REFORMA ECLESIÁSTICA,
MOVIMIENTOS DE
SaMun
 

I. Fundamentos bíblicos

Por la -> justificación el hombre, que era pecador, viene a ser justo, cosa que antes no era. Deja por tanto, en sentido verdadero, de ser pecador. Pero esta justicia no es una posesión estática, sino que constantemente está expuesta a las acometidas del mundo y confiada a la libre decisión del hombre (Gál 2, liss; 5, 24ss; 1 Pe 5, 8ss). Además de los pecados personales del que ya ha sido justificado, además de divisiones y partidismos (1 Cor 1, 10; 11, 18), puede haber falsas doctrinas (Gál; Col 2, 8) y prácticas (Col 2, 16-23) que se introducen subrepticiamente en las comunidades. Por consiguiente, todo cristiano, todo miembro de la Iglesia, en su condición de peregrino, es a la vez justo y pecador. Aun en el estado posbaptismal el cristiano debe poner empeño en no hacerse conforme al mundo y en renovarse constantemente (Rom 12, 2). Por cuanto la Iglesia se halla compuesta de hombres pecadores, está constantemente sujeta al imperativo de reformarse conforme a la ley de Cristo.

Ahora bien, la -> Iglesia no es sólo una agrupación de creyentes particulares. Es también institución salvífica fundada por Cristo; en el lenguaje del NT es cuerpo de Cristo, vid, esposa de Cristo, templo de Dios. En cuanto tal, la Iglesia ha recibido la promesa de la santidad; ha de ser «sin mancha ni arruga..., santa e inmaculada» (Ef 5, 27). La santidad de la Iglesia no excluye los pecados de los cristianos y de los dignatarios eclesiásticos; únicamente subraya la indisolubilidad de la unión de la Iglesia con Cristo. Pero tampoco la Iglesia santa es una magnitud abstracta; su existencia se realiza en la espera del retorno de Cristo y de la venida del reino de Dios. Su santidad es en sentido pleno incarnatoria: la marcha de la Iglesia peregrinante se efectúa en el laberinto de la historia. La Iglesia experimenta y sufre en el sentido más íntimo la situación de este mundo. Así, pues, su proclamación del evangelio está sujeta a condiciones históricas y a la ley del pecado: también en su carácter institucional la Iglesia santa es a la vez Iglesia pecadora.

El concepto de «Iglesia pecadora» no se halla en el NT; en él se subraya más bien la santidad. Sin embargo, los enunciados sobre la santidad en el NT tienen marcado carácter escatológico y están contrapunteados por una presencia de pecado, afirmada allí pero no sometida a una reflexión explícita. Mateo, sobre todo, describe el entrelazamiento de pecado y santidad: la Iglesia está constantemente amenazada desde el interior (Mt 24, 10ss). Dios deja también margen al mal en la Iglesia: la cizaña puede crecer hasta el tiempo de la recolección, en la red de pesca hay peces buenos y malos (Mt 13, 24 36 47). Juan y Pablo, al subrayar más fuertemente los rasgos ideales de la Iglesia, no excluyen la debilidad, imperfección, desobediencia y tentación del pueblo peregrinante de Dios. El Ap (2-3) por su parte considera a las comunidades como pecadoras y necesitadas de conversión. Así, pues, la Iglesia, bajo un doble aspecto, en cuanto se halla compuesta de hombres pecadores y en cuanto marcha a través del tiempo, está constantemente llamada a modificar su pensar y a convertirse, a renovarse mirando a su origen.

Ahora bien, el concepto de renovación cristiana en el AT se distingue esencialmente por su carácter personal de las ideas de renovación en la antigüedad, en la cristiandad medieval y en la edad moderna. A diferencia de las ideas cosmológicas (eterno retorno, edad de oro), vitalistas (idea romana del renacimiento, mito del ave Fénix, renacimiento teodosiano, idea italiana del -> renacimiento), milenaristas (oráculos sibilinos, milenarismo de Joaquín de Fiore) e institucionales (renovatio Imperii), el concepto cristiano de reforma, desarrollado sobre todo por Pablo, parte de la experiencia de la regeneración o del nuevo nacimiento en Cristo.

