NATURALEZA Y GRACIA
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1. El problema de n. y g. se presenta implícitamente en toda reflexión teológica sobre la salvación del hombre (-> redención, -> justificación) y se halla estrechamente relacionado con una serie de preguntas fundamentales de la dogmática, tales como: creación y alianza, creación y encarnación, conocimiento natural de Dios y revelación, razón y fe, filosofía y teología, ley y evangelio, libertad del hombre y autocomunicación de Dios, historia universal e historia de la salvación, progreso y reino de Dios, ética y ley de Cristo, humanidad e Iglesia, Iglesia y Estado, etc.

La fórmula n. y g. no designa otra cosa que la situación del hombre ante el Dios que se revela y comunica a sí mismo por Cristo, pues Dios es un Dios de la salvación por su autocomunicación revelada y realizada en Cristo. El hombre alcanza su salvación precisamente por la aceptación libre de esta autocomunicación de Dios por Cristo. Esa salvación ya ahora tiene su principio en la -> justificación por la -> fe, y llega a su estadio definitivo en la visión de Dios en Cristo; es comunidad de vida entre Dios y hombre, es diálogo personal en el que Dios se comunica a sí mismo y el hombre recibe esa autodonación de Dios y, de esa manera, participa en su vida. Salvación es por tanto encuentro entre el -> amor de Dios y la -> libertad humana que da su respuesta a la llamada divina en Cristo. El problema de n. y g. se articula, pues, en la pregunta por las necesarias condiciones de posibilidad del encuentro del hombre con el Dios del amor, para que aquél pueda participar realmente en la comunidad con Dios mismo. Puesto que la comunicación de -> Dios mismo en sí es absolutamente trascendente (sin duda el hombre puede concebir como no contradictoria en sí la posibilidad de una comunicación del Dios absoluto al espíritu finito), nuestra pregunta se dirige sobre todo al homber, el cristocentrismo de la creación y del capacitado para recibir libremente la autodonación divina.

2. El problema de n. y g. ha de abordarse en su perspectiva fundamental, a saber, el cristocentrismo de la creación y del hombre (1 Cor 8, 6; 15, 24-28.44-49; Rom 8, 19-23.28.30; Ef 1, 9s.19-23; 3, 11; Col 1, 15-20; 3, 4; Flp 3, 21; Heb 1, 2s; Jn 1, 3; 12, 32; Vaticano ir, Lumen gentium, n.° 2, 3, 7, 48; Gaudium et spes, n° 22). La -> alianza y, en último término, la -> encarnación son en el plan divino el fundamento interno de la -> creación, es decir, la existencia del hombre y la del mundo para aquél tienen su fundamento y meta en Cristo. Este «existencial de Cristo» constituye la dimensión más profunda del hombre y de la creación (a través del hombre). La encarnación del Logos es así el fundamento que sostiene la creación (casi estamos tentados a decir que la posibilidad misma del hombre y del mundo se funda en la posibilidad de la encarnación).

Por tanto, para el hombre no hay otro Dios que el de la revelación y de la g., el «Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Cor 1, 3; Ef 1, 3; 1 Pe 1, 3, etc.). Pero esto significa que toda relación existencial concreta del hombre (y del mundo a través del hombre) con Dios está mediada en Cristo; y, en consecuencia, de hecho no hay ninguna relación puramente natural del hombre con Dios. El hombre sólo existe como justificado por la aceptación de la g. de Cristo o como pecador, cuando la rechaza; en todo caso él permanece llamado internamente a la participación en la gloria del Señor (cf. Vaticano II, Lumen gentium, n° 13-17; Gaudium et spes, n.° 19-22; cf. también orden -> sobrenatural). Esta ordenación interna del hombre a Cristo en principio excluye todo dualismo entre n. y g. La relación puramente natural del hombre con Dios, que absolutamente hablando es posible en virtud de su constitución esencial como «espíritu en el mundo», no se realiza ni es realizable porque de hecho el hombre sólo existe como aquel que, precisamente en la autenticidad de su estar en sí como unidad y totalidad de espíritu y cuerpo, se halla siempre ordenado a la comunidad con Dios por Cristo. La capacidad natural de conocer a Dios (Rom 1, 18-28; Act 17, 24-27; Dz 1785), que se identifica con la espiritualidad del hombre, y cuya realización implica su libertad, de hecho y existencialmente no puede actualizarse sino por la g. de Cristo (cf. posibilidad de conocer a -> Dios). En nuestro orden fáctico el hombre sólo se relaciona con el Dios de la gracia.

