SANTOS, CULTO A LOS
SaMun
 

El c. a los s. es parte de la -> espiritualidad de la Iglesia. Su existencia puede demostrarse en toda la tradición. En algún tiempo dominó la liturgia y la práctica de los creyentes hasta el punto, que se presenta como característica de la piedad católica.

1. El magisterio eclesiástico confirma expresamente esta práctica en el concilio de Trento, que se enfrenta con los reformadores, por una parte, y rechaza los abusos y proliferaciones de la piedad popular, por otra (Dz 984-988). Esta doctrina del concilio no reviste forma de definición solemne, es más bien una invitación para que, cuantos tienen responsabilidad en el magisterio y gobierno de la Iglesia, den instrucciones claras para la práctica de los fieles.

La formulación del texto debe entenderse a partir del contexto del «doble frente» que hemos indicado antes. El concilio rechaza la objeción según la cual «está en contradicción con la palabra de Dios y se opone a la gloria del único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo (1 Tim 2, 5)», el invocar a los santos pidiéndoles su ayuda; y enseña que es bueno y útil «pedirles ayuda y buscar refugio en sus oraciones, en su poder y en su auxilio, para conseguir beneficios de Dios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, que es nuestro único redentor y salvador» (Dz 984; cf. Prof. Fidei Trid.: Dz 998; CatRom III 2 q. 10-14). Y trata más extensamente del culto a las -> imágenes y a las -> reliquias. Frente a la crítica de los reformadores, el concilio acentúa que las reliquias deben ser veneradas, porque «los santos fueran miembros de Cristo y un santuario del Espíritu Santo, que él resucitará y glorificará un día. para la vida eterna» (Dz 985). Las imágenes de Cristo y de los santos deben ser tratadas con respeto; pero no porque tengan una virtud mágica en su interior, sino porque ellas apuntan a sus modelos originales, Cristo y los santos (Dz 986). Por consiguiente, el concilio sitúa la veneración de las imágenes en el plano de lo pedagógico. Ellas recuerdan las acciones salvíficas de Dios y crean modelos para el pueblo fiel. A la vez el concilio rechaza los abusos que tratan de atribuir a estas imágenes una especie de presencia real de la virtud divina. Las afirmaciones disciplinares del texto conciliar constituyen la base de las disposiciones hoy vigentes en el derecho canónico (CIC can. 1279-1289), que comprenden el derecho de vigilancia de la Santa Sede y de los obispos locales (cf. también SC Off. 30-3-1921: AAS 13 [1921] 197; SC Off. 30-6-1952: AAS [1952] 542-546 = la libertad de representación artística).

2. La Sagrada Escritura no ofrece una afirmación explícita acerca del c. a los s.; pero contiene elementos importantes por los que la repulsa a la veneración de los santos como algo nobíblico se presenta infundada.

El AT conoce ya la función de -> mediación para con los hombres en la obra salvífica de Dios. Entre estos mediadores se cuenta el sumo sacerdote, especialmente en su posición cultual. Además aparecen los ángeles como mediadores. Y, conforme va imponiéndose en el pueblo de Israel la fe en una supervivencia después de la muerte, se añaden también grandes figuras del pasado a esta función mediadora. El tiempo de los Macabeos conoce testigos de sangre y su intercesión en favor de los vivos (2 Mac 15, 12-16; intercesión del sumo sacerdote Unías, ya muerto, y de Jeremías; 2 Mac 7, 37).

La perícopa de la transfiguración, en la que aparecen Moisés y Elías (Mt 17, 1-12), es sintomática respecto de la visión neotestamentaria. En el Nuevo Testamento esta función mediadora se concentra en Cristo, y se pone de manifiesto en su muerte de cruz y en su retorno al final de los tiempos. Frente a él retroceden todos los mediadores. «El tiempo intermedio (entre la muerte y la parusía) apenas atrae la atención de los primeros cristianos. Ya no se requiere ningún otro intercesor: Heb 7, 25» (B. Kötting).