La µetamórfosis (reformatio) y ánakaínosis (renovatio) significan: reforma personal, renovación del hombre con vistas a la imagen de Dios (ad imaginem et similitudinem Dei), que según Gén 1, 26ss fue otorgada al hombre en la creación y quedó alterada luego por el pecado. La reforma o renovación es según Pablo una continuación de la regeneración del -> bautismo, una transformación del hombre conforme a la imagen de Dios en el conocimiento de la perfecta imagen de Dios que es Cristo (cf. Rom 12, 2; Ef 4, 21; Col 3, 9; 2 Cor 3, 18; 4, 4 16; 5, 17). Así, pues, la idea de reforma en el NT no parte primariamente de instituciones eclesiásticas y de deformaciones institucionales, sino de la renovación de cada uno, y se entiende como mayor conformidad con Cristo en la fidelidad a su mensaje. Acerca de la necesidad de reforma de las instituciones eclesiásticas, en el NT sólo se dan ciertos pensamientos generales.

II. Historia de la teología y de la Iglesia

G. Ladner define la idea de reforma como «esfuerzos libres, conscientes, constantemente perfeccionables y frecuentemente reiterados del hombre, con vistas a resaltar y multiplicar valores preexistentes en el entrelazamiento material-espiritual del mundo». El carácter individual y personal de la idea cristiana de renovación predominó a través de la patrística y del movimiento de reforma gregoriana hasta la alta edad media. Aun en medio de una terminología cambiante, no se perdieron las palabras claves, tales como reformatio-renovatio e imago o similitudo Dei. Entre los padres griegos se halla una doble forma de esta idea de renovación: el retorno místico al paraíso y la restauración de la perdida semejanza con Dios, y la visión de Dios como una aspiración amorosa a la unión con él, nunca terminada y constantemente renovada. El punto culminante está representado por Cirilo de Alejandría, con su doctrina del Espíritu Santo como especial causante de la santificación y theíosis del hombre.

Entre los padres latinos, Tertuliano desarrolla la idea de una reforma hacia algo mejor (reformari in melius). Agustín supera totalmente la renovatio in pristinum, que sustituye por una renovatio in melius, mediante la cual las propiedades paradisíacas de posse non mori, de posse non peccare, de bonum posse non deserere, se han cambiado por un non posse mori, non posse peccare, bonum non posse deserere (Gen. ad. litt. 6, 25; Corr. et gratia, 33). Agustín desarrolla además en forma original la doctrina de la semejanza trinitaria del hombre con Dios y así profundiza considerablemente la idea de renovación cristiana.

Las repercusiones de esta idea penetraron con fuerza más allá de la esfera privada en el ámbito de la sociedad y dieron lugar a modificaciones sociales. Sin duda su más marcada configuración institucional fue el monaquismo, que si bien estaba orientado a la propia santificación, sin embargo influyó fuera del claustro como punto de atracción y como fermento. El monje no deja de ser hombre y lleva consigo todo lo humano al desierto. Para Agustín, el imperium del emperador cristiano no era una auténtica imagen de la renovación cristiana; su Civitas Dei no sólo quería oponerse al paganismo, sino también rechazar la irrupción del mundo en la Iglesia (-> agustinismo). La comunidad monástica que reunió en torno a sí en su calidad de obispo de Hipona, quería contraponer a los cristianos mundanizados de su tiempo un colegio de sacerdotes renovados según el modelo de la comunidad apostólica de Jerusalén. Esta fusión de vida activa y contemplativa, de una idea de reforma orientada hacia adentro y eficiente hacia afuera, alcanzó su punto culminante con Gregorio Magno, que se constituyó también en realizador práctico y social de la idea paulina y patrística de renovación, p. ej., en su exigencia de liberar a los esclavos, con expresa invocación de la libertad otorgada de nuevo por Cristo al hombre. El renacimiento carolingio y anglosajón de los siglos viii-ix unió impulsos de renovación ascético-monásticos y apostólico-clericales (-> reforma carolingia). La reforma eclesiástica de Gregorio vii aplicó la idea paulina de reformas de vida e instituciones eclesiásticas. Su lema no era revolución, sino renovación de lo existente en la fidelidad a la tradición, en función de una renovada y más penetrante inteligencia de la Biblia (-> reforma gregoriana). Esta síntesis se logró en forma más marcada en la reforma del derecho canónico; la unidad entre Biblia y derecho eclesiástico sólo se vio disuelta el siglo siguiente cuando Graciano y Pedro Lombardo recogieron por su cuenta las auctoritates.

