SENTIDO
SaMun


I. Concepto

En su origen la palabra s. se relaciona con términos que significan «camino», «viaje». Desde aquí pasa a significar la capacidad y los órganos de experiencia psíquica, de percepción, e incluso la -> conciencia en general. Y así, más allá de lo «sensorial», s. significa reflexión, razón, intención planificadora, «mentalidad» general, así como la posición concreta de un fin. Con ello se da la transición desde la dimensión sujetiva a la objetiva, que es la meta perseguida. S. significa ahora lo pretendido mismo, el fin perseguido, la significación del signo puesto (de la acción, de la afirmación), su inteligibilidad, el valor de algo dado, su utilidad objetiva o, de manera totalmente abstracta, su «dirección» en un sistema envolvente de referencia.

Aquí sólo se tratará del s. objetivo (el cual en esta significación incluye evidentemente el sujeto, e incluso lo significa en primera línea). Pero no se tratará de él en toda la extensión del significado de lapalabra. No incluiremos, p. ej., el planteamiento de la filosofía analítica o de la teoría de la -> ciencia (s. como significación de lo pronunciado: -> lenguaje), ni la dirección específica del trabajo del -> estructuralismo (s. como interdependencia de un conjunto, como estructura que debe analizarse). Se trata, pues del s. en su significación de finalidad, valor, utilidad. Bajo esta acepción algo tiene s. primordialmente cuando, en virtud de su ordenación (como «camino»), está justificado de cara a un fin. Pero si este fin mismo carece de s., se hace problemático el s. limitado del camino hacia él. Un camino tiene realmente s. sólo cuando lo tiene también la meta. Por los grados cada vez más envolventes de la ordenación hacia un fin o meta, se llega a un concepto de s. que ya no se explica mediante un «para», sino en virtud de sí mismo. Esta determinación del s. no tiene que ser forzosamente la más amplia, envolvente y suprema; también lo singular y transitorio puede tomarse en su propia significación. Por otro lado, esta determinación incluye la del s. del fin, puesto que el s. de todo fin (aun cuando no se entienda como meta intermedia de un camino ulterior) da s., según su medida al camino o a los caminos que guían hacia él.

En cuanto sea posible, hay que llenar ahora de contenido esta definición formal. Este «llenar» pertenece aquí al concepto mismo, en cuanto s. no significa la meta puesta, sino la legitimación de la misma. Por eso tiene s. aquello sobre lo que un hombre puede decir: «Sí, esto debe ser así». Y tal asentimiento es posible allí donde el hombre coincide con su mundo y su mundo coincide con él, y en esta conciencia recíproca aquél se hace «idéntico» consigo mismo. «S. es la coincidencia posible de mí mismo conmigo como coincidencia con mi mundo» (B. WELTE, Auf der Spur des Ewigen [Fr 1965] 20). Y esto en el momento con s. de una coincidencia particular, pero, en último término, también de cara a la totalidad que abarca todo lo particular: «Algo tiene s. significa, por consiguiente, que lleva a la coincidencia posible de mí mismo con mi ser en el todo, como una coincidencia con los entes en su totalidad» (ibid. 22). El acontecer real de esta coincidencia posible se designa entonces con la palabra s. «absoluto», «último».

El concepto así adquirido pone de manifiesto que sobre el s. no puede preguntarse sólo o propiamente de una manera teorética. Ni la cuestión del s. ni las respuestas posibles a la misma han de entenderse «abstractamente». La cuestión del s. pregunta por el s. para mí y para nosotros; y por cierto de tal manera que en la cuestión del «s. de la existencia» es ésta misma la que está en cuestión.

II. La pregunta por el sentido

El hecho del s. mismo, el momento de la «identidad» y de la coincidencia no suscita cuestiones. Por eso, allí donde se pregunta por s., éste es ya problemático, o sea, no está dado. Con H. Reiner (Der Sinn unseres Daseins [T 21964]), quizás se pueda reunir en cuatro puntos la pluralidad de impulsos que llevan a esta cuestión; 1º, lo oculto e invisible del s. en las experiencias de sufrimiento, dolor y desgracia; 2°, la sustracción del s. en el aburrimiento tenso y desdichado de la vida; 3°, la aniquilación del s. por la muerte que amenaza; 4°, la conciencia de responsabilidad en la procreación de una vida nueva: aquí está en cuestión no sólo el s. para lo ya existente, sino en general, el s. de la existencia.

