PARTICIPACIÓN
SaMun


I. Historia del problema

Junto al -> ser, la -> unidad, la -> analogía del ser, etc., la p. es uno de aquellos conceptos centrales en que se ha sedimentado terminológicamente el pensamiento metafísico y teológico de occidente, surgido de la experiencia griega y bíblico-cristiana de la realidad. Por eso la inteligencia, la estimación crítica y la posibilidad de una nueva apropiación de la idea de p. incluyen una interpretación de la –> metafísica occidental, particularmente en lo relativo a su origen y al encuentro decisivo entre la experiencia existencial griega y la cristiana.

Platón fue el primero que puso la p. en el centro de su pensamiento, de forma que esta idea quedó siempre ligada a su nombre. La importancia de este paso sólo puede comprenderse teniendo en cuenta el cambio en la experiencia e inteligencia de la unidad y diferencia de toda realidad que se produjo desde los presocráticos hasta Platón. Las palabras originarias del primer pensamiento griego (eínai, physis, alétheía, logos, etc.) muestran que el ser fue experimentado siempre como unidad envolvente que encierra en sí las diferencias, las arroja hacia fuera y vuelve a congregarlas en su seno. Esta primera experiencia griega de la unidad y diferencia del ser se condensó gramaticalmente en la forma del participio (griego: metojé), que denomina una dualidad fundada en la –> identidad (Heidegger). Así, el participio ón contiene la dualidad o diferencia del ente y del ser («diferencia ontológica»). Ahora bien, en Platón la diferencia aparece en forma de una rotura o de una separación entre el verdadero ser y el no ser. Platón entiende más concretamente esta separación como el abismo entre el ser constante y permanente de la idea y el ente caduco y evolutivo, entre el espíritu y la sensibilidad, entre la eternidad y el tiempo, etc. La p. expresa en Platón cómo y de qué manera tras la rotura resplandece la unidad originaria. La méthepsis traba a los separados en una unidad. La forma concreta de esta unión (p.) está determinada por la manera en que se muestran la diferencia y los diferentes. Si para Platón la diferencia significa un abismo entre el óntos ón y el mé ón, la p. sólo puede tomar la forma de relación entre prototipo e imagen que ha permanecido determinante de múltiples maneras para toda la metafísica clásica occidental. Pero hemos de decir además que el pensamiento platónico occidental habla de p. y la utiliza, pero no reflexiona sobre su verdadera naturaleza: los diferentes concebidos como prototipo e imagen son puestos sin duda en relación mutua, pero no se piensa la relación misma; y esto significa que no se piensa el hecho de la unidad y diferencia o, más radicalmente, el movimiento de la unidad y diferencia (cf. lo que diremos en II).

En qué medida tan escasa se vio y desarrolló la problemática de la primigenia unidad y diferencia en el tiempo posplatónico, se pone de manifiesto en la crítica de Aristóteles a la idea de participación. Para él, la p. es sólo una nueva palabra para designar una opinión más antigua (de los pitagóricos), que, a su juicio, quedó sin esclarecer; pero Aristóteles mismo no aporta un esclarecimiento digno de mentarse sobre la cuestión (Met. A 987b 7-14). Esto resulta comprensible, pues la idea de p. no encaja sin más en su sistema causal (sin embargo, Tomás de Aquino intentará posteriormente unir la p. y la causalidad). En la tradición posplatónica, particularmente en Plotino y Proclo, la p. se interpreta como proceso de emanación desde el uno originario: la unidad originaria que mantiene la relación o la diferencia es tan poco pensada que la p. está en peligro de ser tergiversada en un proceso de identidad que corre en una línea recta vertical.