La eficacia dinámica, transformadora del mundo, de la idea cristiana de reforma en la edad media, no se manifestó solamente en el monaquismo laico benedictino y en las numerosas comunidades de canónigos regulares, sino que el movimiento iniciado por Cluny como reforma monástica vino a ser una reforma del clero y finalmente de la Iglesia en general (-> reforma cluniacense). Sus exponentes fueron, además del papado (Inocencio iii), los concilios, los cistercienses con Bernardo de Claraval y las órdenes mendicantes. Francisco de Asís se ejercitó en la imitación de Cristo sin sacrificar las vinculaciones con la jerarquía eclesiástica, mostrando así con su ejemplo de vida a los reformadores seglares la posibilidad de una renovación evangélica sin romper la continuidad eclesial. Porque entonces irrumpió vehementemente con la creciente crítica de las instituciones eclesiásticas la cuestión sobre el cómo de la reforma de la Iglesia; esta cuestión, desligada a veces de su referencia primigenia, llegó a estremecer las instituciones y formas de vida tradicionales.

Esta problemática no había sido desconocida por la antigua Iglesia. La renuncia a la -> ley (mosaica), propugnada victoriosamente por Pablo y Pedro, las cuestiones de adaptación — conservando lo distintivo — resultantes de la penetración en el ámbito pagano, la lucha por formas apropiadas de proclamación cristiana y de un comportamiento adecuado en la vida, finalmente la reflexión teológica sobre la revelación en la teología de la patrística, habían dado lugar a variadas tensiones, que sólo podían ser resueltas mediante decisiones concretas que influyeran en la historia. Estas decisiones — p. ej., la de una Iglesia popular — tuvieron consecuencias de gran alcance y no fueron aceptadas sin contradicción. El primer movimiento organizado de protesta con cierta envergadura, que se opuso a esta decisión de la Iglesia universal y entendió la «reforma» en el sentido de absoluta continencia conyugal, desarrollando a la vez una mística del martirio, fue el montanismo. Aquí aparece por primera vez con cierta densidad una reforma que, con su hostilidad contra Roma y con su ansia de la muerte, representó una seria amenaza para la unidad de la Iglesia y ejerció gran atracción sobre espíritus profundos, como Tertuliano. También algunas formas del monaquismo oriental se movían al margen de la eclesialidad. A una ruptura entre ideal de religiosidad evangélica, celo de reforma eclesiástica y crítica de las instituciones de la Iglesia se llegó en los movimientos populares de fidelidad al espíritu apostólico, que degeneraron en herejías y estuvieron representados sucesivamente por los valdenses, los -> cátaros, los lolardos, hasta llegar al -> husismo. Es típico de estos movimientos, por una parte el subjetivismo de sus jefes espirituales — ellos mismos se tienen por la verdadera Iglesia — y, por otra, una excesiva crítica de las instituciones eclesiásticas, que son atacadas con una actitud fanática.

