SACRAMENTOS
SaMun


I.
Introducción y visión histórica

«Sacramento» en el sentido teológico-eclesiástico aquí usado es un concepto que abarca siete realizaciones litúrgicas — con eficacia salvífica — de la vida de la Iglesia, a saber: -> eucaristía, -> bautismo, -> confirmación, orden (-> órdenes sagradas), ->matrimonio, -> unción de enfermos y -> penitencia. La teología de los s. que comienza ya en la sagrada Escritura, y se va configurando cada vez más en el transcurso de la historia, esencialmente en relación con preguntas soteriológicas, busca, además de la comprensión de cada sacramento como tal, conocer también lo común que los caracteriza a todos internamente. Mas no puede decirse que el concepto de sacramento se logre simplemente por una pura abstracción. Y menos todavía ha de considerarse como un concepto a priori o revelado del que cupiera deducir especulativamente la esencia específica de cada sacramento. Correctamente entendido, el concepto de sacramento participa de la peculiaridad del concepto de -> vida. «Vida» es un concepto eminentemente concreto y, sin embargo, «universal». La vida se desarrolla en multitud de realizaciones particulares, sin cuya comprensión no puede entenderse ni expresarse más en concreto qué sea la «vida». De modo semejante, la realidad originariamente única de los símbolos salvíficos llamados s. de la Iglesia, realidad que Dios concede en la gracia y que el hombre debe percibir y aceptar, se desarrolla en actos distintos y experimentables bajo modalidades particulares, por medio de las cuales la Iglesia y sus miembros participan hoy de la salvación prometida por Dios a través de Cristo como palabra suya, y producida victoriosa y escatológicamente por él como mediador e Hijo encarnado de Dios. Así entendido, el concepto de «sacramento» en su sentido pleno, aunque se haya logrado relativamente tarde, no es una abstracción secundaria, puramente teorética, de orden teológico u ontológico.

Es indudable que el concepto de sacramento así entendido no se da en la sagrada Escritura. Pero a partir de ésta puede formarse legítimamente una expresión común para designar las mencionadas realizaciones de la vida eclesiástica. Para la fundamentación bíblica hay que remitir en primer lugar a lo dicho con ocasión de cada sacramento en particular. Pero hay además suficientes fundamentos bíblicos para una comprensión teológica de los s. en general. Qué extensión y valor deba concederse a estas germinales afirmaciones bíblico-teológicas, depende decisivamente de la previa inteligencia teológica (actual) de cada sacramento, así como de las decisiones tomadas ya anteriormente, las cuales, por tanto, deben presuponerse en la teología sacramentaria, conrelación a la doctrina de -> Dios, a la -> antropología, a la teología de la -> gracia, a la -> cristología, a la -> escatología y a la -> eclesiología, sin que por ello pueda recortarse el derecho a la -> analogía de la fe, por la que la teología sacramental rectamente formada ha de tenerse en cuenta en los tratados mencionados. Además, en la cuestión del fundamento bíblico de la teología general de los s. y en el enjuiciamiento de su historia, es siempre importante distinguir entre la historia de la palabra y del concepto «sacramento» y la cosa ahí significada, que está siempre viva en la Iglesia (aunque en medida distinta) como realidad recibida, transmitida, vivida y forjadora de respuestas.

Del texto de 1 Cor 10, 1-22 resulta claro que ya en la Iglesia originaria por lo menos el bautismo y la eucaristía se consideraban bajo un aspecto común, y que tanto soteriológica como pastoralmente eran vistos como «medios de salvación» con un carácter análogo. Lo mismo aparece, p. ej., en Ef 5, 21-33, donde, no sin fundamento, el matrimonio, el bautismo y la eucaristía son vistos bajo un aspecto común (que debe determinarse más en concreto). De acuerdo con esto hay otras afirmaciones de la sagrada Escritura que ofrecen principios esenciale's para la posterior penetración teológica de la vida eclesial sacramentaria; estos textos son aducidos al tratar de cada sacramento (y véase también -> palabra; -> símbolo). A partir de estos — y otros semejantes — puntos de apoyo teológicos del NT es comprensible que los padres al principio no subsumieran inequívoca y definitivamente los s. bajo la palabra única «sacramento» (o mysterion, u otra expresión correspondiente). Sin embargo, cada vez más esclarecen los unos signos sacramentales por los otros, elaboran sus aspectos comunes y su unidad, los reúnen de esta o de aquella manera, y así avanzan cada vez más hacia lo que en la edad media pasa a ser doctrina teológica común.

