ÓRDENES SAGRADAS
SaMun


A) Institución e historia.
B) Intento de una sintaxis teológica.
C) Observaciones finales.


A) INSTITUCIÓN E HISTORIA

I. Problemas hermenéuticos

El desarrollo semántico de la terminología relativa a las ó. sugiere la sospecha de un cambio en la acentuación e incluso en la perspectiva teológica. Sin embargo, estos hechos lingüísticos han de interpretarse siempre teniendo en cuenta el contexto inmediato y mediato, y por cierto, tanto en lo referente a cada escrito como en lo relativo a lo que el autor pretende afirmar, pues éste, según el contexto, da preferencia a ciertos términos frente a otros.

En los primeros siglos de la Iglesia, e incluso después del edicto conatantiniano, aun allí donde los soberanos cristianos otorgan amplias prerrogativas al clero, este contexto es ante todo de tipo bíblico (tomado principalmente del AT). H.U. Istinsky, E. Stommel, J. Gaudement y R. Gryson ponen en duda las afirmaciones poco matizadas de G. Dix, así como la tesis de Th. Klauser, recogida sin crítica por P.M. Gy, según la cual el ordo promotionis civil inspiró pronto una jerarquía institucional semejante a la del imperio. Desde el siglo III encontramos también el concepto clerus, un neologismo formado del griego kléros, en el cual el trasfondo levítico permanece todavía cognoscible durante largo tiempo. Cipriano usa el término clericus, Hilario clerikalis, y Jerónimo, Silicio y Agustín clerlcatus. Estos conceptos diferencian al clero frente a la plebs o al populus, que ya Clemente Romano (1 Clem 40, 5) designa indirectamente como laikos. Ecclesiasticus fue desde Tertuliano la denominación para los «cristianos" pero desde Jerónimo, Prisciliano y el Ambrosiaster, se usa como equivalentes de clericus. Tertuliano eligió el término ordo, seguramente bajo la influencia del sacerdos secundum ordinem Melchisedech (Sal 109, 4; Heb 5-7). La palabra significa tanto la totalidad del clero, como los distintos grados dentro del ordo, los cuales desde Cipriano son llamados también gradus. Las significaciones modernas de ordo no se forman antes de la edad media. Desde Tertuliano y Cipriano los honores y dignitates encuentran rápida expansión; sin embargo, todavía no aparecen bajo la nomenclatura protocolaria del imperio, muy detallada y exactamente fijada. Meritum en el sentido de función y militia en el sentido de corporación (que no ha de entenderse exclusivamente en su acepción militar) sólo se emplean raras veces.

Respecto de los grados eclesiásticos del ordo, hemos de afirmar que árjón (Orígenes) o princeps originariamente significaba el «primero», y no tiene el sentido de princeps, que no se impuso hasta más tarde, a saber, en la terminologla feudal del medievo, para contraponer los príncipes ecclesiastici a los príncipes saeculares. Por otra parte, en los primeros siglos los conceptos princeps sacerdos, princeps sacerdotum y sacerdos magnus se emplean exclusivamente para referirse a Cristo. El obispo — un término moderno que se obtuvo por la latinización de épiskopos— muchas veces es designado también como sacerdos (o incluso summus sacerdos), aunque en ocasiones este título se emplea igualmente para el presbítero. Pontifex, aunque ya aparece en Jerónimo, debido al origen pagano de la expresión se usa con ciertos reparos. Al sacerdote se le llama «presbítero", palabra que se ha conservado en la mayoría de las lenguas modernas; en algunos casos, como, p. ej., en Ambrosio, el presbítero es designado como senior. El diakonos recibe habitualmente el nombre de minister. Este tiene a su cargo el ministerium. Pero estos dos conceptos, lo mismo que sacerdos, pueden tener un sentido más amplio, significando «oficio», según la acepción que se encuentra en el NT. La nomenclatura y el titulo de las ó. menores están muy diferenciados en los primeros siglos (H. LENNERZ, De sacramento ordinis [R 1947]).

Los términos que designan el rito de las ó. han pasado igualmente a través de diversas evoluciones. En el concepto, muy antiguo, de EPISTHESIS TON JEIRON, JEIROTONÍA significa primeramente elección o nombramiento. Sólo desde el siglo iv se refiere al rito. De igual modo ordinare significa primero «designar», mientras que el rito fue designado con los vocablos benedictio o consecratio. Por primera vez en cl siglo xii se distingue entre la ordinatio de un presbítero y la consecratio de un obispo.

En el transcurso de los siglos la significación corporativa de ordo se fue perdiendo lentamente. En el curso de las discusiones del Vaticano II los padres conciliares han adoptado nuevamente el concepto de collegium episcopale, que en el siglo II había sido introducido por los africanos y en el siglo v fue recogido en Roma por Celestino I. Ambrosio, por su parte, prefirió el concepto de sacerdotale consortium. Estas palabras designan una realidad más rica, compleja y viva que el concepto jurídico, defendido en el concilio por una minoría. En los primeros siglos esta idea halló su expresión en el frecuente uso de la palabra frater y en numerosas composiciones con la preposición «co», p. ej., coepiscopus y copresbyter; modo de hablar que se encuentran ya en el NT.

Estas indicaciones muestran con qué cuidado han de interpretarse los textos antiguos, y cómo incluso en ciertos conceptos claros hay que ser cautos ante construcciones demasiado rápidas e indiferenciadas, con las cuales nuestro tiempo, tan movido, parece que se da por satisfecho.

Sin embargo, los problemas hermenéuticos no sólo se plantean por los fenómenos lingüísticos, sino también, y con mayor urgencia, por la realidad vivida del ordo en una determinada época. Nuestro tiempo está a la búsqueda de una «imagen nueva» del sacerdote y del obispo. Por «imagen» entendemos aquí la identidad, la significación y el valor socio-psicológico reconocidos a una persona, que ejerce una función en un grupo. En esa «imagen» los hombres expresan su aceptación y reconocimiento de esta persona y de su función en el grupo, mientras que dicha persona descubre en la imagen la base de su propia estimación, sin la cual nadie es capaz de vivir. La modificación de la identidad de la «imagen» es un fenómeno común en medio de los profundos trastornos que hoy experimenta el occidente.

Si bien en nuestro tiempo se transforma la imagen de la mujer, o de los padres, o del político, o del soldado, sin embargo la pérdida de identidad quizás en nadie se experimenta tan dolorosamente como en el sacerdote. Normalmente los obispos apenas se dan cuenta de que también su «imagen» varía sin cesar. Para la solución de estas cuestiones el teólogo debe atender a las objeciones y a los estímulos de sociólogos y psicólogos. Sin embargo, sería un iluso si quisiera abordar y solucionar estos problemas exclusivamente en sus aspectos sociológicos y psicológicos.

Si bien es verdad que la realidad sacerdotal ya desde el principio fue confiada por Cristo a la Iglesia, también está muy claro que esta «idea fundamental» debe integrarse en las estructuras socioculturales de cada época, si dicha realidad quiere ser lo que debe ser. El -> sacerdocio es realmente una función que debe realizarse en la sociedad humana; y, por consiguiente, ha de aceptar las estructuras funcionales de esa sociedad. Esto sucedió realmente en el imperio romano, en la sociedad feudal de la edad media, y también más tarde. La «imagen» del sacerdote y del obispo están, por tanto, en desarrollo constante.

Para comprender mejor el desarrollo del ordo en la Iglesia hay que atender a dos principios básicos: 1º Esta «idea fundamental» de Cristo contiene, a causa de su riqueza divina, más posibilidades concretas de realización que las que la Iglesia puede realizar. 2.° Esa «idea» debe encarnarse de manera necesariamente concreta en la estructura plurisignificativa — porque es humana — de cada época. Esta integración ineludible conduce forzosamente a destacar totalmente (a causa de la presencia del pecado en la Iglesia) a la inautenticidad. Sin embargo, hemos de fijarnos en el aspecto importante de que cualquier realización concreta de una idea en el plano humano lleva consigo ciertas ventajas, las cuales son visibles ante todo para los contemporáneos, pero también notables inconvenientes, ante todo para las generaciones siguientes. Esto vale también para las «imágenes» del sacerdocio, distintas según las épocas, que en la antigüedad conoció la Iglesia.

Por tanto la Iglesia debe pensar siempre de nuevo y reformar su concepción concreta e histórica de las ó.s., orientándose en todo momento por el ideal evangélico de Cristo. Este es el motivo de que el sacerdocio institucional ya desde el AT no fuera capaz de conservar su autenticidad mientras no reconoció el oficio del profeta, el cual, en nombre de Dios y de su fe viva, le recuerda constantemente su verdadera vocación. Una institucionalización del ordo es inevitable, pero todo proceso de institucionalización lleva a un endurecimiento en la «religión» y, por consiguiente, a un sistema.

Sin profetismo el orden se ve condenado a traicionar su inspiración originaria, sin sacerdocio el profetismo sucumbe a la anarquía. «Institución» y «carisma» no se excluyen mutuamente, como habían creído el liberalismo y el modernismo, sino que se apoyan recíprocamente (cf. -> oficio y carisma).

Así, pues, en el plano de la reflexión teológica hay que distinguir entre la idea fundamental originaria, querida e instituida por Cristo (substantia sacramenti o también substantia ritus sacramenti, el rito querido por Cristo) y la realización concreta e histórica de esta idea por parte de la Iglesia en una época determinada (la essentia sacramenti o la essentia ritus sacramentales), la expresión simbólica de la intención de la Iglesia y de su fe en el rito de las ó. s. Esta distinción técnica tiene una función hermenéutica, principalmente para el estudio del, pasado, donde a base de investigaciones comparativas el teólogo es capaz hasta cierto grado de descubrir la inspiración constante y originaria bajo el progreso histórico de las múltiples formas de expresión, las cuales, por el empuje del desarrollo de la cultura humana, están sometidas a una dinámica constante de desarrollo. Con todo, sería una simplificación excesiva el creer que la idea pura puede separarse de los elementos puros de la realización concreta. Pues una aplicación concreta de la idea de Cristo en la actualidad o en el futuro sólo es posible apoyándose en determinadas concepciones, representaciones y estructuras socioculturales que pertenezcan al lenguaje de cada cultura y a sus formas de relación intrahumana (patterns of behaviour). El deseo de realizar sin falseamiento la idea del evangelio es una ilusión antigua y terca, pero falaz. Incluso Cristo se vio obligado a encarnar su idea en las imágenes y en el lenguaje del AT y del judaísmo contemporáneo, a adaptarla a las estructuras sociales del medio judío en que vivió. Después de él también hicieron esto los apóstoles (cf. E. SCHILLEBEECKX y P. SCHOONENBERG, en Neue Perspektiven [W 1968] 69-118 119-161).

II. Doctrina bíblica

1. Los doce

a) El hecho de la institución de los doce. La mayoría de los exegetas parece coincidir en el hecho de que Cristo, en el transcurso de su vida pública, de acuerdo con una costumbre rabínica congregó en torno a su persona un número más o menos constante de discípulos «para que estuvieran con él» (Mc 3, 13s). Ya muy pronto, posiblemente todavía durante la vida de Jesús, éstos fueron llamados los «doce», nombre simbólico que se refiere al principio (los doce patriarcas) y al final de los tiempos (Mt 19, 23; Lc 22, 18-20), y con ello representa al nuevo -> pueblo de Dios (las doce tribus). Los doce tienen el cometido de auxiliar a Cristo en la proclamación del –> reino de Dios (Mc 6, 7-13; Lc 9, 1-6). Su misión fue confirmada después de la resurrección; con lo cual se hizo universal (muy claramente en Mateo) y recibió una significación singular: pues ellos son los testigos preferidos de la vida, de la muerte y de la resurrección del Señor (Lc 24, 48; Act 1, 4-11).