Mientras que el celo reformador de una Catalina de Siena logra penetrar en el ámbito institucional, la exigencia general de reforma del s. xv, que abarca tanto la reforma de las instituciones, como también la renovación cristiforme de la vida personal, no consigue realizar la síntesis renovadora de la Iglesia en general. Los concilios de reforma de la baja -> edad media lograron, sí, llevar adelante una serie de medidas particulares, pero faltaba la fuerza religiosa para llenar de evangelio la vida del clero y de los seglares. Sobre todo, el papado y la mayoría de los obispos de fines del s. xv y comienzos del xvi no sólo descuidaron la necesaria «reforma de las estructuras», sino que, además, con su conformismo mundano declinaron funestamente el encargo paulino de renovación. Contrariamente a los movimientos exaltados de la reforma de la edad media, a los que faltaba la vinculación jerárquica e institucional, los concilios iv y v de Letrán representaron tentativas de reforma eclesiásticamente correctas, pero que, al no estar vitalizadas evangélicamente, no pasaron de la pura ortodoxia formal. La tentativa de solución radical de Lutero fue un reto lanzado a la Iglesia no reformada. Su repudio de instituciones eclesiásticas constitutivas, como también del ministerio de Pedro y de doctrinas católicas tradicionales, no procedió de un impulso revolucionario. A juicio de Lutero, tales instituciones y doctrinas impedían la mirada al evangelio, al que él quería volver en obediencia a Dios. La ruptura de la -> reforma protestante con la tradición no originó directamente una renovación de la Iglesia en general, sino que en primer lugar dividió el occidente latino. Sin embargo, indirectamente, la presión de la reforma protestante aceleró también los empeños de renovación dentro de la Iglesia romana, que en Italia y en España, con frecuencia independiente de la presión exterior, habían surgido desde dentro hacia fuera y emprendieron la reforma de las instituciones, necesaria desde tanto tiempo.

Finalmente, a mediados del s. xvi, el movimiento católico de renovación, que empujaba de la periferia hacia el centro de la Iglesia, alcanzó al papado y en el concilio de Trento se convirtió en reforma eficaz de la Iglesia, cuyas instituciones purificadas hicieron que volviese a manifestarse convenientetemente dentro de ella la renovación personal (-> reforma católica y contrarreforma).

Graves consecuencias tuvo el hecho de que la reforma del s. xvi sólo alcanzara su objetivo a través de una división de la Iglesia y con ello errara su verdadero blanco, pagando un tributo tan elevado como el de la división eclesiástica. Ante todo las comunidades protestantes se vieron confirmadas en su idea de que el hecho de «haber sido reformadas (sus Iglesias) conforme a la palabra de Dios» las dispensaba de seguir criticándose a sí mismas, puesto que la reforma de la Iglesia se había efectuado de una vez para siempre. Aquí se fomentó prácticamente una justicia propia «reformatoria»; el exclusivismo del predicado de «reformados» sólo se abandonó dentro de los sectores protestantes allí donde se estaba dispuesto a romper con la Iglesia de la reforma petrificada institucionalmente o incluso con la doctrina de la Iglesia. Así, pues, la reforma dentro de las Iglesias reformadas siguió dividiendo a éstas mismas. Análogamente vino a embotarse también dentro del catolicismo romano la voluntad de reforma en la fase tardía de la época postridentina. La modalidad de ruptura de la unidad que llevaba consigo la reforma protestante forzó a la Iglesia católica a encerrarse en una posición antirreformatoria, que dio una impronta de defensa y de resistencia a sus reformas institucionales, a su reflexión teológica y hasta a su vida de piedad. Con ello se fomentó la tendencia a echar mano de los medios fáciles de la actitud defensiva, a contentarse con un pensar restablecedor de lo antiguo, siendo así que lo indicado era una reestructuración radical.

La obra de reforma de Trento era valorada en exceso, por cuanto los círculos jerárquicos veían en ella un modelo atemporal de reforma de las instituciones eclesiásticas. Esto no era posible por el mero hecho de que en Trento no había existido un plan deliberado de reforma de la propia concepción de la Iglesia sobre sí misma a base de una reflexión histórica. Una cierta autosatisfacción postridentina hizo que pasara a sectores eclesiásticos periféricos la idea eclesiástica de reforma en los tiempos modernos. Así sucedió que parte de las reformas intracatólicas de este período resbalaron a la periferia y siguieron proliferando en el subsuelo de la Iglesia.

