SOBRENATURAL, ORDEN
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1. Puede entenderse por orden una relación de varias realidades distintas entre sí, en que los entes particulares llegan a la actuación de sí mismos que les conviene (a su propia «-> esencia»), se ayudan, por estar remitidos unos a otros, a lograr esa actuación esencial y forman así un todo lleno de sentido. El problema del -> orden viene a ser así a la postre el problema de la unidad en la variedad y de la variedad en la unidad. Todo orden se basa, pues, en el fundamental supuesto cristiano de que, en último término, todo procede de un Uno originario (Dios), y de que este Uno absoluto puede crear y crea una auténtica variedad, que es no obstante un mundo uno, en el cual todo está referido a todo, destina ese mundo a una unidad y la mantiene, de forma que el «orden» aparece a la vez como supuesto necesario del mundo del devenir y como fin del mismo (que se hace y consuma; cf. fin del -> hombre, -> reino de Dios). Si la pluralidad es realidad y no sólo apariencia, y sin embargo no puede haber nada que sea absolutamente dispar respecto de lo otro, y, consiguientemente, la diferencia supone una vez más la unidad, síguese que el concepto de orden pertenece a las nociones fundamentales de una inteligencia cristiana del mundo y de la existencia.

Si a la palabra orden se le añade un adjetivo, éste indica una región de realidades (a diferencia de otras realidades) de cuyo orden se trata (p. ej., orden político), o el punto de vista objetivo, el «principio estructural», bajo el que se considera ordenada una pluralidad (del tipo que fuere). Esto último se quiere decir cuando se habla de o. s. Este concepto significa que, de hecho, toda la realidad plural del mundo (espiritual-material, juntamente con los ángeles) tiene lo sobrenatural como «principio estructural» que determina el -> principio y fin de todo el mundo distinto de Dios, aunque determine a cada una de estas realidades en la forma que corresponde a la esencia (distinta) de los entes particulares.

2. La inteligencia de este concepto está así determinada ante todo por la noción de «sobrenatural» (-1' naturaleza, —> naturaleza y gracia, -4 gracia, estados del —> hombre; en estos artículos ha de buscarse el material positivo para lo que aquí se dice). En sentido estricto llamamos sobrenatural a la libre y gratuita comunicación de Dios, en cuanto no va aneja a la esencia finita de ningún ente (espiritual) creado, ni puede ser exigida por éste a título de sabiduría, bondad y justicia de Dios, sino que es el prodigio del libre amor de Dios, que así se comunica a sí mismo y se convierte en la realidad más íntima y el fin de la criatura. Esa comunicación de Dios mismo es don gratuito para la criatura no sólo en el plano metafísico de su posibilidad, sino también en el plano de su existencia real, y concretamente en la situación en que ella por su libre culpa se ha hecho positivamente indigna de tal comunicación.

3. El mundo en su totalidad se halla en este o. s. pues, por una parte, este mundo mismo, compuesto de materia y espíritu, es de tal modo uno, que el mundo material no sólo se comporta como el escenario exterior en que se representa la historia de la criatura espiritual (sin quedar afectado por ella), sino que, por la unidad de –> espíritu y –> materia por lo menos en el hombre (y tal vez de mundo y –> ángeles por una análoga referencia esencial mutua), es un factor interno de la historia espiritual misma (-> resurrección de la carne). Y, por otra parte, la oferta sobrenatural de sí mismo que Dios hace al espíritu creado es el más íntimo y último destino de este espíritu en su totalidad (y no sólo, p. ej., lo que él tiene también junto con otras muchas cosas), pues decide sobre su estadio definitivo (-> salvación o perdición eterna). Partiendo de aquí puede decirse además que la creación (como constitución de lo distinto de Dios) de hecho ha de entenderse de antemano (aunque libremente y en forma indebida a lo creado) como presupuesto y factor de la comunicación de Dios hacia fuera. Dios crea de hecho el mundo, aun cuando pudiera haber creado ese otro sin voluntad de comunicársele a sí mismo y aunque es libre respecto de lo creado efectivamente, para tener así un destinatario de la propia comunicación. La creación efectiva es un factor en el prodigio radical del amor divino, en el que Dios quiere entregarse a sí mismo. Por eso el orden de la gracia, a pesar de su carácter sobrenatural respecto del mundo efectivo, no es la finalización posterior de un mundo hacia metas superiores, pero externos a él, sino su más íntimo destino de antemano, no como exigencia de su ser, sino como aquella trascendencia más allá de sí mismo hacia la inmediatez de Dios que se da como posibilidad a la criatura, porque Dios la ha querido y creado de antemano en el acto libre del amor, en que él quiere darse sí mismo. Pero así precisamente lo sobrenatural es el destino primero y último del espíritu creado y, en él y con él, del mundo en general. Todo procede de esta voluntad salvífica de Dios (cf. -> salvación, C) y está objetivamente ordenado al fin de la misma. Cada cosa a su manera.