Sin embargo, algunos puntos continúan discutidos: 1º. si Cristo mismo les dio el titulo de «—> apóstoles» (Ch. Dupont). Esta denominación parece haber sido introducida por Pablo según el modelo de los profetas del AT; 2º., si la institución rabínica de los seluhim pudo influir en el concepto concreto y originario del oficio de los doce. Parece que esa institución sólo quedó establecida claramente en el judaísmo el año 70 d.C.; 3º. algunos autores protestantes recientes consideran que la institución de los doce es obra de la Iglesia y no de Cristo. Esta cuestión debe ser solucionada por un estudio atento de la historia y ante todo por un estudio histórico-redaccional de la estructura de los sinópticos.

b) El contenido de su misión. Sorprende ante todo que los -> sinópticos reconocen a los doce una misión especial, la cual, sin embargo, no puede distinguirse adecuadamente de la misión de los otros que aceptan la fe de Cristo. Así Mt usa en su discurso dirigido a los doce (9, 35; 11, 1) bastantes logia que en otro contexto redaccional (por ejemplo Mt 18: contexto de la comunidad cristiana) se refieren a todos los creyentes. O sea que la idea del orden no puede implicar una separación muy estricta entre los doce y los demás fieles. También se podría aducir aquí la perícopa de Lucas sobre los 70 ó 72 discípulos (10, 1-24), un texto difícil de interpretar, que Lc ha situado sin duda alguna en un punto culminante de su evangelio: entre las enseñanzas para los doce (9, 46-62) y la «exclamación de júbilo» y las «bienaventuranzas» (10, 21-24). En general los exegetas están de acuerdo en que el número 70 (ó 72: 12 veces 6) implica el pensamiento de la autoridad institucional (según el ejemplo de los 70 «ancianos» en Moisés: Ex 24, 1; Núm 11, 16: símbolo y tradición que en el judaísmo están difundidos en el tiempo de Cristo; –> Qnmrán) o el de la universalidad (el mundo conoce 70 pueblos ó 70 lenguas). Véase a este respecto la recentísima sugerencia de S. Jellicoe (NTS 6 [1960] 319ss), escrita como réplica al artículo de B. Metzger (NTS 5 [1959] 299-306); según aquel autor se trataría ahí de la idea de una proclamación universal, que se basa en la carta de Aristeas sobre el origen misterioso de la traducción de los Setenta. No se excluye que Lucas quisiera justificar la dirección de las Iglesias paulinas por los «obispos-presbíteros», o que pensara (cosa más verosímil) en la misión apostólica universal del pueblo de Dios. El texto famoso, usado tantas veces para el oficio episcopal: «Quien a vosotros os oye, a mi me oye», se referiría en este contexto al testimonio profético de cada fiel ante el mundo.

La misma ambivalencia se puede observar en aquella palabra que en los sinópticos define el oficio de los doce: la diakonía. La misión de Cristo es una diakonia (p. ej., Lc 22, 26ss, donde puede notarse todavía el significado habitual y originario de la palabra: servir en la comida), y la misión de todos los fieles lo es igualmente, ya que ellos son «siervos de Dios» y hombres que están inspirados por la caridad (p. ej., Mt 23, 2-12; Jn 12, 25ss). Pero el oficio de los doce es definido con especial insistencia como «servicio»: Mc 9, 35; 10, 43ss; Mt 20, 26ss.

La misión propiamente dicha de los doce es una participación en la misión de Cristo por el Padre para la proclamación del -> reino de Dios. Esto es afirmado por los tres sinópticos (Mc 9, 32-42; Mt 10, 10-42; Lc 9, 46-50), y si Lc 10, 1-24 se refiere realmente a los «obispos-presbíteros» de las Iglesias paulinas, la misma afirmación se puede encontrar en 10, 16 en una forma adecuada a los lectores griegos. Jn repite en otra forma esa misma afirmación al final de su Evangelio (20, 19-23), donde esta misión se enlaza expresamente con el don del Espíritu Santo para perdonar pecados, en correspondencia con la -> metanoia que los sinópticos proclaman de cara al reino de Dios.

El mismo pensamiento de una participación en la misión de Cristo parecen expresar en forma simbólica y concreta las tres imágenes del «siervo-niño», del «pastor» y de la «roca». Parece, en efecto, que el arameo talja significa tanto «niño» como «siervo» (M. Black). Los rabinos se denominan a sí mismos los «grandes», y llaman a sus discípulos los «pequeños» o los «niños». En la versión de los Setenta el Ebed del Déutero-Isaías es traducido por pais y doulos, mientras que en los salmos el traductor da preferencia a doulos. Así los doce por su participación en la misión del «siervo de Yahveh» son comparados con «niños» o con «pequeños» (parábola ilustrada por una acción: Cristo les muestra a un niño). En todo este contexto es digno de notarse que Cristo contrapone el ejercicio futuro de su autoridad al de los grandes del mundo y al de los rabinos, pero jamás lo contrapone al de los sacerdotes judíos. Parece, pues, que aquí los evangelistas no han pensado en la situación de los sacerdotes judíos, los cuales, por lo demás, a excepción de la situación social del sumo sacerdote en el sanedrín, seguramente no gozaban de ninguna posición magisterial autoritativa o de gobierno.

Cristo es el buen pastor; igualmente Pedro (Jn 21, 15-18), los doce (Mt 9, 35-38) y los otros son también pastores (1 Pe 5, 2). Cristo es, después de Yahveh, la roca de Israel, la piedra angular; y Pedro es llamado igualmente Kéfá (Mt 16, 13-20), así como los doce son llamados las «columnas» o los «fundamentos» (Ef 2, 20; Gál 2, 9; Ap 21, 14). Cristo sufrirá por el reino de Dios, e igual suerte correrán los discípulos. Cristo es el profeta; y también los discípulos proclamarán el reino de Dios. Cristo es el nuevo Moisés; y los discípulos serán los «70 ancianos» (según una de las interpretaciones de Lc 10, 1-24).

2. El oficio en la reflexión teológica de la Iglesia

a) El apostolado

Pablo y Lucas son los que han pensado el hecho de la misión de los doce por Cristo sirviéndose del concepto nuevo de «apóstol». En sentido estricto el -> apóstol es el testigo de la vida y muerte de Jesucristo en la fuerza del Espíritu Santo, lo cual le confiere una misión universal (Act 1, 21ss). Esta función singular es extendida a Matías (Act 1, 24ss), a Pablo y a Santiago, el «hermano» del Señor, que probablemente no pertenecía al grupo de los doce. Sin duda Pablo y Lucas presuponen en este último caso una intervención directa de Dios (por la suertes) o una aparición del Sefior resucitado. Más tarde se desarrolla una significación derivada, según la cual la idea de la proclamación universal parece fundamentar un uso análogo y subsidiario del titulo.

b) La diferenciación del oficio eclesiástico en la Iglesia apostólica y en la postapostólica

La institución por Cristo del orden como sacramento se distingue, en el sentido estricto de la palabra, de la institución de los doce. Sin embargo, no puede negarse una relación entre ambas cosas. Con todo, la derivación del orden a partir del apostolado mediante una continuidad histórica es muy difícil. Por consiguiente, la afirmación dogmática de la institución inmediata del orden por Cristo ha de legitimarse en forma indirecta, método que se distingue fuertemente del procedimiento clásico. Este último sostenía una concepción del sacerdocio cristiano (muy usual en la edad media) que tenía una fuerte orientación cultual, y en consecuencia enlazaba la institución del orden por Cristo ante todo con la institución de la -> eucaristía, y la enlazaba particularmente con las palabras de Cristo: «Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11, 24; Lc 22, 19), y con el poder de perdonar los pecados (Mt 16, 19ss; 18, 18; Jn 20, 22; cf. concilio de Florencia: DS 1326; y concilio de Trento 1764 y 1771; véase H. DENts, Vatican II, Les prétres [P 1968] 192-232).

Sin embargo, la realidad histórica y dogmática es más compleja, ya por el hecho mismo de que el desarrollo semántico de las palabras «sacerdote» y «sacerdocio» depende de cada contexto religioso y cultural. En esta cuestión tan importante para la vida de la Iglesia y para el diálogo ecuménico es de gran importancia el evitar conclusiones precipitadas, que además afectan a la sinceridad científica de la Iglesia católica. En una religión revelada como el cristianismo, en la cual la revelación está unida a hechos históricos, tiene una importancia extraordinaria el reconocimiento nítido de las verdades históricas. Nuestra teología ha sucumbido demasiadas veces a la seducción de la abstracción, una tendencia que acabó por llevar al mito teológico.

1º. El origen de la jerarquía eclesiástica

En el plano histórico parecen imposibles las afirmaciones definitivas sobre el origen concreto del oficio eclesiástico tal como hoy lo conocemos. Nadie pone en duda la importancia de los doce, pero pronto se añaden otros «apóstoles», cuya autenticidad es reconocida por todos, debido a motivos que ignoramos en su mayor parte. Al lado de éstos surgen otras personas que al principio gozan de una autoridad casi tan elevada como la de los apóstoles, a saber, «los profetas y maestros» (1 Cor 12, 28; Act 13, 1; 15, 32; Ef 2, 20; 3, 5; 4, 11), los cuales, sin embargo, pronto la traspasan a otros. La autoridad de sus sucesores parece ser de origen más institucional que carismático; una distinción que, por otro lado, no puede forzarse. Existen los proistamenoi (1 Tes 5, 12), que tienen una autoridad oficial (Rom 12, 8); y alguna vez se habla también de los kyberneteis (1 Cor 12, 28; Act 27, 11; Ap 18, 17) o poimenes (1 Cor 12, 28; Ef 4, 11). Pablo mismo, una sola vez, antes de los diakónoi cita a los épískopoi (F1p 1, 1), un título que seguramente es de origen helenístico (Act 20, 28; en Lc el oficio del «pastor»: 20, 28). Junto a los apóstoles hallamos ya pronto en Jerusalén el grupo de los «siete» (Act 6, 1-6), que son designados por la tradición como los siete primeros «diáconos». Parece, sin embargo, que fueron una primera forma de «presbíteros» o de ancianos según el modelo judío. Estos ancianos constituían un colegio directivo y, con ello, una forma de dirección religiosa, tal como estaba difundida en la diáspora judía y en las comunidades de -> Qumrán.

Los ancianos aparecen primero en Jerusalén (Act 11, 30; 15, 2-23; 16, 4; 21, 18; 22, 15), y más tarde también en otros lugares (Act 14, 23; 20, 17,35; Sant 5, 14; 1 Pe 5, 15), a partir de cierto momento bajo la dirección de un discípulo de los apóstoles (1 Tim 3, 5; 5, 17; 19 22; Tit 1, 5).

A la vista de estos pocos y dispares indicios que conservamos de esa primera época cristiana y que pertenecen a lugares y tiempos muy diversos, el historiador serio no puede aventurarse mucho. Pero es evidente que ya muy pronto los apóstoles se juzgaron con potestad para tomar «colaboradores», cuya responsabilidad apenas fue definida, reservándose para sí mismos la dirección de la Iglesia fundada por ellos. En virtud de ciertos indicios en el Apocalipsis (el «ángel» de la Iglesia) y de testimonios posteriores, en este desarrollo puede distinguirse una tradición palestina, llamada también joanea. Junto a esta tradición del Asia Menor es posible que existiera además una tradición paulina, llamada también misionera, en la cual las Iglesias fundadas por Pablo y por otros (1), p. ej., la de Roma, se crearon poco a poco un colegio directivo; sus miembros recibieron el nombre de presbiteroi y quizá más tarde, bajo la influencia de los judeocristianos, también el de episkópoi (p. ej., en Act). Estas Iglesias se desarrollan mucho más lentamente hacia la estructura monárquica adoptada en Asia Menor, hecho que parece estar atestiguado por Clemente Romano, por Hermas y, más tarde, por los usos habituales de la Iglesia alejandrina y quizás también de la de Lyón, las cuales instituían y ordenaban al obispo mediante los «presbíteros».

Sin embargo, todo esto no permite considerar la jerarquía del orden (obispo monárquico, colegio de presbítero y diáconos) ni como institución divina en sentido estricto ni como institución de la Iglesia apostólica. El concilio de Trento tiene en cuenta esto cuando en el canon quinto sobre el orden prefiere la fórmula divina ordinatione institutam, a divina institutione (DS 1776, véase también 1868).

El concilio Vaticano II ha formulado claramente que el obispo, como miembro del colegio episcopal y en virtud de su ordenación, está constituido en la plenitud del sacerdocio, y que el presbítero es ordenado como «colaborador» del obispo. Pero este concilio, según nuestra opinión, no ha contestado a la pregunta de si se trata aquí de una definición dogmática de una verdad revelada o de un acto de la economía eclesiástica, y con ello ha solucionado de facto, pero no de iure una controversia antigua, que ha durado hasta el concilio mismo (cf. H. DENIS, «Concilium» 4 [1968] 4).

2.° ¿Fueron entendidos como oficios sacerdotales los oficios primitivos?

La investigación actual se ocupa, entre otras cosas, de si los apóstoles o sus «colaboradores» se consideraron a sí mismos como «sacerdotes». Antes de tratar con más detalle esta cuestión debe formularse claramente el problema semántico. ¿Qué realidad concreta evocan las palabras kohen, iereus, sacerdos o pontifex durante los primeros siglos? ¿Qué realidad concreta tenemos ante los ojos cuando denegamos o concedemos hoy a los desarrollos antiguos y nuevos del oficio cristiano una dimensión «sacerdotal»? Yendo al fondo de la cuestión debe concederse que los documentos bíblicos patrocinan una respuesta negativa. Sin embargo, todo historiador serio sabe que el argumento ex silencio es muy difícil de manejar. En la época de Jesús la significación de estas palabras estaba definida con mucha exactitud en el mundo judío y en el pagano, como resultado de un largo desarrollo cultural, religioso y, por consiguiente, semántico. Ante este hecho linguístico es imposible atribuir a los oficios de la Iglesia naciente esas concepciones del sacerdocio totalmente ajenas a la experiencia cristiana.

