OBEDIENCIA
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1. Problemática. Para el hombre moderno que cree en la autonomía, la o. aparece en gran parte sólo como un mal necesario, pero no como una virtud. Es decir, el hombre moderno entiende que sin cierta o. no son posibles la educación y la vida en común, pero quisiera ver reducida la o. a un mínimum, porque su meta es la más amplia autodeterminación posible. En semejante concepción este ideal sólo puede alcanzarse en la medida en que la o. se haga superflua.

Esa idea de la o. está en radical oposición con la convicción que procede de la filosofía helenista y especialmente del neoplatonismo, según la cual el hombre no llega a la consumación sino por la renuncia a la propia voluntad y por la entrega a la heteronomía de Dios y a la -> autoridad puesta por él. Sólo así la «dispersión» del hombre queda superada en el «recogimiento». Por consiguiente la o. ideal seria aquella que ejecutara un mandato por amor al mandato mismo.

Rasgos de esta metafísica de la unidad vienen a expresarse en el lenguaje ascético de la literatura católica acerca de la o., p. ej., cuando la o. se entiende unilateralmente como renuncia a la propia voluntad, y la autodeterminación aparece como algo que de suyo separa de Dios. Entonces obedecer se presenta como mejor que mandar; y la o. «ciega», que cumple el mandato por el mandato mismo, aparece como la forma ideal de la obediencia. Igualmente, la o. de los religiosos se considera ahí más perfecta que la de los laicos, pues aquéllos renuncian a la autodeterminación. De todos modos en esta cuestión hay que tener en cuenta cómo los clásicos de la teología de la o. dan pie a esa concepción más por su lenguaje, procedente de diversas corriente filosóficas, que por sus doctrinas.

2. El concepto de o., tanto en los idiomas semíticos como en los indogermánicos, se deriva de la palabra «oír», y significa siempre la disposición a escuchar las manifestaciones de los demás y a seguir su voluntad. En esta cuestión hay que distinguir claramente entre la prontitud para obedecer a Dios y para obedecer a los hombres, pues la prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser absoluta, mientras que la disposición a obedecer a los hombres sólo puede ser condicionada.

La disposición a la obediencia se da connaturalmente por la necesidad instintiva de apoyarse en autoridades. Moralmente sólo tiene valor en la medida en que la subordinación a la autoridad se hace problemática para el que obedece y así se puede adoptar libremente una posición respecto de aquélla.

a) Desde el punto de vista de la historia de las religiones, la o. tiene importancia en los grados superiores de religiosidad, en los cuales la relación con Dios se realiza ya de una manera personal. Al principio se exige casi exclusivamente una o. cultual. En las religiones superiores la o. a Dios se encuentra en el centro de la conducta religiosa, pues se presenta como respuesta a la exigencia del «Santo» y como expresión de la subordinación a la voluntad de Dios, cuyos hijos, súbditos y criaturas son los hombres. Sin embargo, el empleo expreso de la categoría de la o. para interpretar la relación personal de dependencia del hombre respecto de Dios ha estado sometida a una intensa transformación histórica, pues esta categoría expresa dicha relación de una manera muy insuficiente y unilateral. Así, en la historia de las religiones, la o. se considera principalmente como manifestación de la vida religiosa comunitaria, y por cierto en el sentido de una subordinación a las autoridades espirituales y jerárquicas, especialmente en los asuntos relativos al culto. Este aspecto adquiere su máxima configuración en el monacato de las religiones superiores, donde tiene importancia además la relación espiritual de hijo y discípulo respecto del superior.

