PENA DE MUERTE
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1. La introducción de la p. de m. en Israel, y en otros pueblos, sólo puede entenderse correctamente como medida humanitaria para limitar la venganza de sangre y otros castigos brutales impuestos por iniciativa individual. La p. de m. sustituyó entre los germanos los castigos sagrados que se imponían en sucesos experimentados. Así la p. de m. de ningún modo fue tenida por injusta o por una infracción del quinto mandamiento, que se refiere sólo al asesinato ilegal, pero no al acto de matar en guerra o en otras circunscias. En el Antiguo Testamento raras veces hallamos un fundamento de la p. de m., y, cuando lo hallamos, éste es la ley del talión (Éx 21, 23ss; Dt 19, 21), que brota del pensamiento de la recompensa; sin embargo, también tiene su importancia el pensamiento de la expiación (p. ej., Dt 19, 13; 21, 9; Lev 21, 9; Núm 35, 33ss), así como la intimidación (Dt 13, 12; 19, 20; 21, 21). A diferencia del derecho penal del antiguo oriente, la p. de m. se limitó a los delitos más graves contra la comunidad, especialmente a los atentados contra la vida humana, como el asesinato (Éx 21, 12; Lev 24, 17; Núm 35, 16-21) y el rapto de hombres para esclavizarlos (Éx 21, 16; Dt 24, 7), al culto idolátrico (p. ej., Éx 22, 19), a la blasfemia contra Dios (Lev 24, 15), a la violación del sábado (Éx 31, 14), al adulterio y a los crímenes sexuales (p. ej., Lev 20, 10ss y 13-17), así como a las infracciones contra la autoridad paterna (Éx 21, 15; Lev 20, 19; Dt 21, 18-21).

Hubo distintas formas de ejecución; la lapidación era la habitual. Los procuradores romanos privaron, con excepciones, a las autoridades judías del derecho a ejecutar la p. de m. Así, p. ej., fue tolerada la lapidación de Esteban (Act 6, 12; 7,58ss). En el judaísmo la justificación del derecho a imponer la p. de m. sin duda se fundamenta a la postre en la concepción teocrática del Estado, en virtud de la cual se atribuyó a éste como representante universal de Dios todo el poder punitivo divino durante el tiempo del mundo.

En el Nuevo Testamento no hallamos una posición Jara frente al derecho de imponer la p. de m. Del perdón concedido a la adúltera por parte de Jesús (Jn 8, 2-11) y de la admonición divina: «mía es la venganza», que cita Pablo (Rom 12, 19), no se puede deducir una renuncia fundamental a la p. de m., así como de Rom 13 tampoco puede deducirse una confirmación de su legitimidad, puesto que el versículo 4 sólo cabe referirlo al poder jurídico del Estado. Igualmente, en Mt 26, 52 no puede verse un claro reconomiento de la p. de m. por parte de Jesús.

Esta circunstancia, así como la problemática interna de la p. de m., son la causa de que en la teología y el pensamiento general de occidente se haya discutido la licitud moral de la misma.

En la edad media el número de ejecuciones creció extraordinariamente; éstas adoptaron formas muy crueles. Sólo desde la mitad del siglo xvi, por la imposición de penas de reclusión, disminuyeron lentamente las ejecuciones. Desde la ilustración y especialmente desde que en 1764 Cesare Beccaria, en su obra Dei delitti e delle pene, que haría época, exigió la supresión de la p. de m., se impuso en la práctica y en la filosofía del derecho un movimiento cada vez más fuerte en favor de la limitación o supresión de la p. de m., movimiento que ahora exige con creciente energía una amplia humanización de los medios penales. Sin esta humanización la cadena perpetua puede realmente ser más cruel para el delincuente que la ejecución. En la opinión popular, sin embargo, la cual se aferra a instituciones muy antiguas, y esto primariamente por motivos emocionales, esos esfuerzos humanitarios (lo mismo que otras mitigaciones fundamentales del derecho penal) apenas son acogidos favorablemente. La significación de este movimiento sólo se aprecia debidamente teniendo ante los ojos las consecuencias asoladoras de las mutilaciones corporales, de los procesos de brujas, de las torturas, etc., que se daban en el antiguo derecho penal, y recordando también cómo durante el siglo xix, p. ej., en Inglaterra fueron ahorcados niños de siete hasta catorce años por infracciones relativamente leves. En 1781 José lI inició la supresión de la p. de m. en los paises hereditarios. Desde entonces la historia de la p. de m. es la historia de su supresión, aun cuando un cierto número de países avanzados la han mantenido, p. ej., bastantes Estados federales de los EE.UU., Francia, España y el Canadá. La evolución parece ir claramente en dirección a la supresión de la pena de muerte.