3. Mas por el -> pecado el hombre rechaza la comunidad de vida con Dios, y así se halla en una imposibilidad absoluta de cambiar nuevamente esta situación por sí mismo. Sólo Cristo por su Pneuma en el corazón del hombre puede restaurar la relación filial con Dios. La g. es la llamada interna a la conversión; y, en principio, presupone indudablemente en el pecador la capacidad de ser llamado por Dios. De otro modo una conversión sería totalmente imposible, y ya no habría ninguna responsabilidad frente a la llamada constante del Dios de la g.; o sea, el pecador ya no estaría «llamado» realmente a la participación en la vida con Cristo (1 Cor 1, 9; Gál 2, 20; Rom 8, 28ss). Si la fe justificante incluye la obediencia del hombre a la palabra salvífica de Dios en Cristo (Rom 1, 5; 10, 16; 15, 18; 16, 26, etc.), el hombre no puede ser radicalmente incapaz de conocer al Dios de la revelación y de abrirse al Dios de la g. Dicho de otro modo, la palabra de Dios y la g. sin esta capacidad del hombre ya no serían palabra de Dios y g. para el hombre. La palabra de Dios no tiene ningún sentido sin destinatario; la g. presupone incluso en el pecador la capacidad fundamental para su recepción. Esta capacidad se identifica con la apertura ilimitada al ser y al Absoluto, la cual constituye al hombre como «espíritu en el mundo». La g. presupone la n. del hombre; pero su n. es esencialmente capacitación para la g., es decir, condición transcendental de la posibilidad de la g. como g. para el hombre (Bouillard).

La intención auténtica de la doctrina católica sobre la no destrucción total de la -> libertad humana por el -> pecado original (Dz 793 815) y sobre la posibilidad de conocer naturalmente a Dios (Dz 1785-1806), no tiende tanto a delimitar la esencia de la n. humana, cuanto a resaltar la permanente responsabilidad del hombre ante la g. de Dios, que él acepta o rechaza libremente (Dz 797 814), y su capacidad fundamental para recibir la -> revelación divina (Dz 1786 1789 1790 1796 1808 1813). La -> fe es indivisiblemente don de Dios y libre respuesta del hombre (Dz 798 813 819 1789 1791 1814). La n. del hombre interesa a la teología católica primariamente (y en cierto modo exclusivamente) como capacitación fundamental para la g. ( -~ potencia obediencial). Lutero y, sobre todo, Melanchthon y Calvino conceden que el pecado original no ha destruido totalmente en el hombre la capacidad de conocer a Dios (cf. M. LACKMANN, Vom Geheimnis der Schöpfung [St 1952] 320-367).

Pero no podemos ignorar que, si la g. presupone la n., también la n. a su manera presupone la g., en cuanto de hecho la g. de Cristo soporta y determina al hombre y, por él, la creación entera en su propia esencia. La autocomunicación personal de Dios a Jesucristo en la -» encarnación y, por Cristo, a la humanidad entera y al mundo, es el último fundamento para la existencia del mundo y del hombre.

4. En la apertura — esencial al espíritu finito — para el horizonte infinito del ser, ve la teología católica la capacidad fundamental para la recepción de la autocomunicación de Dios, la cual tiene su principio en la fe y llega a su consumación en la visión de Dios. Esta capacidad de la n. del hombre para la visión de Dios fue interpretada en dos concepciones opuestas: en una como mera no contradicción entre la n. y la g.; en otra como desiderium naturale de la unión inmediata con Dios. La última interpretación, insinuada en Agustín, fue elaborada por Tomás de Aquino y aceptada (si bien con diversa articulación y terminología) por la mayoría de los teólogos de la edad media y de la escolástica postridentina. Recientemente ha experimentado una profundización en J. Maréchal, P. Rousselot y sus seguidores. En virtud de la orientación hacia la infinitud del ser, las preguntas y el dinamismo de la razón no pueden descansar hasta llegar al conocimiento inmediato de la base última del ser, a saber, Dios. La aspiración infinita al conocimiento, la cual se identifica con la n. espiritual del hombre, sólo puede alcanzar su plenitud definitiva en la visión de Dios. Ninguna realidad finita llena por completo la más profunda aspiración del hombre a la perfección infinita. Únicamente en el encuentro personal con el -> Absoluto mismo puede el hombre alcanzar definitivamente la plenitud de su espíritu, hacia la que él siempre estaba en camino de un modo implícito, y que siempre estaba presente en él de una forma oculta (intimior intimo meo: Agustín).

