TEOLOGÍA CONTROVERSISTA
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I. Concepto

La t.c. es aquella disciplina (discutida en su autonomía) de la teología dogmática en que se tratan expresamente las diferencias doctrinales fundamentales que han dividido a la cristiandad en diversas Iglesias y comunidades eclesiales, con el fin ecuménico de superar finalmente tales diferencias. Mientras que la polémica y la irénica aparecen como formas falsas y como tales superadas de la t.c., con una dirección opuesta a la de ésta, la simbólica, entendida en el sentido de J.A. Möhler, puede mirarse como forma preparatoria de esas teologías, distinguiéndose de la moderna t.c. sobre todo porque la última, más amplia que las otras, no sólo se refiere a los símbolos y escritos simbólicos, sino que hace además objeto de su consideración todas las manifestaciones de vida de la Iglesia, en cuanto éstas son de importancia para entender las diferencias entre las Iglesias en la inteligencia de la fe.

En cuanto la «teología ecuménica» (cf. -> ecumenismo B) no sólo significa la reflexión teológica sobre el movimiento ecuménico (cf. -> ecumenismo A) o sobre el trabajo teológico realizado expresamente en el marco del consejo ecuménico (p. ej., elaboración de documentos de estudio e informes), y en cuanto con este concepto no debe designarse solamente un aspecto general de la teología, a saber, su dirección ecuménica, es decir, referida al fomento de la unidad de todos los cristianos, sino que, además, a la teología ecuménica se le asigna un campo de temas propios dentro de la teología dogmática; ésta coincide en gran parte con el conjunto de temas de la t.c. A la verdad, la teología ecuménica, con miras a la relación entre las Iglesias, acentúa con gran énfasis los elementos que unen y entre las notas peculiares de cada Iglesia pone de relieve aquellas que no separan, para conservarlas e incorporarlas como valiosas propiedades en la Una Catholica; en cambio la t.c., como lo dice ya su nombre, considera las diferencias doctrinales propiamente dichas como tales. Sin embargo, aquí hemos de advertir que, por una parte, la teología ecuménica no encubre, guiada por un mal irenismo, las profundas diferencias entre las confesiones, y que, por otra parte, la t.c. bien entendida no excluye, sino que incluye la orientación particular de la teología ecuménica. Porque, en primer lugar, la separación y la escisión en general sólo pueden pensarse en relación con una unidad ya percibida, aunque no en forma explícita; y, en segundo lugar, la t.c. no tiene por qué dar por supuesto el carácter separador de doctrinas aparentemente sometidas a controversia, sino que ha de examinar si eso es cierto, lo cual significa concretamente examinar si en tal doctrina no se trata de una particularidad valiosa que debe fomentarse como una riqueza, o por lo menos tolerable. La t.c. así caracterizada, y no malentendida como polémica, expresa acertadamente la peculiar necesidad y el tema específico del diálogo teológico intereclesial. Pero también una teología ecuménica de los puntos comunes y de las diferencias dignas de conservarse sería razonable e importante dentro del ecumenismo indiviso. Por esta razón no parece afortunado sustituir el concepto de «teología controversista» por el de «teología ecuménica».

Tampoco cabe aceptar la opinión de que, con la promulgación del decreto conciliar del Vaticano u Sobre el ecumenismo, la época de la t.c. debe dar paso a la era del diálogo. Ciertamente este decreto ha modificado profundamente la situación dialogística entre las confesiones. Modos hasta ahora posibles y también variables de encuentro interconfesional han sido definitivamente superados. Entre ellos está aquella t.c. en que cada parte pensaba tan sólo en «quitar la razón a la otra con todos los medios científicos a su alcance» (W. KASPER, Das Gespräch mit der prot. Theologie, «Concilium» 1 [1965] 334). Pero el nombre de t.c., como ya hemos notado, no está ni mucho menos inseparablemente unido con una forma históricamente superada de discusión confesional. Y por lo que atañe al diálogo requerido por el concilio, no se trata ahí de una alternativa opuesta a la t.c., sino de una modalidad necesaria (aun cuando sólo se haya tomado en serio en tiempo novísimo y por influjo sobre todo del concilio mismo) de recta t.c. (cf. diálogo y cooperación entre las Iglesias [-> ecumenismo, G]).