Estos impulsos (especialmente el punto 4.°) desarrollan su fuerza principalmente en épocas de extrema reflexividad de la vida, en virtud de la cual el hombre, frente a una entrega «originariamente confiada», se cree obligado a un continuo interrogar, o sea, cree que no puede responsabilizarse del «riesgo» de la experiencia y afirmación de sí mismo.

Es cierto que, como acentúa M. Müller (über Sinn und Sinngefährdung des menschlichen Daseins: PhJ 74 [1966-1967] 8), estos impulsos hacia el planteamiento de preguntas no significan simplemente argumentos contra el s. Dolor y felicidad no pueden permutarse cuantitativamente entre sí; aquí un «momento» puede ser el contrapeso de años, incluso de toda una vida, si en él «coinciden tiempo y eternidad», es decir, si la justificación absoluta se «encarna» en el presente (cf. luego en iv). Tampoco la muerte destruye simplemente el s.; más bien lo otorga, por cuanto hace cristalizar el río infinito del tiempo en una«hora» singular, en el momento de la -> decisión, ya que precisamente ahora debe obtenerse un acierto decisivo, que no es posible conseguir en cualquier momento (de manera que el s. se escaparía hacia lo siempre indiferente). Cabe decir igualmente que la tragedia no podría experimentarse a partir de un absurdo total y que, por consiguiente, también los choques dolorosamente irreconciliables entre proyectos de s. y de vida sólo aparecen como tales, en su carácter doloroso, desde un fundamento envolvente de s. Incluso en el absurdo que se da en el mal habla todavía el s.; no sólo por la concesión del perdón, sino también por la tarea y la exigencia de arrepentimiento en que va envuelto el mal mismo. Por consiguiente, el s. no queda negado por las cuestiones que él provoca, pero éstas lo ponen realmente en tela de juicio.

III. Respuestas

Aquí no es posible ni necesario exponer la multitud de intentos de respuesta. Cf. sobre esto: -> mal, -> dualismo, -> historia e historicidad, filosofía de la -> historia, teología de la -> historia, etc. Pero se debe decir qué maneras de respuesta intentada son esencialmente insuficientes. Lo son todos los intentos que recortan desde cualquier punto de vista el sentido buscado por el hombre.

Esto sucede principalmente allí donde el mundo del devenir y del perecer, la dimensión corporal y mundana del hombre es despojada de toda importancia, sobre todo por el hecho de que el s. queda situado en un más allá supramundano y atemporal, de modo que el hombre para alcanzarlo debe liberarse necesariamente de su situación actual (prescindamos aquí del derecho con que esta respuesta puede llamarse metafísica y adscribirse a la metafísica en su totalidad).

Otra respuesta quiere asignar el s. a la totalidad como tal, para legitimar todos los absurdos parciales, individuales, como momentos necesarios de esa totalidad. Esto puede ocurrir estática o estéticamente (también las manchas oscuras pertenecen al cuadro; en el mal se puede revelar la justicia de Dios, etc.; así Agustín, entre otros); o bien dinámicamente en una filosofía de la historia que sacrifica al individuo en aras del resultado final (cabe citar a tres representantes: Hegel [-> idealismo], Marx [-> marxismo] y, con algunas variaciones, también Teilhard de Chardin); o bien, saltando simplemente por encima de esta cuestión, en el mensaje de una «inmoral» embriaguez de unidad indiferenciada.

En el polo opuesto el s. se cifra en la persona particular, bien en los grandes hombres, las personalidades, o bien en cada hombre como persona (privada). En el primer caso la exigencia de s. se cumple con más plenitud, mas precisamente por ello queda limitada a una minoría; en el segundo caso la extensión de los límites se paga con un amplio vaciamiento. Aquí se acepta en cierto modo como s. suficiente la posibilidad misma en lugar de su realización plena.