El hombre, pues, según su n. está ordenado a la ->, visión de Dios como a su única «felicidad perfecta» (Tomás de Aquino) y como a su único fin último absoluto. Mas por su propia dinámica no es capaz de trascender el horizonte del ser y de penetrar en el -> misterio absoluto. Por su constitución creada permanecería en un proceso progresivo de perfeccionamiento y alcanzaría tan sólo una «felicidad en el movimiento» (J. Maritain), tal como corresponde a su finitud y a su posibilidad; por sí solo nunca podría superar su temporalidad creada. Ciertamente, la existencia del hombre como n. no carecería de sentido (en su espiritualidad creada no divinizada por la g.). Pero en el orden fáctico de la salvación el hombre está ordenado a la visión de Dios como g., es decir, a la absolutamente gratuita autocomunicación personal de Dios. La participación en la vida de Dios comunica al hombre una forma de ser supracreatural: «eternidad por participación» (Tomás de Aquino), es decir, le da una consciente y divinizante presencia en sí mismo, la cual es comunicada por la presencia inmediata del espíritu absoluto. La visión divina representa, pues, para el hombre la suprema posibilidad, que sólo puede realizar Dios en una libre comunicación de sí mismo. La n. del hombre no tiene más «finalización» definitiva que la visión de Dios. Mas eso no significa que por sí misma esté «finalizada» hacia ahí: sólo la g. pone el principio de la divinización del hombre y lo ordena efectivamente a la unión inmediata con Dios.

Con ello queda excluido todo dualismo entre n. y g.; el hombre existe solamente en la gratuita ordenación interna a la visión de Dios, la cual es el único fin último absoluto de su naturaleza. Así, pues, en el hombre de ningún modo se hallan yuxtapuestos dos fines definitivos; esos dos fines ni siquiera son posibles en la forma de una mera yuxtaposición. La concepción de la n. del hombre como un ser que por propia dinámica sea capaz de alcanzar su plenitud definitiva, queda excluida por completo. Por otro lado, eso deja intacta la trascendencia de la g.: la n. del espíritu creado del hombre no incluye necesariamente la destinación a la visión de Dios, pues por sus propias fuerzas no puede determinarse absolutamente a sí misma.

Pero esta explicación a manera de resumen de la relación entre la n. y la g. requiere todavía algunos complementos. El hombre es esencialmente espíritu encarnado, espíritu en un cuerpo; la plenitud de la salvación escatológica comprende la totalidad y unidad de su n. espiritual encarnada. De ahí resulta «la importancia eterna de la humanidad de Cristo» (K. Rahner) en la visión de Dios. La n. del hombre como espíritu en el mundo está a su vez ordenada a la unión con el Cristo glorificado y, en él, al auténtico misterio de Dios. En último término el desiderium naturale del hombre se dirige a la visión de Dios en Cristo. Y, del mismo modo que el mundo sólo tiene su sentido en la ordenación al hombre (la «finalización» de la creación en el hombre constituye el pensamiento clave de la concepción evolucionista del mundo), así también hemos de decir que en el hombre la creación entera aspira a la g. de la encarnación como consumación definitiva, tan absoluta como absolutamente indebida.

Sobre todo hemos de tener en cuenta que la situación existencial del hombre ante la g. no es simplemente la de su n., sino gtte es la situación de su estado como pecador, en el que se ha perdido la comunidad de vida con Dios. El deseo íntimo de hallara Dios es experimentado por el hombre como una «añoranza» (R. Guardini). Pero el estado de pecador no excluye la «preinteligencia» (R. Bultmann) de la reconciliación con Dios por la gracia.