Para la recta inteligencia de la t.c. es esencial la definición de su relación con la -> confesionología. Esta relación no incluye la división de exposición y discusión crítica en dos disciplinas teológicas independientes, aunque estrechamente relacionadas entre sí. Aunque la exposición del estado de cosas y el enjuiciamiento no pueden mezclarse en forma falsa, sin embargo ha de quedar en claro que ya la exposición está guiada a priori por un prejuicio, el cual en principio no puede descartarse, sino que sólo puede esclarecerse reflejamente — hasta cierto grado — y así someterse a control. Por tanto, la exposición y el enjuiciamiento sólo pueden separarse bajo el presupuesto tácito de un falso objetivismo. De hecho, ambos factores se implican mutuamente: la exposición adecuada está condicionada por el recto enjuiciamiento y a la inversa. Con ello, evidentemente, no se pone en duda la relativa independencia de ambos momentos, y tampoco que no haya de tenerse en cuenta metódicamente su diferencia en el curso de la t.c. Pero en ningún caso puede justificarse así la separación entre una confesionología histórica y descriptiva y una t.c. dogmática y normativa. La t.c. no puede ni debe dejar el tema de la exposición a una confesionología mirada como disciplina distinta de ella; más bien, hay que incorporarla a la t.c. como momento integrante («teología confesional» abarca vi vocis exposición y enjuiciamiento en contraste con la mera «ciencia» de las confesiones). A lo sumo, bajo un punto de vista más práctico, cabría distinguir de la t.c. propiamente dicha una «confesionología» que se antepondría a la primera como historia y exposición neutral de las confesiones, o bien (y) se pospondría a ella como visión de conjunto a manera de resumen.

II. Tareas

Son sobre todo dos: 1) tender un puente entre los lenguajes confesionales distintos; 2) entablar diálogo sobre las diferencias doctrinales reconocidas como separadoras de las Iglesias.

1. Tender un puente entre los lenguajes confesionalmente distintos

Como ya se ha dicho, la t.c. no tiene por qué dar por supuesto el carácter separador de doctrinas aparente o realmente controvertidas, sino que ha de examinar ese punto. Para este fin debe esforzarse primeramente por entender las proposiciones doctrinales en cuestión en su sentido genuino y auténtico, y reconocer y eliminar malas inteligencias como tales. Mas con ello se agudiza la problemática de los distintos lenguajes teológicos; la cual existe no sólo en la dirección, expresamente indicada por el concilio, hacia el otro como problema de la recta alocución, sino igualmente en dirección inversa como problema del recto oír y entender lo que dice el otro. La primera tarea de la t.c., la más urgente y sin duda también la más difícil, consiste en prestar servicios de intérprete. Sólo si se cumple y en la medida que se cumple esta tarea, puede en absoluto llegarse a un diálogo sobre la «cosa misma». Ahora bien, para este fin es menester ver el múltiple y peculiar condicionamiento de los lenguajes teológicos, a fin de entender realmente tanto el propio lenguaje como el del otro, para poder traducir el propio al del otro. Para esto sirve la investigación histórica y filológica de las palabras y de los conceptos y enunciados en cuestión. Para ello sirve además el estudio morfológico de los enunciados teológicos que deben compararse, sobre todo la determinación de su lugar y función y con ello también de su peso dentro de la estructura general de la teología. Y sirve también para ese fin — entre otras cosas como presupuesto del método morfológico — el análisis de las estructuras de enunciados teológicos en general, la elaboración de los genera litteraria del lenguaje teológico, la descripción y comparación de las particularidades del tipo mental psicológico y del estilo mental lógico.

Si es cierto que de este modo puede demostrarse que muchas diferencias aparentemente objetivas son mera diferencia en la formulación hablada o escrita, y aun cuando pueda hacerse ver que detrás de muchas formulaciones distintas de la fe se encuentra, sin embargo, la única y misma fe; sin embargo, ese esfuerzo tiene un doble límite, prescindiendo por completo de que hay enunciados de fe que se excluyen mutuamente por su contenido:

a) Un límite objetivo. El lenguaje y aquello de que se habla, la cosa misma, no pueden separarse adecuadamente. De ahí se sigue primeramente que los distintos lenguajes teológicos, aun en el supuesto de que enuncien la verdad sin falsificación, no son simplemente intercambiables, sino que mutuamente se completan en un pluralismo insuprimible y, consiguientemente, legítimo. De ahí se sigue además que el conseguir que la revelación nos hable de nuevo equivale siempre a entrar en una nueva relación con ella.

