PURGATORIO
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I. Punto de apoyo hermenéutico para la inteligencia de la doctrina de la Iglesia

La doctrina del p., por lo que hace a su verdadero y propio significado, sólo se puede entender dentro del marco de la doctrina general de la -> escatología. En efecto, sólo lo escatológico, como condición trascendental de todas las manifestaciones escatológicas, hace posible, tanto formalmente (por lo que se refiere a la necesidad de un enunciado correspondiente) como materialmente (por lo que se refiere a su contenido y a su facticidad), la concepción de un estado que precisamente «en el fin» tiene su significado teológico como algo especial.

Ahora bien, si lo escatológico afecta a la realidad entera (fin del -> hombre), y esta realidad se refleja fundamentalmente en el destino de cada uno; entonces el ámbito de lo individual, como parte integrante del todo, debe también por principio estar marcado por la estructura fundamental — escatológica — de éste; en la muerte del individuo se refleja y reproduce el destino final de todos, supuesto que entre ambos finales reine alguna relación esencial y que ambos no coincidan simplemente.

La situación escatológica de la existencia creyente marcada como algo absolutamente definitivo, comprende en su universalidad también la existencia de los muertos, la cual, como parte del mundo — al igual que la comunidad misma —, debido a su estructura concupiscente determinada por el pecado, sólo gradualmente y en medio de pruebas y angustias puede alcanzar su plena consumación.

Así, pues, la doctrina de la purificación forma parte esencial de una escatología cristiana elaborada reflexivamente y consciente de sus propios presupuestos. No puede ser suplantada ni por la teoría de una resurrección general de los muertos aquí y ahora (Barth), ni por la de un sueño general (Cullmann), ya que la primera no toma en serio la pluralidad y el carácter futuro de nuestra muerte, y la segunda no toma en serio nuestra condición personal; y ambas olvidan que el estado intermedio incluye la muerte como tal, de modo que así precisamente llega a la madurez la existencia cristiana en cuanto forma un todo, y que la resurrección, por mucho que se la conciba como acontecer particular, sólo brota de la victoria definitiva de la gracia.

II. La problemática de la historia de la revelación y de los dogmas

Es característico del ámbito extracristiano que todos los difuntos se hallan sin distinción en el mismo lugar (Hades, sheol), y sólo en este marco — conforme a las respectivas concepcionen escatológicas o mitológicas, diferentes en cada caso — se distinguen entre sí según los méritos y, eventualmente, tras larga lucha y después de superada la «prueba del fuego» (-> metempsicosis) con el apoyo de los vivos (oración, sacrificio). En el AT, en su fase tardía, sucede esto con vistas a la resurrección (2 Mac 13, 42-45), que según la visión inicial sólo se concede a determinadas personas (los justos) y finalmente se extiende a todos.

En el NT se agudiza la situación escatológica, por cuanto primeramente Jesús mismo y luego la comunidad primitiva (-> resurrección de la carne, -> metanoia, -> parusía l) consideran ya llegado el alborear del -> reino de Dios. Conforme al carácter definitivo de lo acontecido en Jesús, la esperanza específica del cristiano, tiene la mirada puesta en una inminente consumación general y universal — en el ámbito individual actúan todavía representaciones relativas al seol (Lc 16, 19-31) —, y la confirmación propiamente dicha de la fe y de sus obras se espera del «fuego» del juicio final (1 Cor 3, 12-15).

Desde esta perspectiva, todavía en el s. ll enseñan también Justino y Tertuliano que los difuntos aguardan la consumación «en el sepulcro». Aun después de que Ireneo concibe este estado dinámicamente (Adv. haer. iv 37, 7: PG 7, 1103s) y Orígenes, en el marco de su escatología universal (-> apocatástasis), desarrolla la doctrina de la purificación particular de cada uno (In Lc. hom. xxiv: PG 13, 1864ss: El bautismo del espíritu se realiza en el bautismo del fuego), y así en germen, enseña la doctrina de la purificación; no obstante, todavía perdura hasta el s. iv sin excepción la representación de la inmediata compenetración de purificación y juicio.

De todos modos, en occidente Agustín afirma que todos los justos (y no sólo los mártires) llegan inmediatamente a la -> visión de Dios, sin tener que aguardar el fin en un lugar indeterminado. Dado que, según eso, el proceso escatológico tiene en mismo una componente — esencialmente — individual, también la doctrina de la purificación queda desgajada del acontecimiento final universal: la invocación de 1 Cor 3, 12-15 pierde su sentido directo, el fuego purificador del juicio — Agustín mismo vacila todavía — se convierte en ignis purgatorius y aparece ya como auténtico ámbito intermedio para el hombre en la muerte. El mismo no estar todavía completamente con Dios significa ya un castigo (GREGORIO MAGNO, Dialogorum lib. rv 25: PL 77, 357).

La edad media sigue las huellas de Agustín y subraya además el carácter de castigo y -> satisfacción de la purificación. En el concilio II de Lyón (1274) y en el de Florencia (1439), la posición latina (Dz 456: locus purgatorius, ignis transitorius; también Dz 570ss), reforzada todavía por la definición de Benedicto XII (Dz 530ss), tiene que explicitarse frente a los griegos, que sobre el trasfondo de su tradición niegan el fuego en la purificación y en general la retribución inmediata después de la muerte (Dz 535).