Incluso dentro ya de las religiones reveladas la o. a Dios no siempre se distingue con precisión de la fe, de la humildad, del seguimiento, etc. Así tampoco es casual que Tomás de Aquino, al tratar de la o., tenga en cuenta sobre todo la o. a los hombres, la cuente entre las virtudes comunitarias, la considere como virtud parcial subordinada a la -> justicia, y resalte expresamente que la relación con Dios no puede reducirse a la o. y que ésta no es la virtud suprema (ST rs-sr q. 104s).

b) En el Antiguo Testamento la moralidad consiste esencialmente en la o. a la voluntad de Dios (Dt 1-4; Ecl 12, 13). La religión se manifiesta en la o. a la revelación de Dios en la palabra de la ley y de los profetas (Is 1, 2; cf. 1, 10; Jer 2, 4; 7, 21-28). Así se exige siempre que se guarden las instituciones y las prescripciones del Señor (Gén 17, 9; Éx 19, 5s; 24, 7s; Sal 119; 2 Mac 7, 1-42). Esta o. es la condición para el cumplimiento de las promesas de la alianza (p. ej., Éx 15, 26; Lev 20, 22ss; Dt 5, 32s; 6, 1; 8, 1; 28, 1-14 [15-69]). Por el contrario, sobre la desobediencia cae la amenaza de la maldición (Dt 28 ,15; Jer 11, 2ss). Es más, la esencia del -> pecado consiste en la desobediencia, como se ve en la narración del pecado original (Gén 3, 1-7). En cambio, el cumplimiento fiel de los mandamientos fortalece al pueblo y le preserva de la indigencia (Dt 6, 17s; 11, 8s; 28, 1s; Jos 1, 7s; Sal 119, 1; 128, 1). La o. tiene sus raíces en el temor de Dios (Dt 5, 29), que es el único Señor (Éx 20, 2; Jue 8, 23). Dios responde a la o. con su bondad (Is 1, 18s). Y ésta a su vez hace posible la o. por amor a Dios (Jos 22, 5; Sal 119), de manera que el amor a Dios consiste en el amor a la ley. Por eso la o. se valora más que el sacrificio (1 Sam 15, 22; Jer 7, 21ss).

En la época posterior al destierro en lugar de la relación inmediata de Dios con su pueblo aparece con más fuerza en primer plano el cumplimiento exacto de la letra de la ley. Ahora se considera la ley, ya no primariamente en relación con el conjunto del pueblo, sino con vistas al individuo (Prov 1, 33; Sal 128, 1). Además, el cuarto mandamiento del AT (Éx 20, 12) ocupa un amplio espacio (Prov 1, 8; 23, 22). La madrese presenta ahora como personalidad con pleno valor junto al padre, y se castiga severamente el incumplimiento del mandamiento relativo a los padres (Éx 21, 15ss).

c) En el Nuevo Testamento para determinar la relación del hombre con su creador y redentor ocupan el primer plano otras categorías distintas de la o., como el amor, la fe, etc. Sin embargo, reviste gran importancia el concepto de o. para interpretar nuestra relación con Dios. Así, según los sinópticos, Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios (Mt 5, 17; 17, 24ss; 26, 39.42; Lc 2, 49), que se acredita asimismo y precisamente en la tentación (Mt 4, 1-11; Mc 8, 33). Él obedece a sus padres y a las autoridades legítimas con toda naturalidad (Lc 2, 51; Mt 17, 27). Siendo él mismo obediente a Dios, los demonios (Mc 1, 23ss; 5, 12), las enfermedades y hasta la muerte (Mc 5, 41) y la naturaleza le obedecen a él (Mt 8, 27) par). Jesús explica autoritativamente la ley de Dios para los hombres (Mt 5, 21-48; cf. 7, 21; Mc 3, 31ss), invita a su seguimiento y a la entrega voluntaria a él mismo (Mc 8, 34ss). La aceptación de su mensaje exige el cumplimiento de la voluntad de Dios en la tierra como se cumple aquélla en el cielo (Mt 6, 9-13). De este modo la o. de los cristianos queda libre de todo legalismo, actitud que predominaba entre los fariseos y que Jesús combatió durante toda su vida (cf., p. ej., Mc 2, 27; Lc 14, lss). Ahora la conciencia decide sobre el modo como hay que seguir la ley (Mt 15, 1-20), pues la relación personal con Dios se profundiza y concretó en el seguimiento de Jesús (Mt 6, 9ss; Mc 14, 36).