b) Un límite subjetivo. Detrás de las diferencias de primer plano, analizables y objetivables histórica, filológica, morfológica, psicológicamente, etc., están las diferencias de inteligencia, que no son ya adecuadamente analizables «y se sustraen más o menos a la inteligencia misma». Dicho con otra formulación de Ebeling: Cuando se habla en dos lenguas, «no se trata sólo de vocablos distintos, sino también de distinto espíritu». Así tropezamos con los problemas de una mentalidad confesionalmente distinta. Con ello queda expresada la razón más profunda de por qué incluso antítesis que no están condicionadas por la cosa misma, no pueden desaparecer sin más por medio de un poco de habilidad en la traducción. Porque no es posible «apearse» simplemente de la propia lengua entendida radicalmente como mentalidad, y no lo es porque la mentalidad no puede someterse adecuadamente a reflexión, es decir, elevarse a puro contenido del pensamiento. Cierto que por esta razón no deja de tener sentido semejante reflexión; pues puede por lo menos llamar la atención sobre el problema que aquí se plantea. Pero hay que esperar de antemano que esta fundamental diferencia de lenguaje llegará a zanjarse más en forma indirecta que por un esfuerzo directo, a saber, por el hecho de que en un diálogo sobre la cosa misma, en común meditación sobre la verdad de la revelación, entre también en juego una lengua común. Así acontecerá sobre todo si los interlocutores teológicos se enfrentan con apertura sin reservas a las cuestiones que les dirige el mundo de nuestro tiempo y sobre todo el mundo incrédulo. En todo caso, sería metódicamente equivocado en la t.c. aguardar con los problemas objetivos hasta ponerse de acuerdo sobre una lengua común. Como la lengua no puede separarse adecuadamente ni de su sujeto ni de su objeto, la diferencia en el lenguaje es sentida inevitablemente como disparidad y oposición en la cosa misma.

El pluralismo insuprimible de las lenguas teológicas tiene, pues, efecto de antagonismo insuprimible en la Iglesia. Este permanente pluralismo antagónico a la postre sólo puede soportarse mediante aquel amor, invocado también por el concilio, que no sólo se ejercita dentro de la Iglesia, sino que es un elemento constitutivo de la misma: «En definitiva, sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre comprenderlo» (K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia [Ba 21968], p. 81). Ahora bien, para el teólogo controvertista se sigue de aquí: el hecho de que la diversidad confesional sea sentida espontáneamente como herética, no es una prueba de que se trate realmente de diferencias separadoras. Porque, aun dentro de la mera diversidad, hay que esperar contradicción duradera y viva, que, en circunstancias, va hasta el veredicto de herejías; cf. la historia del -> cisma oriental.

2. El diálogo sobre las diferencias separadoras de las Iglesias

La t.c. no sólo tiene por objeto sondear el terreno de las controversias, disolver oposiciones puramente aparentes y exponer los auténticos contrastes en su verdadero carácter, sino que tiene además el deber de entablar diálogo sobre estos contrastes mismos.

Toquemos primeramente la cuestión sobre la relación de las doctrinas distintivas entre sí. La t.c. ha intentado reiteradamente reducir las diferencias confesionales a un principio central. Pero, por muy justificada y hasta ineludible que parezca la cuestión sobre la idea fundamental que sostiene todo lo demás, no ha hallado una respuesta generalmente aceptada. Ningún partido quiere dejarse fijar en la diferencia central supuesta por la parte contraria, por lo menos no en la interpretación que la acompaña. Así el protestante no concederá nunca que su tesis de «solamente Dios» recorte la realidad del hombre; y el católico insistirá por su parte en que, al realzar la cooperación humana, no atenta contra la soberanía de Dios, sino que la pone únicamente bajo su recta luz. Sobre este problema hay que decir con K. Rahner que la teología forma realmente un todo y no se diluye en partes heterogéneas; por eso los tratados particulares están también en una relación de integración recíproca; sin embargo, «en una teología que procede de muchos enunciados de la Escritura y quiere tomar en serio todas estas palabras, no hay, para nuestra dicha, ninguna base sistemática que, como primera y única, reduzca claramente todo lo demás a una función derivada» (K. RAHNER, Escritos de teología iv [Ma 1964], p. 250s).

La t.c. no puede pararse en identificar y sistematizar doctrinas distintivas. Para ella debe tratarse primera y últimamente de superar las diferencias separadoras. Sólo en la medida en que la t.c. se sienta obligada a esta finalidad, puede remitirse al decreto conciliar sobre el ecumenismo. Según éste, la diferencia separadora de las Iglesias como tal debe ser objeto del diálogo teológico. Pero ¿puede haber aquí un diálogo en el sentido propio de la palabra? Si la diferencia separadora de las Iglesias es tomada en serio como lo que es desde el punto de vista católico: la pérdida objetiva de la existencia cristiana bajo la apariencia de su realización verbal (K. RAHNER, Escritos de teología v [Ma 1964], p. 538s); si se toma consiguientemente en serio según su carácter de amenaza a la salvación; ¿puede entonces haber frente a ella otra cosa que la pura repulsa, la más viva impugnación, otra cosa que la polémica? Sí, puede haber otra cosa, porque tal diferencia nunca es pura negación, ya que toma su eficacia histórica (aunque, naturalmente, también se da en ella la fuerza seductora del mal) sobre todo de que contiene genuinas experiencias de la fe cristiana, a veces con más fuerza persuasiva que en la propia Iglesia. Pero precisamente por razón de este hecho es posible un auténtico diálogo, el cual puede transmitir experiencias de fe que han permanecido cerradas al cristiano católico. Y sólo por este reconocimiento y aceptación de su verdad puede ser superada la diferencia misma separadora.