Sin embargo, la expresión «sacramento» experimenta aquí una reducción, siempre progresiva, desde un uso totalmente común (pero específicamente cristiano) para realidades sagradas especiales (sagrada -> Escritura, -> fe, misterios de salvación y de fe, medios de salvación, ritos cultuales, y también alegorías, tipos, etc.) hasta aquellos medios de salvación que después, enfáticamente y con cierta exclusividad, son llamados los siete (y solamente siete) sacramentos.

Para la acuñación del concepto y de la teología de los s. fueron decisivos Tertuliano, Ireneo y Cipriano, y sobre todo Agustín, aunque en él no se da todavía una doctrina «sobre los s. en general». En el ámbito griego hay que citar ante todo, por lo que se refiere al concepto de mysterion, totalmente afín al de sacramentum, a Gregorio Niseno y Juan Crisóstomo. Para los padres en conjunto hay que notar cómo ellos formaron su teología sacramentaria preferentemente por deducciones de las realidades que se dan en los s. particulares, principalmente en el bautismo y en la eucaristía. Isidoro de Sevilla y los teólogos carolingios transmiten a la escolástica primitiva la concepción patrística de los s. En la escolástica son esenciales las aportaciones de Hugo de san Víctor, Pedro Lombardo y, más tarde, Tomás de Aquino.

Lo mismo que en la formación de otros conceptos teológicos y expresiones técnicas, también en la noción de «sacramento», a causa de la progresiva delimitación del concepto, se produce una reducción o visión unilateral de la «cosa» misma. Esto aparece ya mediante una comparación de la teología sacramentaria occidental con la de los teólogos de la Iglesia oriental. Sin embargo, en estos últimos tiempos, por influjo del movimiento litúrgico y de la nueva eclesiología — que están respaldados por el Vaticano ii —, ha hecho su irrupción un fuerte impulso hacia un nuevo conocimiento de la mayor plenitud de la vida eclesiástico-sacramental, a la que, de todos modos, se opone con cierta extrañeza el pensamiento actual, sobre todo por lo que se refiere a la comprensión de la realidad sacramental del símbolo.

II. Afirmaciones fundamentales del magisterio eclesiástico

Como lo prueban la historia de la teología y la de la Iglesia, una doctrina del magisterio de la Iglesia que abarque en común los siete s. se da por primera vez desde la edad media. Un compendio de esta doctrina, decisiva hasta hoy (prescindiendo de algunas completaciones posteriores), lo ofrece el concilio de Trento. Merece destacarse:

1º. Aunque la Iglesia habla también (DS 1348 1602) de s. veterotestamentarios (los cuales en su tiempo eran válidos y a su modo obraban la salvación), sin embargo, su doctrina se refiere a los s. neotestamentarios, en los cuales lo decisivo es que han sido instituido por Jesucristo (DS 1601 1864 2536 3439) y, concretamente, según su «substancia» (DS 3857), sobre la que, por tanto, la Iglesia no tiene ningún poder (DS 1728 3857).

2.° Según su esencia los s. que internamente formen siempre una unidad, compuesta de «materia» (elemento, res) y «forma» (palabra: DS 1262 1312 1671 3315), son signos «visibles» (DS 3315 3857) o símbolos de la gracia «invisible» (DS 1639). Son medios que dan la gracia, los cuales, como «fuerza santificante» (DS 1639), o sea, como «causa instrumental» (DS 1529), designan y «contienen» (DS 3858) la gracia que les es propia de tal modo que la transmiten y producen ex opere operato (DS 1608 3544ss), es decir, no por mérito propio del que los administra o del que los recibe. La manera más precisa de este «producir» la gracia «instrumentalmente» no está aclarada. Parece, sin embargo, especialmente a causa de la necesidad — a veces afirmada — de los s. para la salvación (DS 1604), que este enunciado se orienta hacia una causalidad real (instrumental). El opus operatum no debe entenderse como si los s. produjeran su efecto de una manera «automática o mecánica», o de una forma «mágica». Más bien, la donación de la gracia, tanto en su realidad como en su medida, también depende esencialmente de la disposición del sujeto (como condición, no como causa), es decir, de la —~ fe que se abre a la gracia sacramental y se la apropia (DS 1528ss), así como de la intención del ministro y del sujeto «de hacer lo que hace la Iglesia» (DS 1611s 1617).