La carta a los Hebreos interpreta la función celestial de Cristo con los símbolos del sacerdocio litúrgico del templo y de los kippurim. En este contexto el sacerdocio de Melquisedec servía para distinguir la realidad singular y trascendental de Cristo a la derecha del Padre de su tipo litúrgico veterotestamentario. Incluso no es inverosímil, aunque tampoco evidente, que el autor de Heb quisiera rechazar toda idea de un sacerdocio terreno, para reservar exclusivamente a Cristo la dignidad sacerdotal, del mismo modo que Pablo en Rom rechaza la justificación por las obras, para afirmar la única justificación por la fe.

En el reconocimiento de un «sacerdocio real» del pueblo de Dios (1 Pe 2, 4-9) pueden verse también algunas ramificaciones de la tradición veterotestamentaria (Ex 19, 6). Juan, en cambio, parece inspirarse más bien en el Déutero-Isaías (Jn 61, 6 21; Ap 1, 6; 5, 10; 20, 6; 22, 3ss). Una influencia positiva, o incluso negativa (p. ej., ¿en el caso de Heb?) de la espiritualidad «sacerdotal» de la secta de Qumrán no debe excluirse totalmente. De ningún modo pretendemos desacreditar el valor de esta doctrina bíblica sobre Cristo y el pueblo de Dios, pero es evidente que también aquí — desde el punto de vista semántico — se trata de una transposición de la esfera espiritual de la significación y del uso de las palabras, las cuales se referían al sacerdocio y eran familiares para los primeros cristianos por la lectura de la Biblia.

En la refutación o en la apelación a ciertas formulaciones de Pablo, que describen su oficio apostólico como thusía o leitourgía (Rom 1, 9; 15, 15s; Flp 2, 7), sin excluir en sus exposiciones de la fe cristiana a los otros creyentes de ese oficio (p. ej., Rom 12, 1; Flp 2, 17; 4, 18; cf. Sant 1, 26ss), tenemos al mismo tiempo la prueba de que el pensamiento aquí latente mira en primera línea a un sacerdocio cultural y litúrgico. Un texto de Act (13, Iss) difícilmente permite una interpretación puramente espiritual, pero se trata aquí de «profetas y maestros» a los que ya nos hemos referido anteriormente. Sin embargo, este texto nos confronta con otro problema, que surge también a raíz de otros textos del NT, a saber, la realidad de que en el siglo t no se requería incondicionalmente una ordenación para poder presidir un acto litúrgico de cualquier clase (O. CASEL JLW 9 [1929] 1-19). En realidad, en ningún lugar se dice claramente quién debe presidir el banquete eucarístico.

En este punto es oportuno volver a la idea del «sacerdocio». ¿No es el pensamiento de la mediación entre Dios y los hombres más fundamental (p. ej. 1 Cer 4, 1-5; 2 Cor 3, 6) que la presidencia litúrgica, la cual constituye solamente una de sus muchas realizaciones? El desarrollo de la idea de sacerdocio en el concilio Vaticano ii demuestra que el servicio de la palabra, la dirección de la comunidad y, sobre todo, la participación de la misión de Cristo en orden a la edificación de la Iglesia como cuerpo de Cristo (en lo que la Iglesia misma está orientada hacia el mundo en espíritu de servicio y testimonio), pueden ser igualmente expresión de ese ministerio mediador.

En Clemente Romano tenemos el primer testimonio que compara el oficio de Los apóstoles y de sus sucesores con la jerarquía judía (1 Clem 42-44). Ignacio acentúa claramente el oficio que el obispo tiene de presidir el culto. Tertuliano es el primero que usa para el obispo el titulo de summus sacerdos, mientras que Hipólito de Roma reconoce este titulo a los apóstoles. Eusebio (HE u 23, 6; v 24, 3) nos ha transmitido el testimonio de Hegesipo sobre Santiago de Jerusalén y el de Policrates de Éfeso sobre Juan. Mediante una mirada retrospectiva, Hegesipo y Polícrates reconocen a estos dos apóstoles la dignidad de sumo sacerdote del AT. Ambos autores, por lo demás poco conocidos, parece que pertenecían a la dirección judeocristiana. Es evidente que ese desarrollo, o eventualmente esta deformación, de la primera tradición cristiana no estuvo influida por Constantino. Naturalmente, estas breves anotaciones no pueden ofrecer una solución a las controversias actuales. Sin embargo, dos hipótesis pueden contribuir al esclarecimiento de estas realidades: o bien los conceptos que atañen al «sacerdocio» se desprendieron lentamente de su contexto cultural y religioso en el judaísmo y en el paganismo, y así, después de un proceso de purificación, posibilitaron un nuevo empleo de la terminología, desde ese momento cristiana; o bien la cultura circundante, fuertemente impregnada de «religión», ocasionó esta modificación trascendental en la concepción grecorromana del oficio cristiano. A nuestro juicio esa cuestión no puede solucionarse exclusivamente con argumentos históricos, los cuales se refieren a un tiempo en el que nuestros problemas actuales eran desconocidos. Por eso en lo que sigue, más allá de toda problemática de conceptos que en el curso de los siglos y aún en nuestro tiempo tienen significaciones distintas y discutidas (véase J. COLSON, Ministres de Jésus-Christ, ou le sacerdoce de l'Evangile [P 1966]), hemos de hablar de los datos y funciones concretas.

3º. La imposición de manos

La imposición de manos (semikah) fue un rito muy extendido en el judaísmo. Es interesante precisar que los sacerdotes judíos no eran ordenados por una semikah. Sin embargo, en Núm 8, 5-11 toda la tribu de Leví es separada del resto del pueblo por una imposición de manos para el servicio de la alianza. El «código sacerdotal» conoce la imposición de manos de Josué, por la cual éste recibe el pneuma de Moisés (Dt 34. 9) o «una parte de su dignidad» (hodh; Núm 27, 15-23). Se sospecha que los escribas, los herederos de la autoridad mosaica, desde una cierta época adoptaron este rito colegial para transferir su poder a un discípulo. Ese rito tenla carácter jurídico, pero también cuasi sacramental, ya que por él el discípulo recibía el pneuma de Moisés. Posiblemente Ex 18, 3-27; Dt 1, 9-18; Éx 3, 16; 24, 1-14 y sobre todo Núm 11, 16ss, que se refieren a la transmisión del pneuma de Moisés a los «ancianos», influyeron en esta tradición rabínica. La cuestión de si también los seluhim, en su misión fuertemente especificada, eran confirmados por una imposición de manos (E. Lohse) no está resuelta todavía.

El Nuevo Testamento muestra cómo Cristo y posteriormente los apóstoles y los «siete» usaron este gesto simbólico como signo de bendición y de curación. Sin duda este rito fue usado ya muy pronto para comunicar los «dones del -> Espíritu Santo» (-> confirmación). Algunos textos neotestamentarios, en relación con la colación de una misión en la Iglesia apostólica, hablan de una épithesis tón jeirón. Todavía no está clara la cuestión de si Act 13, Iss; 6, 1-6; 14, 22; 20, 28 hablan de verdaderas ordenaciones sacerdotales. Los testimonios son demasiado escasos para justificar una respuesta definitiva. Hay que aceptar casi como seguro que 1 Tim 4, 14 y 2 Tito 1, 6 (considerados conjuntamente), y quizás también 1 Tim 5, 22 y Tit 1, 5, se refieren a una ordenación. Sólo Actus Petri 10 da testimonio de que Cristo impuso las manos a los apóstoles, cosa que relata también Juan Crisóstomo con relación a Santiago de Jerusalén (Ep. 1 ad Cor, Horn 38, 4). Pero esos testimonios no parecen suficientemente próximos a la Iglesia originaria para permitir la conclusión segura de que Cristo o la Iglesia apostólica instituyeron este rito. Sólo hacia el año 200 hay pruebas que acreditan con suficiente probabilidad la existencia de ese rito. Por consiguiente, se puede suponer que la imposición de manos no es un elemento «sustancial» del signo sacramental, sino un rito introducido por la Iglesia.

c) Las órdenes sagradas en la vida y en la reflexión de la Iglesia

1º. Desarrollo de la autoconcepción del sacerdote en el curso de la historia

La vida de la Iglesia, la praxis ecclesiae, contiene la expresión concreta de su fe a través de la historia. Esta praxis es un locus theologicus de la reflexión teológica; aunque sea difícil de interpretar, reviste una importancia decisiva (cf. A u).

Nuestro tiempo está buscando una nueva «imagen» del sacerdote y del obispo, e incluso del papa. Sin embargo no puede prepararse el futuro sin un conocimiento del pasado. El estudio del pasado ha de contribuir al descubrimiento de lo «sustancial» en el oficio eclesiástico, a pesar de su amplia modificación en el transcurso de los siglos, para mejor entender así el presente y preparar el futuro. Por otro lado, es enormemente difícil, por no decir imposible, esquematizar en el marco aquí impuesto esta compleja historia. Tampoco se puede remitir a un estudio compendiado de estas materias, porque un estudio así no existe todavía (a excepción de la pequeña obra, accesible a todos, de X. DE CHALENDAR, Les Prétres [P 1963]). Por consiguiente, debemos conformarnos necesariamente con una esquematización muy superficial, suficiente, sin embargo, para exponer de manera convincente cómo en este movimiento tan complejo de evolución los motivos bíblicos, dogmáticos y eclesio-económicos se interfieren con puntos de vista sociológicos, económicos, psicológicos e incluso políticos.

Para la Iglesia de los mártires el obispo es el sacerdos por antonomasia. En un medio en que la salvación sin duda es vivida como una realidad espiritual, la autoridad del obispo es afirmada enérgicamente en concreto por Cipriano. Pero esta fidelidad a la autoridad está enlazada con un profundo espíritu de comunidad entre el obispo, sus sacerdotes y su pueblo, y también entre los obispos de las distintas Iglesias, las cuales pertenecen todas a la Ecclesia Dei. Además la dimensión «pneumática» de la misión apostólica es percibida fuertemente, por cuanto 1 Cor 2, 14ss se aplica generalmente al obispo. La función del sacerdote apenas sale al plano de la historia; aquél queda a la sombra del obispo como miembro de su consejo.

La Iglesia de los padres se encuentra ante una situación nueva. Constantino proclama el cristianismo como religión del Estado. El clero recibe diversos «privilegios»; está ante todo dispensado de las obligaciones administrativas. El sacerdocio adquiere inevitablemente una nueva concepción de sí mismo. Un estudio atento de los textos muestra que esta evolución no está tan influida por las instituciones del imperio como por los modelos del AT. Otro factor es el fenómeno, mucho más difícil de descubrir, de la ósmosis cultural en este medio grecorromano. Un fuerte movimiento monástico se opone al proceso de espiritualización de la Iglesia. En oriente parece que este movimiento ya pronto reservó el sacramento de la penitencia al monje o al homo spiritualis. Finalmente, configuró una parte de la herencia espiritual de la Iglesia bizantina. En occidente su influencia se dejó sentir — ante todo en los países celtas — hasta el siglo xI. La Iglesia aceptó igualmente esta reacción, por cuanto elegía sus obispos entre los homines spirituales, p. ej., Ambrosio, Agustín, Juan Crisóstomo y Gregorio. Con frecuencia esos hombres espirituales eran monjes. Todavía los sacerdotes, en calidad de consejo, rodean a su obispo, y sólo en su ausencia o con su permiso ejercen una autoridad especial, p. ej., cuando el sacerdote Agustín introduce en Africa la costumbre de predicar ante el obispo. Sin embargo, a partir del siglo III surgen y se multiplican los tituli (parroquias), ante todo en los lugares más pequeños situados lejos de las ciudades donde residen los obispos. Probablemente, por primera vez ahora los sacerdotes ejercen la «cura de almas» en el campo, así como en las pocas ciudades grandes que poseen varias basílicas e iglesias.