Según la Escritura, se da además la -> santidad como característica esencial propia de todo el -> pueblo de Dios y de todos sus miembros; no sólo como posibilidad prometida, ni sólo como tarea en el plano moral, sino, más bien, como realidad que por el bautismo y la acción del Espíritu de Dios precede a toda actuación moral, y por cierto en forma tan universal que los miembros de este pueblo son llamados simplemente santos (Rom 1, 7; 15, 26; 1 Cor 1, 2; 16, 1, etc.). La santidad como cualidad religioso-moral del pueblo de Dios queda expresada en el NT mediante un rico vocabulario, que en cada caso pone de relieve otro rasgo diferente: ágiasmós = santificación: el proceso de santificarse, sobre todo por la eliminación de la impureza (p. ej. 1 Tes 4, 3; Rom 6, 19-22; Heb 12, 14); ágóites = santidad como estado, en el que se encuentra Dios por su propia naturalezay del que participa el hombre (2 Cor 1, 12; Heb 12, 10; 1 Pe 1, 15); ágiosyne = santidad como cualidad dinámico-activa (Rom 1, 4; 2 Cor 7, 1; 1 Tes 3, 13). Esta afirmación sobre el pueblo neotestamentario de Dios está prefigurada en el AT, así cuando el pueblo de Israel es invitado a la santidad para poder ser propiedad del Dios santo (Lev 20, 26; Dt 7, 6; 26, 19; Is 63, 18; Jer 2, 3).

Además en la sagrada Escritura se da la conciencia de una solidaridad salvífica de cada uno de los miembros de la Iglesia entre sí; y también existe en ella la persuasión acerca de la fuerza operante que los diversos dones del -> Espíritu Santo confieren a cada uno para el bien del conjunto, y acerca de la edificación del cuerpo por la actividad solidaria de los diferentes miembros (p. ej., 1 Cor 12).

A este pueblo de Dios se le añade en el curso de su historia una «nube de testigos» (Heb 12, 1), que por medio de su vida testifican la verdad del evangelio. En la conciencia del pueblo esta multitud de testigos no permanece una colectividad anónima, sino que de ella se desprenden grandes figuras de la historia: los -› apóstoles, aquellos cristianos que testificaron su fe mediante una muerte violenta (-> martirio). El culto a estos cristianos y el recurso a su intercesión se pueden comprobar por documentos escritos a mediados del s. rt (MartPol 17, 3; 18, 3). Después de las persecuciones se incluyen los confesores en este círculo de testigos (la formulación definitiva de la distinción entre mártires y confesores se encuentra en Isidoro de Sevilla). Eso planteó ya en los primeros siglos cristianos la cuestión de una delimitación conceptual más precisa entre el culto a Dios y el c. a los s. El segundo concilio de Nicea traza un límite claro entre la veneración (doulía = veneratio), que corresponde a los santos, y la adoración (latreía = adoratio), que sólo compete a Dios y a Cristo. Para designar la veneración a María se acuñó el concepto de hyperdouleía. Esta distinción fue decisiva para la doctrina teológica de la edad media.

La protesta de los reformadores contra el c. a los s. se eleva sobre el trasfondo de una doctrina íntegra, que, sin embargo, no pudo imponerse suficientemente en la piedad popular. En la piedad medieval el santo perdió importancia como testigo y modelo de la propia vida, y se convirtió en el auxiliador que ayudaba a superar las muchas necesidades y dificultades de la vida diaria. Se difuminó la distinción entre veneratio y adoratio; parecía en muchos casos como si el santo invocado fuera el inmediato donador del beneficio pedido. A esto se añadió una forma de piedad demasiado materializada en la veneración de imágenes y -> reliquias, en las -> peregrinaciones, etc.

Los reformadores no niegan la existencia de los santos. Ven en ellos un signo de la gracia de Dios y de su victoria y ejemplos para la configuración de la propia vida cristiana (cf. CA 21; Melanchton admite una intercesión de los santos a favor de toda la Iglesia in genere). Sin embargo, rechazan la práctica de la invocación y súplica dirigidas en particular a un santo. Por temor a que el c. coetáneo a los s. pudiera desviar del centro de la fe, alejaron las imágenes y reliquias de las iglesias. Calvino saca la consecuencia radical: apoyándose en la prohibición de las imágenes en el AT, rechaza asimismo la doctrina del segundo concilio de Nicea.