3.° La gracia transmitida por los s. corresponde a lo que cada sacramento, como símbolo, significa y contiene (cf. cada sacramento en particular), y es verdadero efecto de los mismos, si bien efecto procedente de una causalidad instrumental. La gracia sacramental es, o bien la gracia justificante (DS 1604 1606), o bien su desarrollo y crecimiento (DS 1638 1310-1313), o sea, es una gracia correspondiente a la específica realidad simbólica de cada momento (cf. DS 1310-1313). Además de esto, algunos sacramentos producen un carácter sacramental especial (DS 1313 1609), y por eso se pueden recibir una sola vez.

4.° Para la Iglesia en conjunto, los s. son necesarios para la salvación (DS 1604), pero esta necesidad se concreta en cada miembro de la Iglesia según su modo específico de ser miembro.

5° De acuerdo con la esencia de los s., que son medios de salvación instituidos por Jesucristo, a quien Dios (Padre) ha dado todo poder (Mt 28, 18ss; Heb 2, 10; 5, 10), y que él ha confiado como tales a la Iglesia; alguien puede administrar un sacramento en nombre de la Iglesia sólo en virtud de la potestad que procede de Cristo o de la Iglesia (DS 1610 1684 1697 1710 1777). Para la administración válida y eficaz de los s. es además necesaria la recta aplicación de la «materia» y la «forma», así como también la recta intención, pero no son necesarios ni el estado de gracia ni la fe ortodoxa (DS 1310 1612 1617). También se requiere en el sujeto la intención suficientemente consciente de recibir el sacramento, prescindiendo de casos especiales (como el -> bautismo de niños»); y con relación a esto se exigen condiciones distintas según el sacramento particular de que se trate.

6.° El número de los s. neotestamentarios de la Iglesia es «ni más ni menos que siete» (DS 1601), a saber, los citados en el apartado I. Pero hay en ellos una gradación por lo que se refiere a su dignidad, a su necesidad y a su importancia para la salvación (respecto de cada cristiano particular: DS 1603 1639).

7.° Las afirmaciones fundamentales aquí compendiadas del magisterio eclesiástico deben complementarse necesariamente con las declaraciones que se refieren a cada sacramento.

8.° Por lo dicho en el apartador resulta comprensible que estas afirmaciones doctrinales precedentes deban entenderse siempre a partir de la situación histórico-eclesiástica en que han surgido. Por eso, de cara a una plenitud y amplitud mayores en consonancia con la actual comprensión de la vida eclesial sacramentaria, hay que superar la unilateralidad de bastantes formulaciones y de planteamientos del problema.

Los intentos ya existentes en la teología a este respecto, han encontrado su confirmación en el concilio Vaticano II. Por esto, entre las afirmaciones del magisterio, también hay que citar necesariamente las declaraciones más importantes de dicho concilio sobre la Iglesia y sus sacramentos. Sin duda es decisiva la (restablecida) afirmación de que la Iglesia misma es «en Cristo, como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, n.° 1). Los s. particulares son considerados como realizaciones de la vida de la Iglesia, cuyo misterio consiste precisamente en que ella, «en y desde Cristo» como su cabeza, es el sacramento originario, el cual, puesto que la Iglesia es vista como comunidad personal de un sacerdocio regio, constituido y santificado por Dios a través de Cristo en su espíritu, se actualiza en los s. particulares y, por medio de éstos, en los miembros de la Iglesia bajo una actividad receptora o mediadora. Y, respondiendo vitalmente desde la santidad así conseguida, dicho sacramento originario se realiza de cara a Dios (Padre). Con ello está fundamentalmente superada aquella visión de los s. y de su gracia que en las afirmaciones anteriores del magisterio tenía un cariz individualista y objetivante. De todos modos, la apertura — confirmada por la Iglesia — de la teología de los s. hacia un descubrimiento más amplio de la vida eclesial sacramentaria, está todavía en las primicias de sus frutos.

III. Teología de los sacramentos

1. La cuestión de los puntos de apoyo teológicos

Puesto que el concepto de sacramento, según lo dicho en el apartado i, no es todavía un concepto bíblico, aunque es un concepto teológico formado legítimamente; la amplitud, estrechez o plenitud de significado con que se comprenda la expresión «sacramento» (y «sacramental») y la realidad ahí designada, dependen ampliamente de la teología misma y de las convenciones y determinaciones históricas de la Iglesia. Ciertamente, de ningún modo se trata aquí de limites determinables arbitrariamente. Pues, aunque el concepto de sacramento — si no ha de determinarse sin tener en cuenta su historia — está relativamente abierto, sin embargo, no es teológicamente legitimo el intento de definirlo a partir de determinados «conocimientos previos»), sin suficiente elaboración teológica, o bien a partir de ciertos prejuicios, para establecer luego, sobre la base de ese concepto previo, la esencia de aquellas realizaciones de la vida de la Iglesia que deben llamarse «sacramentos».