Por ambas partes se reconocía la utilidad de la oración por los difuntos y la diferencia fundamental en su estado (-> visión de Dios, -> infierno). Sin embargo, los griegos, al concebir el juicio final universal como la consumación sin más, sólo podían dar una importancia relativa a la decisión para cada hombre particular. Según ellos — análogamente al estado en el sheol — los buenos y los malos estaban todavía fundamentalmente en el mismo lugar. En efecto, sólo admitían un único fuego: el juicio final. En consecuencia defendían que los santos (y excepcionalmente también los condenados) se purifican ya antes de la parusía, pero todos (también Maria y los apóstoles, Dz 535) deben pasar todavía por el juicio final (Mansi 31 A, 485ss, especialmente 488). Los griegos podían por tanto admitir, aunque con restricciones, el dogma de la decisión relativa al individuo después de la muerte (Dz 693) en el paso del infierno al cielo — y también la doctrina de las poenae purgatorae (Dz 464 693), pero no un fuego separado; en efecto, en éste, como «fuego» en el que además todos eran salvados, veían los griegos un origenismo. Sobre esta base formularon en Lyón y Florencia, juntamente con los latinos, la doctrina de la Iglesia.

Con la reforma entra en juego otra componente. Sobre el trasfondo de la evolución occidental, que ni siquiera por la unión con oriente se dejó disuadir de sus propias representaciones (cada vez más materializantes; lugar de purificación como cámara de tortura), se pone ahora en discusión precisamente lo que antes había sido incontrovertido: la utilidad de la oración por los difuntos (-> indulgencias). Lutero, como también Melanchton y la Confessio Augustana, en un principio muy reservados (Dz 777-780), a partir de 1530 (revocación del p.) rechazan definitivamente la doctrina de la purificación; Zuinglio y Calvino, en cambio, la rechazan ya desde el principio (-> predestinación).

Frente a esto el concilio de Trento define la diferencia entre reatus culpae y reatus poenae (Dz 807 840) y el valor propiciatorio del sacrificio de la misa (Dz 940 936) también por los difuntos; pero en otro lugar dice únicamente: purgatorium esse, animasque ibi detentas fidelium suffragiis iuvari (Dz 998 983). Aquí merece tenerse en cuenta la observación de que todo lo que no sirve para la edificación, sino que únicamente promueve el ansia de lucro, la curiosidad y la superstición, debe omitirse en la predicación (Dz 983). Belarmino y Suárez dieron luego su forma al tratado De purgatorio.

III. La doctrina de la Iglesia

La doctrina del p. es un momento importante en la fe de la Iglesia. Fue formulada dogmáticamente por primera vez en la edad media (Dz 464 693), y las declaraciones posteriores no van más allá de esta posición (Dz 983 998 723a 840 2147a).

El punto central de la doctrina de la Iglesia es: Hay una purificación (por deferencia a los griegos se evita expresamente hablar de purgatorium) para todos los que vere paenitentes in Dei caritate decesserint, antequam dignis paenitentiae fructibus de commissis satis fecerint (Dz 464); en conexión con ello se enseña la utilidad de la oración por los difuntos (Dz 464 693 683), sobre el trasfondo de una fe que sabe de la seriedad de la -> muerte y de la pluralidad en la realización de la existencia escatológica del hombre (Dz 840; -> penitencia), en la que también la muerte significa una carga saludable: poenae purgatoriae.

En los documentos decisivos quedaron sin resolver las cuestiones sobre el fuego, el carácter local del p., la duración, la forma y la naturaleza intrínseca de la pena.

IV. La doctrina de la purificación en la predicación

1. Sobre el trasfondo de la presencia — escatológica — de Dios en la Iglesia hay que subrayar ante todo que la muerte misma está dentro del ámbito de la esperanza, y en su aislamiento (dado que en aquélla el hombre queda despojado de sí mismo y así se libera de su entrega pecaminosa al mundo) posee una virtud purificadora. La inmediatez con Dios intensifica aún el carácter de purificación, y así hace que en el p. la bienaventuranza del que se ha salvado esté envuelta aún en un dolor sombrío.

2. Un modo de hablar objetivamente sobre este estado del p. sólo es posible por lo que se refiere a la obra de Cristo (cf. descenso de Cristo a los -> infiernos), por cuanto su destino venció la muerte llegando a través de ella a la resurrección, y por ello ha incluido en su destino toda existencia humana. Él, como su objetivo de nuestra fe, hace posible una reflexión creyente sobre la muerte.

3. La Iglesia, en virtud de su unidad (constitutiva) con Cristo, está también ligada esencialmente a sus miembros difuntos (-> comunión de los santos). Su liturgia, como actualización central de la fe, afecta a su esencia. Toda oración por los difuntos tiene sentido si actualiza esta esencia. Por tanto, un contacto inmediato con los difuntos, por su tendencia no escatológica, sería absolutamente acristiano y tendría afinidad con el espiritismo. Contra tal concepción — mágica — se alza con razón la protesta de los reformadores protestantes.

4. La escatología misma tiene carácter de acontecimiento por razón de la historicidad de la salvación absoluta. Si bien la tradición clásica no habla de esto (¿Mt 27, 53?), habría que preguntar en todo caso — en la linea de la teología latina: visio como concepto límite entre purificación y resurrección — si la consumación individual no implica también una resurrección individual, en riguroso paralelismo con el (o bien como presupuesto del) acontecimiento final universal; y así el p. sería fundamentalmente «el estado en que quienes murieron en el Señor, aguardan la consumación individual y universal». Y así la oración por los difuntos que se hallan en el p. sería una forma modificada de implorar la parusía del Señor (Ap 22, 17), con lo cual también tendría en sumo grado un sentido individual.

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Elmar Klinger