3. En la teología sistemática el tratado del c. a los s. tiene su puesto en el tratado sobre la Iglesia. Sólo dentro de este contexto adquiere su plena fuerza eclesiológica y logra criterios para evitar las posibles deformaciones. Así, la declaración del Vaticano ii sobre el c. a los s. es una parte de la Constitución sobre la Iglesia, y no lleva el título De cultu sanctorum, sino que está insertada en el lugar donde se trata del carácter escatológico de la Iglesia peregrinante y de su unidad (Constitución sobre la Iglesia, cap. vu). El c. a los s. es de este modo la conciencia siempre despierta de la dimensión escatológica de la Iglesia, que está orientada hacia su consumación final, la cual no sólo le ha sido prometida, sino que se le comunica ya ahora en realidad y verdad. «Por consiguiente, la plenitud de los tiempos ha llegado ya a nosotros (cf. 1 Cor 10, 11) y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente» (ibid., n.° 48). Por tanto, ya ahora hay en la Iglesia verdadera santidad escatológica, es decir, irrevocable promesa de la salvación de Dios al mundo. La santidad se da en diverso grado y bajo diversa forma en cada caso. Se da en los miembros de la Iglesia que han sido glorificados y contemplan «claramente al Dios trino mismo, tal como es» (n.° 49; -> visión de Dios); en aquellos que partieron de la vida y están purificándose ( -> purgatorio); y, además, en aquellos que todavía peregrinan en esta tierra. La unidad de la Iglesia, fundada en la única vocación a la consumación escatológica y en el único bautismo, abarca por consiguiente a aquellos que permanecen en el Señor (-> comunión de los santos).

Así, pues, el que la Iglesia confiese a los santos es una confesión de la Iglesia sobre sí misma, es gloria y alabanza de la victoria de la -> gracia de Dios en este mundo. Para que esta confesión se realice y entienda en la Iglesia y se haga inteligible para el mundo, no puede referirse a una colectividad anónima, sino que han de conocerse nominalmente los testigos (-> canonización, historia de los -> santos).

Finalmente en el c. a los s. la Iglesia hace profesión de su historia, de la que nunca ha desaparecido el espíritu vivo de Dios. Desde esa historia aceptada por la voluntad salvífica de Dios, la Iglesia señala a sus miembros en la actualidad la meta y el camino, infundiéndoles fe y esperanza para soportar con valentía la figura de este mundo (tentación, desorientación, ambigüedad, pecado).

De este carácter escatológico de la unidad de la Iglesia se sigue además que los ya consumados, porque y en cuanto han sido definitivamente redimidos en la salvación de Cristo, no cesan de ser en este mundo la visibilidad operante del poder salvífico de Dios. La intercesión de los santos a favor de la Iglesia y del mundo no es algo nuevo, que se añada a lo que ellos hicieron ya en la tierra. Más bien es la expresión de que toda su existencia, su fe y la acción derivada de ella, ha recibido validez permanente ante Dios y el mundo. Su acción no ha concluido, como tampoco ha concluido la acción histórico-salvífica del Señor glorificado. Por esto es legítimo que la solidaridad activa de los miembros del único cuerpo (cf. 1 Cor 12) no se limite a la Iglesia peregrinante, sino que se extienda a toda la comunión de los santos.

El concilio concluye sus reflexiones con una exhortación a los creyentes, para que conserven la fe de los antepasados en la comunión viva de los santos; y añade una exhortación a los presidentes de la Iglesia para que eliminen y alejen los abusos, las exageraciones o defectos. La predicación del c. a los s. debe tener lugar con la vista puesta en los hombres de nuestros días, cuyas resistencias muchas veces tácitas contra esta devoción no pueden pasarse por alto, y cuya capacidad de venerar a Dios en los santos está en declive, a pesar de toda reflexión teológica de alto nivel. La cuestión de cómo se puede llegar a Dios — experimentado como el completamente otro, como el lejano, como el silencioso — por medio de una escala de mediadores creados, no puede responderse con la alusión a la distinción entre veneratio y adoratio, que surgió de una situación histórica completamente diferente. Esta distinción separa más bien lo que habría que unir, y quizás a la vez causa de la confusión por la que se considera a los santos como una realidad junto a la de Dios. La respuesta sólo puede darse partiendo de una profunda reflexión sobre la unidad entre el –> amor a Dios y el amor al prójimo y sobre la función permanente de la humanidad del Señor glorificado en el orden de la salvación. Sólo así puede llegarse a un entendimiento con el protestantismo, que ha anticipado estas dificultades del hombre moderno.

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Ernst Nietmann