RESURRECCIÓN DE JESÚS
SaMun
 

I. Consideraciones preliminares

Si la r. de J. ha de predicarse hoy día de forma fidedigna como el dogma fundamental del -> cristianismo, hay que empezar (lógicamente) por mostrar el horizonte apriorístico en la existencia del hombre, dentro del cual puede hacerse inteligible y «aceptable» la r. de J. Este postulado no puede invalidarse diciendo que esa cuestión «transcendental» se plantea, en tiempo y espacio, después de la experiencia histórica de aquello para lo cual la respuesta a tal pregunta ha de ofrecer el horizonte y la condición de posibilidad. Pues este recíproco condicionamiento de experiencia efectiva y establecimiento (reflejo) de su posibilidad se da siempre en la existencia espiritual del hombre.

1. El hombre es el ser de la expectación del futuro, que es consumación. Dada la unidad del hombre, de suyo él no puede pensar esta consumación para la vida que vive simplemente como consumación del «alma». El hombre vive para su consumación integral; pero él no puede imaginar el «cómo» de esta consumación, aunque pueda concebir ciertos factores de la misma (la consumación del espíritu personal como tal) mejor que otros. Aquí ha de quedar abierta la cuestión de si esta consumación, como apetecida, es la plenitud de la «naturaleza» del hombre, o de la esencia del hombre que (por el existencial sobrenatural) tiende como a su fin (que así experimenta implícitamente) a la consumación de la comunicación de Dios. Si «carne» en sentido bíblico se entiende como el ser (caduco) del hombre, puede decirse de todo punto que el hombre dirige su esperanza a la «-> resurrección de la carne» como a la consumación de su existencia. Porque con ello no se da ninguna representación concreta sobre cómo haya de pensarse esta resurrección de la carne que, por «transformación», llegará a la consumación (lo que tampoco se hace en el dogma de la resurrección de la carne: -> escatología), sino que sólo se sostiene que la unidad substancial y existencial del hombre nos prohíbe excluir de antemano ciertas «regiones» de la existencia humana, como si fueran meramente transitorias, de la consumación de la existencia a la que se tiende asintóticamente.

2. Si la comunicación de Dios al hombre por la -> gracia tiene una historia que tiende a esa consumación (en que el Pneuma es la salvación transfigurante de toda la existencia), consecuentemente, partiendo de esta constitución sobrenatural transcendental (es decir, la estructura dinámica — afectada por la gracia — del sujeto, la cual existe como tal con anterioridad a todo acto de conocer y querer, y se actualiza en estos actos, dirigiéndolos al Dios que se comunica a sí mismo y, por ende, positiva o negativamente a la salvación sobrenatural) en su realización histórica, puede preverse como fin de la esperanza y como punto culminante al que tiende asintótica, irreversible y definitivamente esta historia el caso en que: a) la existencia de un hombre determinado se consuma en su totalidad como principio y fundamento (-> redención) del fin victorioso y salvífico de la historia entera; y, b) es aprehendida como tal acontecimiento en la experiencia de la fe.

3. No cabe exponer aqui más despacio que — y por qué — este primer acontecimiento salvífico (esperado siempre por lo menos implícitamente) de un hombre definitivamente salvado y consumado como experiencia y garantía del desenlace positivo de la historia de la salvación en conjunto, implica la noción del absoluto mediador de la salvación, y éste la de la -> encarnación del Logos y de la unión hipostática. Tampoco es posible mostrar aquí por qué tenemos derecho a creer que este punto culminante de la historia de la salvación, que puede alcanzarse «transcendentalmente», se logró precisamente en Jesús de Nazaret. De ello se hablará en el apartado u (si bien, por motivos prácticos, pensamos ya aquí, en el campo hipotético, las posibilidades y los problemas teorético-cognoscitivos de este acontecimiento mirando a la experiencia de la r. de Jesús).

4. Pero este punto de partida muestra lo que aquí interesa:

a) Esa consumación definitiva de un hombre como experimentada (y así como contituyente de la situación escatológica de salvación de quienes la experimentan) es a la vez: 1.° el punto culminante de la historia de salvación; y 2.° la acreditación suprema de esa misma historia. La acreditación (-> milagro) y lo acreditado son aquí idénticos.

b) Ya de ahí resulta que, respecto de este acontecimiento, se da una singular situación cognoscitiva. Por la esencia de la cosa misma se da aquí el caso más radical de recíproco condicionalmente entre fe y motivo de fe. Como acontecimiento fundamental de salvación escatológica, esta «resurrección» es esencialmente objeto de fe, y consiguientemente, sólo es alcanzado por la fe (bajo la luz de la fe que, como comunicación divina, es la dinámica hacia esa consumación). Y, a la vez, en este acontecimiento de salvación halla la fe la razón histórica que le da fuerzas, que la legitima. Ese «círculo» no hace imposible el acceso desde fuera al fundamento de la fe, es decir, a la resurrección (cuya credibilidad se muestra en teología fundamental), pues este círculo es puesto por la gracia (como gracia de la fe ofrecida, que, por su esencia, es gracia de la fe en la resurrección) y, consiguientemente, el hombre no tiene que enfrentarse con él desde fuera.

Esta resurrección hacia un estadio definitivo de la existencia humana que consuma la historia, es por su esencia un objeto singular de conocimiento. No debe, en efecto, confundirse por su esencia con el retorno de un muerto a su anterior existencia biológica, al tiempo y al espacio, que forman la dimensión de la historia inacabada. No puede, por ende, tratarse de antemano de un objeto ordinario de experiencia, cuyo conocimiento pueda subsumirse bajo las otras experiencias, bajo sus condiciones y posibilidades. Es la experiencia sui generis que, si es en absoluto posible, aprehende también justamente la definitiva transformación de lo históricamente experimentable. Fe y experiencia, testificación y testificado, se hallan aquí, por la esencia misma de la cosa, compenetrados de forma singular, sin que por ello esta unidad se convierta en uniformidad indiferenciada y pueda decirse que sólo alcanzamos el testimonio simple y puro, y no su propia estructura, en la que es posible conocer la diferencia entre la experiencia y lo objetivamente experimentado.