Especialmente según Juan, el amor a Dios se expresa y acredita en la o. a la voluntad divina (Jn 14, 31). Cristo no vino para hacer su voluntad, sino la voluntad de aquel que le envió (Jn 4, 34; 6, 38; 9, 4; 10, 18; 12, 49; 15, 10; 17, 4).

Pablo acentúa esta teología de la o.: por la o. de Cristo el hombre es salvado de la desobediencia que vino al mundo por Adán (Rom 5, 19; cf. Gál 4, 4). Esa o. llega hasta la muerte de cruz (F1p 2, 8; cf. Heb 5, 8), de manera que según la carta a los Hebreos la vida de Cristo es un sacrificio de o. (Heb 10, 5-10; cf. 1 Sam 15-22). La salvación de Cristo se comunica a los hombres en la «o. de la fe» (Rom 1, 5; 10, 16; 2 Cor 7, 15; 2 Tes 1, 8), de modo que los cristianos son hombres de o. (Rom 2, 7; 2 Cor 9, 13; 10, 5) y Jesucristo es su única ley (1 Cor 9, 21). La o. a los hombres y a su orden responde a la voluntad de Dios, pues ellos participan de la autoridad divina (Rom 13, iss; cf. 1 Pe 2, 13ss). Esa o. se produce «en el Señor» (Ef 5, 22; 6, 1; 6, 5; Col 3, 18ss). Se resalta especialmente la o. debida en la familia (Ef 5, 22; Col 3, 18.20), la de los esclavos (Ef 6, 5; Col 3, 22; Tit 2, 9) y la que se debe al Estado (Rom 3, iss; Tit 3, 1; d. Mc 12, 13-17; 1 Pe 2, 13ss).

La concepción neotestamentaria acerca de los límites de la obediencia se compendia en la formulación de los Hechos 5, 29: «Se ha de obedecer antes a Dios que a los hombres» (cf. Mt 12, 46ss; Mc 12, 17ss; Lc 2, 48; Jn 2, 4; Act 4, 19; 1 Pe 2, 17).

3. De acuerdo con el testimonio bíblico, teológicamente hemos de entender por o. ante todo la decisión de cumplir en todo la voluntad de Dios, tal como se manifiesta en su ley. Como ser dotado de palabra y creado por la palabra divina, el hombre está destinado a oír a Dios, a quien él pertenece y debe obedecer en todo. En este sentido formal la obediencia es una -> virtud general y la base de todas las virtudes morales. Entendida de esta manera formal, la o. es siempre moralmente buena, pues hace que el hombre entre en sí mismo y es el origen de la actuación con -> libertad, que sólo llega a su consumación en la vinculación a los demás hombres y a Dios.

El problema de esta o. reside, sin embargo, en el aspecto de su contenido. ¿Cómo conoce el hombre cuál es la voluntad de Dios para él personalmente? La teología moral trata de dar respuesta a esta cuestión en cuanto, partiendo del presupuesto de la -> voluntad salvífica universal de Dios (en - salvación), analiza el encuentro personal del hombre con Dios en el - acto religioso y moral, en el que el hombre toma actitud en su -> conciencia ante la -> ley de Dios, ante la exigencia del -> amor al prójimo y, a través de éste, ante la del -> amor a Dios.

Dentro de este marco se plantea como problema especial la cuestión de hasta qué punto y en qué sentido una o. al hombre es compatible con la voluntad de Dios. Para responder a esta cuestión hay que partir de que el hombre, como ser dialogístico, sólo llega a sí mismo mediante el diálogo con los otros hombres. Pertenece a ellos y está referido a ellos; en consecuencia debe obedecerles en la medida en que sabe que sus disposiciones se hallan ordenadas al bien y a la salvación de la comunidad y de los individuos, pues en esta misma medida se expresa la voluntad de Dios en las disposiciones humanas. Ahora bien, la voluntad de Dios es nuestra perfección.