En primer lugar hay que considerar como tales realizaciones eclesiales las siete acciones salvíficas enumeradas y, concretamente, tanto en mismas como en su relación mutua. La consideración comparativa de los s. en particular (cada uno de ellos) permite conocer que éstos poseen un determinado parecido mutuo y, sin embargo, una desigualdad quizá mayor. Por esto, no es posible un concepto de sacramento válido de igual modo para todos ellos en los más pequeños detalles y en todos sus elementos. Mas eso no es óbice para ver cada vez mejor aquella esencial unidad interna que fuerza a comprender los s. como desarrollos de la vida eclesial, originariamente única, concebida por Dios en forma de gracia. Todos los s. se presentan como «autorrealizaciones constitutivas de la Iglesia como sacramento originario; en ellas la Iglesia concreta su esencia propia — como presencia escatológica, histórica y social de la promesa de Dios al mundo — de cara a los hombres particulares y a sus situaciones salvíficas esenciales» (K. Rahner).

Sin embargo, esta definición no es suficiente. P. ej., si se quiere superar la distinción desafortunada (porque generalmente separa) entre la eucaristía como «sacrificio» y como «sacramento», para restablecer — cosa imprescindible hoy día — la visión total de los padres sobre el misterio eucarístico, que también como «sacrificio» es sacramento; entonces hay que incluir necesariamente en la concepción del sacramento otro aspecto, que apenas tiene menor importancia para los otros s., a saber: junto con la consideración de los s. como realizaciones de la Iglesia dirigidas a cada miembro en particular, debe introducirse otro enfoque en el que se vea cómo la Iglesia en sus miembros (y éstos a través de ella) por medio de los s. se realiza a sí misma de cara a Dios (Padre) en actos de gratitud y respuesta. Si así el concepto de la gracia (sacramental), y de la salvación concedida con y por ella, de nuevo se ve suficientemente en su dimensión eclesial histórica, con ello se amplía también la visión excesivamente reducida del ministro y sujeto del sacramento como miembros individuales. Entonces los s. aparecen de nuevo, en un sentido paulino como desarrollos peculiares y concreciones, que se realizan hoy, de aquella plenitud de vida que Dios a través de Cristo ha prometido a los hombres y al mundo, y de la que éstos han sido hechos partícipes de manera irrevocable, escatológica y definitiva. Y a su vez esa plenitud, como percibida y recibida sacramentalmente en la realidad donada de los símbolos, se expresa también y desarrolla como signo sacramental dirigido al Padre, en una doxología eucarística sacramental que reflexiona y agradece, en una apropiación eclesial y personal. Todo depende de que los s. se experimenten y comprendan de nuevo como los gloriosa commercia (con diversas configuraciones) de la vida personal que mana eternamente de Dios (Padre), y que el hombre ha de apropiarse por la palabra y el espíritu divinos, aceptándola personal y eclesialmente, y dándole una respuesta de gratitud; de una vida que así se desarrolla «entre» Dios y el hombre «por medio» de los s. (y de otras acciones) como reales símbolos personales y actuales.

Por el hecho de lo acontecido en Cristo, toda comprensión del ser y de la vida debe desarrollarse a partir de él por la fe. Así resulta el conocimiento teológicamente fundamental de que todá realidad del ser creado (del «natural» y del «sobrenatural»), ya por la -> palabra de Dios — a partir del Padre y en el Espíritu Santo —, está constituida hacia ella y, puesto que existe en la palabra y por la palabra, debe ser comprendida como palabra (por participación) y, en cuanto tal, como «proclamación» y «símbolo» (bajo modalidades diversas) de lo otro o del otro, y así en último término de Dios (cf. Sal 8 y 19 entre otros). El «hecho de Cristo» significa además el misterio de la redención, el cual presupone la creación, la gracia original y el pecado en el horizonte histórico-salvífico. Puesto que la salvación escatológica ha sido efectuada por la encarnación del Hijo de Dios en la carne pecadora, por la cruz y la resurrección de Jesucristo, y ha sido prometida y concedida irrevocablemente a la humanidad y al mundo, en consecuencia los s., como acción salvífica así realizada y como símbolo real y actual, que aplica y representa el efecto de la redención salvadora también participan necesariamente de la «necedad de la cruz» (1 Cor 1, 23) y de la «fuerza y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24), que se atestigua y actúa en la «debilidad de Dios» (1 Cor 1, 25), es decir, participan de la promesa y apertura ahí escondidas — pero accesibles a la fe por la benevolencia divina — del sentido y del ser contenidos en la vida dada por Dios para el tiempo de la Iglesia y para el eón venidero, vida que en la resurrección del Señor ha sido concedida definitiva y escatológicamente a su Iglesia.