Karl Rahner

II. Datos del Nuevo Testamento

Según el pensamiento apostólico, la r. de J. es el acontecimiento central de la historia de la salvación, el hecho capital del orden escatológico de la salvación. Como tal es, junto con la cruz, tema central del -> kerygma y de la instrucción teológica.

1. El kerygma

A pesar de la variedad en sus formulaciones neotestamentarias (cf. 1Cor 15, 3b-5: Act 2, 22-36; 10, 34-43; 13, 23-41, etc.; cf. Rom 1, 3-4; 2Tim 2, 8) y en sus «esquemas literarios (cf., p. ej., 1 Cor 15, 3b-5 y Act 3, 12-26), el mensaje pascual de los medios apostólicos ofrece en todas sus formas los mismos aspectos esenciales, positivos o históricos, doctrinales y escriturísticos. Como la predicación eclesiástica no tiene más norma y fundamento que el evangelio tradicional de la cristiandad inicial (cf. 1 Cor 15, 11), es oportuno esbozar aquí estos aspectos.

a) Según el principio subrayado por Lucas (cf. Lc 24, 48; Act 1, 21-22, etc.) y vigente ya en la comunidad de lengua aramea (cf. 1 Cor 15, 3-5; Gál 2, 1-10), el kerygma es por naturaleza testimonio de la r. de J. No expresa sólo la fe pascual, sino que subraya en primer término que la creencia en Cristo resucitado está garantizada fundamentalmente por la experiencia colectiva e individual de los apóstoles inmediatamente después de la pasión.

Los relatos de los Evangelios (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 1-20; Le 24, 1-53; Jn 20, 1-29; cf. Act 1, 3-14; Jn 21, 1-23; Mc 16, 9-20) son el testimonio más elocuente de esto. Dispares por su origen y redacción, muestran precisamente por su diversidad que la Iglesia apostólica no dejó de justificar el kerygma por los hechos cuando los formulaba para atender a coyunturas pastorales y misioneras nuevas.

Según la tradición joánica y sinóptica, en conjunto fueron los siguientes acontecimientos los que acuñaron la experiencia pascual de los discípulos de Jesús. Al amanecer del tercer día, unas mujeres, entre ellas María de Magdala, fueron al sepulcro (cf. Mt 28, 1; Jn 20, 1). De lejos vieron la piedra «quitada» (cf. Jn 20, 1; Mc 16, 4). Volviéronse a toda prisa a casa, no sin informar del suceso a los discípulos que pudieron ver (cf. Jn 20; Lc 24, 9 y Mt 28, 8). Ante la noticia, «algunos» (cf. Lc 24, 24) — según una variante especial de la tradición, Pedro y Juan (cf. Jn 20, 2-10; Lc 24, 12) —, acudieron al sepulcro; pero, a diferencia de las mujeres, entraron en él y, al hallarlo vacío, se quedaron perplejos. Sin embargo, las apariciones disipan la incertidumbre de los discípulos. Son a la vez «visión» y «audición» del Señor resucitado (cf. Act 4, 20; Mt 13, 16-17 par), y sin duda tienen gran semejanza con la aparición de Cristo en Damasco (cf. Act 9, 3-7; 1 Cor 15, 5-8). Tienen carácter — individual o colectivamente— de «reconocimiento» o de «misión» (cf. 1 Cor 15, 5a par; Jn 20, 24-29; 1 Cor 15, 7a y EvHebr, fragm. 7; Mt 28, 9-10 par; 1 Cor 15, 5b y 7b; Mt 28, 15-20; Lc 24, 36-48 = Jn 20, 19-23; Act 1, 4-8; Mc 16, 14-20).

Con ritmo desigual, se extienden sobre un espacio de tiempo relativamente largo — el marco de «cuarenta días» es desconocido en la paradosis antigua —, y se sitúan, cuando los textos indican los lugares, en Galilea y Jerusalén: la tradición de las apariciones jerosolimitanas, atestiguada por Jn (cf. 20, 11-29), por Lc (cf. 24, 13-53; Act 1, 4-14) y en parte por Mt (cf. 28, 9-10), es por lo menos tan importante como la que habla de las apariciones de Cristo en Galilea, documentada en Mc (16, 7.14-20) y en Mt (28, 7.16-20).

Para responder a las necesidades espirituales de los oyentes y para resaltar la actualidad del mensaje, la predicación posterior comenta estos episodios según diversos temas sacados de la antropología judía y, sobre todo, del mundo de las representaciones bíblicas: el ángel del sepulcro, las pruebas por las que el Señor mismo resucitado manifiesta su condición corporal nueva y su identidad con el Jesús de la cruz, las instrucciones eclesiales y teológicas que precisan el primitivo mandato misional y lo amplían. Todos estos rasgos, secundarios por su peso y procedencia, no tienen en definitiva otro motivo que subrayar la verdad del kerygma y la conformidad de la Iglesia pospascual con la voluntad del maestro glorificado, desde un punto de vista muy determinado.

Fidelidad al testimonio de los discfpulos y adaptación del mensaje a las necesidades de la hora, son así los imperativos de la Iglesia apostólica en la acción misionera. Ellos explican el desenvolvimiento de la tradición y permiten apreciar en su verdadero valor los datos varios de los relatos neotestamentarios.

b) Como garante de la glorificación de Cristo, el apóstol es por eso mismo testigo de Dios. La resurrección es más que un hecho de la historia. Es la palabra decisiva del diálogo que Dios entabla con el mundo, la demostración maestra por la que quiere convencer a los hombres de su fidelidad, de su «sabiduría» y de su «poder» (cf. 1 Cor 1, 22ss).

El acontecimiento de pascua es, en efecto, la obra por excelencia del Padre. Afirmado en el kerygma (cf. 1 Cor 15, 4b; Act 2, 24a, etc.) y subyacente en las diversas formas del pensamiento judeo-cristiano primitivo (sólo el cuarto evangelio, en que la salida del sepulcro es el acto inicial de la «subida» del Hijo a Dios, ofrece la idea de la resurrección llamada activa), este artículo, fundamento del credo apostólico, contiene in nuce los temas de la espiritualidad y de la teología pascuales. Para el judaísmo bíblico y posterior de Palestina, la vuelta de los muertos a la vida en los tiempos escatológicos es el signo característico de la nueva creación. «Vivificar a los muertos» es, por consiguiente, prerrogativa del creador. Los discípulos aplican este principio a la r. de J. y sacan de ahí las consecuencias siguientes: 1.a Al resucitar a Jesús «al tercer día», el Padre corroboró, para confusión del mundo, sus títulos mesiánicos. 2.a Más aún, lo estableció para siempre en la función de redentor. La obra salvadora no quedó acabada por la expiación en la cruz. Sólo se consuma mediante la resurrección renovadora.