5. Si la g. determina de esta manera la n. humana en su esencia y la ordena internamente a la visión de Dios en Cristo, hemos de explicar todavía cuál es la repercusión de la g. en la vida espiritual del hombre y cómo actúa aquélla en la relación existencial con Dios. También aquí los teólogos defienden dos concepciones opuestas. Hasta el siglo xrv dominó la doctrina agustiniana de un magisterium internum de la g., el cual fue entendido como una «iluminación» interna que eleva el espíritu del hombre a la participación en la vida de Dios por la - fe, la -› esperanza y el -> amor; esta concepción de la función propia de la g. alcanza su punto cumbre en la teología tomista. Duns Escoto limitó considerablemente la función iluminativa de la g., y el -> nominalismo de Ockham defendió un extrinsecismo radical de la g.: ésta no produce ninguna modificación interna en el dinamismo natural del espíritu humano. Los teólogos postridentinos abandonaron esta posición extrema; no pocos de ellos redujeron la operación interna de la g. a una elevación entitativo-jurídica de los actos sobrenaturales, que por lo demás no superarían el dinamismo puramente natural del hombre.

Una mejor inteligencia de la doctrina bíblica (sobre todo de la concepción de Pablo y de Juan) sobre la acción de la g. en el hombre y una reflexión más profunda sobre la dimensión transcendental del dinamismo espiritual del hombre, en el siglo xx han provocado una vuelta decidida a la posición agustiniano-tomista, la cual ha sido confirmada también por el concilio Vaticano ii (Lumen gentium, n.0 12; Dei verbum, n.0 5).

La concepción de la g. como iluminación interna del hombre en la profundidad de su espíritu comienza ya en el Antiguo Testamento: En la nueva alianza Dios dará al hombre un «corazón nuevo» (Jer y Ez), una nueva inteligencia para el conocimiento del Señor como redentor y para la sumisión bajo su ley (Jer 24, 7; 31, 31ss; Ez 11, 19ss; 36, 26ss). Pablo atribuye a la operación del Pneuma enviado por el Cristo glorificado la conversión del hombre, que de la ignorancia de Dios y de la enemistad frente a él pasa a su conocimiento y amor (Gál 1, 21; 4, 8s; Ef 4, 18; 5, 8; 2 Cor 4, 6; cf. Act 16, 14). Sólo la iluminación interna del Pneuma capacita al hombre para entender el misterio de su muerte y resurrección en la fe (1 Cor 2, 2-16; 12, 3; Ef 1, 17s; 3, 14-17; Col 2, 2). El Espíritu Santo despierta en el hombre el espíritu de la filiación divina (Rom 8, 14-17; Gál 4, 6). El creyente recibe una «nueva vida», que es participación en la vida de Cristo mismo (Rom 6, 5-10; 8, 4-18; Gál 2, 20; 5, 5; 2 Cor 5, 17; Ef 2, 10; 3, 17). La existencia del hombre en el Espíritu de Cristo tiende a la unión con el Cristo glorificado por la resurrección, para participar por él en la vida de Dios (Rom 8, 11.19-23.29; 1 Cor 6, 15-20; 2 Cor 5, 7s; Flp 1, 19-23; 3, 19ss; 1 Tes 4, 17).

En los escritos de Juan la g. es descrita como «atracción» interna, que hace posible al hombre el conocimiento de Cristo (Jn 14, 15-23; 16, 15.26; 16, 13) y le comunica la participación en el conocimiento de Dios por el Hijo (Jn 6, 44ss.56; cf. Mt 11, 27). Y es descrita igualmente como «capacidad de conocimiento» (1 Jn 5, 20; cf. 3, 6; 4, 7s), que posibilita al hombre la «comunidad de vida con Dios» por Cristo (1 Jn 1, 3.6; 3, 3.5-9.15.24; 4, 12-16). El creyente posee ya ahora la «vida eterna» (Jn 3, 15ss. 36; 5, 24; 1 Jn 3, 15; 5, 12s), que consiste en el conocimiento de Cristo y se dirige a la plenitud por la participación en la vida del Cristo glorificado y, a través de él, en la de Dios mismo, es decir, a la visión de Dios por Cristo (Jn 17, 24ss; 1 Jn 3, 1s).