Entre los siglos VI y IX se realiza una evolución importante en la concepción de la Iglesia, del imperio y del sacerdocio (Y. CoNGAR, L'ecclésiologie du Haut Moyen Age [P 1968]). Sobre el fundamento de la soberanía celestial de Cristo descansan la Iglesia, el imperio (lo mismo el carolingio que el bizantino) y el sacerdocio como imagen visible del reino celeste en la tierra, donde la potestas sacerdotalis y la potestas regalis se reparten la competencia y la autoridad. El poder de las llaves es entendido ante todo como potestad de abrir a los fieles las puertas del cielo. En virtud de la escisión del imperio occidental y de la debilitación del papado, en oriente se desarrollan los grandes ->, patriarcados (la pentarquía) y en occidente surge un episcopado regional. Carlomagno ejerce en su imperio una jurisdicción eclesiástica que es muy parecida a la del basileus de Constantinopla. El poder de los obispos es ante todo de naturaleza moral y espiritual. La Iglesia de Roma por su parte, después de un eclipse debido a luchas internas, va elaborando estructuras más jurídicas de la comunidad (primado de jurisdicción). Los sacerdotes esparcidos por el campo son absorbidos poco a poco por los señores feudales, que se extienden progresivamente en Europa. Son elegidos por los señores entre los habitantes de la aldea, y reciben del obispo la ordenación para el servicio litúrgico. Una disposición del año 779 hace obligatorios los diezmos, un uso que, como muchos otros, se inspira en el AT. Esto significará un gravamen pera el sacerdocio, que por más de 1000 años a su función cultual añadirá la tarea de recaudar impuestos.

Desde el siglo ix el occidente elabora una eclesiologfa que se aleja cada vez más de la de la Iglesia oriental. Mientras que en oriente la «simbiosis» entre el poder imperial y el episcopal impide la secularización del Estado, en occidente un primer choque de la Iglesia con el Estado en la lucha de las ->investiduras introduce una larga evolución que, finalmente, después de pugnas seculares, conduce a la separación de ambos poderes. Durante cierto tiempo, esta lucha por una hegemonía de la autoridad espiritual sobre la temporal provoca una política de pretensión de poder desconocida en la antigüedad. Esta política repercutió negativamente en el desarrollo de la eclesiología, por cuanto la misión puramente espiritual del episcopado y del papado entonces fue vista preferentemente bajo los aspectos de una potestas que se quería rodear de un sistema de «privilegios» eclesiásticos y civiles (cf. Y. CONGAR, Probleme der Autorität [D 1967] 145-185). Las luchas acerca de la competencia pertenecen desde ese momento a la situación normal del mundo occidental. Estas tensiones politico-religiosas experimentan una complicación ulterior por el hecho de que las estructuras políticas y sociales del feudalismo determinan ampliamente, incluso dentro de la Iglesia, la repartición de las funciones eclesiásticas. El obispo, que durante las -> invasiones debió encargarse de varias tareas civiles, entró como princeps ecclesiasticus en la jerarquía feudal. Los sacerdotes, antes congregados alrededor del obispo, ahora con frecuencia están sometidos a la autoridad de los señores feudales, que han fundado o poseen las prebendas de que aquéllos viven. El cabildo catedralicio, el antiguo «presbiterio» que originariamente rodeaba al obispo y las abadías se convierten, precisamente por sus riquezas, en botín de la nobleza o de los reyes. Como reacción contra el abuso del poder episcopal o de su riqueza — una queja muy frecuente en este tiempo —, los monjes y luego las órdenes mendicantes desarrollan una actividad sacerdotal y misionera que, por la exención papal, encaminada a proteger dicha actividad contra la ingerencia injustificada de los poderes eclesiásticos o civiles locales, es parcialmente independiente de la jurisdicción episcopal. Un fenómeno paralelo se muestra también, y por los mismos motivos, en la fundación de las grandes universidades de Bolonia, Paris y Oxford.

Poco a poco se forma un derecho extraordinariamente complejo, que está cargado de privilegios sociales y financieros (los cuales descansan sobre la base de una concepción territorial y patriarcal del poder) y, con ello, se halla vinculado a la posesión de una jurisdicción, es decir, a la jurisdicción sobre un territorio claramente delimitado. Ciertamente, el derecho canónico actual ha renunciado a varios usos concretos anticuados, pero los principios fundamentales de este derecho eclesiástico todavía dependen ampliamente de una concepción de la sociedad humana que hoy está superada por completo, al menos en el mundo occidental.

Si el oriente siempre ha conservado un núcleo de laicos instruidos, en cambio el occidente sólo pudo conservar la cultura latina y con ello la cultura eclesiástica a través del clero. La introducción del -> celibato eclesiástico, que entre otras cosas se debió a la influencia de una concepción maniquea del matrimonio y de la sexualidad, llevó a la formación de una casta sacerdotal que con frecuencia se comprometió fuertemente en tareas temporales y que, en todo caso, dentro de nuestro mundo occidental tuvo una posición singular y privilegiada.

El sacerdocio — que está radicado en la sociedad de los Estados sucesores del imperio romano y que sin duda ha salido ganando de su compromiso con el mundo que le rodea — muestra más y más al principio de una nueva época, o sea, desde finales del siglo xiv, los profundos defectos de adaptación a este nuevo mundo circundante. Se podría incluso defender la opinión — añadiéndole algunas correcciones — de que la historia del sacerdocio desde ésta época, junto a periodos de reforma y de intensa renovación, presenta un largo proceso de disolución, en el transcurso del cual los clérigos intentan librarse de una cáscara que se ha convertido para ellos en una cadena. Las estructuras y formas de vida por las que el sacerdocio se había acercado al mundo, le separan ahora cada vez más fuertemente de este mundo.

La primera crisis, que fue preparada por una tensión creciente durante dos siglos, lleva a la irrupción de la -> reforma protestante. Sin negar la inspiración profundamente religiosa de la reforma, es evidente — después de varios siglos — que ésta fue ante todo una protesta contra la concepción de un sacerdocio que, estando comprometido por su forma de vida y por su abuso de autoridad, se había alejado ampliamente del ideal evangélico. Sin duda la contrarreforma trae consigo una profunda renovación de la vida y de la actividad sacerdotales, fomentada ejemplarmente por figuras como Francisco de Sales y los fundadores de órdenes religiosas en el siglo xvt. Se podría incluso decir que Ignacio de Loyola intuyó formas de vida sacerdotal correspondientes al tiempo moderno, las cuales, sin embargo, no se han realizado en la Compañía de Jesús. El sacerdocio no pudo liberarse totalmente de una concepción religiosa y eclesiástica procedente de la edad media. Los obispos conservaron vínculos demasiado fuertes con el poder real y con la aristocracia, lo cual impidió al concilio de Trento y a los siglos siguientes (–> galicanismo) la solución del problema urgente de las relaciones entre el -> episcopado y el papado. La mística del sacro imperio es substituida por la unión sagrada de trono y altar, una forma secularizada de la respublica christiana de la edad media. El sacerdote se queda en mero administrador oficial de los sacramentos y celebrante de la eucaristía; esto es característico de la espiritualidad sacerdotal de la contrarreforma.

Sin embargo, en el siglo xvii se realiza una renovación de la predicación y un movimiento misionero que abarca todo el mundo. Pero Roma no permite a sus misioneros el uso de las formas asiáticas (desconocidas en occidente) de vida y de piedad (disputa de los ritos en China; véase MALCOLM HAY, The failure in the Far East [Wetteren 1956]).

Un segundo golpe estremece al sacerdocio en el siglo xviii. Tiene su punto culminante en la -> revolución francesa, con su furibundo anticlericalismo, que es tan característico de aquella época y que sólo en nuestros días se diluye lentamente. La renovación sacerdotal bajo la influencia de Monsieur Vincent, de Bérulle y de Olier a la fundación de los seminarios de San Sulpicio, cuya influencia ha llegado hasta los EE.UU. (cf. J. T. ELLis, Essays in Seminary Training [Notre Dame 1967]). Nadie negará la profundidad de esta renovación de la espiritualidad, que alcanza ante todo al clero diocesano, y que encuentra su ideal en el párroco de Ars. Pero dicha reforma no logró que el sacerdote volviera al mundo, en el cual debe realizar su misión. Una formación muy limitada, una espiritualidad demasiado individualista y una concepción de la Iglesia y del sacerdocio que se queda a la defensiva, con excesiva frecuencia reducen la actividad del sacerdote al circulo de los fieles que le rodean. En Europa la Iglesia pierde el mundo de los trabajadores y está a punto de perder el mundo intelectual, sin que el sacerdote pueda tomar contacto de nuevo con este medio descristianizado.

La tercera crisis, quizá más profunda que las dos anteriores, intranquiliza al sacerdocio de nuestro tiempo. Esta crisis, que se desarrolla dentro de la Iglesia misma, se ha introducido con el concilio Vaticano II. El concilio ha puesto en tela de juicio la concepción «cerrada» de la Iglesia y su «monolitismo» occidental. Pablo vi ha concedido muchas veces que el papado, en su aspecto actual, es un obstáculo capital para la unión de las Iglesias. Lo mismo habría que decir sobre muchas concepciones — todavía extendidas — del episcopado. Se tiene, sin embargo, la impresión de que el valor del testimonio que está contenido en las concepciones de nuestros hermanos separados no siempre es comprendido, en contraste con los testimonios de reconocimiento que la Iglesia romana les otorga en otras cuestiones. Actualmente el sacerdocio se encuentra en medio de una crisis. Casi en todas partes se reduce el número de vocaciones, los seminarios quedan vacíos, muchos sacerdotes renuncian a su ministerio, y aquéllos que continúan se ven en parte atormentados por la angustia, la incertidumbre y la duda. La Iglesia está ante la necesidad de reflexionar sobre el sentido de la vocación sacerdotal para cada grado del orden. Pero esta reflexión no puede abandonar las enseñanzas del pasado.

2º. La expresión litúrgica

La liturgia es fundamentalmente la expresión simbólica de la «fe de la Iglesia» en la acción y en la palabra, un concepto totalmente habitual en la teología sacramental hasta el concilio de Trento. Lo que ocurre en la administración de un sacramento no es en modo alguno evidente en sí. Por la celebración litúrgica la Iglesia confiesa su fe en la presencia y en la acción salvífica de su Señor. Por este motivo el estudio de la liturgia puede contribuir al hallazgo de la idea «sustancial» del sacerdocio.

Hipólito de Roma (hacia el 230) nos ha transmitido en su Traditio apostolica el primer testimonio de una liturgia cuya terminología e inspiración están ya fijamente establecidas. No sabemos ciertamente en qué medida esta liturgia representa la fe de la Iglesia del siglo IIr, pero su influencia. fue extraordinariamente grande. El obispo es el sacerdos, el sucesor de los apóstoles. Es elegido por el pueblo, pero recibe de otro obispo la imposición de manos. El presbítero es ordenado por el obispo, contingentibus etiam presbyteris, como particeps consilii in clero, mientras que el diácono recibe la ordenación del obispo exclusivamente, pues está destinado a su servicio. Es interesante notar que el rito de consagración del obispo se inspira más en el NT, mientras que el rito de ordenación del presbítero se inspira claramente en el AT. Esta anomalía podría constatar nuestras sospechas, indicadas antes, sobre el origen probable del obispo y del presbítero.

Entre los siglos VI y VIII en Roma el Leonianum y el Gregorianum reanudan los mismos temas, acentuando más fuertemente el carácter «místico» del sacerdocio cristiano, a diferencia del sacerdocio del AT. Los presbíteros son ordenados formalmente — sin duda por reacción contra las tendencias presbiteriales de Jerónimo y de otros en el siglo v (B. Botte )— como cooperatores ordinis nostri. El obispo tiene el oficio de mediador. Más tarde se añaden el oficio de la proclamación y el de la reconciliación.

El oriente recoge la Traditio apostolica en las Constitutiones apostolicae, libro vrll, la cual — como se atestigua en el Eucologium de Serapión — subyace en todas las liturgias orientales; e igualmente recoge el Testamentum Domini (Iglesia siríaca). También la liturgia bizantina encuentra aquí su inspiración. Desde el concilio de Nicea cada obispo debe ser consagrado por tres obispos. A la imposición de manos afiádese todavía la imposición de la sagrada Escritura.

El número de las órdenes menores, de las cuales algunas son accesibles a las mujeres, oscila inicialmente entre dos y ocho, pero ya pronto la Iglesia bizantina reconoce sólo el subdiaconado y el lectorado (H. LHSdNERZ, De sacramento ordinis [R 1947]; R. GRYSONS RBen 76 [1966] 119-127).

Como se afirma en el canon sexto del Calcedonense (Mansi vil 361), tanto en el oriente como en el occidente por las ó. s.. el sujeto de las mismas queda asignado a una Iglesia determinada (ordinatio relativa).

En occidente la evolución litúrgica tarda mucho en concluirse. Puede hallarse en los Ordines romani (siglos viii-ix; Andrieu OR III 541-613, IV 3-308). Desde el primer concilio de Arlés, del año 314, para la consagración de un obispo se requieren tres obispos consagrantes. El rito de las órdenes menores es todavía muy simple. Sólo el subdiaconado parece haber adquirido un estatuto suprarregional, el cual puede encontrarse en la mayoría de las Iglesias.