La visión, ganada a la luz de Jesucristo, de la plenitud del misterio de la creación y de la redención como autocomunicación de Dios, histórica y escatológica, que fundamenta y consuma, es capaz de impedir en principio todos los enfoques unilaterales y malentendidos por los que se ve amenazada una y otra vez la teología de los s.: un dualismo de «-> naturaleza y gracia»; un mecanicismo o materialismo pseudosacramental y mágico de la salvación; un espiritualismo inhumano y nada divino, porque es hostil al cuerpo y al mundo; un materialismo pagano del mundo presente; una rivalidad no cristiana entre la palabra de la proclamación (evangelio) y los s.; un sacramentalismo exagerado, el cual olvida que los s. no son las únicas realizaciones personales y eclesiales de vida en las que Dios se promete y comunica salvíficamente a los hombres por medio de Jesucristo, pues hay también otras maneras semejantes e imprescindibles de signo y de mediación de Dios configuradas por Jesucristo, como, p. ej., la sagrada Escritura, la predicación, la ayuda a los necesitados (Mt 25, 31-46) y las demás obras de misericordia.

2. Líneas fundamentales de una concepción teológica de los sacramentos

Según se desprende de las reflexiones precedentes, partiendo de una base ontológico-teológica e histórico-salvífica suficientemente amplia, en la comprensión teológica de la realidad simbólica de los s. el hombre de hoy en principio ya no puede encontrar más obstáculos que los ineludibles para la fe cristiana en general, con tal no se hagan recortes apriorísticos en el esclarecimiento cristiano de la realidad.

a) A pesar de las dificultades evidentes que dificultan al hombre de hoy un conocimiento imparcial y una valoración de la realidad simbólica o sacramental de la Iglesia, no obstante, él puede hallar puntos de apoyo antropológicos para una comprensión de los s. tal como responde a la fe cristiana. Un primer punto de apoyo sería el conocimiento — todavía hoy ineludible — de la posibilidad y necesidad originariamente humanas, experimentables en todas partes (porque en forma consciente o inconsciente actúan permanentemente), de «expresarse» a sí mismo ante los demás. El propio ser personal, los propios pensamientos y estímulos de la voluntad, para poder existir necesitan expresarse en uno mismo y en «otro». Así el alma existe en su esencia «propia» en cuanto se corporaliza y acuña en «su» cuerpo como su «otro», y precisamente así es ella misma y hace existente y operante su esencia. Algo semejante puede decirse sobre las actitudes anímicas o espirituales, que sólo son reales y se hacen operantes en cuanto se expresan en gestos y palabras y acuñan otra cosa. Con esto queda indicado lo que en un sentido auténtico y amplio significa «-> símbolo».

En una visión más profunda se pueden reconocer, además del cuerpo, toda una serie de tales símbolos que pertenecen simplemente a la esencia concreta del hombre y que se sirven de facultades propiamente humanas de expresión, como las distintas posiciones corporales, el «lenguaje» de las manos y del rostro, la palabra, que designa, contiene y hace operante la persona. Hemos de recordar también que el commercium interpersonal y las actitudes personal-colectivas se expresan tomando cuerpo en múltiples formas, de modo que solamente se hacen realidad auténtica cuando están configuradas por la comunidad de muchos. La mirada a la historicidad del hombre permite reconocer además símbolos o autoexteriorizaciones de una persona o de una comunidad surgidos históricamente, los cuales han sido fijados por la voluntad humana y, por tener un carácter interpersonal, son reconocidas como vinculantes, sobre todo cuando muestran estructuras universales del hombre.