La comunidad palestinense y helenista expresa estos temas por los múltiples títulos que da al Señor resucitado en el kerygma y en la oración. Jesús es el «Justo» (cf. Act. 3, 14; 7, 52), el «Santo» (cf. 3, 14; Mc 1, 24 par; Jn 6, 69; Act 2, 27 par), el «Cristo» (cf. 1 Cor 15, 3b; Act 2, 36; 4, 26s; 10, 38), el «Hijo del hombre» (cf. Act 7, 56), el «Hijo de Dios» (cf. Act 8, 37), el «Señor» (cf. 1 Cor 16, 22; Ap 22, 20; Flp 2, 11; Act 7, 59s). Según otras denominaciones con contenido especialmente soteriológico, él es el «Profeta» (cf. Act 3, 22; 7, 37), el «Siervo» (cf. Act 3, 14.26; 4, 25.27.30), el «Salvador» (cf. Act 4, 9-12; 5, 31; 13, 23), la «Cabeza», o el «Autor» (cf. Act 5, 31; Heb 12, 2) de la «salvación» (cf. Heb 2, 10) y de la «vida» (cf. Act 3, 15). La cristiandad apostólica desarrollará, como veremos, el sentido doctrinal y religioso de estos títulos, cuyas raíces son ante todo veterotestamentarias y judaicas.

c) Obra del Padre, la r. de J. responde a una disposición esencial del plan divino; con otras palabras, es uno de los hechos decisivos de la historia de la salvación. La tradición antigua lo pone de relieve, aunque sólo en esbozo contiene una teología histórica de la salvación. A este fin se vale de los temas siguientes.

El testimonio o la «prueba» escriturística caracteriza el kerygma (cf. 1 Cor 15, 4b; Act 2, 24a, 25-31, etc.; cf. Lc 24, 7.25-27; 32, 44-47; jn 20, 9). A pesar del giro más bien lacónico de las indicaciones que ofrecen las fuentes en este contexto, según parece, aducen dos grupos de lugares de la Escritura que se refieren a la resurrección: Os 6, 2 par e Is 53, 10-12 par. Las referencias al «Justo» paciente y glorificado están en primer plano por su importancia. Además de Is 52, 13-53, 12 y Sal 22, 2-32 (cf. 1 Cor 15, 3b y 4b; Act 3, 13-26; Flp 2, 6-11), aluden a los fragmentos del Sal 18, 5-6 (cf. Act 2, 24a) en particular y del Sal 16, 9-11 (cf. Act 2, 25-31; 13, 35-37), y muestran lo siguiente: a los ojos de la comunidad apostólica la resurrección es ante todo y de manera eminente la respuesta del Padre a la súplica de Cristo en la cruz (cf. Mc 15, 34 par), la «salvación» del Mesías, presa de los asaltos del infierno (cf. Act 2, 24), y la «recompensa» concedida al siervo «obediente» en el dolor (cf. Flp 2, 9). Como vestigios de un pensamiento arcaico, estas citas, que sin duda se remontan a la predicación palestinense, parecen subrayar a su manera que pasión y resurrección en la Escritura son aspectos de un misterio único. Así difieren de otros oráculos relativos al suceso histórico del tercer día. El texto de Os 6, 2 y sus paralelos apenas han sido resaltados posteriormente (cf. 1 Cor 15, 4b; Act 10, 40; Mt 16, 21 par). Según todas las apariencias sólo serefieren al carácter inmediato de la intervención divina liberadora en favor del Mesías.

Como testigos de una forma mäs evolucionada de la tradición, los relatos evangélicos van más allá de los datos primordiales de la predicación inicial. El argumento escriturístico sólo es recordado de manera ocasional en ciertos fragmentos con matiz arcaizante. Para situar la resurrección en el designio de Dios, el relato presinóptico del sepulcro vacío emplea el tema literario del angelus interpres (cf. Mc 16, 5-6 par). Con ello destaca: 1º. que el acontecimiento de pascua, el cual significa su consumación mediante el sepulcro vacío, es punto decisivo de la historia de la salvación; 2.° que Dios es autor a la vez de la resurrección y del kerygma, transmitido en su fórmula misma (Mc 16, 5-7 par = Act 3, 15, etc.) por el ángel a las mujeres e indirectamente a los discípulos (compárese con Lc 24, 44-48 par, donde es el Señor resucitado quien formula el mensaje pascual). Ahí laten intenciones kerygmáticas muy concretas. A medida que la tradición se desarrolla, ésta tiende a insistir en su fidelidad al testimonio de los discípulos. La predicación reciente no deja vacío el mensaje primitivo, sino que de él saca su norma y fundamento.

2. La teología neotestamentaria de la resurrección

La reflexión apostólica precisa mejor el objeto doctrinal del kerygma. Se refiere ante todo al hecho de pascua, pero muestra con igual fuerza su sentido soteriológico y mesiánico. Por su exaltación, Jesús no sólo aparece confirmado en sus prerrogativas cristológicas, sino que es a la vez el hombre nuevo, tipo y principio de la humanidad restaurada.

a) La resurrección redentora. Según la antigua tradición profética, en los últimos tiempos Dios «vivificará» por el «espíritu» a Israel, herido de «muerte» por su infidelidad a la -> alianza. En otros términos, la obra mesiánica es la renovación de la humanidad; la salvación significa por esencia el restablecimiento del pueblo y del individuo en el Pneuma.

Propuesto por Ezequiel (cf. 36, 25-27; 37, 1-14) y por Jeremías (cf. 31, 31-34), y recibido y desarrollado en los medios pietistas del judaísmo bíblico (cf. Sal 51, 7.9-14) y palestinense (cf. 1QS iv, 18-26; cf. Mc 1, 9-11 par), el oráculo sobre el segundo Adán o el hombre escatológico halla su cumplimiento en el hecho pascual, que la Iglesia primitiva presenta desde el primer momento como el acto de la nueva creación.