Durante los siglos VII y VIII en las Iglesias francas se añaden ritos nuevos a los antiguos: para el obispo la unción de la cabeza con crisma, la entrega del báculo y del anillo y la entronización; para el sacerdote la entrega de pan y vino, la unción de las manos y una segunda imposición de manos con relación a la potestad de perdonar pecados. Esta evolución alude a los usos germánicos, que conceden gran importancia a la colación de signos de poder, un poder «de príncipe» al obispo, y un poder cultual al sacerdote. Hacia el siglo x esta liturgia se mezcla con la tradición romana en el Pontificale Romano-germanicum de Maguncia (RevSR 32[1958] 113-167). La ordinatio absoluta, que en el canon 15 del sínodo de Piacenza (1095) estaba todavía prohibida para los sacerdotes y las órdenes menores, es permitida en el canon 6 del sínodo de Roma (1099; Mansi xx 806-970). En Francia, bajo la influencia de los Statuta Ecclesiae antiqua (siglo v) y de la reflexión teológica de Isidoro de Sevilla y del Pseudo-Jerónimo en De septem ordinibus Ecclesiae (siglo vii en España; PL 30, 102-167; RBén 40 [1928] 310-318), en el siglo x se elabora una nueva liturgia para las órdenes menores. En ella pueden conocerse ya los ritos actuales del ostiariado, del lectorado, del exorcismo, del acolitado y del subdiaconado. También la traditio instrumentorum (investidura), bajo la influencia del derecho germánico, adquiere aquí un puesto importante. Hacia el siglo XII se hace clara la tendencia a reconocer al subdiaconado la dignidad de sacramento (DS 711 1765; un acto de economía eclesiástica). El concilio de Trento no consiguió instaurar de nuevo las órdenes menores, que hablan venido a ser grados jurídicos que preparaban al sacerdocio (CIC 978). El concilio Vaticano II ha querido devolver al –> diaconado un sentido funcional (Sacrosanctum concilium, n.° 35; Lumen Gentium, n.° 29; Optatam Totius, n.° 12; Orientalium Ecclesiarum, n° 17) y ha decidido en principio la restauración de la liturgia de la ordenación sagrada (Sacrosanctum Concilium, n.° 76; Orientalium Ecclesiarum, n.° 17). Reconoce al diaconado el valor de sacramento (Lumen Gentium, n.° 28-29). Desde ahora todos los obispos presentes pueden participar en el rito de la consagración episcopal (Sacrosanctum Concilium, n.° 76). El 18-6-1968 Pablo VI publicó la constitución apostólica Pontificalis Romani, que introdujo un nuevo rito de ordenación para diáconos, sacerdotes y obispos (AAS 60 [1968] 369-373).

III. El ministro ordinario de las órdenes

Ya Ignacio de Antioquía reserva al obispo la mayoría de los sacramentos. El obispo ha seguido siendo el ministro ordinario de la -> confirmación (en occidente) y de la ordenación. Sin embargo, la historia atestigua algunas excepciones de esta norma, las cuales desde Huguccio fueron reconocidas en principio por teólogos y canonistas de la edad media, bajo la condición de una licencia papal.

Estas excepciones pueden dividirse en tres grupos. El primero contiene casos cuya interpretación es casi imposible por su antigüedad y por la imposibilidad de entender actualmente las motivaciones pastorales o teológicas.

Ya hemos hablado de los usos en la Iglesia de Alejandría y en la de Lyón (?) hasta el siglo III (consagración del obispo por el colegio presbiteral). Casiano reconoce haber sido ordenado por el sacerdote Pafnucio en Egipto (Coll. rv 1). En el año 314, el sínodo de Ancira (Mansi II 518; ¡primera forma de lectura!) en el canon 13 toca el difícil problema de los obispos corales, cuyas funciones y potestades no conocemos exactamente. El segundo grupo de excepciones contiene algunos casos de jurisdicción eclesiástica ejercida por Carlomagno. Éll encargó a los presbiteros Willehad (+ 799) la ordenación de otros sacerdotes en los territorios misionales de Frisia y de Sajonia (MGSS It 380-383 4lOss). El tercer grupo se refiere a casos conocidos de ordenación por un ministro no obispo, confirmados por documentos oficiales, a saber, las bulas papales: sacrae religionis de Bonifacio IX (1-2-1400, todas las órdenes hasta el sacerdocio; revocada en 6-2-1403 por motivos de jurisdicción y no por motivos dogmáticos); Gerentes ad vos de Martin v (16-11-1427; hasta el sacerdocio: DS 1290); y Exposcit de Inocencio viii (9-4-1489; hasta el diaconado; DS 1435). G. Vázquez habla de privilegios semejantes que en el siglo xvi el papa ha concedido a los abades benedictinos y a los misioneros franciscanos, pero sin transmitimos el texto oficial de las bulas papales (Disp. in III S. Thomas disp. 243 c. 4; cf. Ph. Hoenmtsxaa AkathKR 113 [1933] 49-72; J. Baveas NRTh 76 [1954] 361-367; A. VBIMEER, «Bijdragen» 15 [1955] 271-278). El concilio Vaticano tt reconoce al obispo como ministro de la consagración episcopal (Lumen Gentium, n.° 21) y de las ó. s. dentro de su responsabilidad general por los sacramentos (Lumen Gentium, n.° 26).

Sólo el concilio de Florencia dice explícitamente que el obispo es el ministro «ordinario» de las ó. s.. (DS 1326; cf. 1777). El concilio Vaticano II no ha mantenido esta limitación, si bien ha corregido la terminología habitual para la confirmación mediante la matización minister originarius (Lumen Gentium, n.° 26; 21).

IV. Tendencias episcopales y presbiterales

En occidente se hacen sentir dos tendencias, una episcopal y otra presbiteral: la gracia del sacerdocio recibida en el sacramento de la ordenación se realiza fundamentalmente en el obispo, o en el sacerdote (segunda tendencia). Por lo que respecta a la dirección de las Iglesias locales, al obispo jamás le fue discutido este privilegio, a excepción de las iglesias célticas, que estaban gobernadas por los abades de las grandes abadías. La relación entre esta «potestad de gobierno» y la ordenación sacerdotal en sentido estricto no siempre estuvo clara, por cuanto en caso extremo podía parecer plenamente posible que tal «potestad» se diera con independiencia de toda ordenación sacerdotal.

Las causas de estas diferencias de opinión teológica son muy complejas y no siempre se deben a una inspiración puramente dogmática. Es evidente que la imprecisión neotestamentaria en el uso de los conceptos épiskópoi y presbíteroi motivó con frecuencia esta escisión.

Los primeros testimonios de la tendencia presbiteral se encuentran ya en el siglo IV. Un arriano — Aerio — sostiene la igualdad entre obispo y sacerdote (AGUSTÍN, De haeresibus 53, refiriéndose a Epifanio; G. BAbDY, «Miscellanea agostiniana» II [R 1831] 397-416). En el mismo libro Agustín habla alguna vez de la herejía montanista de los pepucianos o quintilianos, los cuales conceden el sacerdocio también a las mujeres (De haeresibus 27). Pero incluso en círculos ortodoxos surgen tendencias presbiterales, así en Juan Crisóstomo y en los Canones Hippolyti (B. Boxxs, Mélanges Andrieu [Str 1956] 53-63). En este terreno la influencia decisiva sobre la edad media vino de Jerónimo y el Ambrosiaster, que fue considerado durante todo el medievo como obra de Ambrosio (p. ej., Decr. Gratiani, Dictum in r Dist. 93 c. 23; CJ r 327). Ambos apelan a la terminología del NT. Sin embargo, en Jerónimo esta actitud teológica ha de verse en relación inmediata con sus ataques al poder creciente de los diáconos en Roma y con su lucha continua contra Juan, obispo de Jerusalén (Textos en LERNERZ, De sacramento ordinis [R 1947] n° 50 71-76).

La autoridad de Jerónimo y Ambrosio ha influido profundamente en la reflexión teológica de la edad media. El sacerdote — al que se confía ante todo la administración de los sacramentos — aparece a sus contemporáneos sobre todo bajo un aspecto cultual. Su misión está definida por la potestas in corpus eucharisticum y el poder de perdonar pecados. Por esta reducción de la imagen del sacerdote se hizo realmente difícil ver en qué el obispo, en virtud de su consagración episcopal, se distingue del sacerdote. La concepción presbiteral de las ó.s. estuvo, pues, muy extendida. El obispo retiene sólo la potestas in corpus mysticum. La cuestión de si en un teólogo como Tomás esta potestas tiene un carácter cuasi sacramental se discute todavía. Sin embargo, los canonistas mantienen en general la sacramentalidad del episcopado en sentido estricto.

La controversia entre ambas tendencias ha renacido a mediados de nuestro siglo. En Bélgica y en Francia un amplio movimiento se esfuerza por la renovación de la espiritualidad del clero diocesano, que con demasiado frecuencia se siente impotente ante los manuales de teología escolástica y ante los estudios históricos. Se busca esa renovación resaltando, con tendencia fuertemente episcopal, la función del clero como colaborador del obispo (p. ej., Ch. Journet: RThom53 [1953] 81-108). Es significativo que gran parte de los libros escritos con esta orientación hayan sido compuestos por obispos. Otros autores, como H. Lennerz, seguido por C. Baiai y J. Beyer, apoyándose en hechos y opiniones doctrinales del pasado, que hemos mencionado ya en su mayor parte, defienden una posición marcadamente presbiteral. Otros, a su vez, se esfuerzan por matizar la doctrina de Tomás, para evitar así posiciones demasiado difíciles (p. ej., Y. CONGAR: MD [1948] n.°. 14 107-128; H. Bourssá: RSR 28 [1954] 368-391).

Se podría pensar que el concilio Vaticano II ha puesto fin a esta controversia antigua decidiéndose por una doctrina claramente episcopal. Mas parece que la tendencia presbiteral no ha muerto todavía. Las doctrinas de los escolásticos ya no son objeto de discusión. H. Küng y E. Schillebeeckx plantean, p. ej., la cuestión fundamental de si la distinción entre presbiterado y episcopado es de institución divina («Tijdschrift voor Theologie» 8 [1968] 402-434). Un estudio más preciso del NT y del desarrollo histórico de los oficios en la Iglesia originaria, junto con las posiciones ecuménicas, parecen poner en tela de juicio la naturaleza propia del episcopado, al menos en su forma actual (B. Duruy, «Concilium» 4 [1968] n.° 4). Por primera vez en la historia de la teología, la sociología de la religión toma parte en la discusión y sostiene que las estructuras actuales del gobierno de la Iglesia ya no corresponden a las condiciones modernas de vida, ni a la forma de trabajar, ni a la mentalidad del hombre moderno.

V. Cristalización de la reflexión eclesiástica en el magisterio

Los concilios de Florencia y de Trento ofrecen sólo un compendio de la fe de la Iglesia en relación con las ó.s., elaboradas teológicamente durante la edad media. En el Decretum pro armenis los padres conciliares de Florencia siguen el texto de Tomás de Aquino en De articulas fidei et Ecclesiae sacramentas (DS 1326). Florencia se contenta con precisar las formas de la traditio instrumentorum, según el principio introducido por Tomás: Quilibet ordo traditur per collationem illius rei quae praecipue pertinet ad ministerium illius ordinis. Allí donde Tomás dice: Minister huius sacramenti est episcopus, Florencia precisa: Ordinarius minister. Es evidente que el concilio de Florencia, en la cita del texto del Pontifical Romano, define el sacerdocio como potestas offerendi sacrificium in Ecclesia. El episcopado ni siquiera se menciona como sacramento. Es reconocido solamente como minister ordinarius de la ordenación sagrada.

Se ha intentado solucionar las dificultades surgidas ante todo por el rito de la ordenacíón (que aquí, frente a una tradición muy antigua en la Iglesia, está reducido a la traditio instrumentorum) mediante la suposición de que el Decretum pro armenis es sólo una instrucción para la práctica y no quiere tocar cuestiones de fe. Pero esto nos parece un atentado «hermenéutico», por cuanto se declara aquí competente una teología que permanece indiferente ante las realidades históricas.

A esta afirmación infundada contradicen las actas conciliares, las cuales muestran claramente cómo aquí se trata de una declaración conciliar que afecta a la fides, puesto que se refiere expresamente a la unión con la Iglesia romana. Habla en el mismo sentido la elección del texto de Tomás, que lleva el significativo título De articulis fidei. Pero es cierto que estudios detenidos sobre el empleo de la palabra fides hasta Trento muestran cómo este término en esa época tenía una significación más amplia (A. LANG: MThZ 4 [1953] 133-146). No dudamos de que el magisterio conciliar quiso confirmar la opinión extendida en este tiempo sobre la naturaleza del sacerdocio. Pero no quiso definir un punto de fe revelado por Dios.