El afán, así marginado, de reforma eclesiástica se expresó en movimientos como el -> jansenismo, el -> episcopalismo y la ilustración eclesiástica, que en su fase tardía vinieron a convenirse sencillamente en receptáculo de las criticas a las instituciones de la Iglesia. Poco a poco se fue constituyendo un programa jansenista de reforma, que abarcó tanto la vida interior como las estructuras externas: rigorismo moral, tendencia a la interioridad, devoción ordenada, repudio del fausto y pompa en el catolicismo -> barroco y de sus «devocioncillas», mejoramiento de la pastoral y de la situación del clero secular, revivificación de la vida sinodal, mayor realce dado a los obispos como sucesores de los apóstoles frente al centralismo de la curia, como también frente a las órdenes religiosas. Al lado de esto fluye una copiosa corriente de reforma subordinada a la jerarquía eclesiástica; pero en los siglos XVII y XVIII no logra ya por sí misma ninguna reforma radical de las instituciones eclesiásticas; su misma irradiación sobre la sociedad queda por detrás de la de tiempos anteriores. La -> ilustración y sobre todo la transformación de la sociedad por la -> revolución francesa — cuya ideología se alimenta en gran parte de elementos cristianos caídos en olvido — avanzan en franco enfrentamiento con el cristianismo y con la Iglesia. Una ideología restauradora proyectó sombras sobre la reforma institucional de la Iglesia en el s. xIx y en parte le quitó eficacia; sin embargo, se puso de manifiesto que la renovación personal podía desarrollarse también en estructuras debilitadas, impugnadas e inadaptadas a los tiempos.

Las grandes visiones reformadoras de J.H. Newman, A. Rosmini y F. de La Mennais en el s. xix no se vieron realizadas en su tiempo. La labor intelectual de Newman, dirigida más a la teología, aunque también a la renovación de la Iglesia entera a partir de una estructura eclesiástica abierta, murió en germen sin dar frutos eclesiásticos hasta el s. xx. La visión profética del futuro por parte de La Mennais (unión de Iglesia y pueblo, abolición de los concordatos, libertad de las minorías religiosas, confianza en la forma democrática del Estado, justicia social para los trabajadores), con su exigencia de un aggiornamento adecuado a los tiempos, no obtuvo la aprobación de la autoridad eclesiástica y sólo en el s. xx ha influido en la reestructuración de las relaciones entre «-> Iglesia y mundo». La impaciencia con la falta de voluntad de reforma de la Cathedra Petri llevó al profeta mismo a una ruptura con la Iglesia. El catolicismo alemán representa una tentativa — fracasada en su punto de partida — de emprender por su cuenta reformas eclesiásticas. Los -> viejos católicos lograron captar un ansia oculta y marginal de reforma, anticipando adaptaciones estructurales integradas más tarde parcialmente por la Iglesia universal en el concilio Vaticano u. No obstante la considerable sagacidad intelectual e histórica de tales reformas, éstas no lograron la revitalización que es el verdadero fin de toda reforma estructural.

La situación de tensión hostil entre el catolicismo y el mundo moderno y la renovación restauradora del pensar teológico en el tomismo, provocaron un movimiento de adaptación a la cultura moderna, que en zonas de habla alemana se designó como Reformkatholizismus (catolicismo reformista). Sin embargo, este nombre, actualmente abandonado, suscita falsas representaciones tocante a su amplitud y a su significado, pero sobre todo tocante a la naturaleza de un movimiento de reforma. Las más de las veces se trataba de intelectuales que desarrollaban sus preocupaciones en escritos programáticos literarios. Ese movimiento va desde el diletantismo verbal de un F.X. Kraus, que reclamaba un «catolicismo religioso», a través del ensayo original, fiel a la Iglesia, de H. Schell, hasta el modernismo, cuya problemática teológica estaba entreverada con numerosos postulados de readaptación eclesiástica. De una pugna pródiga en tensiones con representaciones tenaces de la jerarquía y con las amonestaciones cautelosas del magisterio romano, surgieron el movimiento litúrgico (->liturgia, D), el ecuménico (-> ecumenismo, A) y el de seglares dentro del catolicismo romano.