Esto se ve en la forma más aguda allí donde la experiencia del s. moral — el deber como tal — ha de garantizar el s., o sea, no la «virtud» real como su «propio premio», sino la mera obligación a la virtud (contra esa retirada de la realidad, contra el «efecto regresivo de la vida del deber» [cf. O. MARQUARD, Hegel und das Sollen: PhJ 72 (1964-1965) 115] han protestado a su manera muy especialmente Hegel y Scheler).

¿Desde dónde son rechazadas las respuestas como insuficientes? En ningún modo a partir de un punto de vista absoluto, que pudiera indicar positivamente el contenido de lo que significa el s. y todo lo que debe darse para afirmarlo. Más bien a partir de la reflexión sobre la exigencia misma de s., de la que parten los impulsos mencionados para preguntar. Pues todas estas respuestas siguen de hecho el consejo: si no se puede tener la felicidad que se quisiera, se debe querer lo que se tiene; sobre lo cual ya Agustín dice que no sabe si reír o llorar ante tal felicidad (De Trinit. xni 7, 10 [PL 42, 1021]).

Evidentemente no es sólo una exigencia vacía la que ofrece aquí la norma, sino el fin de esta exigencia (cf. luego en v), el cual, de todos modos, no puede objetivarse adecuadamente y sólo puede mostrarse en la configuración de imagen (mítica) y fórmula vacía, como algo previamente sabido (y sólo en cuanto tal buscable y esperable). y este fin no sólo está presente como algo buscado (en forma no objetiva); se da ya (parcial, pero realmente) en la ákmé, en el kairos de la experiencia de sentido.

IV. Experiencia del sentido

B. Weite habla «de la más alta y congregadora cima de los seres, la cual escapa a toda disposición humana». Desde allí brilla el s. sano (ibid. 135), especialmente en el amor y la muerte. M. Müller enumera seis realizaciones del s.: 1ª Las configuraciones de la verdad (el s. del estar teorético en la verdad o del llegar a ella, debiendo entenderse la «teoría» según la plena significación aristotélica de 6ewpía). 2.a La acción moral, en la que la acción personal y la existencia actuante son apreciadas «por sí mismas», no como medio, sino en su propia dignidad. 3.a La relación amorosa, la cual se refiere a las dos partes en su ser propio y precisamente así las libera para su «yo—tú» (M. Buber) en el momento de un «mirarse mutuamente» (D. v. Hildebrand), el cual no puede detenerse, pero se mantiene en su haber sido y otorga una certeza incondicional de s. 4.a La aparición de la verdad y del s. en las obras de arte, aparición que no ha de entenderse corno espejo de un mundo del más allá, sino como encarnación por la que coinciden la verdad y la imagen en una forma concreta. 5.a Las formas religiosas de culto, en las que, por encima de la instrucción y de la ayuda mutua, por encima también del fin de obtener la salvación del alma, se da sin fin ulterior el «-> juego» lleno de s. (R. Guardini) del hombre ante su Dios y en consonancia con él (cf. también -> culto, -> liturgia, -> tiempos y lugares sagrados). 6.a Instituciones políticas, en cuanto éstas no son entendidas como técnica de la convivencia pública, sino como configuración común de la vida.