Para terminar, señalemos también una doble limitación de la t.c.:

a) La t.c. debe superar los obstáculos teológicos de separación y trabajar así por una unidad doctrinal como presupuesto necesario de una futura unión eclesiástica. Pero hay que pensar también que la relación de presupuesto entre la unidad doctrinal teológica y la unión eclesiástica es a la postre recíproca: la unión eclesiástica no es mera consecuencia de una unidad doctrinal comprobada antes oficialmente, sino, a la vez, una condición de la misma. Lo cual significa que la t.c. sólo es capaz de conducir, hablando figuradamente, hasta el «umbral» de la unidad; esta misma sólo puede alcanzarse de un «salto», es decir, por una realización efectiva de la unión misma.

b) Como la teología en general, la t.c. es sólo un factor y ni siquiera el más importante en la realización total de la vida cristiana. Por eso, la unidad de los cristianos sólo puede venir de un «movimiento», que esté sostenido en su totalidad por la vida cristiana y la perpetua renovación de la misma mediante la conversión y penitencia, a la postre, consiguientemente, por la fe, la esperanza y el amor: «La conversión del corazón y la santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como alma de todo el movimiento ecuménico» (Decreto sobre el ecumenismo, n.° 8).

BIBLIOGRAFÍA: P. Polmann, L'élément historique dans la controverse religieuse du XVI° Siecle (Gembloux 1932); L. Labinet, Das Wesen des katholischen und protestantischen Gegensatzes (Kö 1947); K. Adam, Una Sancta in katholischer Sicht (D 1948); A. Brandenburg, Hauptprobleme der evangelischen Theologie (Pa 1957); J. A. Möhler, Symbolik I, bajo la dir. de J. R. Geiselmann (Kö - Olten 1958) 44-54; K. Rahner, Lo dinámico en la Iglesia (Herder Ba 21968); Y. M.-J. Congar, Konfessionelle Auseinandersetzung im Zeichen des ökumenismus: Cath 12 (1959) 81-104; H. Liebing, «Proprie» und «translate». Erwägungen zur Hermeneutik der konfessionellen Auseinandersetzung: ZThK 59 (1962) I68-181; H. J. Margull, ökumenische Diskussion. Erwägungen zu ihrer wissenschaftlichen Erarbeitung: Basilea (homenaje a Wal-ter Freytag en su 60 aniversario) (St 1959) 409-419; E. Kinder, Zum Gespräch mit der römisch-katholischen Kirche. Grundsätze und Probleme kontroverstheologischer Arbeit: Zeitwende 31 (H 1960) 807-816; E. Stakemeier: LThK2 VI 511-515: E. Schlink, Die Struktur der dogmatischen Aus-sage als ökumenisches Problem: Der kommende Christus und die kirchlichen Traditionen (Gö 1961) 126-159; ideal, Pneumatische Erschütterung?: KuD 8 (1962) 221-237; R. Grosche, Zur Rechtfertigung der Kontrovers: Unio Christianorum (homenaje a Lorenz Jaeger) (Pa 1962) 31-36; Rahner IV 245-282 (Problemas de la teología de controversia sobre la justificación); G. A. Lindbeck, Theo-logische Begründung der Stiftung für ökumenische Forschung: Beiträge zum theologischen Gespräch des Lutherischen Weltbundes, bajo la dir. de E. Wilkens (Helsinki 1963) 233-239; M. Baske, Natur und Gnade. Zu dem gleichnamigen Buch von U. Kühn: Cath 17 (1963) 129-157; H. Dombois, Konfessionelle Auseinandersetzung als hermeneutisches Problem: ZThK 60 (1963) 122-131; E. Brunner, Wahrleit als Begegnung (Z - St 1963); B. Langemeyer, Das dialogische Denken und seine Bedeutung für die Theologie: Cath 17 (1963) 308-328; W. Marxsen (dir.), Einheit der Kirche? (Witten 1964); A. C. Outler, Vom Streitgespräch zum Dialog: ökumenische Rundschau 13 (S 19641 17-27; P. Bläser, Die Kirche und die Kirchen: Cath 18 (1964) 89-107; H. Mühlen, Das Vorverständnis von Person und die evangelischkatholische Differenz. Zum Problem der theologischen Denk-form: ibid. 108-142; Rahner V 513-560 (¿Qué es herejía?); W. Kasper, Diálogo con la iglesia protestante: Concilium n.° 4 (1965) 138-159; P. Wacker, Theologie als ökumenischer Dialog (Pa 1965) (bibl.); R. Kösters, Zur Theorie der Kontrovers. — Wissenschaftstheoretische Reflexion über Be-griff, Gegenstand und Methode der Kontrovers: ZKTh 88 (1966) 121-162.

Reinhard Kösters