PENAS ECLESIÁSTICAS
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1. Fundamento

Aunque cabe pensar que las p. e. están en contradicción con la «santa libertad de los hijos de Dios», sin embargo nadie discutirá la necesidad de un orden jurídico en la Iglesia (-> derecho canónico). La misión de la Iglesia es conducir a los fieles a la salvación eterna. Para cumplirla, les expone lo que deben creer y les da instrucciones para la vida moral y espiritual. De ahí se deduce la necesidad de un orden en el ámbito de la fe y de la vida religiosa y moral como expresión de la presencia viva del Señor en medio de los creyentes. Este orden no tiende a aniquilar las voluntades, a paralizar las iniciativas, sino a esclarecer los espíritus, a marcar un camino, dando así su sentido a la libertad. El mensaje de Jesucristo es el mensaje del amor; el orden jurídico de la Iglesia indica cuáles son las exigencias del amor. Los fieles, por otra parte, forman una comunidad, el cuerpo místico de Cristo, el -> pueblo de Dios; son solidarios y responsables unos de otros. La ordenación jurídica asegura la armonía en el seno de la comunidad, garantiza a cada uno su puesto y su derecho y encomienda a cada uno su propia misión. La libertad es la aceptación consciente de la solidaridad y responsabilidad.

Las p. e. son sólo un aspecto, y no el más importante, de este orden jurídico. Sancionan las infracciones de los preceptos dictados por la Iglesia en virtud de su poder disciplinario. Como toda pena en una sociedad jurídicamente constituida, las p. e. tienen un triple fin: el castigo del culpable, el mantenimiento del orden y la enmienda del infractor. La «religión en espíritu y en verdad» no significa la ausencia de organización, de disciplina y sanciones, aunque sí prohibe que éstas queden degradadas hasta convertirse en un culto a los parágrafos y se despojen así de su sentido. Esa religión es el esfuerzo siempre tenso por mantener la organización, la disciplina y las sanciones al servicio de su fin sobrenatural: la salvación de los hombres unidos en comunidad viva. Para que quede a salvo la libertad esencial del cristiano, a la que nadie tiene derecho a renunciar y de la que a nadie se puede privar, es necesario y suficiente que las sanciones no vayan acompañadas de violencia física, p. ej., en el caso de uno que abandona la Iglesia.

El fundamento de las p. e. fue puesto por Jesucristo mismo (Mt 18, 15-18). Por eso la Iglesia impuso penas desde sus comienzos. Pablo no vacila en dictaminar severos castigos contra los fieles de sus comunidades cristianas que se hacen culpables de un delito (1 Cor 5, 5; 2 Cor 2, 6; 1 Tim 1, 20). Progresivamente, en el curso de la historia de la Iglesia, el sistema va evolucionando. Durante mucho tiempo las penas más graves se imponen a la -> herejía. Recordamos con tristeza los excesos a que llegó a veces la -> inquisición en la edad media.

2. Características esenciales

La formulación del derecho canónico en el CIC, que desde 1918 tiene fuerza jurídica en la Iglesia latina, no significa haber roto con las disposiciones del pasado. Ciertas disposiciones actuales llevan la marca de la historia, apuntan a veces a viejas costumbres, suponen concepciones jurídicas superadas e instituciones hoy día con poca vida.

Sin embargo, la nota dominante del sistema no está ahí. El canon 2214 del CIC renueva una advertencia del concilio de Trento a los obispos: «Acuérdense los ordinarios de que son pastores y no verdugos y que conviene rijan a sus súbditos de tal forma, que no se enseñoreen de ellos, sino que los amen como a hijos y hermanos, y se esfuercen con exhortaciones y avisos en apartarlos del mal, para no verse en la precisión de castigarlos con penas justas si llegan a delinquir; y si ocurriere que por la fragilidad humana llegaren éstos a delinquir en algo, deben observar aquel precepto del apóstol de razonar con ellos, de rogarles encarecidamente, de reprenderlos con toda bondad y paciencia, pues en muchas ocasiones puede más, para con los que hay que corregir, la benevolencia que la austeridad, la exhortación más que las amenazas, y la caridad más que el poder.» La Iglesia no respira hasta haber reducido al redil a la oveja extraviada, y sabe que lo logrará por la confianza, la paciencia y el amor. Esta actitud aparece repetidamente en la manera de imposición de las p. e.: solicitud por la enmienda del culpable, preocupación por su reputación, voluntad de adaptar la sanción a cada caso, pues no hay delitos, sino delincuentes, distintos unos de otros. De ahí derivan la extraordinaria elasticidad del sistema y la gran confianza que la ley otorga al juez y hasta al culpable. El derecho penal de la Iglesia, aun en sus reglas más antiguas, aparece así como precursor, pues las legislaciones civiles contemporáneas adoptan hoy día lo que la Iglesia ha practicado desde hace siglos.