Pasando al concilio de Trento, ante todo debemos precisar que éste considera el concilio de Florencia y también el Decretum pro armenis como documento importante para la «fe de la Iglesia». Por otro lado, no se puede decir que a los padres de Trento no les haya interesado la naturaleza del episcopado. Esta cuestión se planteó desde la apertura del concilio, y en el tercer período causó una crisis tan profunda que la continuación del concilio pareció amenazada (H. JannN, Krisis und Wendepunkt des Trienter Konzils [Wü 1941]). Mas para los obispos de España, de Francia y del imperio se trataba de defender ante todo el derecho divino del episcopado (sobre todo en lo relativo a la obligación de residencia) frente al papado. Como atestigua Carlos Borromeo, secretario de Estado de este periodo, Pío iv temía una renovación de la crisis del concilio de Constanza.

Sin embargo, del capítulo introductorio y de los cánones se desprende con claridad (DS 1763-1778) que la esencia del sacerdocio es definida como potestas tradita consecrandi, offerendi et ministrandi corpus et sanguinem [Christi], nec non et peccata dimittendi et retinendi. El episcopado es tratado cada vez hacia final del texto; y se afirma defensivamente que aquél pertenece al hierarchicus ordo (pero sin hacer mención del papa), que está por encima del oficio sacerdotal (1768 1776 1777), y que su autoridad es «legitima» (1778). El concilio define, sin una determinación más precisa de esta verdad, que los miembros de dicho orden jerárquico son «verdaderos episcopi». El episcopado no es designado formalmente como sacramento. Esta designación se evita conscientemente por tratarse de una cuestión discutida (A. DUVAL, Ltudes sur le sacrement de 1'Ordre [ P 1967] 277-324 y Le sacrement de 1'Ordre, «Bulletin du Comité des Études» [Saint Sulpice] n.0' 38s, vi 3-4 [P 1962] 448-472). Se puede decir con H. Denis (Les prétres [P 1968] 193-232) que el concilio de Trento expone uno junto al otro dos aspectos del sacerdocio, pero sin unirlos: el del sacerdocio en el estricto sentido cultual y el de la jerarquía. Para la hermenéutica del concilio es de gran importancia saber que los capítulos introductorios sólo quieren ofrecer una visión general de la doctrina común de la Iglesia en este tiempo (J. J»nmN, Begegnung der Christen [obra de homenaje a O. Karrer]; [St-F 1959] 450-461), y que el concilio se negó, sobre todo en sus cánones, a exponer una doctrina completa del orden. Sólo quiso condenar las posiciones «heréticas» de los reformadores (cf. el intercambio epistolar entre Carlos Borromeo y Momne desde el 13 al 26 de junio de 1563; J. SUSTA, Die römische Kurie und das Konzil von Trient IV [W 1914] 59ss y 100). Estas notas son necesarias para la interpretación correcta de otro punto discutido en nuestro tiempo, que Trento no abordó a la luz de nuestra problemática actual: la cuestión del sacerdocio para un tiempo limitado (DS 1767 1771). El concilio rechazó únicamente que el sacerdocio esté ligado tan sólo a la mera proclamación de la palabra de Dios, y por cierto, en el sentido de que un sacerdote que ya no predique, pase automáticamente al estado laical.

El concilio Vaticano II ha renovado fundamentalmente las perspectivas teológicas. En primer lugar ha situado otra vez el sacerdocio en su verdadero contexto cristológico y eclesiológico, cifrando su naturaleza en ser testimonio del misterio pascual (Lumen Gentium, n° 19-29; Presbyterorum Ordinis, n.° 2). Los servidores de Cristo tienen dentro del -> pueblo de Dios una misión especifica, por la cual participan distintamente que los laicos de la misión de Cristo y de la Iglesia en todo el mundo. La peculiaridad de su servicio incluye una pluralidad de cometidos que se llevan a cabo en nombre de Jesucristo, cabeza del cuerpo místico: ut in persona Christi Capitis agere valeant (Presbyterorum Ordinis, n° 2). Bajo la influencia de la renovación bíblica y del diálogo ecuménico, el concilio quiso acentuar la significación apostólica del servido a la palabra, sin descuidar el servicio de la santificación y el de la autoridad.

El episcopado es un verdadero sacramento: la «plenitud del sacerdocio». Por su consagración el obispo es recibido en el colegio episcopal en comunión con el papa. La consagración (ordenación) es el fundamento para todas las demás potestades. Antes de la votación final se añadió, a petición de los padres, que el oficio sacerdotal es ordini episcopali coniunctum (Presbyterorum Ordinis, n° 2), o sea, se definió el sacerdocio en dependencia del episcopado.

Como es sabido, el concilio no quiso definir ningún dogma, es decir, quiso exponer la doctrina oficial de la Iglesia, pero sin distinguir formalmente entre dogma y teología en general. A la vista de las controversias preconcilisres, esta toma de posición del concilio en una materia discutida tiene indudablemente el valor de indicar una dirección. Sin embargo, queda abierta la cuestión de si esta sentencia arbitral afecta a la cuestión de derecho (declaración dogmática), o sólo al hecho (economía de la Iglesia). Queda encomendada a la reflexión teológica y eclesial postconciliar la dilucidación de esta cuestión.

Para una mejor comprensión del papel del magisterio episcopal es muy importante precisar que estos tres concilios ecuménicos, cuyas tomas de posición en cuanto al ordo fueron descritas anteriormente, en cada caso se han esforzado por expresar y compendiar lo que era vivido en la Iglesia, el «sentido de la fe» tal como fue entendido en una determinada época. La edad media había conservado una concepción más realista, y al mismo tiempo más referida a la comunidad, del papel del magisterio, el cual no tiene otra finalidad que la de confirmar la fe que vive en la Iglesia (p. ej., DS 1405-1406 y 1398).

Un último punto importante: el 30-11-1947 Pío XII determinó por un decreto que el rito de ordenación para el episcopado, el presbiterado y el diaconado debe ser desde ahora (dejando de lado la cuestión de opiniones y prácticas anteriores) la imposición de manos y una parte del prefacio de la ordenación sagrada (DS 3857-3861; F. X. HühTH: PerRMCL 37 [1948] 9-56). Implícitamente preparó la doctrina del Vaticano II, por cuanto consideró el episcopado como sacramento del orden.

VI. Necesidad de una reforma del derecho relativo a las órdenes sagradas

Desde que Juan XXIII ha decretado la reforma del CIC, la legislación canónica sobre el orden ha sido puesta más o menos en tela de juicio. Además el concilio Vaticano II ha promulgado bastantes modificaciones y ha esbozado nuevas estructuras como línea directora, las cuales deben integrarse en esta reforma canónica. El nuevo descubrimiento de la colegialidad en el orden y su encuadramiento en el pueblo de Dios han traído consigo un fortalecimiento de la estructura sinodal de la Iglesia y del orden: el sínodo episcopal en Roma, al que asisten los representantes de los episcopados nacionales (Christus Dominus, n.° 5 36; Ad Gentes, n.° 29); las conferencias episcopales nacionales o continentales (Christus Dominus, n.° 18 37ss); el consejo pastoral a nivel diocesano o parroquial (Christus Dominus, n.° 27 29; Apostolicam Actuositatem, n.° 10). El decreto Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los obispos contiene distintas determinaciones generales, que han de trasladarse a la práctica y. por tanto, deben recibir forma canónica, p. ej.: la reforma de la curia (n.° 9ss); las organizaciones diocesanas (a.° 17); la independencia de la Iglesia frente al poder civil en el nombramiento de obispos (n.° 20); la edad de los obispos (n.° 21); la delimitación de las diócesis (n.° 23); la asistencia a los cristianos de otros ritos (n.° 23); el status de los obispos auxiliares y coadjutores (n.° 25ss); la nueva organización de la curia diocesana y de los consejos pastorales (n.° 27); la reforma de la incardinación (n.° 30ss); la reorganización del clero parroquial (n.° 30ss); las relaciones con los que pertenecen a órdenes religiosas (n.° 34ss); la reorganización de los sínodos y concilios provinciales (n.° 36); la formación de provincias eclesiásticas bajo un metropolitano (n.° 39ss). Entretanto los directorios a través de determinaciones concretas han de introducir este trabajo de reforma del derecho canónico, que sin duda durará todavía algunos años (n.° 44).

Por lo que respecta al derecho actualmente vigente (CIC 948-1011), hay que consultar los manuales correspondientes (LThK2 vii 120ss, DDC vt 1125-1132 1145-1155 ofrecen compendios excelentes).

Algunas disposiciones ya no se tienen en cuenta. Otras, como la edad de los ordenandos (CIC 975), la oportunidad de ciertas irregularidades canónicas, inspiradas por el AT (983-991), los títulos de ordenación, procedentes en parte de la edad media (979-982), la tonsura y las órdenes menores (949), la educación en el seminario a teneris annis (972) y los tiempos litdrgicos para la ordenación (1006), son objeto de discusión y requieren una reforma.

Otras disposiciones más importantes permanecerán: el obispo como ministro ordinario (CIC 951), los derechos reservados a la Santa Sede (952ss). El obispo debe enjuiciar también la capacidad de los candidatos al sacerdocio secular (956-963); los pertenecientes a órdenes religiosas son presentados por su superior más alto (964-967). Está prohibido obligar a un candidato a que reciba las órdenes contra su voluntad, o bien impedírselo si reúne las condiciones necesarias (971ss).

Probablemente el CIC pronto deberá resolver cuestiones más difíciles y urgentes: ordenación de mujeres (?), el celibato eclesiástico o la ordenación de hombres casados, la cuestión tan discutida de los sacerdotes sólo por un tiempo. En nuestra opinión estas cuestiones no afectan al dogma, y deben solucionarse, no a base de principios abstractos, sino exclusivamente de cara a las necesidades reales del pueblo de Dios en nuestro tiempo.

Estos problemas son cuestiones de economía eclesiástica (DS 1728 3857), y en virtud de su naturaleza eminentemente pastoral deben hallar una solución pluralista, es decir, adecuada a la situación del pueblo de Dios en un territorio determinado.

La cuestión más urgente es la crisis de autoridad ante las formas anacrónicas del uso de la misma (verticalidad extrema; uso detestable del secreto; respeto deficiente a la persona humana, lo cual se debe a una acentuación mítica de la voluntad de Dios y de la autoridad ejercida por un hombre, aun tratándose de estructuras instituidas por Cristo), así como las formas igualmente anacrónicas que entorpecen la comunicación entre los obispos, el papa y la curia romana, entre los obispos y sus sacerdotes, entre el clero y los fieles en la Iglesia. Es sintomático que en algunos países los sacerdotes se asocien para defender sus derechos, que fieles y sacerdotes se reúnan en la llamada «Iglesia subterránea» o «Iglesia contestataria». En realidad esta crisis no puede superarse por medidas canónicas. Para su solución se necesita un clima de confianza y de seriedad, una educación psicológica y ante todo una conversión del corazón en el sentido del evangelio.

Pero indudablemente sería ventajoso que el derecho canónico previera ciertas estructuras (sinodales o de otro tipo) que facilitaran las relaciones entre los distintos miembros de la jerarquía eclesiástica (canales de comunicación), así como ciertas garantías contra el abuso de poder por parte de las autoridades locales. Por lo demás, esta tarea ha sido la función tradicional del papado, que sería infiel al más esencial de sus cometidos, a saber, el testimonio de la unidad, si en el tiempo presente rechazara esta responsabilidad para encerrarse en un aislamiento que resultaría cada vez más trágico.

B) INTENTO DE UNA SÍNTESIS TEOLÓGICA

I. Problemas metodológicos

1. Cuestiones de terminología

Bastantes términos técnicos que afectan ante todo a este campo de la teología se discuten en nuestro tiempo. Por ello nos limitaremos a tratar los problemas importantes, prescindiendo en lo posible de aquellos conceptos cuya importancia es discutible e impugnable.

Así evitamos la división tripartita de la misión sacerdotal en potestad de orden (de santificación), docente (profética), y de jurisdicción (de gobierno). En nuestros tiempos es moda acentuar la misión «profética» del sacerdote o del obispo. Nosotros renunciamos a esta categoría, pues en la Biblia el -> profetismo tiene una significación exactamente definida. El profetismo es por esencia un hecho religioso, unido a una llamada personal del Espíritu Santo y a una disposición del alma para un compromiso de fe, que escapa a toda forma de institucionalización. No se es profeta por una función en la Iglesia, sino por una vocación especial. El sostener que un hombre por su ordenación sagrada recibe una misión profética equivale a una falsificación de la significación bíblica de esta palabra y, lo que es peor, podría inducir a error al sujeto de las órdenes. La mayoría de los obispos y sacerdotes están muy lejos de ser profetas, aun siendo sacerdotes excelentes. Dicho de otro modo el servicio a la palabra de Dios y la profecía son dos vocaciones distintas, aunque naturalmente pueden darse a la vez en un mismo hombre.