Jesús sufrió por la resurrección una «transformación» plena de su condición humana. Los textos apostólicos, no sin una continuidad real de pensamiento, aducen sus dos aspectos inseparablemente unidos entre sí. 1º. Jesús es en adelante pneuma. Según la antigua fórmula de fe citada en Rom 1, 4, Jesús tiene el «espíritu de santidad» (pneuma agiosynés), la fuente de perfección moral y religiosa, mediante la cual el hombre participa del mundo trascendente de la luz. Según la exposición más sintética de 1 Cor 15, 15-45, él es «espíritu vivificante», a diferencia del primer hombre, que sólo era «alma viviente». Sin duda estos enunciados, fundados en la inteligencia judaica de Gén 2,7, están ampliamente determinados por la antropología y el dualismo palestinenses. Pero, no obstante, atestiguan que, según el pensamiento judeo-cristiano y gentil-cristiano, Jesús en su nueva humanidad es divino-«pneumático», lo cual se manifiesta sobre todo en su poder y santidad. 2.° El «cuerpo» no se exceptúa de esta transformación. Estando caracterizado por la «gloria», la «fuerza» y la «inmortalidad», de suyo es «espiritual» (söma pneumatikón). Aunque el mensaje de 1 Cor 15, 42-44, que por lo demás rectifica la presentación apologética del resucitado en las perícopas de apariciones, va dirigido a los griegos, en realidad no es más que una aplicación de la fe apostólica a Jesús hecho pneuma por el acto salvífico pascual del Padre.

Ahora bien, estas prerrogativas no se limitan a la persona de Cristo. La voluntad salvífica de Dios las ha pensado para la humanidad entera. Jesús, que ha venido para volverla humanidad por una transformación radical a la integridad pneumática, como «nuevo Adán» (1 Cor 15, 45) es la «cabeza» de un linaje nuevo, la causa ejemplar e instrumental de la nueva creación escatológica. La resurrección es el prototipo de la «transformación» del cristiano. Ella es además su preludio y principio. Transmitido al cristiano por la reiteración sacramental del acto pascual en el -> bautismo (cf. Rom 6, 3-11), el «espíritu de Cristo» (cf. Rom 8, 9) es el principio de la vida cristiana (fe, esperanza, acción moral) y del crecimiento del nuevo bautizado en el Espíritu; es el principio de la Iglesia, la cual constituye en cierto sentido el «cuerpo» cósmico del Señor resucitado, «cabeza» de la misma; es el principio del orden cristiano en el mundo y no en último término, del nuevo orden de la creación entera en la gloria (cf. Rom 8, 19-23), a semejanza de la resurrección de los cuerpos (cf. 1 Cor 15, 12-57). Cristo, que es el «Espíritu» (cf. 2 Cor 3, 17), transforma a los creyentes «según su imagen» (cf. 2 Cor 3, 18), llevándolos infaliblemente a su gloria como «imagen del Padre» (cf. 2 Cor 4, 4; Col 1, 15). El acontecimiento de pascua tiene, en definitiva, dimensiones cósmicas e históricas. Cumbre de la obra salvadora, recapitula el pasado y contiene el esjatón. Visto así es sin duda por antonomasia el misterio, sin el cual la experiencia vivida por la humanidad antigua no tendría sentido y también nuestra predicación «sería vana» (cf. 1 Cor 15, 14).

b) El Cristo Señor. La r. de J. es, por lo demás, la epifanía decisiva del Mesías; ella no sólo corrobora sus prerrogativas escatológicas, sino que indica también su plena transcendencia. Tal es, en su formulación general, el segundo tema central del kerygma, que la cristiandad primitiva trata de determinar con una riqueza de aportaciones y aspectos que no es posible enumerar aquí.

Destaquemos solamente el título de «Señor» (Kyrios), aplicado a Cristo resucitado. De los múltiples apelativos cristológicos usados en la Iglesia apostólica, éste es con toda seguridad el más pascual y el más tradicional. Enraizado en el vocabulario usado por los discípulos en las relaciones con su «Señor y Maestro» (cf. Jn 13, 14), atestiguado por las comunidades de lengua aramea (cf. 1 Cor 16, 22; Did 10, 6; Ap 22, 20), recibido, en fin, y acentuado en los grupos helenistas no menos que en el cristianismo gentil, este título representa un elemento firme de la oración cultual (cf. Act 7, 59) y de la espera escatológica (cf. 1 Cor 16, 22). Se refiere en primer término al Cristo de la resurrección y expresa su «soberanía», que exige de los creyentes «obediencia» y «sumisión». De ahí que esa actitud caracterice también a los discípulos, que son testigos de las apariciones (cf. Flp 3, 12). En cuanto el título fue esclarecido nuevamente a base de la Escritura (cf. Sal 110, 1; de Act 2, 34-35 par), expresa también la igualdad con el Padre o la trascendencia divina. Invocar a Jesús Señor equivale a confesar a Cristo como Dios (cf. Jn 20, 28).

Consciente de la divinidad del Señor resucitado, la Iglesia del Nuevo Testamento se pregunta, en fin, si Cristo tuvo estas perfecciones en la tierra. Pensando nuevamente la historia de la salvación a la luz del hecho pascual, la Iglesia llega a conocer su verdadero sentido: dicha historia es teofanía escatológica o presencia salvadora de Dios en su pueblo (cf. Mc 4, 41 par) y entre los hombres (cf. 2 Tim 1, 10 par).

Joseph Schmitt

III. La resurrección de Jesús bajo el aspecto de la teología fundamental

1. El aspecto teológico fundamental como tal

La r. de J. (con la encarnación y la cruz) es objeto central de la fe; y es también, en otro aspecto, a saber, como acontecimiento histórico demostrable, una de las bases decisivas de la misma. Aun siendo un acontecimiento «al margen de la historia» (pues en ella deja Jesús el orden inmanente) y un misterio en su más profunda esencia, sin embargo la resurrección está conectada tan indisolublemente con una serie de datos históricos, que por ellos podemos llegar a una certeza histórica (por lo menos en sentido analógico) sobre el hecho de la r. de J. Rechazar en principio toda consideración apologética de la r. de J. (como se hace en gran parte en la teología acatólica) contradice al NT, que ve en ella el signo decisivo de la misión de Jesús (cf. 1 Cor 15, 12-19, etc.). Por lo demás, sobre la relación entre la r. de J. como fundamento y objeto de la fe, hay que decir lo mismo que en otro lugar se dice sobre la -> fe y el conocimiento de su credibilidad.