Estas disposiciones pueden darse por medio de una -> autoridad substitutiva o coordinadora, que tiene como fin la -educación o la colaboración de los hombres y, con ello, el desarrollo de sus posibilidades. Por consiguiente la o. ordenada ofrece a los hombres oportunidades cuyo descuido redunda en perjuicio del propio desarrollo. Por tanto la o. ordenada no es un mal necesario, sino una virtud. No exige la renuncia a sí mismo, sino que hace posible la propia realización, pues si el discípulo no se apoya en el educador aquél no alcanza su mismidad, y sin una coordinación de las actividades de los individuos para una labor común no llega a conseguirse el pleno desarrollo de las posibilidades del individuo. En esta cuestión hay que tener en cuenta cómo la o. al educador sólo reviste un sentido en la medida en que el educador es superior al alumno en virtud de su madurez. La o. a las autoridades coordinadoras se hace tanto más necesaria cuanto más complicadas son las exigencias de la colaboración, que por su parte posibilita una autorrealización más eficaz.

Como el obrar humano sólo es virtuoso en cuanto se produce libremente, en consecuencia el hombre, para prestar una o. justificada, debe haber conocido suficientemente que una disposición no contradice al propio bien y al de los otros. Naturalmente esto puede suceder de maneras muy distintas. Así, p. ej., el niño, que no puede juzgar de la trascendencia de una disposición, sólo necesita saber que sus padres quieren lo mejor para él. Pero, naturalmente, la o. ideal no sólo es esta o. formal e implícita por el mandato mismo, sino también la que procede de la visión expresa de que lo mandado por su contenido está a servicio del hombre, aun cuando se den otras posibilidades de prestar tal servicio. Además, el mandato en cuanto tal ha de enjuiciarse en la situación del que obedece y bajo esa luz se le debe dar la respuesta adecuada. Lo cual significa que sólo se puede obedecer al hombre en la medida en que éste participa de la autoridad de Dios, pues la meta del hombre — aun cuando él tiene su fin en sí mismo y posee un valor absoluto — en definitiva es Dios. En consecuencia, según la visión cristiana, no existe una jerarquía de personas; solamente hay una jerarquía de funciones y de servicios correspondientes a ellas. Por tanto, el hombre nunca puede someterse a otro hombre en cuanto tal; su sumisión a otros hombres es legítima en la medida en que éstos sirven a un fin querido por Dios. En caso contrario la dignidad personal del que manda se pondría por encima de la del que obedece, y así éste perdería su propia dignidad.

Como, además, las distintas autoridades humanas participan en diversa manera de la autoridad de Dios, la o. a ellas tiene también diversas formas. Así el hijo debe o. a los -> padres en el marco de su autoridad originaria, es decir, en cuanto le ayudan substitutivamente al desarrollo de su propia personalidad, y en el marco de su tarea de dirigir la -> familia, es decir, en la medida en que sus funciones están al servicio de la comunidad familiar. El alumno debe o. al maestro en tanto lo exige su tarea a servicio del proceso de incorporación del niño a la sociedad. Hay que obedecer al patrono en la medida de una realización adecuada del -> trabajo. El ciudadano debe o. al -> Estado en el marco de las -> leyes legítimas, es decir, en tanto sus órganos se desenvuelven a servicio del -> bien común. La -> Iglesia puede exigir o. en cuanto la exige su ministerio santificador, docente y pastoral, que está a servicio de la salvación. A veces el individuo se obliga a una o. más amplia, bien sea por haber asumido un ministerio (-> oficios eclesiásticos), o bien por haber emitido, -> votos públicos. Esta o. a la Iglesia tiene siempre un aspecto misterioso, pues la Iglesia misma sólo puede entenderse partiendo del misterio de la revelación.

Por esta razón la o. a las diversas autoridades humanas no sólo es gradualmente diferente, sino que adquiere asimismo formas diversas de acuerdo con las diferentes funciones de las distintas autoridades, pues por la naturaleza de la cosa la vinculación de la propia voluntad a la de los «dirigentes» está estructurada de manera diferente en cada caso, según sea la situación. En esta cuestión es esencial que la vinculación por la o. se produzca con la mayor libertad posible, y que la o. se preste en la mayor medida posible con responsabilidad propia. Con ello la o. no se reduce, sino que se hace más personal.