Pero quizá todas estas formas se piensan todavía en forma demasiado elevada. En realidad el s. nos sale al encuentro una y otra vez en forma mucho más modesta. Lo cual ahora no se entiende en el s. de la regresión antes mencionada, sino más bien, sin reducciones, aunque no en una forma patente. Bíblicamente no son el fuego y la tormenta, sino el soplo de un aura suave donde Elías encuentra su respuesta (1 Re 19, 9-13). E. Bloch menciona como «huellas» y signos del s. «la manera como está aquí la pipa, cómo arde la bombilla en la avenida, o cosas parecidas» (Spuren [F 41964] 71). M. Proust «encuentra el tiempo», es decir, la identidad de la coincidencia de s., en el ruido de una cuchara y en el gusto de una «madalena» tomada con el té. En su época tardía, Wittgenstein, que encuentra en todas partes lo frágil, habla también de un soporte en todas las cosas. «Creo que se podría decir: un ángel bueno será siempre necesario, hagas lo que hagas» (Bemerkungen über die Grundlagen der Mathematik [0 1956] v 13, pág. 171). Kirillov (en los Demonios de Dostoievski) experimenta el sentido envolvente en una hoja de otoño atravesada por la luz del sol: «Ninguna alegoría. Simplemente una hoja. Una hoja es buena. Todo es bueno. ¿Todo? Todo.» Sin embargo, parece que las experiencias interpersonales de s. tienen una preeminencia ineludible, concretamente por lo que se refiere a su legitimación, p. ej., frente a vivencias toxógenas de embriaguez (cf. p. ej., R.C. ZAEHNER, Mystik, religiös und pro f an [St 1957]: -> monismo, -> personalismo). Ciertamente, aquí no se puede demostrar nada, porque es necesario ver por sí mismo. Toda prueba sólo tiene aquí el carácter de indicación de algo que únicamente puede verse con los propios ojos (por más que tal prueba pueda abrir por primera vez los ojos al hombre; cf. -> símbolo).

Pero con ello hemos tocado ya un segundo tema. El s. no sólo debe experimentarlo cada uno por sí mismo (no basta saber de él); tampoco basta contemplarlo como algo existente ante uno mismo; sino que el contemplar como tal constituye el s. Por más que el s. no sea algo hecho (como un autónomo «dar s.» a lo que en sí no lo tiene: Th. Lessing), sino que, más bien, está dado en sí o debe darse a sí mismo; sin embargo no existe independientemente del acto de experimentarlo activamente. La identidad de s. de cognoscens y cognitum in actu cognoscendi media también como la misma identidad (o sea, diferencia en la unidad) entre bonum et volens (o ponens, agens, assequens), por más que esta identidad activa misma sea a su vez otorgada por el fundamento mismo del sentido.

Por consiguiente, experiencia de s. siempre es a la vez posición de s., en una unidad de recepción y fundación, de conocimiento y decisión, por la cual en principio no puede disolverse, porque no se trata de dos actos, ni tampoco de una unión («sinergística») de dos realizaciones, sino de una sola realización (una y diferente). El hombre se acepta a sí mismo y acepta su mundo, y sólo así se hace él mismo para él, hace suyo su mundo (o sea, propiamente lo hace «aceptable» por primera vez); pero él no se apropia algo extraño, sino que lo apropiado son él mismo y su mundo, los cuales le son dados igual que este «hacer» mismo.

Aquí se muestra cómo la diferencia que debe unirse (y así mantenerse al mismo tiempo) no es la que se da entre yo y mundo o entre espíritu y sensibilidad, sino que tal diferencia atraviesa estas diferencias tradicionales y las precede. Identidad y diferencia son tales en la dimensión de la -> libertad, es decir, de la interpersonalidad en el sentido más amplio, o sea, no sólo en el acontecer entre el tú y el yo, ni sólo en la referencia más amplia de la libertad constituida social y políticamente, sino también en lo que respecta al «espacio» de estas relaciones mismas, el cual no puede pensarse como campo apersonal posibilitante, sino que en sí mismo debe ser necesariamente realidad de libertad: «luz» de la verdad, «vida» del bien, llamada del creador como libertad originaria libremente otorgada.

Así en la figura unitaria que adquiere el s. éste aparece como una coincidencia participativo-simbólica entre forma del s. y fundamento (fondo originario) del mismo, y sólo desde esa coincidencia originaria se constituye la forma del s. en cuanto tal. Pero tampoco esta coincidencia acontece sin más, o es recibida como apropiación del fundamento, sino que también es producida activamente por el hombre.

Con ello puede verse más claramente hasta qué punto las respuestas antes citadas a la cuestión del s. son insuficientes, hasta qué punto separan momentos del conjunto fluido de la libertad y los fijan, falsificándolos por la presentación unilateral de los mismos. Y al mismo tiempo hemos adelantado un paso más en el esclarecimiento de la manera adecuada de preguntar por el s. y de responder a esa cuestión.