Hay que partir de una exégesis predogmática de los textos de resurrección. Deben aducirse preferentemente aquellos textos que han de ser tenidos por los más antiguos y críticamente seguros: 1 Cor 15 y los discursos del libro de los Hechos que sin duda reproducen rectamente la primitiva predicación apostólica en sus rasgos fundamentales. Como los Evangelios sólo nos presentan fragmentos del complicado hecho pascual, parte en síntesis sumaria y desde puntos de vista redaccionales y kerygmáticos, parte con cierta libertad de exposición (cf. la transformación de las palabras sobre Galilea en Lc 24, 6, frente a Mc 16, 7), no habría que dar demasiado valor a los ensayos de armonización.

El último acontecimiento alcanzable no es, como a menudo se ha dicho, la fe de los discípulos, sino las apariciones de Jesús, que son su base, así como un complejo de hechos, que son importantes para enjuiciarlas. El conjunto — aun históricamente — sólo es inteligible si Jesús resucitó realmente. Resaltemos en particular:

a) La muerte de jesús está fuera de toda duda. La hipótesis de una muerte aparente (H.E.G. Paulus) ha sido universalmente rechazada por absurda.

b) La situación de los discípulos. Ninguno (fuera de Juan, en cierto modo) estuvo en la pasión al lado de Jesús. Característica de su defección fue la negación de Pedro. Su disposición psíquica está acertadamente descrita en Lc 24, 21: «Nosotros esperábamos que él redimiría a Israel.»

c) La sepultura de Jesús se menciona ya en la antigua fórmula de 1 Cor 15, 3ss. Los relatos más concretos de los Evangelios no producen, en ningún aspecto, impresión legendaria. La leyenda no hubiera introducido aquí a un hombre extraño al grupo de los discípulos. Los hallazgos arqueológicos concuerdan bien con los relatos (cf. J. JEREMIAS, Golgotha). El hecho de la sepultura es importante. Puesto que la predicación sobre la resurrección comenzó en Jerusalén, a más tardar con ella hubo de plantearse la cuestión del sepulcro.

d) El sepulcro vacío. Este hecho no prueba por sí solo una resurrección, pero tampoco es irrelevante. Según todos los Evangelios, el sepulcro fue hallado vacío la mañana del tercer día. Una leyenda apologética no hubiera hecho descubrir el sepulcro a mujeres, que, según el derecho judío, no eran capaces de testificar. La predicación de la resurrección hubiera sido imposible en Jerusalén, si los discípulos no hubieran sabido con toda certeza que el sepulcro de Jesús estaba realmente vacío. Así, en cambio, su predicación no podía empezar en ninguna parte con más éxito que allí. La objeción de la crítica, según la cual los discursos de Pedro no podían haber silenciado el descubrimiento del sepulcro, no está justificada. El hecho del sepulcro vacío no tenía por qué ser demostrado (los discursos lo suponen: cf. Act 2, 27-32); y hubo de conocerse con la mayor rapidez en la ciudad. La mención de la visita al sepulcro no era aconsejable; era obvio el reproche de robo del cadáver, reproche que quizá se había hecho ya. También Pablo supone indudablemente el sepulcro vacío; pues en 1 Cor 15 se trata precisamente de la r. corporal de J. Hasta qué punto le daba Pablo importancia, lo prueba el fracaso de su discurso en Atenas al llegar precisamente a este punto (Act 17, 32). La comparación del bautismo con la sepultura y r. de J. supone también su resurrección del sepulcro.

e) Las apariciones. El sepulcro vacío no es por sí solo un acontecimiento inequívoco. Lo decisivo fue que los discípulos «vieron» al Señor resucitado. El lugar, número, orden y otras circunstancias de las apariciones son inciertas; su efectividad y contenido son incuestionables. ¿Pueden explicarse, psicógenamente, estas apariciones como «visiones subjetivas»? Tal es, desde el punto de vista de la teología fundamental, la cuestión medular.

1º. La crítica liberal explica las apariciones como efectos psicológicos del entusiasmo de pascua. Sin embargo, según todos los relatos fueron, a la inversa, las apariciones causa de la fe pascual. Sólo esto corresponde además a la situación de los discípulos tras la ruina de sus esperanzas mesiánicas. También quedaría sin explicar que las apariciones cesaran cuando la fe en la resurrección venció en la comunidad.

2.° Las visiones subjetivas suponen un espacio más largo de tiempo para la evolución psíquica de los discípulos. Ello contradice al «tercer día», que está bien atestiguado (ya en 1 Cor 15, 4) y no puede ser deducido de la Escritura. La prueba escriturística (Jn 2; Os 6, 2) fue siempre difícil.

3.° Visiones puramente psicógenas no pueden explicar el cambio completo de los discípulos, su inconmovible certidumbre, su franca sinceridad dispuesta a todo sacrificio. La convicción de haber resucitado Jesús es el fundamento de toda su vida posterior.

4.° Aunque en el NT se habla en otras ocasiones de «visiones» (cuyo origen y significación no puede tocarse aquí), los discípulos no pueden ser llamados visionarios. Además, los encuentros de pascua son distinguidos siempre con claridad, objetiva y terminológicamente, de otras visiones. Pablo califica la aparición de Damasco de visión última (1 Cor 15, 8), a pesar de que posteriormente sigue teniendo visiones.

5.° Contra una explicación psicógena habla igualmente el hecho de que las apariciones se dieron también ante grupos, una vez ante más de quinientos hombres (1 Cor 15, 6), y, por lo menos una vez, ante un enemigo, Saulo. Acaso Santiago halló también la fe por este camino (1 Cor 15, 7).

6.° Las apariciones no fueron sólo vivencia interna, sino que hubieron de tener también marcado carácter de hecho exterior. Por eso pueden los apóstoles presentarse como «testigos de la resurrección» (Act 1, 22; 2, 32; 4, 20, etc.). Lo mismo piensa Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación... Seríamos falsos testigos de Dios» (1 Cor 15, 14s).