Por ello, este o. s. es un orden ineludible. Ineludible por de pronto para el conocimiento del hombre. La criatura espiritual tiene desde luego que experimentar y reconocer (explícita o implícitamente) su ordenación por la grada a la propia comunicación de Dios (su destino sobrenatural) como gracia indebida, y así es posible la formación del concepto de «naturaleza pura» como concepto límite, que está justificado para aclarar un hecho real. Sin embargo, comoquiera que conocemos siempre en el orden de la gracia y nunca podemos salir realmente del dinamismo de la misma, ni siquiera en el campo cognoscitivo (sepámoslo o no reflejamente), es imposible para nosotros formarnos una idea positiva, con contenido exacto, determinado y seguro, de lo que se daría aún o no en una «naturaleza pura». P. ej., no puede decirse con absoluta precisión lo que está dado en la experiencia concreta (aunque no refleja) de la libertad, de la culpa, etc., pues estas realidades concretas se experimentan siempre dentro del o. s., o bien lo que de ellas quedaría aún en un orden de «naturaleza pura». Pero eso tampoco es necesario.

Por eso hay que contar siempre con que en objetos y temas de filosofía se den implicaciones de pensamiento que pertenecen al o. s., aunque ello no se reconozca reflejamente, ni haya necesidad de reconocerlo (-> filosofía y teología). Pero el o. s. es sobre todo ineludible para el obrar del hombre, aun allí donde éste no lo sabe reflejamente, ni reconoce los supuestos y fines de su obrar como constituidos por la voluntad salvífica de Dios. El hombre no puede «apearse» en su obrar del orden que está dado con su principio, con la ley por la que ha aparecido y está dirigido a un fin con su esencia concreta (de modo que tiene una determinación y un fin sobrenaturales). Puede negar libremente este o. s., pero así precisamente toma de nuevo posición ante él, del mismo modo que se reconoce la lógica por el hecho de rechazarla en forma escéptica o relativista. En este sentido el o. s., aun habiendo sido puesto libremente por Dios, tiene para el hombre el carácter de una «necesidad trascendental» (-> existencial II).

El o. s. es un orden personal, un orden del amor en la -> fe y la -> esperanza. La criatura espiritual debe ordenarse integrando toda su realidad en su realización histórica dentro de aquel amor a Dios en que éste se hace para el hombre la más íntima realidad del mismo. Ciertamente ese orden no se constituye por la acción de la -> libertad del hombre, porque la libertad finita del hombre recibe previamente de Dios la propia esencia y la propia situación, y porque esta libertad responsable del hombre tiene que responder a Dios, en cuanto él se da a sí mismo en su gracia y así, por la gracia eficaz, posibilita a su vez para la criatura su realidad más propia, el acto amoroso de obediencia que acepta libremente a Dios. Sin embargo, el o. s. es personal, porque significa la relación efectiva puesta por Dios de la libertad personal amorosa, tanto en Dios como en la criatura. Lo cual no quiere decir que el o. s. pueda reducirse a una mera relación entre Dios y el hombre, que estuviera únicamente determinada por el concepto formal abstracto de personalidad. Porque «personal» y «gratuito» no son conceptos idénticos. Pero o. s. sólo se entiende rectamente cuando no se concibe como un orden objetivo, sino como un orden en que lo personal pertenece de antemano a sus determinaciones formales.