Que la pregunta no se plantea en un plano meramente teorético, ha estado claro desde el principio. Pero no pocas veces el que pregunta ve con menos claridad que tampoco la respuesta puede darla él por sí mismo ni teórica ni fácticamente; más bien, en definitiva, ha de darla recibiéndola (de donde quiera que le venga), pero recibiéndola no en una aceptación hipotética, sino como seguro del don recibido; y sin embargo, poniéndola él mismo en la decisión por aquel si del que hablábamos al principio: Sí como «amén», es decir, así es, sea así; sea así en cuanto es así, y es así en cuanto deseo que sea así. Y eso no sólo por mi voluntad, sino a la «luz» de la verdad y de su «vida». F. Rosenzweig ha pensado este sí originario como un canto de dos (Der Stern der Erlösung [Hei 31954] 294ss). Si se mantienen las diferencias ofrecidas (o sea, si no se cae en una igualdad mala, en cierto modo «triteísta»), se podría hablar de una trinidad de este unísono sí y amén, pues libertad y libertad coinciden en la enunciación del s. con el fundamento del mismo y de la libertad, y a partir de esta coincidencia concuerdan también entre sí y consigo mismas.

Pero, por otro lado, con ello se radicaliza y profundiza todavía la cuestión del s., que debería contestarse por la apelación a tal experiencia. Si el s. sólo acontece en s. pleno con el hombre y no sin él, entonces, tomado como s. pleno, está definitivamente fracasado por el no de la libertad finita pronunciado ya desde siempre.

V. Sentido y salvación

Frente a este planteamiento agudizado de la cuestión, se apela a la experiencia del felix culpa, de aquello que Pablo dice acerca de la sobreabundancia de la gracia ante la plenitud de la maldad (Rom 5, 20); experiencias que no se limitan a la dimensión religiosa ni a la cristiana, sino que se dan asimismo en la vida entre los hombres. Tal tipo de experiencia es indiscutible, pero, precisamente aquel que recibe la gracia del perdón, co debe adquirir conciencia del absurdo absoluto de su culpa (en cuanto por primera vez sabe realmente lo que es culpa?) Con esto no se quiere decir que él, en vez de recibir humildemente el perdón, deba perseverar soberbiamente en su prevaricación; más bien, él sólo recibe realmente como gracia la gracia indebida del perdón, cuando se niega a ofrecer a su culpa ni la más pequeña servidumbre.

Debe mantenerse cl concepto pleno del s. puro y, frente a él, el carácter ineludiblemente absurdo de la culpa y del mal. Sobre todo R. Lauth (Die Frage nach dem Sinn des Daseins) insiste inexorablemente en esta exigencia. La experiencia del etiam peccata no se niega así en modo alguno, pero ella (e igualmente el correspondiente mensaje de la Escritura) debe interpretarse cuidadosamente. Formulado brevemente: Los enunciados correspondientes valen positiva, pero no exclusivamente; o bien: Cierto que la culpa ha llegado a ser «feliz» por la gracia, pero el hablar de esto sólo deja de ser blasfemo (y la culpa sólo permanece realmente culpa: el mal) cuando se afirma a sí mismo: Más feliz hubiera sido la inocencia. Especialmente Ch. Péguy, tanto en sus poemas sobre los misterios como en sus escritos en prosa, ha proclamado el rango incomparable de la inocencia primera contra aquella visión que ha encontrado su expresión más clara en la interpretación del pecado original por el idealismo alemán; pecado como paso necesario más allá del jardín «reservado a las bestias» (Hegel), la «serpiente como figura de la diosa Razón» (Bloch). En tales construcciones no hay la más mínima noción del «misterio del mal».

Pero, por otro lado, aquí no hemos de someter a discusión la existencia real de la inocencia primera: cf. -> pecado original, estados del -> hombre. Se trata sólo de ver, plenamente a la luz de su norma lo que ella es: una realidad creída y experimentada como buena, sin que esa bondad justifique la culpa, el mal, en nuestro mundo.

