos otros sacerdotes y religiosos.

También es alto el número de nuestros Santos y Beatos incluidos en el calendario litúrgico de la Iglesia. Sobresalen de forma singular San Fulgencio (16 de enero), el Beato Andrés Hibernón (18 de abril), Santa Florentina (20 de junio), el Beato Pedro Soler (10 de julio), el Beato José Pavón (13 de agosto), la Beata María-Angela Astorch (2 de diciembre) y los Beatos Proceso Ruiz Cascales y Canuto Gómez Franco (30 de julio).

Finalmente, entre la gran multitud de sacerdotes santos de nuestra Diócesis en este siglo, brilla como un astro el Rvdo. Sr. D. Juan Saez Hurtado, fallecido en olor de santidad. Su proceso de canonización fue incoado hace ya años y la documentación fue enviada ya a la Congregación para los Santos. El postulador, que ha trabajado incansablemente en el proceso, es, como se sabe, el Eminente Sr., Ilmo. y Rvdmo. D. José-Antonio Trigueros Cano, Canónigo de la Santa Iglesia Catedral.

Y, en la vida religiosa, sobresale la Madre Esperanza, nacida en El Siscar y fundadora de las Esclavas del Amor Misericordioso y de los Hijos del Amor Misericordioso. Su proceso de canonización está terminado en su fase diocesana y ha pasado ya a Roma para ser estudiado.

Están también en proceso de canonización la M. Piedad Ortiz, fundadora de las Salesianas de Alcantarilla; la M. María Seiquer, fundadora de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado; y la M. Paula, fundadora de las Franciscanas de la Purísima.

Dicho de otro modo, el Jubileo del año 2000 ha de suponer un hito importante en nuestro camino hacia el Señor. Este hito nos compromete a vivir en la gracia del Padre, dispuestos a no perderla nunca; a vivir el mandamiento del amor; y a evangelizar a los hombres de nuestra Región, a los que hemos sido enviados, con la máxima fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Pues la fidelidad al hombre de nuestro tiempo pasa necesariamente por la fidelidad a Dios. En caso contrario, la fidelidad al hombre es, en el fondo, infidelidad encubierta a la causa humana.

Los cristianos estamos en el mundo no para traer la paz, sino la guerra (cf Lc 12, 51). Seguimos así el ejemplo de Jesús, quien dice de sí mismo: "He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!" (Lc 12, 49).

De estos tres signos del Jubileo, la Iglesia de Cartagena quiere privilegiar, si cabe, el gran signo de la caridad.

El Año jubilar nos urge a todos a dar un signo visible especialmente importante de nuestro amor a los más pobres y necesitados, en los que brilla de un modo singular el rostro de Cristo.

Este signo tangible del amor a los hermanos está siendo estudiado y se comunicará en fecha inmediata.

Que la Virgen María nos ayude a ser santos, a vivir las exigencias del mandamiento del amor y a seguir anunciando a Jesucristo con plena fidelidad a la Iglesia, desde la que él sale hoy, como siempre, al encuentro de todos los hombres.

Recitemos con Ella la oración para el Jubileo salida del corazón de Nuestro Santo Padre el Papa Juan-Pablo II.

"Bendito seas, Padre,
que en tu infinito amor nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.

El se hizo nuestro compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú, vencida la muerte,
serás todo en todos.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

Que por tu gracia, Padre,
el Año jubilar sea un tiempo de conversión profunda
y de gozoso retorno a ti;
que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.

Concédenos, Padre, poder vivir el Año jubilar
dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena
hacia la Ciudad de la luz.

Que los discípulos de Jesús
brillen por su amor hacia los pobres y oprimidos;
que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,
purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.
Se extienda el diálogo entre los seguidores
de las grandes religiones
y todos los hombres descubran
la alegría de ser hijos tuyos.

A la voz suplicante de María,
Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes de los apóstoles
y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos y de todos los tiempos
para que el Año Santo sea para cada uno y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

A ti, Padre omnipotente,
origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive,
Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo,
alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén"

 

Dado en Murcia, a 21 de septiembre, Fiesta de San Mateo Apóstol y día de la Clausura del Año jubilar del Santo Niño de Belén, de Mula, de 1999.

+Manuel, obispo de Cartagena

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