3. Los delitos

Dos categorías de infracciones caen bajo las p. e. Hay en primer lugar lo que se llama delitos de fuero mixto, es decir, aquellos que también castiga o puede castigar el Estado. La Iglesia reprime así las infracciones que representan desviaciones morales particularmente graves y extendidas: suicidio, aborto, etc.

Vienen luego las infracciones específicamente eclesiásticas que atentan directa e inmediatamente contra los intereses espirituales y religiosos, cuya responsabilidad incumbe a la Iglesia. Su gravedad se aprecia, por ende, según criterios de orden religioso. Aquí no podemos enumerarlas todas. Mencionemos algunas por orden decreciente de gravedad: la profanación de las sagradas especies, las violencias a la persona del sumo pontífice, la violación directa del secreto de la confesión, la -> apostasía, la -> herejía, las trabas al ejercicio de la -> jurisdicción eclesiástica, la adhesión a la -> masonería, la violación de la clausura de las monjas, etc. En esta enumeración se ven las preocupaciones de la Iglesia católica y los peligros que ella quería evitar cuando hizo la lista, que sin duda requiere una revisión.

Dada la actual perspectiva ecuménica, hoy ya no se castiga como antes la «participación en el culto de una secta acatólica»; también cuando se trata del consentimiento matrimonial otorgado en presencia del ministro de un culto no católico está suprimida toda pena. Los matrimonios puramente civiles que siguen al divorcio civil, se multiplican incluso entre los que se llaman «católicos», y no caen de momento bajo pena alguna; la extensión del divorcio civil es un fenómeno sociológico relativamente reciente.

4. Las penas

Antes hemos evocado el recuerdo de la inquisición. Sin duda los jueces remitían al «brazo secular» a los culpables; pero, al hacerlo, sabían que los mandaban a la hoguera. Ello quiere decir que, antaño, la Iglesia no se oponía totalmente a los castigos de orden temporal. Posteriormente, las penas son cada vez más privación de los bienes espirituales, cuya dispensación incumbe a la Iglesia. Con ello queda a salvo la esencial libertad de la fe.

Dos categorías de penas existen en la Iglesia según el fin que principalmente se persigue: las «censuras» o «penas medicinales» miran sobre todo a la enmienda del culpable; las «penas vindicativas» tienden esencialmente al castigo del delincuente (hay que añadir, para completar, la categoría de las «penitencias», que buscan la «satisfacción» que ha de ofrecer un penitente arrepentido). Las penas vindicativas son normalmente de duración fija, mientras que las censuras deben ser levantadas por una «absolución», que es distinta de la absolución del pecado y a la que tiene derecho el culpable desde el momento en que se ha enmendado. Ciertas penas son ora vindicativas, ora medicinales, según la forma en que se imponen. La excomunión, que es la más grave y la más frecuente, es siempre medicinal; esto muestra la importancia que la Iglesia concede a la enmienda. Algunas sanciones no son penas en sentido estricto; tal es el caso, en particular, de la privación de sepultura eclesiástica, que alcanza de manera general a todos los pecadores públicos, de no haber dado señal evidente de penitencia.

Ciertas penas son propias de los clérigos, p. ej.: degradación y suspensión; ésta última es la más frecuente. La suspensión priva a un clérigo del derecho a ejercer ciertas funciones, indicadas en la sentencia o previstas por la ley; p. ej., celebración de la misa, audición de confesiones, etc. La exclusión de los actos legítimos eclesiásticos entraña en los simples fieles sobre todo la privación del derecho de ser padrino o madrina en el bautismo o confirmación. A veces se añade a otras penas, pero puede imponerse también como pena principal por ciertas infracciones, p. ej., la «sospecha de herejía». El entredicho es una pena muy próxima a la excomunión; aquí hablaremos sólo de ésta.

La excomunión aparece ya entre los judíos de la época neotestamentaria. El que reconocía a Jesús como Mesías era excluido de la sinagoga (Jn 9, 22). Los textos de Pablo citados anteriormente representan sin duda las primeras excomuniones cristianas. El culpable, para que se enmiende, es separado de la comunidad cristiana. Los contornos de esta pena se fueron precisando en el curso de los siglos. Hoy pueden definirse así sus efectos: Separa al delincuente no de la Iglesia, a la que está definitivamente unido por el -> bautismo, sino de la comunión de los fieles. Esto quiere decir que el excomulgado queda privado de cierto número de derechos. Si los enumeramos veremos que, sobre todo en el seglar, se trata de una limitación de los mismos: asistencia a los «oficios divinos» (pero la predicación, p. ej., no es un «oficio divino»); recepción de los sacramentos (pero sólo bajo pena de ilicitud, de suerte que el sacramento será recibido ilícita, pero válidamente); participación en los frutos de las indulgencias, sufragios y oraciones públicas de la Iglesia (lo que no excluye las oraciones privadas, ni la celebración de misas privadas por los excomulgados); finalmente, exclusión de los actos legítimos eclesiásticos, de la que se habló más arriba. Esta separación de la comunidad de los fieles hace de la excomunión una pena muy grave. Nunca se impone de un modo definitivo, pues se trata de una pena medicinal. La Iglesia no desespera nunca de la conversión de los pecadores.