Otro ejemplo del desarrollo de la terminología nos lo ofrece el nuevo Ordo baptismi para adultos, que fue publicado en Roma el año 1966 ad experimentum. Este Ordo evita la expresión celebrans para el oficiante, puesto que todos los miembros de la comunidad eclesiástica participan activamente en la celebración bautismal. Ha conservado solamente la expresión específica de la función «sacerdotal».

Nosotros preferimos el concepto de «función sacerdotal» al de «potestad». Somos plenamente conscientes de los peligros que ello implica; el concepto contiene cierta ambigüedad. En su significación usual le falta la dimensión ontológica. Pero queremos evitar cualquier tipo de «clericalismo metafísico», que sitúa al sacerdote en un nivel óntico superior al de los fieles. «Función» significa simplemente que el ordenado es fundamentalmente un fiel, un «hermano entre hermanos» (Presbyterorum Ordinis, n.° 3, ante todo 9), que ha recibido de Cristo una misión específica de servicio, a saber: la del servicio a Cristo y a la comunidad. No excluimos con ello que la ordenación lo determine «ontológicamente», es decir, que esa misión especial oriente toda su persona y, por consiguiente, toda su vida a este servicio.

2. Cuestiones de estructuras cristológicas y eclesiológicas

La ordenación sagrada no es una realidad en sí; resulta inconcebible fuera de su contexto dogmático, cristológico y eclesiológico.

a) El contexto cristológico es propiamente el fundamental; no sólo como principio de una síntesis teológica abstracta, sino también como verdad existencial, la cual debe realizarse continuadamente en toda una vida. Nuestro único sacerdote es Cristo resucitado. El sacerdote es, junto con los fieles, el testigo de este mysterium paschale en el mundo. Su misión específica es participar de la misión de Cristo, que fue enviado por el Padre en la fuerza del Espíritu Santo para la institución de la Iglesia como sacramento salvífico del mundo.

b) Contexto eclesiológico. Fuera de la Iglesia el sacerdote carece de toda significación. El concilio Vaticano ii ha transformado fundamentalmente la orientación de nuestra concepción de la Iglesia. Una teología del orden que no esté integrada en esta imagen nueva de la Iglesia es inadecuada. Las dimensiones de la Iglesia en esta visión nueva pueden compendiarse como sigue: 1º. La Iglesia no es en primera línea una realidad estática y acabada. Es «evento»; la Iglesia se forma continuamente mediante la fe y el amor; que encuentran su expresión ante todo en los sacramentos. Además, la Iglesia está en camino hacia Dios, en peregrinación hacia Dios a través de la historia, siempre dispuesta a percibir la invitación divina, que nos llega en el kairós de la gracia, presente en este mundo. La ordenación sagrada pone al sacerdote en esta disposición incondicional. 2º. La Iglesia es jerárquica, pero no lo es en el sentido de una pirámide con una autoridad que desciende verticalmente desde el vértice a la base. La realidad de la Iglesia es el pueblo de Dios. Dentro de esta sociedad creyente hay una jerarquía de servicio y de oficio. Nadie posee en la Iglesia el monopolio del Espíritu Santo, que se comunica a todos, en correspondencia con la tarea, función y vocación personales. 3º. O sea que la Iglesia es una comunidad de fe y de amor. La colegialidad del orden — el descubrimiento decisivo del concilio Vaticano II — no es otra cosa, contra ciertas interpretaciones curiales exclusivamente jurídicas, que la expresión de esta comunidad en el plano de la autoridad oficial. La colegialidad, por consiguiente, no puede hacerse operante independientemente de esta comunidad de fe que es el pueblo de Dios. Entre la comunidad de fe y la colegialidad en el orden hay una ósmosis constante y una penetración recíproca. Sin embargo, eso no tiene nada que ver con el sistema democrático de nuestro tiempo, aunque el espíritu de éste pudo favorecer el nuevo descubrimiento de las dimensiones comunitarias, que están insinuadas ya en el NT. 4.° La Iglesia es, por tanto, ante todo sacramento de salvación. La comunidad de los fieles unidos con sus sacerdotes es la visibilidad operante de la presencia vivificadora de Cristo resucitado en este mundo, que nos une con el Padre mediante su Pneuma. Esta vida de la gracia está presente y actúa en todo hombre, y se expresa concretamente en las distintas religiones (cristianismo anónimo).

Sin embargo, esa presencia de la voluntad salvífica y redentora de Dios está significada y actualizada por la Iglesia, que pertenece a este mundo. Junto a su realidad como misterio salvífico, la Iglesia es principalmente una organización visible de hombres, con autoridad propia. Estos dos aspectos de la Iglesia: realidad sacramental y hecho sociológico e institucional en este mundo, a pesar de su distinción son inseparables. La fuente capital de todo el mal de la Iglesia en nuestro tiempo es la confusión permanente o la mezcla, procedente de la edad media, entre la autoridad ejercida por los hombres en nombre de Cristo y la realidad divino-humana del misterio pascual, que vivifica interiormente la Iglesia y el mundo. En esta confusión o mezcla de ideas y principios prácticos radica la confusión o mezcla entre moral y derecho canónico, entre la voluntad de Dios, totalmente libre y personal, y la autoridad humana en la sociedad religiosa fundada por Cristo. De esta confusión surge una anomalía singular, a saber: por una parte, la Iglesia en el Vaticano II se ha declarado dispuesta a reconocer la libertad de conciencia fuera de ella; pero, por otra parte, de momento todavía parece incapaz de encontrar estructuras en las que esta misma libertad se reconozca también a sus miembros y a los sacerdotes.

Finalmente aduciremos otra consideración que ha conducido a numerosos malentendidos. En general ésta viene expresada por la unidad en medio de la distinción entre las dimensiones verticales y las horizontales de la existencia religiosa. Los siglos pasados han acentuado casi exclusivamente la dimensión vertical, o sea, de Dios al hombre, bajo los dos aspectos siguientes: de Dios a nosotros y de nosotros a Dios. En nuestro tiempo se forma una tendencia que por reacción contra esta concepción quiere reconocer sólo la horizontalidad. Pero estos conceptos, sobre todo el de «verticalidad», tienen un valor meramente simbólicos. Dios puede ser considerado como un ser que está «fuera de este mundo», o «sobre nosotros», o «en nosotros», o en el «fundamento originario de nuestra mismidad» (como «dimensión profunda del ser»: P. Tillich, J.A. T. Robinson), o «ante nosotros» (J. Moltmann), o «detrás de nosotros» (M. Bellet). En cualquier caso se trata de imágenes que intentan corregir otras imágenes; todas, sin embargo, se refieren a la misma realidad, a saber, a que el hombre religioso tiene realmente una relación personal con Dios. Esta relación con Dios debe realizarse necesariamente en el plano horizontal, en el plano de la existencia humana (teología como antropología religiosa). En cuanto el sacerdote debe en cierto modo representar lo divino, también en su actividad ha de expresar ineludiblemente la inmanencia de esta presencia divina en nuestra vida. Sería funesto que la tendencia «apofántica» de nuestro tiempo con relación al misterio divino nos condujera a una actitud negativa que redujera el cristianismo a un vago humanismo de solidaridad humana. Esta misma tendencia seduce a ciertos autores a limitarse, en la solución de las dificultades actuales, al estudio de los aspectos sociológicos y psicológicos del sacerdocio. Estos son, sin duda alguna, de gran importancia. Nuestra distinción, en medio de la unidad de la realidad eclesiástica, entre Iglesia como sacramento y misterio salvífico e Iglesia como institución y organización humana, les confiere en la reflexión teológica una importancia mucho mayor que antes. Pero rechazamos decididamente una reducción de la teología del sacerdocio al plano de una mera sociología de la religión.

II. Las funciones sacerdotales

Las funciones sacerdotales deben exponerse teniendo en cuenta las estructuras eclesiásticas analizadas anteriormente.

1. La Iglesia como misterio pascual de salvación

La -> Iglesia se realiza y actualiza continuamente en los sacramentos, ante todo en el de la eucaristía (K. RAHNER, Kirche und Sakramente [An 1952]). Una parte integrante de la celebración de un sacramento es, pues, la proclamación de la salvación por el oficio de la palabra. Los sacramentos son celebrados por la comunidad de los bautizados y fieles bajo la presidencia del sacerdote que les representa. Sin embargo, el sacerdote representa en un grado todavía mayor a Jesucristo, nuestro único sacerdote. El obra, pues in persona Christi, en el sentido estricto de la palabra; lo cual significa que la actividad sacerdotal es la visibilidad sacramental de la acción divino-humana de Cristo. Esa representación de Cristo lleva consigo una cierta despersonalización, que se expresa en los símbolos litúrgicos, aunque éstos no pueden realizarse en la plenitud de su visibilidad sacramental sin cierto grado de fe personal en el sacerdote. Este obra, pues, in persona Christi, tanto por su función santificadora (en la línea que va de Dios a nosotros por medio del servicio de la celebración y de la proclamación sacramentales), como por su presidencia en la oración expresando la fe de la Iglesia (en la línea que va de nosotros a Dios dentro de las plegarias sacramentales: la oración del sacerdote es la visibilidad sacramental del per Dominum nostrum Jesum Christum, palabras con las que terminan nuestras plegarias litúrgicas). Este cometido está confiado única y exclusivamente al sacerdote, aunque la economía de la Iglesia puede, en ciertas circunstancias, hacer participar también de él a los laicos (p. ej., en la celebración del matrimonio).

2. La Iglesia como institución humana

Como hemos visto, la Iglesia es una organización humana que no puede existir ni subsistir sin una autoridad establecida y reconocida por todos. En virtud de la profunda realidad del misterio pascual y de la sacramentalidad salvífica, esta autoridad fue reconocida siempre al colegio episcopal en comunión con el obispo de Roma. Los obispos la delegan en parte a los sacerdotes, sus colaboradores en el ministerio sacramental, y a los seglares, que son miembros con derecho pleno de la Iglesia de Cristo. No se excluye que la participación concedida a los laicos sea mayor en el futuro (proceso de desclericalización). Esta autoridad no se ejerce in persona Christi, es decir, sus decretos, decisiones y directrices no son expresión adecuada de la voluntad de Dios, aunque se dictan in nomine Christi, es decir, tal autoridad en sí es querida por Dios y participa además de la indefectibilidad (término preferible a -> infalibilidad), puesto que ella, en virtud de la inspiración del Espíritu Santo, que se manifiesta en la colegialidad sacerdotal unida estrechamente a la comunidad de fe de toda la Iglesia, no puede apartarse de Dios en cuestiones esenciales. Dicha autoridad tiene un carácter singular, no reducible a las formas de autoridad meramente humana, y puede encarnarse en estructuras patriarcales, aristocráticas o democráticas, por cuanto se acomoda a las estructuras sociológicas de la comunidad y a las formas de autoridad de cada grupo en el que y para el que fue fundada. Por tanto, también en este sentido es autoridad de servicio. No podemos «dogmatizar» formas concretas del ejercicio de la autoridad en el pasado, puesto que la Iglesia seguirá perteneciendo al mundo en el que vive. Su fe no la incluye en formas pasadas de autoridad.