7° La corporeidad de las apariciones está apoyada por el hecho del sepulcro vacío, que consta independientemente de aquéllas. Hipótesis de traslación, de confusión y otras por el estilo son tan absurdas como la del robo del cadáver que forjaron los judíos. Sobre el sepulcro hubo de existir la misma claridad plena que sobre el descenso de la cruz. Desde que un hombre de alta posición (otro difícilmente hubiera tenido acceso a Pilatos) hubo enterrado a Jesús, los judíos no perdieron seguramente de vista el sepulcro. No debe además olvidarse (la antigua apologética no lo notó siempre bastante) que Jesús no resucitó con cuerpo ordinario. Los Evangelios recalcan que no era reconocido inmediatamente. Ante Damasco se aparece entre una luz venida del cielo. Dios tuvo que hacerlo visible a los hombres en su corporeidad transfigurada. El cuádruple ófthe de 1 Cor 15, 3-8, ha de interpretarse probablemente en este sentido (como «pasiva teológica»). Por eso, sólo quienes son llamados ven al Señor resucitado. Puede, pues, hablarse de visiones objetivas (operadas por Dios), mientras con este término no se excluya la corporeidad de la r. de J. Sobre la corporeidad resucitada en sí misma, sólo con gran cautela podemos afirmar algo.

Werner Bulst

2.La experiencia de la resurrección por parte de los discípulos y del hombre en general en la totalidad de la interpretación de la existencia

No debe disolverse esta primera experiencia de pascua en sus elementos para recomponerla posteriormente. El todo es también aquí más que la suma de sus partes. En esta experiencia única entra el encuentro con Jesús, que tenía conciencia de ser el Hijo del misterio incomprensible, al que, con inconcebible naturalidad y aun en medio del abandono de Dios en la muerte, se atrevía a llamar su Padre; entra también el encuentro con su amor y fidelidad, con su obediencia sin culpa, con sus tinieblas de la muerte, con su absoluta aceptación de la muerte y con el acontecimiento pascual mismo. Puede ser que nosotros, hoy día, no podamos distinguir puramente en este acontecimiento pascual entre pascua (el Señor resucitado) y la experiencia pascual de los discípulos, es decir, para nosotros la experiencia pascual de los discípulos no es nunca la mera comunicación exterior (como un hilo de teléfono o un telescopio), que desaparece, como si dijéramos, una vez que hemos asido el hecho mismo. Fe de pascua y experiencia de pascua (la fe y su fundamento) son ya inseparables en los discípulos de Jesús; el fundamento de la fe (el Señor resucitado), como fundamentación de ésta, sólo en la fe misma es experimentado poderosa y convincentemente. También en otros casos hay algo experimentado que es real y, sin embargo, sólo es accesible en la experiencia de otra cosa, y ello tanto más cuanto ese algo es más importante y existencialmente central.

Así la cosa sin duda es distinta de cuando un testigo fidedigno y honrado nos cuenta, p. ej., que ha visto a alguien saltar al agua. En tal caso, la posibilidad de semejante experiencia nos es ya conocida e inteligible, independientemente del relato, por nuestra propia experiencia. Por eso, el relato del testigo ocular comunica una relación con el proceso relatado que puede prescindir de la seguridad y honradez del testigo, y que se hace en cierto modo inmediata respecto del acontecimiento. En el caso de pascua no es así.

Esta experiencia, por la naturaleza de la cosa, es sui generis. Pues la experiencia de alguien del otro mundo, que tiene que «mostrarse», que no pertenece ya a nuestro tiempo y espacio, que no se nos ofrece indefenso para que podamos asirlo, no es ciertamente un suceso que «entendamos» desde nuestra experiencia, ni dominemos ya por nosotros mismos en sus posibilidades y supuestos, de suerte que podamos emplear por nuestra cuenta los criterios ordinarios para juzgar la cuestión de si podemos aceptarlo como ocurrido y presenciado aquí y ahora.

La apelación al sepulcro vacío, como hecho que entra en nuestro mundo normal experimental y es accesible a cualquiera, no nos ayuda esencialmente: un sepulcro vacío no puede atestiguar plenamente la resurrección, pues su causa puede ser múltiple. No tenemos una experiencia semejante, es decir, de la misma especie que la experiencia pascual de los discípulos (si prescindimos de la «experiencia del espíritu»: Gál 3, Iss), y estamos, por ende, reducidos al testimonio de los discípulos, en sentido esencialmente más radical que en las aceptaciones de otros testimonios de testigos oculares. Con ello no se impugna que esta experiencia tenga también una estructura, y que, por tanto, los discípulos separen en la experiencia el fundamento y el proceso de la misma y así puedan decir: Él se nos muestra y no es puesto por nuestra vivencia. Ni se niega tampoco que de algún modo podamos comprobar esa distancia estructural entre la causa de la experiencia y ésta misma, así, por el número de los testigos, por la incongruencia entre sus disposiciones y la experiencia hecha, por el efecto existencial de tal experiencia, etc. Pero todo ello no cambia para nada el hecho de que esta experiencia pascual es de especie singular, absolutamente inconmensurable con las otras experiencias del hombre, y, por tanto, nuestra relación con ella no puede confundirse con los relatos profanos de testigos oculares.

Sin la experiencia del espíritu, es decir, en este caso, sin la experiencia aceptada por la fe del sentido de la existencia (tal como es y, por ende, como totalidad), no se dará la confiada aceptación del testimonio pascual de los discípulos, por mucho que aquélla pueda ganar en éste su propia fuerza, y, en todo caso, sólo en éste llega plenamente a su propia esencia. Sólo el esperante puede ver el cumplimiento de la esperanza, y en el cumplimiento visto llega la esperanza al descanso de su propia existencia. Este «círculo» no tiene por qué ser roto ni puede tampoco serlo. Pero el llamado a la esperanza de la resurrección de su carne (de la carne que él es y no sólo «tiene»), puede por la gracia de Dios saltar hacia el interior de ese círculo. ¿Cómo puede ser aquí de otro modo, cuando debe arriesgarse de forma total la persona, no frente a esto o lo otro, entre muchas otras cosas de igual rango, sino frente al sentido último de la existencia entera? Tal cosa no puede ya fundarse de otro modo que por sí misma, por muchos factores que abarque en sí, los cuales se condicionan mutuamente (y, por ende, también la realidad experimentada del Señor resucitado ofrece el fundamento de la experiencia, y, a la inversa, el suceso sólo se «muestra» a la fe).