Para explicar la recepción cristiana de la idea de p. se acostumbran a resaltar ciertos pensamientos de la sagrada Escritura. Así se mencionan, p. ej., las siguientes afirmaciones del AT: los hombres han sido creados a imagen y semejanza de Dios y, por la alianza, participan de la plenitud de bienes de Yahveh; Yahveh es mi posesión y la parte de mi cáliz (Sal 16, 5), etc. En el NT se encuentra la idea de p.; p. ej., en las frases relativas al reino de Dios y al banquete escatológico, en las promesas y bienaventuranzas, en los conceptos de comunión (koinonia) y filiación divina (uíothesía), en las fórmulas «en Cristo» y «con Cristo», «permanecer en», «estar en», «tener» y expresamente en Heb 3, 14 (métojoi tou Jristou) y en 2 Pe 1, 4 (theías koinonoi fyseos). También se acostumbra a resaltar que estos últimos conceptos proceden desde luego de la filosofía religiosa helenística, pero han experimentado una elaboración fundamental por parte de los autores neotestamentarios. Sobre ese punto hemos de decir que tales enunciados particulares hacen comprensibles algunos aspectos de la recepción cristiana de la idea griega de p., pero con ello no se aclara en modo alguno el fenómeno entero de la recepción, señaladamente en su alcance y en la problemática que entraña. En concreto no se tiene en cuenta cómo la idea griega de p. brota de una inteligencia del ser que se diferencia fundamentalmente de la experiencia bíblico-cristiana de la existencia, la cual se caracteriza sobre todo por los tres lemas: -> gracia, -> libertad e -> historia (acontecimiento), que están totalmente ausentes en la inteligencia griega del ser. Se trata, pues, de un encuentro de dos experiencias e inteligencias fundamentalmente diversas del ser, encuentro que todavía hoy — y sobre todo hoy — determina nuestro pensamiento.

Cómo se realizó este encuentro decisivo puede verse sobre todo en Agustín y Tomás de Aquino. Si el primero sustituye el mundo noético neoplatónico por el verbum aeternum, en cuyas rationes aeternae immutabilesque participa nuestro conocimiento, ello pone de manifiesto que sigue predominando el pensamiento griego platónico, aunque Agustín hace explícitos y resalta en muchos aspectos elementos específicamente bíblico-cristianos (-> espíritu). Pero sobre todo en Tomás la idea recibida de p. vino a ser el esquema ideal que lo sostiene y domina todo. Cómo el pensamiento óntico tomista se basa en la idea de p. aparece en las dos tesis centrales: Dios es esse per essentiam; la criatura es esse per participationem. Lo mismo cabe decir de todas las demás perfecciones, como verdad, bondad, conocer, vivir, etc. En Tomás cabe distinguir dos modos de explicar con más precisión la p. En general él emplea el esquema de la composición: algo (un sujeto) participa en una perfección (forma) por el hecho de que recibe dicha perfección y así la limita (p. por composición); el «caso» más importante de tal modo de p. es la composición real de todos los entes finitos de esencia (como «potencia» y «sujeto») y existencia o acto del ser (como perfección óntica participada). Esa manera de p. contiene, si se considera como primaria y hasta como única, una aporía insuperable: al entrar el «sujeto» en una composición con la perfección recibida, permanece un principio externo frente a ésta (cabalmente un coprincipio); la consecuencia es un dualismo metafísico que no es compatible ni con una auténtica ontología, ni menos todavía con la doctrina cristiana sobre Dios. Pero Tomás conoce también, aunque más en segundo plano, otro modo de p., a saber, la jerarquía de los grados del ser a base de una semejanza deficiente (similitudo deficiens): los entes finitos participan del ser en cuanto representan modos deficientes (finitos) de «realización», es decir, de presencia de la perfección del ser. Este modo de participación es más apto para interpretar la presencia originaria del todo en lo particular.

En la escolástica postomista se fue formalizando más y más la idea de p., con lo que también se olvidó más y más su posición central en el pensamiento de Tomás de Aquino. En el pensamiento moderno no escolástico se emplea poco la expresión p., aunque esto no significa que no se piense la cosa misma. En todo caso la emplean pensadores como L. Lavelle para explicar la relación entre la conciencia y el ser, y M. Buber para interpretar la correlación interpersonal de yo y tú.