Otro punto de apoyo para la comprensión de los s. puede ser el conocimiento de la peculiaridad y singularidad de determinados actos de la vida, de determinados días y momentos de la misma que pertenecen ineludiblemente al hombre y a su existencia, y que, como tales, bien en sí mismos, o bien a manera de representación conmemorativa, son operantes en cada hoy, p. ej.: nacimiento, muerte, comida, diálogo, matrimonio, familia e instituciones sociales, con sus servicios y potestades que han de configurarse en cada caso. Se puede mostrar que las acciones sacramentales particulares de la vida eclesial corresponden a tales configuraciones de la vida natural del hombre que se actualizan en las acciones particulares, aunque sin confundirse plenamente con ellas. A todos los símbolos y configuraciones mencionados, en los que se hacen reales y eficaces la vida y la existencia humanas por cuanto se expresan en «otra cosa» es común el hecho de que, a pesar de toda la positividad de su forma y contenido concretos, se apoyan en estructuras fundamentales del hombre, las cuales vienen dadas ineludiblemente con el ser humano como tal, por fundarse en la constitución espiritual-corporal del hombre y, por tanto, en la «positiva» voluntad creadora de Dios.

b) A estos posibles puntos de apoyo para la comprensión actual de los s. se añaden datos fundamentales de la historia (especial) de la revelación y de la salvación, y, por cierto, como algo históricamente «nuevo» que se debe a la acción creadora de Dios. Una vez reconocida la -> revelación (especial) y con ello la autocomunicación salvífica del Dios único y trino que dispone benignamente todo ser y vida, en principio queda abierto también el acceso a las formas «positivas» y explícitas de autocomunicación divina, que Dios ha puesto libre y creativamente. Desde un punto de vista concreto e histórico hay que ver como fundamentación de toda la especial acción salvífica de Dios el establecimiento del pacto con su pueblo, Israel, pacto histórico que Dios instituyó de manera singular, irrevocable y libre, y que debe ser aceptado, disfrutado y respondido por el hombre. En virtud de ese pacto Israel, en calidad de pueblo de Dios, fue instituido como signo (de salvación) entre los pueblos: toda salvación viene de los judíos (cf. Jn 4, 22; Rom 9-11). Este pacto está fundamentado, cumplido y sellado por encima de los tiempos en el cordero pascual (en el primero y en el de cada año).

Este rito, lo mismo que otros «ritos» salvíficos del AT ordenados a él, a la luz del NT, aparecen como «sacramentos» precursores, que tendían a la plenitud de la acción escatológica y definitiva de Dios en la alianza nueva y eterna.

Así como los s. veterotestamentarios fueron para Israel, es decir, para cada israelita, concreciones salvíficas siempre actualizadas «hoy», conmemorativas y prognósticas, de la anterior promesa de Dios, acreditada en las acciones salvíficas particulares (p. ej., en la liberación del pueblo de la esclavitud en Egipto), así también en los s. neotestamentarios está como base la plenitud consumada, victoriosa y escatológica de la comunicación de Dios mismo en Cristo. Precisamente esta culminación histórica e irrepetible (porque está consumada escatológicamente) de la historia de la salvación y, con ello, la absoluta comunicación de Dios mismo, en su manera de darse tiene el carácter divino de palabra y de «símbolo» radicalmente originales, que fundamentan todas las formas «sacramentales» (en sentido estricto) y todas las demás formas de mediación.

Esa culminación se ha dado por la palabra una y perfecta de Dios en la que él de tal modo se pronuncia en otro a sí mismo como autor de todo ser y de toda vida, que por ello este otro se llama Hijo de Dios, y él mismo se llama Padre (ambas cosas en el sentido consumado del NT). Y a la vez el mutuo «ser con» y «para» del Padre y del Hijo en su vida interpersonal constituye un «otro» divino y personal, el Espíritu Santo, como «expresión» del amor personal y divino. Está realidad originaria de vida comunicada plenamente en el commercium divino del amor realizado personalmente, que tiene un fruto personal y que se manifiesta perfectamente en el otro, ha sido prometida y concedida en forma consumada y escatológica a la humanidad y al mundo en Jesús, el Logos-Dios encarnado. El hombre Jesucristo, instituido por Dios en virtud de la unión hipostática como el mediador humano-divino, como el único mediador, es así por antonomasia el único sacramento originario y personal de Dios y del hombre. Por el Espíritu Santo como divino «con» y «para» personales, que habita en Cristo con plenitud divina, está en él como hombre el Espíritu en su mediación originaria, es decir, la prenda y el «alma» presente y operante en toda vida, que desde Dios brota eternamente hacia la humanidad y el mundo, y que se pronuncia a sí misma «en» y «por» «otro», precisamente en el Espíritu y en sus «gemidos inenarrables» (Rom 8, 23-27), y lo hace por medio de la palabra encarnada, llena de Espíritu, dirigida al Padre en respuesta agradecida. Esta comunicación absoluta de Dios mismo estaba y está ligada a la manera de existir del Logos encarnado de Dios. Para que dicha comunicación llegara personal e históricamente a todo hombre, Cristo tuvo que irse (cf. Jn 16, 7). Dios quiso hacer divina y eterna la mediación de Cristo, exaltándolo por la resurrección y dándole la plenitud del poder divino, a fin de que Cristo comunicara a «otro» su Espíritu como prenda y principio de vida, y ese otro es su «cuerpo» y «plenitud».