Con la excomunión se castigan la mayoría de los delitos antes enumerados; pero hay cierta gradación en esta pena según la gravedad del delito.

Hay que distinguir primeramente entre los excomulgados «tolerados», «notorios» y «vitandos». Los primeros son los autores de un delito oculto contra los que no se ha añadido una sentencia «declaratoria» a la excomunión en que se ha incurrido por el delito mismo. La sentencia declaratoria sólo se dicta en los delitos particularmente graves. Estos excomulgados no tienen derecho a asistir a los oficios divinos; pero tampoco hay obligación de excluirlos de ellos. Los excomulgados notorios son los que han cometido un delito público y conocido de todos o han sido objeto de una sentencia declaratoria. Deben ser excluidos de la asistencia activa, pero no de la pasiva, a los oficios, y han de ser privados de sepultura eclesiástica, salvo si dan signos evidentes de arrepentimiento. Finalmente, los excomulgados «vitandos» deben ser excluidos aun de la asistencia pasiva a los oficios; los fieles deben evitar (¡de ahí su nombre!) todo trato con ellos, salvo motivo razonable (de parentesco o profesional). Un excomulgado es declarado «vitando» por decisión especial, expresa y pública de la Santa Sede; cosa que sólo raras veces se hace, en casos excepcionalmente graves.

Un segundo grado de excomunión se presenta bajo la forma siguiente: la excomunión, como queda dicho, es una pena medicinal, y el culpable tiene derecho a la absolución desde el momento en que se enmienda. Según la gravedad del delito, la absolución es dada por autoridades diferentes: todo confesor para las infracciones más ligeras, luego el obispo, finalmente la Santa Sede; en este último caso, la absolución está reservada «especialísimamente», «especialmente» o «simplemente». Está, p. ej., «especialisimamente» reservada la absolución de la profanación de las formas consagradas y de la violación directa del secreto de la confesión. Está «especialmente» reservada la absolución de la apostasía y herejía. Por estas diferentes reservas se llama la atención de los fieles acerca de la gravedad de los varios delitos. En casos urgentes, señaladamente en peligro de muerte, cualquier sacerdote puede absolver de todas las censuras, aunque en las más graves hay que recurrir luego a la Santa Sede. Ciertos confesores pueden absolver de algunas censuras reservadas.

5. Modo de imponerlas

Por lo que se refiere a la manera como se imponen las penas, hay que distiguir entre las de latae sententiae (la pena está ya impuesta por la ley) y las de ferendae sententiae (la pena debe ser impuesta por sentencia). Estas últimas están sometidas a un determinado orden procesual, que se desarrolla ante un juez. Las primeras son una institución original: se incurre en ellas en virtud del derecho por el mero hecho de la infracción; si luego se abre un proceso, no se dictará una sentencia «condenatoria», pues se ha incurrido ya en la pena, sino simplemente una sentencia «declaratoria». La excomunión es, las más de las veces, una pena latae sententiae. De hecho, hoy día, las penas ferendae sententiae raras veces se dictan contra los simples fieles.

El peligro que podría presentar este automatismo de la pena latae sententiae, que priva al culpable de la posibilidad de defenderse, está descartado por el hecho de que sólo se incurre en la pena si el culpable sabe, por lo menos someramente, que el acto que va a cometer está castigado por la Iglesia; además el delito ha de ser grave en sí mismo y en la conciencia del autor. No es, pues, posible caer por inadvertencia en esa pena, particularmente en la de excomunión. Tal sistema tiene la ventaja de que llama la atención de los fieles sobre la gravedad de ciertas faltas, dejando asalvo, por otro lado, la reputación de los delincuentes, pues las sentencias declaratorias sólo se dictan en los casos más graves; y además evita que los tribunales se vean abrumados por un excesivo número de causas.

Para las penas ferendae sententiae, el procedimiento está sometido a las reglas habituales (cf. -> juicios eclesiásticos). Cabe preguntar si las p. e., sobre todo las que se imponen a los seglares, tienen todavía un sentido. Los que han perdido la fe son indiferentes respecto de tales penas. Y con relación a los pecadores que conservan la fe, hemos de preguntarnos si es necesario imponerles penas para moverlos a penitencia.

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Louis de Naurois