Sin embargo, incluso en la actualidad la mayoría de los teólogos católicos y protestantes, que seguramente son el grupo más importante entre los defensores de la p. de m. que deben tomarse en serio, defienden en principio su licitud, aunque en ambas confesiones hay también opiniones contrarias, como, p. ej., K. Barth, que rechaza la p. de m. como castigo ordinario y la admite sólo en casos excepcionales. Ya en la antigua Iglesia Atenágoras, Tertuliano, Orígenes y Lactando condenaron la participación, directa o indirecta, en la p. de m. Inocencio III en el año 1210 reconoció expresamente al Estado el derecho a imponerla (Dz 425; DS 795). Pío XII confirmó eso mismo en sus alocuciones del 12-11-1944 y 13-9-1952.

2. Para posibilitar en principio una respuesta a la cuestión de la justificación teológica y moral de la p. de m., debe partirse de la significación del castigo en el marco del cometido del Estado, que es asegurar el -> bien común, concretamente por la conservación y promoción del orden jurídico que abarca a los hombres particulares y a la sociedad. En lo referente al derecho penal el Estado da vigencia a este orden por el hecho de que protege a la sociedad y a los hombres particulares contra los criminales, y a la vez protege los inalienables derechos humanos del criminal frente a los hombres privados y frente a la sociedad. Hace esto por cuanto carga sobre el criminal su culpa jurídica frente al hombre particular y frente a la sociedad, y reintegra al criminal mismo, de una manera nueva, a la sociedad de derecho. El Estado alcanza esto confrontando su derecho penal con la triple función de la -> justicia. Así hace valer la superioridad y la función envolvente de la sociedad de derecho.

De cara a la p. de m. eso significa que ella es inadecuada para restablecer la justicia conmutativa, puesto que quita al criminal precisamente la posibilidad de reparar, en el marco de lo posible, el daño causado por el crimen. Y un buen derecho penal debería tener muy en cuenta este aspecto de la reparación.

Para restablecer la justicia legal es necesario que el delincuente sea condenado al cumplimiento jurídico de una expiación que corresponda a las exigencias de la estabilidad del orden jurídico, y que al mismo tiempo sea justa con las posibilidades y los derechos del criminal. Para juzgar si la p. de m. corresponde a estas exigencias hay que preguntarse si desde el punto de vista del derecho penal tiene un fin proporcionado, puesto que el Estado, según los postulados de la justicia legal, en principio sólo posee el derecho de castigar en el marco de lo adecuado al fin del bien común temporal. Pero el criterio para ello nunca pueden ser los intereses morales; más bien, inmediatamente, han de ser los intereses sociales, pues de lo contrario el Estado reclamaría una autoridad moral. Pero esta autoridad hoy día ya no puede defenderse fundadamente, puesto que el Estado, dada la autonomía relativa de su ámbito de cometidos, inmediatamente debe tomar sus decisiones según puntos de vista inmanentes a su naturaleza, los cuales, sin duda alguna, de una manera indirecta implican puntos de vista morales. De acuerdo con esto las diversas medidas punitivas sólo se tomarán bajo el prisma de su carácter preventivo, y únicamente podrán dirigirse contra aquellos cuya culpa moral, en el marco de lo necesario para la protección eficaz del orden jurídico, ha de suponerse y castigarse. Por consiguiente, el derecho penal ha de estar configurado lo más ampliamente posible por puntos de vista políticos y jurídicos, y lo menos posible por puntos de vista morales. Ahora bien, todas las teorías que en principio atribuyen al Estado el derecho a imponer la p. de m., parten de una concepción según la cual aquél ha de dar una validez incondicional al orden moral y, por eso, realiza una acción punitiva divina, pues en su ámbito (parcial) de cometidos asume la representación inmediata de Dios. Pero en realidad el Estado sólo debe dar una validez condicionada al orden moral, a saber, en la medida de lo necesario para el mantenimiento del orden jurídico. En consecuencia, para decidir la cuestión de si la p. de m. es moralmente justificada, primero debe examinarse si bajo el prisma del derecho penal tiene un fin adecuado, y entonces para su imposición no puede existir jamás un derecho absoluto, sino, en todo caso, sólo un derecho históricamente condicionado (cf. Messner 750).