La exégesis moderna enseña concordemente que, según la teología de -> Pablo y de -> Juan, la acción del Pneuma ha de ser entendida como llamada (que determina fundamentalmente al hombre) a la comunidad de vida con Dios por Cristo y, en definitiva, a la participación escatológica de la vida de Dios en la comunidad de los hombres resucitados con el Cristo glorificado.

Es evidente la importancia de la función iluminativa de la g. para el problema teológico de n. y g. El dinamismo natural del hombre como «espíritu en el mundo» recibe de la g. una nueva dimensión, que lo ordena (en su unidad y totalidad de espíritu-cuerpo) a la unión inmediata con Dios por Cristo. La g. afecta al hombre en el estrato más profundo de su n., es decir, en su constitución fundamental como espíritu y persona. La g. es una llamada interna, experimentada en la conciencia, a la decisión existencial ante la comunicación que Dios hace de sí mismo en Cristo. La respuesta libre del hombre no puede ser otra que la libre aceptación del Dios del amor a la repulsa al mismo. No hay ninguna otra relación existencial del hombre con Dios; la ley infundida en el corazón por el Espíritu Santo (independientemente de que el individuo lo sepa o lo ignore) es la ley interna del amor filial a Dios y del amor fraternal a los hombres o, en pocas palabras, la ley del amor de Cristo (1 Cor 16, 21; Gál 2, 20; 1 Pe 1, 7; Jn 14, 15.23; 15, 9-15; Mt 25, 40.45).

Pero la iluminación interna del espíritu humano por la g. y su ordenación a la visión de Dios en Cristo incluyen también la destinación de la creación entera a la participación escatológica en la gloria de Cristo (Rom 8, 19-23). La aspiración a la visión de Dios, que la g. imprime hondamente en el hombre, mueve la existencia de éste (y por él la del mundo) para que trascienda el tiempo hacia la participación en la eternidad divina; el tiempo del hombre y del mundo está orientado hacia algo supratemporal, hacia la dimensión de la -> eternidad. El futuro de la salvación escatológica está ya presente en la destinación del hombre por la g. de Cristo a la unión inmediata con Dios. La historia del mundo no es un proceso que haya de continuar indefinidamente, sino que es un progreso hacia el futuro absoluto, a saber, la revelación definitiva de Dios en el Cristo glorificado.

6. Si la g. presupone en el hombre la capacidad fundamental de aceptar libremente la autocomunicación de Dios en Cristo, y si la g. se apoya exactamente en esta responsabilidad del hombre ante la comunicación absolutamente libre que Dios hace de sí mismo (M. Blondel), en consecuencia hemos de conceder que la g. presupone al hombre, no simplemente como n., sino también como persona. La fórmula «la g. presupone la n.» ha de complementarse con el enunciado «la g. presupone la persona». Ambos enunciados se condicionan mutuamente, en cuanto la persona humana incluye la n. del hombre y ésta comprende su ser personal. En virtud de su n. el hombre está abierto para la relación yo-tú con otros hombres y, en definitiva, con el Absoluto.

La g. profundiza esta relación en el diálogo del corazón con el Dios del amor. Por la aceptación de la g. como autodonación personal de Dios, el hombre alcanza en la esperanza, la fe y el amor, aquella actitud personal que corresponde a su esencia, y perfecciona progresivamente su propia realidad personal. En la visión de Dios en Cristo, él recibirá la autocomunicación personal de Dios en su plenitud y, por su parte, se entregará completamente en respuesta a Dios. Con lo cual el hombre llega a la plenitud de la presencia consciente en sí mismo; cuando el misterio de Dios se hace inmediatamente presente en la interioridad del hombre, también éste adquiere con ello su propia presencia en sí mismo y recibe una participación en la eternidad de Dios. Entonces él recibe de la g. su plenitud como persona, en la totalidad y unidad de su n. espiritual y corporal, con su relación al mundo, al hombre y a Dios mismo, o, dicho brevemente, con su relación a Cristo. La comunidad humana hallará en Cristo su unidad suprema, y en él la historia del hombre llegará a su fin definitivo.

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Juan Alfaro