3. El desarrollo de la vida concreta de la Iglesia

Si contemplamos a la Iglesia como sacramento de salvación e institución forma, por consiguiente, dos importantes polos o centros de acción, los cuales por su irradiación influyen en el conjunto de la vida concreta y real de la Iglesia.

a) Irradiación del polo sacramental. La realidad sacramental de la Iglesia se dilata a través de los sacramentales y de la proclamación de la palabra. En analogía con los sacramentos, la administración de los -> sacramentales está reservada normalmente a los sacerdotes, aunque el concilio Vaticano II prevé formas de administrarlos que se confían también a «seglares cualificados» (Sacrosanctum Concilium, nº 79). Es evidente que el servicio de la palabra tiene mucha mayor importancia. La Iglesia vive de la fe, que necesita continuamente ser nutrida, ilustrada, dirigida y fortalecida. Por su servicio a los sacramentos el sacerdocio recibe uno de sus cometidos más urgentes, a saber, la preparación de los fieles para los sacramentos y el fortalecimiento de las gracias recibidas en ellos mediante la predicación salvífica en todas sus formas: enseñanza, consuelo, -> dirección espiritual, testimonio personal, ayuda fraternal en la búsqueda común de la voluntad de Dios en la vida concreta. Este servicio es ejercido preferentemente por los sacerdotes, y, por cierto, tanto para los miembros de la Iglesia, como también para aquellos que se encuentran fuera de ella (actividad misionera). Su predicación contiene un aspecto especialmente autoritativo, que se debe a la misión apostólica recibida en la ordenación. Sin embargo, la renovación de la importancia de la misión apostólica común a todos los miembros de la Iglesia deberla multiplicar, también en este campo, los cometidos confiados a los seglares. También ellos tienen el deber de dar testimonio de la fe que los anima; disponen de múltiples posibilidades de ayudar a sus hermanos para un conocimiento mejor de la fe y para una entrega más personal a la misma. Directa o indirectamente, además ellos pueden colaborar más que antes en las grandes tareas misioneras de la Iglesia dentro de los países subdesarrollados.

b) Irradiación del polo institucional. La autoridad del sacerdocio posee en la Iglesia distintos grados de presencia y de eficiencia. La Iglesia, guiada por el espíritu de fidelidad a su Señor, es responsable del mantenimiento de la fe intacta, tanto en el plano doctrinal como en el de la práctica. Por ello el colegio episcopal tiene el derecho de regular la formulación de las afirmaciones de fe, así como la doctrina teológica y catequética, la publicación de libros litúrgicos y sacramentales, la administración de sacramentos y la plegaria litúrgica. Evidentemente hay que plantear aquí la cuestión — aunque sea subsidiaria — de si el ejercicio de esta autoridad no debe encontrar formas de expresión que respeten en mayor medida la conciencia personal y el pluralismo cultural y religioso. De hecho, en el plano de la moral la Iglesia es competente sólo para la proclamación del mensaje evangélico, la cual, sin embargo, debe inspirar, corregir y orientar nuevamente la ética de una cultura o de una época. En este difícil y complejo trabajo de humanización de la vida humana y de acomodación de la conducta ética a las afirmaciones del evangelio, la Iglesia reconoce también la competencia científica y práctica de aquellos hombres que no pertenecen a ella, como se ha dicho en Gaudium et spes del concilio Vaticano II. Finalmente está claro que a la Iglesia le compete el derecho de determinar las formas de vida de su propia sociedad, de promulgar leyes, de castigar, de regular sus relaciones con los Estados y con otras sociedades religiosas. Esta autoridad es confiada frecuentemente a sacerdotes (p. ej., a los nuncios), pero indudablemente — sin perjuicio de ciertos privilegios del colegio episcopal y del oficio unificante de la Iglesia de Roma — muchos de esos cometidos podrían encomendarse también a seglares que poseyeran una mejor competencia técnica.

III. Los efectos de la ordenación sagrada

El concilio Vaticano II ha subrayado el papel decisivo de la ordenación sacramental, que transmite fundamentalmente al sacerdocio su misión especifica, y ha destacado de nuevo la perspectiva propiamente teológica, que había estado muy oscurecida por una concepción demasiado individualista de los sacramentos (medios privilegiados para la obtención de la gracia), así como por un parcial concepto jurídico de la Iglesia. Esa concepción se basaba en la idea de que Cristo había delegado su plenitud de poderes en el papa, a partir del cual estos poderes pasaban a los obispos, a los sacerdotes a los fieles. Según esa concepción, la Iglesia estaba fundada ante todo en el primado de jurisdicción del romano pontífice, idea totalmente ajena al evangelio y a la antigüedad cristiana.

Hablando de los efectos de la ordenación sagrada hemos de referirnos al así llamado carácter sacramental y a la gracia sacramental.

1. El carácter sacramental

En relación con el carácter sacramental existen muchas confusiones que deben atribuirse a cierto desconocimiento de la teología y de la evolución histórica. En primer lugar hemos de señalar que no hay una teología unitaria sobre el carácter sacramental. La definición minimalista lo reduce a la imposibilidad de repetir la ordenación, mientras que la tendencia maximalista ha elaborado una especie de compleja superestructura metafísica, que brota de una teología donde la doctrina de la gracia ha perdido su plenitud. Los aspectos trinitarios y cristológicos resaltados por la segunda tendencia en el carácter sacramental se realizan ya con toda su plenitud en el misterio de la gracia. Esta tendencia ha favorecido una teología mítica del sacerdocio, la cual localiza lo sacerdotal en un plano ónticamente superior al de los fieles (clericalismo metafísico) y, por eso, en la actualidad bloquea (ya de antemano) muchas reformas. El estudio del desarrollo de esta doctrina teológica descubre también otras anomalías. Agustín, el iniciador de la doctrina del carácter sacramental, cuando habla del carácter «indeleble» se refiere a la profesión de fe trinitaria, aunque ésta se haga en una Iglesia separada de la católica. Cuando Agustín habla del efecto permanente — independiente de los pecados personales — de un sacramento, usa otras expresiones, como sacramentum manens, consecratio, o bien ordinatio. El carácter sacramental es para Agustín el rito externo en el que es invocada la Trinidad, o sea, la expresión visible y audible «de la fe de la Iglesia». Su condición indeleble consiste en la realidad de que el ordenando es aceptado en el ordo del servicio eclesiástico.

Para Tomás el carácter es igualmente, lo mismo que en la escolástica primitiva, el rito externo en cuanto fundamenta para todos la legitimidad de la ordenación sagrada en la Iglesia. «El carácter es, por consiguiente, en primera línea un rito que sitúa, y no la realidad del estar situado» (E. SCHILLEBEECKX, «Tijdschrift voor Theologie» 8 [1948] 424-430 y De sacramentele heilseconomie [An 1952] 489-491; N. HÄRING: MS 14 [1954] 79-97 y «Scholastik» 30 [1955] 481-512, 31 [1956] 41-69 182-212). Al mismo tiempo en la descripción del carácter sacramental se nota desde la primitiva escolástica la tendencia a añadir al simple rito, que al principio sólo «señalaba» al ordenando, el efecto de la ordenación sagrada (la pertenencia jurídica al colegio oficial). Esta evolución encuentra su expresión en la fórmula clásica de que el carácter es sacramentum (signo y, por consiguiente, rito) y res (efecto del rito), mientras que la gracia es res tantum. Para Tomás, en su doctrina inicial esta segunda significación fue secundaria y metafórica (E. SCHILLEBEECKX, De sacr. heilseconomie, p. 505-510). Pero él añade pronto la deputatio ad cultum, por la cual el carácter sacramental se equipara a una disposición interna para el culto. Lo esencial de la doctrina de Tomás se puede reducir a la idea de que el ordenando, por la ordenación sagrada en el nombre de Cristo es contrapuesto a la comunidad de los fieles. La escolástica tradujo luego esta idea a conceptos ontológicos.

Los concilios de Florencia y de Trento reproducen esta concepción teológica, que en rasgos generales se ha hecho común, según la cual el carácter es signum quoddam spirituale et indelebile, unde ea iterari non possunt (DS 1609; cf. 1313). Sin embargo, la significación de la definición tridentina, aunque ésta conserve los mismos términos, es distinta de la definición florentina. Trento quiso ante todo, frente a ciertos reformadores, defender la realidad del oficio, contra la opinión que quería suprimir la distinción entre la comunidad y el ministerio. Por ello sería un abuso, e iría contra la intención de Trento, el ver en esta definición una fijación dogmática de la especulación escolástica. Algunos padres, ante el hecho de que los escotistas y los nominalistas (los cuales no aceptaban la tradición tomista) eran la mayoría en Trento, quisieron evitar que el concilio definiera la naturaleza del carácter. Por lo demás el cardenal Billot no encontró ninguna dificultad cuando a principio de nuestro siglo expuso una nueva interpretación del carácter sacramental, reduciéndolo a un derecho sobre las gracias actuales propias del sacramento. Finalmente ni Tomás ni Trento (ST III q. 63 a. 2s) quisieron defender la naturaleza «eterna» del carácter sacramental. Como ha confirmado el concilio Vaticano II (Lumen Gentium, n° 48), el carácter sólo tiene importancia en esta vida terrena.

Nuestro esbozo sobre la evolución de la doctrina del carácter sacramental tiene gran importancia en la actualidad. La así llamada doctrina clásica del carácter sacramental impide y bloquea en algunos casos la acomodación concreta del sacerdocio a las necesidades reales del pueblo cristiano. Si los teólogos, frente a la propuesta de los sociólogos y de la pastoral, se muestran reacias ante la idea de introducir sacerdotes sólo por un tiempo, la causa está ante todo en esa doctrina escolástica del carácter sacramental. Es intolerable que una tradición escolar recogida sin investigación crítica de su contenido y de su desarrollo detenga la reforma pastoral del sacerdocio.

Nosotros creemos que se debe reanudar la concepción más realista de la antigüedad. Según esta concepción el carácter sacramental es en primera línea el rito visible de la ordenación sagrada, por la cual el ordenando queda incorporado jurídicamente al colegio de su orden, asumiendo con ello un conjunto de derechos y deberes. El elemento capital de esta incorporación es la misión para el servicio de la comunidad eclesiástica y de todos los hombres. Partícipe de la misión de Cristo, el sacerdote debe vivir y morir «no sólo para el pueblo, sino también para congregar en la unidad a los hijos dispersos de Dios» (Jn 11, 52). Esta incorporación puede denominarse, finalmente, ordenación sagrada. Por su pertenencia al orden para el que ha sido ordenado, el candidato entra a formar un grupo «aparte», sin quedar «separado» de los hombres, sus hermanos (Presbyterorum Ordinis, n° 3). El efecto más importante de esta ordenación sagrada estriba en su carácter definitivo: ningún sacerdote puede ser ordenado de nuevo. Ese aspecto del carácter sacramental se basa más en la fidelidad a la elección divina que en una cualidad ontológica tomada en sí misma. Esta visión conserva la significación más importante del carácter sacramental, a saber, su función simbólica (sacramentum et res), en la cual está contenida una referencia a la promesa que Dios nos da de su gracia superabundante. Sin embargo, nada impide que la Iglesia libere temporal o definitivamente al sacerdote de las obligaciones de su ordenación y lo devuelva al estado laical. Esta es una cuestión pastoral y no dogmática.

2. La gracia sacramental

La gracia sacramental no puede distinguirse de la gracia fundamental de la justificación, la cual se realiza en nosotros por la inhabitación de las tres personas divinas. Pero debe acentuarse más fuertemente su carácter escatológico, puesto que esta presencia trinitaria nos es dada bajo la forma de una atracción dinámica hacia su realización definitiva en el reino de Dios. Todos los sacramentos son una celebración de nuestra -» esperanza cristiana «hasta que el Señor venga». Esto vale también para la ordenación sagrada. La -> justificación no es un proceso mecánico, sino un acto divino y, por tanto, soberano, libre y personal. La gracia de la ordenación sagrada es, por consiguiente, una profundización y una orientación nueva de la gracia bautismal de cara a la misión específica y al ministerio sacerdotal. Posibilita, pues, el desarrollo de una verdadera espiritualidad sacerdotal, que es fundamentalmente idéntica con la de los otros fieles en la fraternidad de la misma fe. Esta gracia nos une a su vez con los demás miembros del ordo en la fraternidad de una misma misión. Todos están llamados a la participación común en la misión de Cristo mismo, a la representación del mismo Cristo en la celebración de los sacramentos, a la proclamación de la palabra en su nombre y al mismo servicio de la autoridad. Su oficio sólo resulta eficaz en la medida en arte los miembros del mismo orden colaboran en un mismo cometido. El obispo o el sacerdote que se separa de los miembros de su orden, ya no tiene las mismas garantías para la eficacia de su oficio. Esta es también el motivo por el que hemos resaltado tanto la necesidad de un retorno a la antigua teología del carácter sacramental, pues esa teología acentúa ante todo que la gracia del sacramento en principio está vinculada a la realización de la colegialidad sacerdotal.

C) OBSERVACIONES FINALES

En forma de una conclusión se podrían tratar los problemas capitales de la pastoral de nuestro tiempo en vistas al sacerdocio y a su futuro en la Iglesia. ¿Qué aspecto tendrá la imagen futura del sacerdote? 1.° Ante todo hemos de decir con Schillebeecx: «Nosotros no reflexionamos sobre el futuro, sino que lo hacemos.» La recta práctica en una seria comunidad de fe es la mejor garantía para la futura ortodoxia. 2° En este esfuerzo de renovación deben incondicionalmente mantenerse separados los argumentos realmente dogmáticos y los de economía eclesiástica. La «substancia» del sacerdocio es muy rica y al mismo tiempo muy simple. Como muestra la historia, permite las más diversas configuraciones. La mayoría de los argumentos son de naturaleza pastoral. La preocupación capital de la Iglesia en esta reflexión pastoral es tan sólo el bien del hombre. Con demasiada frecuencia las objeciones o los argumentos llamados «dogmáticos» oscurecen el principio: sacramenta sunt propter homines, que en primera línea tiene validez con relación al sacerdocio.

BIBLIOGRAFIA: Cf. bibl. de -> apóstol. -> episcopado, -> sacerdocio, ->4 Iglesia, cuya bibl. no se cita aqu[.

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Piet Fransen