No puede perderse nunca de vista que la consumación de una existencia humana llegada a la inmediatez de Dios, de suyo no es un dato que pueda penetrar y hallarse en el orden experimental de tiempo y espacio como tal, sino que a lo sumo puede presentarse como un anuncio ante la total decisión de una existencia humana (en todas sus dimensiones). No necesitamos tampoco «representarnos» qué «aspecto» tenga uno en la auténtica totalidad de su existencia («con alma y cuerpo»). Podemos tranquilamente confesar que no nos es posible imaginar una resurrección «corporal», pues ésta no es ni quiere ser (a diferencia de la revivificación de un muerto) la restauración de un estado anterior, sino que significa aquella transformación radical (de la que habla ya Pablo como condición de la consumación) por la que debe pasar la libre realización terrena de la existencia de la persona, si hade hallar su consumación en la superación del tiempo y en la maduración de la eternidad a partir del tiempo. Si decimos resurrección corporal, expresamos que concebimos como consumado al hombre entero, al cual, según nuestra propia experiencia de la realidad humana, no podemos dividir en un «espíritu» válido ya para siempre y una «corporalidad» meramente provisional.

Pensando esto, ¿qué motivo tendríamos que prohibiera a nuestra conciencia moral de la verdad fiarse de la experiencia pascual de los primeros discípulos? Nada nos fuerza a creerlos, si no queremos y permanecemos escépticos; pero hay muchas cosas que nos capacitan para creerles. Se nos pide lo más atrevido y, a la vez, lo más natural del mundo: atrevernos a orientar nuestra existencia entera a Dios, a que tenga un sentido definitivo y sea sanable y salvable; y creer que eso precisamente aconteció ejemplar y productivamente en Jesús y que, mirando a él, es posible creer eso de nosotros mismos, como lo hicieron los primeros discípulos, en los cuales aconteció realmente, con una absolutez hasta la muerte, aquello que nosotros quisiéramos hacer siempre (a saber, creer) y para lo que, desde lo profundo de nuestra esencia, buscamos la objetividad histórica.

¿Tenemos una solución mejor de la cuestión fundamental acerca del sentido de nuestra existencia? ¿Es realmente más honrado, o simplemente más cobarde, o en el fondo más profundo mover escépticamente los hombros ante esta cuestión fundamental y seguir, no obstante, procediendo (al vivir y tratar de vivir decentemente) como si el todo a fin de cuentas tuviera sentido? No es menester afirmar que todo el que piensa no poder creer en la r. de J., no pueda vivir en una postrera y absoluta fidelidad a su conciencia; lo que sí se afirma aquí es que quien realmente hace eso, correspondiendo o contradiciendo a sus propias interpretaciones reflejas de su existencia, cree — sin conocer su nombre — en el que ha resucitado por él, sépalo o no lo sepa expresamente. Pues también ése, en la decisión fundamental de su existencia, tiende a la existencia sana y salva («con cuerpo y alma») como aquello que transforma esta misma temporalidad; tiende, pues, a la historia, sólo que, a lo sumo, no sabe aún si ha llegado ya a aquel punto que semejante fe confiesa por lo menos como futuro de la historia. Ahora bien, esa fe, que es también la nuestra, no tiene por qué asustarse (mirando a Jesús y a la fe de sus discípulos) de confesar que ya ha llegado tal punto.

IV. Teología de la resurrección de Jesús

1. Generalidades

La r. de J. con su cuerpo glorificado pertenece a las verdades fundamentales de la fe, que es confesada desde el principio por todos los símbolos (Dz 2ss 13 16 20 40 54 86 255 429 462 709 994 2084). No sólo es, apologéticamente, uno de los más firmes pilares que sostienen la fe (Dz 20 38 36s 86; cf. antes III), sino también, por su objeto, el tema central de la fe misma (1 Cor 15, 17ss), en cuanto es la consumación de la acción salvífica de Dios sobre el mundo y sobre el hombre; la acción en que él se comunica irrevocablemente al mundo y al hombre por el Hijo, definitivamente acreditado por la resurrección, y, por ende, acoge al mundo en la salvación eterna con definitividad escatológica, de forma que todo lo que aún falta es sólo ejecución y desvelamiento último de lo acontecido en la r. de J. Se trata aquí de un misterio propiamente dicho y absoluto de la fe, en cuanto la resurrección, en su plena esencia concreta como consumación precisamente de Jesús, sólo puede ser comprendida adecuadamente partiendo del misterio absoluto de la encarnación; lo que quiere decir que la r. de J., teológicamente, no es a la postre un caso de una resurrección en general de suyo comprensible, sino un acontecimiento singular, que constituye además el fundamento de la resurrección de los redimidos por él.

2. El aspecto cristológico de la resurrección de Jesús

La r. de J. tiene un aspecto cristológico y otro soteriológico. El aspecto cristológico dice que Jesús resucitó en su realidad entera y, por ende, en su realidad corpórea, para ser consumado en gloria e inmortalidad (a diferencia de la revivificación de un muerto: Lázaro) como consecuencia debida a su pasión y muerte, en cuanto éstas, por interna necesidad esencial, producen esa consumación concreta. A pesar de los enunciados con sentido más bien pasivo que hablan de la r. de J. como apropiada al Padre, la teología sistemática enseña que, como Hijo de Dios que posee en toda perfección la vida, el Señor resucitó por su propio poder (cf. Jn 2, 19; 5, 21; 10, 17s; Dz 286), tanto más porque la acción de Dios ad extra es obra única del Dios trino en la unidad de naturaleza (cf. Dz 281 284 421 428s 703). De acuerdo con la Escritura (Lc 24, 26), la teología sostiene que este estado glorioso de la resurrección, en cuanto se distingue del estado de Jesús antes de la muerte (no obstante la visio beata que ya entonces se daba), es objeto del mérito de Cristo (sobre la historia de esta doctrina: LANDGRAF D u 2, 170-253). Los enunciados de fe subrayan además que se trata aquí de una existencia verdaderamente corpórea de la «carne» (Dz 344 422 429 462 707), cuyo carácter concreto es el resultado de la historia de este cuerpo (Jn 20, 27; Ap 5, 6; llagas del Señor glorificado), aunque sólo su peculiaridad gloriosa da sentido pleno a la r. de J. como tránsito a una corporeidad definitiva. Por lo demás, bajo este aspecto hay que decir acerca de la r. de J. lo mismo que se afirma en general sobre la -> resurrección de la carne y el cuerpo resucitado.