El otro así configurado, vivificado por el Espíritu, es la Iglesia, el «pueblo de Dios» escatológico, que el Padre por medio de Cristo ha instituido como signo y sacramento originario. Esta Iglesia así entendida, en su condición de «cuerpo» de Jesucristo, el eterno y sumo sacerdote poderosamente exaltado, realiza en numerosos actos y manifestaciones de vida lo que, por ser «sacramento en Cristo», le ha encargado él, que es su cabeza.

c) Desde este enfoque, en que la Iglesia es entendida como pueblo de Dios (Padre) y cuerpo de Jesucristo vivificado por el Espíritu Santo, la cuestión de la Institución de los s. coincide con la de la institución de la Iglesia por Jesucristo. Lo mismo que en lo referente a la Iglesia, con relación a los s. Jesucristo debe ser entendido como mediador que cumple la voluntad del Padre. Así la Iglesia y los s. aparecen anclados de manera igualmente fundamental en la voluntad de Dios (Padre). Y lo mismo la Iglesia que los s., están ahí (han sido instituidos) y son posibles como actos de vida en la medida y plenitud en que lo acontecido en Cristo ha experimentado su consumación. En consecuencia tanto la Iglesia como los s. quedan instituidos de manera plenamente válida y con virtud operante cuando Jesucristo ha cumplido su obra salvífica y ésta ha sido aceptada y confirmada por el Padre, a saber, «después» de la resurrección y misión del Espíritu. Sólo si se ve de esta manera, está en su debido horizonte el tema de la «institución» de los sacramentos «por» Cristo.

E igualmente puede ponerse de manifiesto en qué medida los s. (en su forma concreta de cada momento histórico) participan del misterio de Cristo o del Señor glorificado: son siempre la realización actual de la vida dada a la humanidad y al mundo en la singular acción salvífica de Jesucristo, de una vida que, conmemorando y anticipando, proclamando y esperando el misterio de Cristo, se prepara para aquella consumación escatológica en la que la Iglesia, edificada definitivamente como cuerpo perfecto de Cristo, por medio de él, su cabeza, en acto de agradecimiento y homenaje se postrará como pueblo de Dios a los pies del Padre, para que así Dios sea todo en todo (1 Cor 15, 20-28). Los s. son, pues, por un lado realizaciones de la vida de la Iglesia durante este eón; y su eficacia ex opere operato se deduce de la consumada y victoriosa acción salvífica de Cristo, la cual, en su poderío irrevocable, ciertamente puede ser recibida con gratitud o rechazada, pero no necesita ningún «complemento» humano. Por otro lado los s., lo mismo que la Iglesia, muestran un carácter esencialmente escatológico, de manera que la plenitud de gracia dada en ellos participa y hace participar decisivamente de la esperanza cristiana escatológica, que en la acción de cada hoy se dispone y proyecta hacia la venida definitiva del Señor.

Así los s. se presentan como símbolos actuales y personales llenos de realidad, los cuales han sido establecidos por Dios mediante una acción creadora y han recibido una configuración humana e histórico-salvífica en la obra de Cristo. Los s. proceden de la Iglesia como cuerpo de Cristo y sacramento originario. Por medio de ellos (y de otras formas de mediación igualmente esenciales y acuñadas por Cristo) puede y debe conocerse, experimentarse y gustarse qué y quién es y será Dios para los hombres como salvación suya. Los s. son signos de que Dios ha aceptado y agradecido de nuevo al hombre entero en su constitución personal y corporal, junto con su mundo material configurado por el espíritu; y por medio de ellos el hombre así agraciado puede realizarse en la Iglesia a través del Verbo divino hacia el Dios Padre en la vida eterna del Espíritu Santo.