II. Visión sistemática

La cuestión de si y en qué medida la idea de p. todavía hoy puede tener un significado, no ha de resolverse a priori, sino solamente a base de una inteligencia de su contenido primigenio, de su origen y de su interpretación histórica. De lo expuesto en I se desprende que la idea de p. siempre fue entendida de manera más o menos expresa como solución del problema de la identidad y diferencia del ser en el todo; su intención fundamental es expresar el hecho, la necesidad y el modo de la presencia del todo en lo particular o la inserción de lo particular en el todo. La idea de p. quiere conservar tanto el todo como lo particular en su respectiva «esencia», más exactamente: dice que el todo (la unidad) sólo se da y es visto como tal cuando lo particular (lo «diferente») no desaparece en él, sino que llega precisamente a lo que le es propio, de forma que la identidad y la diferencia, el todo y lo particular «crecen» (es decir, se revelan) en la misma proporción, y no en proporción inversa.

Estas consideraciones, que parecen muy abstractas, abren ante todo la posibilidad de una inteligencia y de una repetición de la idea clásica de p. para una exposición de la revelación cristiana acomodada a la actual conciencia del problema. Pues, en efecto, si pertenece a la esencia de la unidad participativa que el «todo» resalte como verdadero todo en la medida en que los particulares (diferentes) lleguen a su propia peculiaridad, ello significa que la p. no debe concebirse a manera de una estructura estática (como si el todo y los individuos estuvieran ya siempre y para siempre presentes en su propio ser), sino como un acontecer, como el acontecer de la revelación del todo por y en la autorrealización de las «partes», es decir, de las individualidades (diferentes). La p. es historia. Ahora bien, si se mira a la experiencia cristiana del «todo», se pone de manifiesto cómo esta historia no significa un acontecer anónimo cualquiera (p. ej., en forma de un «acontecer» mítico o natural), sino que ostenta un carácter de acontecimiento en que entra esencialmente la libertad. Ese acontecer así mediado, posibilitado y sostenido por la libertad es la revelación del sentido de la identidad-diferencia entre Dios y el mundo humano: cuanto más se revela Dios como Dios, es decir, cuanto mayor es la sima de la diferencia, tanto más radical aparece su acción unificante que encierra y abarca al - hombre y al mundo o sea, tanto más radicalmente aparece la unidad que impera partiendo de él mismo. La originalidad singular de esta inteligencia bíblico-cristiana de la realidad, que se apropia la idea griega de p., estriba en la concepción del acontecer como algo radicalmente personal y libre, en que el hombre puede ser interlocutor libre de Dios porque está siempre introducido en la libre dimensión del diálogo abierta de antemano por Dios mismo. Ahí radica el sentido más profundo de la p., el cual sólo puede interpretarse cristianamente. Con ello, el todo de que hasta aquí se ha hablado de manera indeterminada se revela como el acontecimiento singular y único de la comunicación de Dios y de la del hombre, es decir, como aquella primigenia unidad que hace aparecer y sustenta la inconmensurable diferencia entre Dios y el mundo humano (cf. relación entre Dios y el mundo, comunicación de -> Dios mismo al hombre).

Lo dicho hasta ahora debería concretarse más respecto de todas las totalidades «particulares» de nuestra realidad, que se presentan en forma muy varia y graduada: la persona y obra de Jesucristo, la historia de la salvación, la humanidad, la Iglesia, la sociedad, el Estado, etc. Dondequiera y en la medida en que aparezcan totalidades, deben entenderse como unidades participativas, es decir, como unidades cuyo sentido y esencia sólo se cumple por la configuración y la liberación de las «partes» (diferencias, individuos) para su propia realidad. Si las totalidades no se entienden participativamente, se quedan abstractas y no dicen nada (como sería una Iglesia clericalizada que se encerrara en sí misma), o se convierten en totalitarismos, en cuanto las individualidades no se insertan en el todo respectivo de manera auténtica, es decir, participativa, sino por coacción y opresión. Desde aquí puede medirse la importancia eminente de la idea de p., no sólo para la solución de cuestiones especulativas, sino también, y especialmente, para encauzar problemas concretos de la Iglesia, de la sociedad, etc.

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Lourencino-Bruno Puntel