En el aspecto cristológico de la resurrección ha de advertirse también que la muerte y la r. de J. son un proceso único, interna e indisolublemente unido en sus fases (cf. Lc 24, 26.46; Rom 4, 25; 6, 4ss): todo hombre muere, desde dentro, hacia su estado definitivo, de suerte que éste es la maduración de su existencia temporal libre, y no un mero período que siga en una sucesión temporal, en la que pudiera darse algo completamente heterogéneo respecto de lo precedente. Porque, de lo contrario, lo que viene «después» de la muerte no sería el fin que consuma el tiempo, rectamente superado en libertad, sino una nueva fase, que seguiría meramente a la anterior y que, consiguientemente, sería temporal en sentido terreno y pasajero. Si la muerte misma pone así al hombre en su consumación, y ésta es ontológicamente — y no solo jurídica y éticamente — fruto de la vida temporal, ello no niega, sin embargo, que, p. ej., la resurrección deba ser dada por Dios. Pues la acción del hombre mismo es en todo aspecto — aun en el ontológico — un ponerse a sí mismo a disposición del Extraño.

De acuerdo con lo dicho, en Jesús la resurrección debe ser el fin consumado y consumador precisamente de «esta» muerte, y ambos elementos del proceso único deben condicionarse e interpretarse mutuamente. Por eso no es un enunciado mítico, sino una afirmación realista el que Escritura y tradición consideren la resurrección como la aceptación real del sacrificio de la muerte de Cristo, aceptación que pertenece a la esencia del sacrificio mismo.

3. El aspecto soteriológico de la resurrección de Jesús

En este aspecto llama la atención que la reflexión teológica no haya alcanzado aún el grado deseable de elaboración, por lo que se refiere a la teología sistemática. Los teólogos resaltan en general que, a diferencia de la muerte de cruz, la resurrección no es causa moral meritoria de la redención, pues no es de suyo acto moral libre del hombre Jesús. Sin embargo, no debe olvidarse en esta proposición que la r. de J. es un elemento dentro de un proceso único, en el que la muerte constituye la primera fase, que desemboca y se integra en la resurrección. Además, rechazar la causalidad meritoria no significa excluir con necesidad conceptual una eficacia salvífica, instrumental física, de la humanidad de Jesús juntamente con su corporeidad (cf. p. ej., ToMÁS, ST III q. 56 a. 1 ad 3, etc.).

Desde estos puntos de partida, debiera pensarse nuevamente a fondo la significación soteriológica de la r. de J. y del Señor resucitado. Ella es (puesto que la humanidad corpórea de Jesús constituye una parte del mundo uno con su dinámica única, unidad que debiera aprehenderse con más exactitud ontológica) no sólo idealmente una «causa ejemplar» de la resurrección de todos; sino, objetivamente, el principio de la transfiguración del mundo como acontecer ontológicamente conexo, pues en este principio se decidió fundamentalmente y comenzó el destino del mundo; y, en todo caso, este destino sería objetivamente distinto si Jesús no fuera el resucitado (de forma que, para Tomás mismo [ibid], la resurrección de los condenados depende eficientemente de la humanidad glorificada de Jesús). Cuando, con razón, la teología afirma (aunque no unánimemente) una causalidad instrumental física de la humanidad glorificada de Jesús sobre la vida sobrenatural del hombre (aunque hasta ahora no se haya desarrollado mucho la plenitud de contenido de este enunciado formal ontológico; cf. sobre ello SCHEEBEN v 2 § 253; PSI III 138-148 [ibid.]), se da un punto de partida para una más exacta interpretación de la significación soteriológica del Señor resucitado y glorioso como tal.

A la verdad, el desarrollo pleno de este punto de partida suscitaría la cuestión de si, toda comunicación estrictamente sobrenatural de Dios al espíritu creado por la gracia y la visión beatífica, no debe pensarse con necesidad (ontológica y, por ende, moral) como momento (preparación previa y ejecución subsiguiente en el mundo en su totalidad) de la personal comunicación de Dios mismo al mundo en la unión hipostática, que, a su vez (como comunicación de Dios a una realidad histórica) sólo se consuma justamente en el estadio definitivo de esta historia que aprehendemos en la r. de J. Sólo partiendo de ahí, fuera tal vez posible mostrar por qué Jesús es no sólo de hecho y por una conveniencia exterior el primero de los resucitados para la glorificación definitiva (Col 1, 18; 1 Cor 15, 20), sino que lo es necesariamente.

De ahí probablemente pudiera también deducirse que el acontecimiento de esta resurrección crea el «cielo» (en cuanto significa más que un puro proceso espiritual) y no es solamente (junto con la «ascensión», que en el fondo constituye un elemento de la resurrección) una entrada en un cielo previamente dado; lo cual significaría, como corresponde a la esencia del cristianismo, que también aquí la historia de la salvación es a la postre el fundamento de la historia natural, y no se desarrolla meramente en el marco de una naturaleza fija a la que deja intacta. Partiendo de todas estas reflexiones pudiera luego desarrollarse enteramente en una teología sistemática por qué Jesús, como prenda y principio de la consumación del mundo, como representante del cosmos nuevo, como dador del Espíritu, como cabeza de la Iglesia, como ministro de los sacramentos (señaladamente de la eucaristía), como mediador celeste y meta de la esperanza, sólo puede entenderse completamente si en todo ello es concebido como resucitado, es decir, si no se piensa su resurrección como destino privado suyo, una vez terminada la única obra que tendría significación soteriológica. Ahí pudiera luego hacerse ver también que el resucitado, sustraído como tal a la limitación local del cuerpo no glorificado, sólo ahora se ha hecho, como resucitado (y, por tanto, por su «partida»), verdaderamente cercano al mundo; y, por eso, su segunda venida será sólo manifestación de esta relación con el mundo lograda en la resurrección.

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Karl Rahner