BIBLIOGRAFÍA: Cf. la bibliogr. espec. de K. Prümm - R. Schnáckenburg - J. Finkenzeller - K. Ráhner - E. Kinder, S.: LThK2 IX 218-232; F. Lakner, Sakramentale Gnade: LThK2 IX 232 f.; K. Ráhner, Sakramentetheologie: LThK2 240-243; E. Kinder - E. Sommerlath - W. Kreck: RGG V 1321-1329. — P. Neuenzeit - H. R. Schiene, S.e: HThG II 451-465; Schmaus D IV/1 (61964) (bibl.). — B. Geyer, Die Siebenzahl der Sakramente in ihrer hist. Entwicklung: ThG1 10 (1918) 325-338; J. Pinsk, Die sakramentale Welt (Fr 21941); Th. Filthaut, Die Kontroverse über die Mysterien-lehre (Warendorf 1497); A. Kolping, Sacramentum Tertullianeum (Mr 1948); E. Biser, Das Christusgeheimnis der Sakramente (Hei 1950); H. Schillebeeckx, De sakramentele Heilseconomie (An 1952); 0. Semmelroth, La Iglesia como sacramento original (Dinor S Seb 1962); A. M. Landgráf, Dogmengeschichte der Frühscholastik III/1 (Rb 1954); J. Pieper, Weistum, Dichtung, Sakrament (Mn 1954); L. Kruse, Der Sakramentbegriff des Konzils v. Trient u. die heutige Sakramentetheologie: ThG1 45 (1955) 401-412; Rahner II-VI passim; A. Piolanti, I Sacramenti (Fi 1956); H. Asmussen, Das Sakramente (St 1957); H. Schillebeeckx, Sakramente als Organe der Gottbegegnung: FThH 379-401; O. Semmelroth, Personalismus und Sakramentalismus ...: Schmaus ThGG 199-218; H. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del hombre con Dios (Dinor S Seb 31966); M. M. Philipon, Les sacrements dann la vie chrétienne, P 1946; G. van der Leeuw, Sakramentales Denken. Erscheinungsformen u. Wesen der außerchristl. u. christl. Sakramente (Kassel 1959); H. R. Schlette, Kommunikation und Sakrament (Fr 1959); 1. Pieper, Symbol u. Öffentlichkeit. Über den sakramentalen Sinn: Hochland 52 (1959/60) 497-504; O. Semmelroth, El sentido de los sacramentos (Fax Ma 1966); 0. Casel, Das christliche Kultmysterium (Rb 41960); 1. Jorissen, Materie u. Form der Sakramente im Verständnis Alberts d. Gr. (Mr 1961); K. Rahner, La Iglesia y los sacramentos (Herder Ba 21967); J. M. R. Tiilard, La triple dimension du signe sacramental: NATh 83 (1961) 225-254; E. Kinder, Zur Sakramentlehre: Neue Zschr. für Systematische Theol. 3 (B 1961) 141-174; B. Leeming, Principles of Sacramental Theology (Lo 21961); B. Häring, La nueva alianza vivida en los sacramentos (Herder Ba 21971); idem, La vida cristiana a la luz de los sacramentos (Herder Ba 1972); R. Schulte, Iglesia y culto, en El misterio de la Iglesia (Herder Ba II 1966) 303-424; B. Piault, Was ist ein Sakrament? Aschaffenburg 1964); H. Kühle, Sakramentale Christusgleichgestaltung (Mr 21964); A. Van Roo, De sacramentis in genere (R 1966); A. Winklhofer, La Iglesia en Íos sacramentos (Fax Ma 1971); (bibl.); Ch. Anciaux, Pastoral de los sacramentos (Síg Sal 1968; B. Bro, El hombre y los sacramentos (Síg Sal 1968); F. Quadri; Sacramentos y vida (Espirit Ma 1968); K. Rahner, Vida espiritual-Sacramentos (Taurus Ma 31968); J. P. Schanz, Los sacramentos en la vida y en el culto (S Terrae Sant 1968); M. Nicoláu, Teología del signo sacramental (E Cat Ma 1969; J. L. Lárrobe, El sacramento como encuentro de salvación (Fax Ma 1971). Cf. Ios manuales de teología dogmática (p. ej. J. Auer - J. Rátzinger, Curso de teología dogmática vr (Ba Herder 1975) teología moral y teología pastoral; cf. igualmente la bibliografía de cada uno de los sacramentos en los manuales mencionados y en esta enciclopedia teológica.

Raphael Schulte