La p. de m., desde el punto de vista del derecho penal, tendría un fin adecuado ante todo si sirviera a la intimidación frente a los crímenes. Ahora bien, en oposición a concepciones anteriores, el carácter de intimidación es negado ampliamente por la criminología actual, puesto que, por una parte, según una experiencia demostrada estadísticamente, la supresión de la p. de m. no ha conducido al aumento del promedio de crímenes, sino que éste ha descendido con la supresión; y, por otra parte, el efecto psicológico de la amenaza con la p. de m. es muy dudoso. La ejecución pública, antes en uso, más bien era moralmente embrutecedora, pues hacía desaparecer el sentimiento del carácter inviolable de la vida. A esto se añade que los delitos capitales — al menos en su mayor parte — son cometidos por delincuentes convencidos o con propensión afectiva, o bien por personas enfermizas; y en todos ellos está precisamente excluido el efecto de tal amenaza de castigo. Según esto, el efecto de la intimidación a lo sumo puede alcanzarse en el círculo de personas que normalmente no tiende a crímenes capitales. Y en ese círculo el efecto preventivo se obtiene mejor por la certeza mayor de una sanción adecuada que por un castigo tan grande como la muerte, cuya imposición se considera menos cierta. Y una intimidación vana lleva a intromisiones no justificadas en los derechos de la persona, puesto que el criterio para la intimidación justa no es inmediatamente la injusticia ajena, sino la capacidad y necesidad de protección del injustamente atacado en relación con el derecho del otro, el cual por su parte sólo queda limitado mediatamente por el derecho que tiene el atacado a que se protejan sus propios derechos.

Esto significa también que para asegurarse contra criminales que no se dejan intimidar, han de tomarse las medidas protectoras necesarias, aunque no las más tajantes, y en consecuencia la p. de m. sólo sería admisible si no fuera posible otra protección eficaz contra los criminales. Pero este caso no parece que se dé normalmente en nuestro tiempo, al menos en los países muy desarrollados. Aquí la imposición de la p. de m. por motivos de seguridad y de intimidación se puede justificar en situaciones excepcionales, pero no es aceptable como castigo ordinario. En tales situaciones parece justificable también moralmente, puesto que el hombre privado y la sociedad tienen derecho a defenderse, en el marco de lo necesario para la protección de los derechos propios, contra la injusticia ajena (-> situaciones límites, -> resistencia).

A la luz del derecho penal la p. de m. tendría además un fin adecuado si fuera un medio apropiado para la restauración del orden jurídico y en consecuencia se pudiera justificar por el pensamiento de la reparación, o sea, de la expiación. Según ese pensamiento el derecho exige la reparación adecuada, porque sólo así puede restaurarse el orden lesionado. El Estado, que sólo se encarna en el derecho, tiene el deber de mantener intacto el derecho y de retribuir en estricta justicia. Únicamente por el castigo total queda realmente eliminada la lesión del derecho. Sólo la prestación de una expiación proporcionada hace justicia también al delincuente, que de otro modo quedaría degradado y se convertiría en mero objeto de la acción estatal; precisamente por la imposición del castigo se le concede su propio derecho; la pena impuesta constituye el «honor» del criminal (Kant, Hegel).