El o.s. es un orden histórico. Esto significa primeramente que él es la estructura permanente de la historia de la -> salvación: la criatura espiritual está desde el principio ineludiblemente ordenada a la «participación de la naturaleza divina», y su historia (a través de toda evolución y culpa de la historia) consiste (donde no queda fallida la esencia de esta historia) en alcanzar la definitiva comunicación de Dios en la visión beatífica. Todo lo que acontece en la historia del individuo y de la humanidad tiene una relación próxima o remota con este último destino y «fin» del hombre dado desde el principio y anejo al o.s. Pero la historicidad del o.s. significa también, en segundo lugar, que este mismo o.s. no sólo es la estructura permanente de la historia de la salvación y, por ende, de la universal, sino que tiene también una historia: la comunicación de Dios, que es a la postre el o.s., «acontece», y así tiene dentro de la historia su propio punto culminante en la -> encarnación del Logos, por la que tal comunicación se torna irreversible y aparece la historia de Dios mismo, que halla su consumación en el «reino de Dios», en que él será «todo en todas las cosas». Así, pues, el o.s. no es la ley externa a una historia, sino la estructura permanente de esta misma historia, estructura que llega en medio de ella a su propia consumación.

El o.s., como estructura obligada de la historia de la salvación como historia de la libertad finita ante Dios y para la inmediatez con él, significa también, por lo dicho, una tarea del hombre, que libremente debe aceptar y hacer suyo el orden de su historia, previa e ineludiblemente dado. En este sentido, el o.s. tiene también carácter de «ley»; pero en último término, precisamente, el carácter de aquella «exigencia» que consiste en la personal oferta de amor por parte de Dios, que quiere comunicarse a sí mismo; y es, por ende, inconmensurable a la postre con una ley como norma objetiva, distinta del dador de la ley. La ley del o.s. se identifica con el legislador y con su amor personal, que es dador y don. Aquí son lo mismo «-> ley y Evangelio», y el don sólo se torna exigencia exterior (como ley que amenaza) para quien no ha respondido a ella ni la ha aceptado por amor.

El o.s. es un orden cristológico. Aunque es tesis teológicamente discutida, puede sin embargo admitirse que la primigenia intención de Dios en su comunicación — que estructuraba ya «supralapsariamente» la historia de la salvación — estaba dirigida a la encarnación del Logos como la culminación histórica (escatológica) de esta comunicación, de forma que la encarnación (con la glorificación de Cristo, que por razón del pecado se realiza a través de la muerte: -» resurrección de Jesús) hace aparecer el o.s. en forma absolutamente histórica y a la vez lo implanta de modo definitivo en el muncon el -> escotismo que también la gracia supralapsaria es gracia de Cristo y, por ende, que el o.s. es de antemano sobrenatural y cristológico. Por tanto, Cristo es siempre cabeza y fin de la historia de la salvación, no sólo cuando (por razón del pecado) entra en ella, sino que ya de antemano la historia de la salvación dada en el o.s. es una historia en que Dios quiere comunicarse al mundo en Cristo por la encarnación. Ello no excluye, sino que incluye que Dios quisiera, igualmente de antemano, esta historia de la salvación como historia de la comunicación victoriosa de sí mismo al mundo culpable por su «no» a él. Dios permitió, pues, el pecado para demostrar la radical grandeza de su amor por el que se da a sí mismo, se ofrece una vez más al hombre que se le cierra, se muestra más grande que él y lo vence.

Como esta victoria del amor de Dios se cumple en la cruz del Hijo hecho hombre, el o.s. también es siempre un orden «staurológico», un orden de la cruz. En su concreta realización, que es la historia de la salvación, no es simplemente mera «evolución», sino una historia que pasa por la cruz y la muerte, en las que parece quebrarse el o.s., en una «apariencia» que, como espantosa realidad de la ruina bajo una perspectiva humana, sólo puede entenderse y aceptarse en un amor más grande, que Dios mismo hace posible.

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Karl Rahner