Así se logra que la o. no signifique una renuncia a la propia voluntad, sino la perfecta orientación de la misma hacia las exigencias del propio perfeccionamiento, por el hecho de poner la propia voluntad al servicio de las exigencias de la -> comunidad y -> sociedad o del desarrollo de la personalidad de quien obedece, al que por su parte ha de servir el que manda.

La o. ascética o educativa al servicio del propio perfeccionamiento y la o. funcional al servicio de la comunidad no son actitudes opuestas, sino que se complementan: la o. ascética, educativa, es necesaria para realizar la o. funcional de la manera más perfecta posible; por otra parte, la o. funcional ejerce siempre un efecto educativo, ascético. Por tanto, según esto la o. en el seguimiento del Cristo crucificado nunca exige la renuncia a sí mismo en cuanto tal, sino solamente la renuncia que se justifica por las exigencias objetivas del amor.

La mayor parte de las discrepancias que se encuentran en la literatura católica acerca de la o. tienen su causa en que la relación entre la renuncia a sí mismo y la propia realización, entre la función educativa o ascética y la coordinadora, se considera como una oposición y no como una tensión polar. Esto se debe, por una parte, a que la relación entre la voluntad de Dios y los mandatos y leyes humanos se presenta con excesiva simplicidad en virtud de una visión parcial de la encarnación; se cree, en efecto, que los hombres, por su participación de la autoridad de Dios como persona, poseen una representación propia de Dios; en realidad esa participación es poseída de maneras diferentes por razón de la función y de la superioridad objetiva o personal. Y se debe, por otra parte, también a la virulencia de una imagen del hombre con matiz helenista, la cual considera como ideal de la conducta humana una vida desmundanizada, angélica, en lugar de cifrarlo en una actuación donde queden integradas la corporalidad y la espiritualidad (-> cuerpo).

De aquí se deduce, en lo referente al derecho y obligación de -> resistencia, que el hombre sólo puede obedecer a otros hombres en la medida en que conoce que una disposición es racional; por tanto, una o. simplemente ciega es indigna del hombre.

Sin embargo, la llamada o. ciega tiene cierta justificación por cuanto el individuo con frecuencia sólo puede conocer la legitimidad de su o., pero no el sentido del precepto, pues carece de competencia suficiente para enjuiciar lo mandado y, por otro lado, tiene fundamento suficiente para suponer en la autoridad que ordena la debida integridad y el conocimiento adecuado del asunto. Por tanto, en el marco de las funciones educativas, ascéticas y coordinadoras, con sus leyes inmanentes y objetivas, la o. por razón del precepto mismo es posible y racional, pues en este marco se exige la autoridad en cuanto tal.

Sin embargo, dada la importancia fundamental de la libertad para el hombre, también puede estar justificada una rebelión contra las autoridades, no sólo en el caso de una autoridad ilegítima o de preceptos particulares ilegítimos, sino también dentro de lo que es legítimo, cuando se trata de una discrepancia entre la conciencia concreta del que manda y la del subordinado conciencia, ética de situación [en -> ética, D]).

4. Por esto, la formación para la o. debe tener como objetivo, por una parte, el comunicar al hombre la más amplia visión posible del sentido de la o. Para ello hay que hacer comprensibles las diversas funciones de las autoridades humanas en su carácter de servicio y en su limitación, y a la vez hay que hacer consciente el valor de la vinculación de la libertad en la o., es decir, se debe poner de manifiesto cómo la vinculación por la o. y la libertad no se contradicen, sino que se condicionan mutuamente. Por otra parte, la formación debe ejercitar también en la vinculación eficaz de la libertad a la autoridad en cuanto tal, pues la virtud de la o. consiste en la vinculación ordenada (y, por lo tanto, «racional») de la propia voluntad a la de la autoridad legítima.

De acuerdo con esto, el objetivo de la educación cristiana para la o. no es ni la autodeterminación del hombre, libre de toda vinculación, ni su renuncia a sí mismo en la o.; es, más bien, su propia realización por medio de la vinculación a las autoridadesque representan a Dios y, con ello, a la voluntad de Dios, única autoridad a la que corresponde una o. incondicional.

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Waldemar Molinski