Mas a eso hemos de oponer que una compensación adecuada para el hombre, para el mantenimiento del orden y de la dignidad del derecho, no es necesaria ni posible, sobre todo porque en muchos casos no se puede compensar una cosa con otra idéntica. Especialmente, jamás es posible determinar la abreviación de la vida compensada con la p. de m. Para el mantenimiento del orden basta, y esto es lo único útil, que la injusticia sea evitada lo más ampliamente posible por prevenciones adecuadas y por la persecución eficaz de la misma, y que al mismo tiempo se evite lo más ampliamente posible el peligro de ser injustos con el criminal. Como mejor se mantiene la dignidad del derecho es mediante el mayor alejamiento posible de la injusticia, pero no mediante un castigo total, pues la culpa subjetiva que fundamenta la injusticia, a causa de la dignidad humana, que en su núcleo permanece intacta, sólo puede presuponerse en la medida de lo necesario. Por eso la expiación jurídica sólo puede exigirse en el marco de lo necesario por motivos preventivos. En correspondencia con esto, la p. de m., como a la luz del derecho penal no tiene un fin adecuado, normalmente debe rechazarse también desde el pensamiento de la reparación o expiación. Teológicamente, la expiación subjetiva recibe su fuerza destructora de la injusticia por la muerte expiadora de Cristo; además, sólo puede prestarse voluntariamente y, por tanto, no es posible forzarla por el castigo jurídico. En el plano del derecho esa expiación subjetiva carece de importancia, pues el equilibrio jurídico se restablece por el cumplimiento del castigo objetivo, y no por la actitud subjetiva.

La teoría de la retribución proporcionada y de la expiación es apoyada desde un punto de vista ético por la así llamada teoría de la pérdida del derecho, según la cual existe el derecho moral a confirmar mediante la exclusión de la comunidad el hecho de que el delincuente ha renunciado por sí mismo a la integración en aquélla y, por tanto, ha perdido el derecho al reconocimiento por parte de la sociedad. Según esto, el acto de excluirse por sí mismo de la sociedad fundamenta el derecho a imponer la p. de m. (Ermecke).

Sin embargo, a causa de los derechos inalienables del hombre, que se fundan en la dignidad de la persona y sólo quedan limitados por los derechos igualmente inalienables de otros, la pérdida de derechos no ha de determinarse inmediatamente por la injusticia propia, sino por las exigencias del derecho de otros frente a uno mismo. Por consiguiente, sólo en la medida impuesta por ese criterio pierde injusticia el propio derecho. En correspondencia con esto, la p. de m. no debe fundamentarse inmediatamente desde el punto de vista de la pérdida del derecho, sino sólo por la necesidad de protección que tiene la sociedad.

3. La justicia distributiva exige que dentro de lo posible se abra al criminal la posibilidad de restituirse a la sociedad; y la p. de m. cierra definitivamente esta posibilidad. En consecuencia, es una grave injusticia allí donde se reconoce como posible y realizable una reincorporación a la sociedad.

Así, pues, la posición usual de los cristianos frente a la p. de m. requiere una revisión, sobre todo porque Jesús mismo fue víctima de una injusta p. de m., y por que la moral cristiana seguía en lo posible por el ideal de la misericordia y del amor, ideal que, sólo en el marco de lo absolutamente necesario, permite las intervenciones en la esfera de los derechos personales. El cristianismo, por su persuasión fundamental acerca de la absoluta dignidad sagrada de la vida humana y acerca de la autonomía relativa de las realidades intramundanas, debería en sus representaciones eclesiásticas propugnar la supresión de la p. de m., en lugar de ser su principal defensor.

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Waldemar Molinski