Después de la segunda guerra mundial se hicieron notar, sobre todo en Francia, fuertes corrientes de reforma. Con este reformismo desde abajo se asoció en el Vaticano II la exigencia del papa de un aggiornamento conforme a los tiempos. Lo trágico de la evolución intraeclesiástica de la -> edad moderna ha consistido en que una sana crítica intraeclesiástica, que es el presupuesto de toda renovación, tanto personal como estructural, no haya podido expresarse francamente en la Iglesia, sino que se haya visto forzada a moverse casi únicamente en las capas subterráneas. Dado que el reformismo en la Iglesia fue reprimido artificialmente, ha resultado que aun después de la apertura llevada a cabo por el Vaticano ii se sigue sintiendo una cierta necesidad de reformas todavía no realizadas. El que esto haya provocado malentendidos en la época postconciliar acerca de la naturaleza de la reforma eclesiástica, y el hecho de que la insistencia primordial en un despojarse del lastre innecesario y la adaptación con poca reflexión al espíritu del tiempo hayan podido confundirse con una «reforma», son circunstancias que hacen resaltar tanto más la urgencia de un auténtico aggiornamento con vistas a la conversión radical a Cristo, que ha de realizarse siempre de nuevo.

III. Aspecto sistemático

El cristiano particular, pero también la Iglesia que en su peregrinación va al encuentro del Señor venidero, se ven remitidos constantemente a su origen, por lo que hace a su reforma. Reforma de la Iglesia es por tanto obediencia a Cristo; en aras de una mayor conformidad con Cristo, el cristiano somete a constante examen su vida personal, y lo mismo hace la Iglesia respecto de sus instituciones nacidas históricamente, en las que llega al hombre la buena nueva. Así, en la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano ii se dice que ésta queda lesionada por los pecados de los cristianos, que es semper purificanda, que poenitentiam et renovationem semper prosequitur y que seipsam renovare non desinit (nº. 81ss). Por ello en la reforma de la Iglesia no se trata en el fondo de mero mejoramiento de la misma, ni de adaptación táctica o de virajes oportunistas, sino del esfuerzo humilde por seguir a Cristo, el cual nunca se desarrolla hasta la perfección.

De ningún modo puede aceptarse la concepción de que la Iglesia católica es irreformable, como opinaban algunos teólogos católicos y filósofos racionalistas en los siglos xix y xx. La Iglesia se entiende a sí misma como Ecclesia semper reformanda. La reforma de la Iglesia no es por tanto mera reforma de la mentalidad ni mera corrección de abusos, aunque ambas cosas van de la mano y deben compenetrarse a fin de renovar verdaderamente a la Iglesia. Una auténtica reforma de la mentalidad aportará siempre la valentía profética de un confesor para forzar la transformación de instituciones y modos de pensar. Una corrección de abusos que responda a la realidad tendrá siempre presente su carácter provisional, a fin de no convertirse en un fin en sí. Está ya condenada como concesión superficial al espíritu del tiempo, si no produce verdadera vida evangélica. Está constantemente expuesta al peligro de reducirse a meras palabras, si con todo cambio en la marcha de la Iglesia no se lleva a cabo la difícil conversión a Cristo crucificado. En la tensión entre estos dos polos se realiza la reforma católica.