En consecuencia, no sólo desde ahora ha de rechazarse la duda: «¿Hemos de permanecer en el pecado para que la gracia sea copiosa?» (Rom 6, 1), sino que el «de ningún modo» también vale para el pasado: precisamente aquel en quien la gracia se ha mostrado como realmente más fuerte, confesará, ahora como antes, que su pecado es indisculpable, que es absurdo. Por más que en el pecado concreto no sólo se da culpa y absurdo, sino también un fragmento de auténtica realización de la esencia, sin embargo, en este todo el momento propio de la culpa permanece ineludiblemente culpa. ¿Pero cómo queda en tal caso la cuestión del s.? Por más que no podamos considerar el mal como útil en principio e incluso exigido, ni atribuirle un sentido oculto, sin embargo, en el terreno positivo o fáctico hemos de confesar la experiencia beatificante de aquel poder del s. del amor y verdad que, incomprensible pero realmente, supera la culpa y lo lleva «todo a buen término».

Mas sobre esta experiencia hemos de afirmar lo que ya se ha dicho anteriormente acerca de la experiencia del s.: es percepción como (co)realización, conocimiento como decisión, certeza como riesgo. La forma esencial de esta experiencia se muestra (y aquí hay que mencionar otra vez, antes que a Bloch y la teología impulsada por él a Ch. Péguy) como esperanza arriesgada y confiada. El hombre espera realmente una salvación sin limitación ni vacío, en la cual él se conserve totalmente (y en la cual todos estén conservados totalmente).

Con ello se plantea la cuestión de los criterios y la justificación de una respuesta esperanzada al problema del s. Es cosa segura que la plena «justificación del fundamento de la esperanza» sólo se hace posible mediante la «apelación a Jesucristo» (1 Pe 3, 15). Únicamente Cristo fundamenta realmente nuestra esperanza más allá de la muerte (-> resurrección, -> inmortalidad); solamente él fundamenta la -> esperanza más osada de la salvación a pesar de la culpa innegable. Cristo no sólo promete enjugar todas las lágrimas; él posee además plenitud de poderes para decir: He aquí que renuevo todas las cosas (Ap 21, 4s; cf. problema de la -> teodicea).

Así como, según el concilio Vaticano I, el hombre puede ciertamente conocer a Dios como creador, pero de facto para ello necesita (con «necesidad moral») la revelación (Dz 1786 2305), del mismo modo su esperanza, sin una apelación a la promesa de Jesucristo, apenas puede afirmarse frente a la sospecha (bien venga ésta de fuera, o bien se anuncie desde dentro del que espera) de que no toma suficientemente en serio la muerte y, ante todo, el mal. Pero así como, por un lado, la apelación a Jesucristo deja que la esperanza sea esperanza y no la convierte en seguridad, de igual manera, por otro lado, una esperanza que no apela expresamente a esta promesa (pero que vive de ella, según la persuasión del creyente) tampoco cae en una inseguridad completa.

Por eso la filosofía, entendida precisamente como reflexión sobre experiencias fundamentales, no ha de reducirse necesariamente a cuestiones sobre el de dónde y el porqué, sobre los orígenes, ni tiene que seruna pregunta que se abstiene simplemente de toda respuesta. Heidegger, basándose en la etimología de los términos alemanes Denken, Gedenken, Dank, ha resaltado la interdependencia objetiva entre pensar, conmemorar (reflexionar) y agradecer. Y así un pensamiento que recuerda con gratitud puede «reflexionar» sobre experiencias como las que en parte hemos indicado antes, y llegar a cierta anticipación o promesa de salvación.