En cuanto la reforma eclesiástica se refiere a instituciones y estructuras, se pueden distinguir diversas etapas bajo el aspecto sociológico: adaptación, desarrollo, apertura, modificación de las estructuras. En épocas de transformación de las estructuras sociales y civilizadoras, se impone a la Iglesia una revisión y nueva configuración creadora de sus propias estructuras nacidas históricamente, en mayor grado que en épocas que transcurren tranquilamente. En efecto, la Iglesia en su existencia histórica está constantemente envuelta en los influjos de la cultura circundante (estructuras nacionales y sociales) y siempre se ve expuesta al peligro del sincretismo y de la mundanización. Desde los primeros tiempos del cristianismo y sobre todo desde la paz constantiniana se ha vinculado de múltiples maneras con su contorno social, aunque sin dejar nunca de estar guiada por el Espíritu Santo. Por consiguiente, el que puedan ser necesarias radicales modificaciones de estructuras, cuyo ritmo dependa en cada caso de la respectiva transformación de la sociedad, es una consecuencia necesaria de la situación histórica de la Iglesia. Ésta no puede tener nunca la pretensión de haber agotado totalmente la riqueza del evangelio.

Esa tarea de adaptación y de transformación puede ser dificil y dolorosa, ya que a veces algo nacido accidentalmente está tan íntimamente entrelazado con lo esencial, que esto mismo puede verse perjudicado si se llevan a cabo innovaciones abruptamente y con falta de tacto. Así existe una serie de actitudes defectuosas contra las que conviene poner en guardia. Por el lado tenazmente conservador: timidez recelosa, obediencia poco reflexiva, costumbre, rutina, cerrazón defensivo, optimismo satisfecho, integrismo, mentalidad legalista, ansia consciente o inconsciente de poder, concepción ideologizada de la historia y teología rígidamente formal. Por el lado progresista: afán de adaptación periférica, ansia de experimentos sin tener la mirada puesta en el todo, entusiasmo por un progreso secularizado, ingenuo optimismo mundano, futurismo, falta de discernimiento de lo cristiano, recusación de la Iglesia corporal y concreta, subjetivismo que aísla, impaciencia que no aguarda el momento oportuno (patience des délais: Congar). La historia de la Iglesia a partir del donatismo, pasando por la reforma luterana, hasta las tentativas de adaptación del s. xix, muestra suficientemente que no basta un espíritu de reforma subjetivamente puro y sincero para llevar a cabo una renovación de la Iglesia sin cisma y sin ruptura de su continuidad. Evidentemente la solución no podrá consistir en un compromiso entre la corriente «conservadora» y la «progresista» dentro de la Iglesia, sino en la cosa misma, en la fidelidad a la plenitud católica. El transcurso de la historia de la Iglesia viene determinado por el ritmo de las reformas que una y otra vez conducen a la Iglesia hacia su principio, hacia Jesucristo.

Por consiguiente, la reforma de la Iglesia no puede nunca quedar concluida de una vez para siempre, ni tampoco puede consistir en la ejecución legalista de decisiones de concilios. En definitiva, se sustrae a manipulaciones por parte de instituciones, que a su vez pueden caer en un proceso de petrificación. La idea directriz adecuada de la renovación es la «antigua Iglesia», en cuanto por su proximidad a Cristo y a los sujetos del kerygma apostólico posee carácter normativo para toda estructuración cristiana de tiempos posteriores. Pero debe excluirse, tanto un falso romanticismo en torno a la Iglesia primitiva, como una precipitada aplicación de soluciones cristianas primitivas a los objetivos de una reforma. Más bien, la síntesis de la Iglesia primitiva entre conversión interior y transformación de la forma exterior, es el modelo valedero de toda renovación que penetre hasta las profundidades de la existencia cristiana y esté, por consiguiente, encarnada también en los cristianos particulares. Los que renueven la Iglesia no serán ni los reformistas a voz en cuello ni los tradicionalistas medrosos, sino los que, dejándose penetrar más y más de Cristo, le oyen a través de todas las transformaciones históricas, a fin de formular la fe integral «mediante una esfuerzo renovado» (Juan xxiii). Esto presupone en concreto una disposición para sufrir juntamente con la Iglesia corpórea, constantemente necesitada de reforma, disposición que, en la fidelidad a la Iglesia estructurada jerárquicamente, no teme verse empotrada con Cristo en los fundamentos de la Iglesia del futuro.

 

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Viktor Conzemius