Por tanto, la filosofía no tiene que reducirse siempre a preguntar. También lleva en sí por esencia el momento de la reflexión sobre experiencias dadas y sobre lo que en ellas nos sale al encuentro. Pero la palabra conmemorativa de la reflexión así entendida permanece oscilante en la pregunta. Por otra parte el teólogo, o el creyente, no puede gloriarse de ninguna seguridad en su respuesta a la cuestión del s. Sabe ciertamente en quién ha creído (2 Tim 1, 12), pero sabe también de modo suficiente quién es él mismo, el creyente, y qué puede significar, en presencia de la soberana majestad de su Señor, el hecho de que, «aunque nosotros seamos infieles, él permanece fiel», o sea, «el hecho de que él no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2, 13). Así como el teólogo mismo no está seguro de su salvación (Dz 804 810), tampoco puede racionalizar su esperanza para todos convirtiéndola en una doctrina de la -> apocatástasis, ni intentar, tal como ha sucedido en la tradición, conciliar positivamente el infierno con la bienaventuranza de los justos (aunque éste debe necesariamente ser conciliable con el poder y el amor de Dios, puesto que se nos ha proclamado como una posibilidad real).

Aquí la esperanza debe ser estrictamente (ni menos ni más) el principio hermenéutico de las afirmaciones de la revelación (cf. RAHNER IV 411ss). Sin embargo el creyente, aunque no está en la seguridad, se halla bajo la promesa firme de aquél cuya justicia se ha revelado de tal modo que él ha hecho justos en Jesucristo a los pecadores (Rom 3, 21ss). Éstos están redimidos en la esperanza (Rom 8, 24); pero en esa esperanza pueden y deben confesar: «El que nos dio a su Hijo, ¿cómo no nos dará gratuitamente también todas las demás cosas con él?» (Rom 8, 31ss). Y «todas las cosas» significan realmente todo: el sí y el amén (2 Cor 1, 19s) de la coincidencia universal de la libertad (1 Cor 15. 28), del s. absoluto.

BIBLIOGRAFÍA: Cf. bibl. sobre historia de la -> filosofía, -> fin del hombre, -> esperanza, -> hombre, -> escatología. — E. Rosenzweig, Stern der Erlösung (1921); K. Jaspers, Razón y existencia (Nova B Aires); P. Wust, Ungewißheit und Wagnis (1937, Mn 71962); M. Korkheimer, Eclipse of Reason (NY 1947); R. Lauth, Die Frage nach dem Sinn des Daseins (Mn 1953); H. Kuhn, Begegnung mit dem Sein (T 1954); Rahner 11I 196-21)1 (La fiesta del porvenir del mundo). M. Heidegger, Identität und Differenz (Pfullingen 1957 y frec. reed.); Rahner IV 411-441 (Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas); H. Reiner, Der Sinn unseres Da-seins (1960, T 21964); R. Wisser (dir.), Sinn und Sein (T 1960); H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit Iss. (Ei 1961 ss.); H. Krings, Transzendentale Logik (Mn 1962); H. Kuhn, Das Sein und das Gute (Mn 1962); 7'h. Lessing, Geschichte als Sinngebung des Sinnlosen (H 1962); H. U. v. Balthasar, Das Ganze im Fragment (Ei 1963); idem, Glaubhaft ist nur Liebe (Ei 1963); H. Gollwitzer - W. Weischedel, Denken und Glauben (St 1965); B. Weite, Auf der Spur des Ewigen (Fr 1965); Th. W. Adorno, Negative Dialektik (F 1966); M. Müller, über Sinn und Sinngefährdung des menschlichen Da-seins: PhJ 74 (1966/67 1-29; B. Welle, Heilsverständnis (Fr 1966); A. Jaffe, Der Mythos vom Sinn (im Werk von C. G. Jung) (Z 1967); C. G. Jung, Antwort auf Hiob (Z - St 71967); J. Splett, Der Mensch in seiner Freiheit (Mz 1967); ideal, Sakrament der Wirklichkeit (Wü 1968); E. Bloch, Atheismus im Christentum (F 1968); J. C. Scannone, Sein und Inkarnation (Zum ontologischen Hintergrund der Frühschriften M. Blondels) (Fr - Mn 1968); G. Muschalek, Libertad y certeza de la fe (Herder Ba 1972); M. Heidegger, Zeit und Sein: L'Endurance de la Pensée (homenaje a J. Beaufret) (P 1968) 12-68.

Jörg Splett