MÍSTICA
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I. La mística como teoría y como práctica

En la reflexión teológica la m. se presenta como conciencia de la experiencia de la gracia increada, como revelación y comunicación del Dios trino. Una «teología de la m.» tiene por objeto exponer teórica y científicamente sus presupuestos y principios; su método es el teológico. Una definición de la m. no puede darse al comienzo de una teología de la misma, sino que debe más bien elaborarse a través de ésta; y así constituye el contenido de dicha teología y la deslinda frente a otros campos semejantes. La palabra misma m. no puede decir nada ni por su origen lingüístico ni por su historia semántica acerca del sentido y contenido de la cosa significada. En contraste con la ascesis y la -> ascética, donde ya en los términos la teoría y la práctica aparecen como magnitudes diferentes, la m. significa ambas cosas: la theoría de la reflexión científica y la praxis - tecne del ejercicio y de la experiencia. Aquí radica también una de las razones de que ofrezca grandes dificultades el ponerse de acuerdo no sólo sobre la cosa misma, sino también sobre la explicación de textos místicos.

Una teología de la m. no tiene que habérselas únicamente con un tema teológico particular, p. ej., con capítulos selectos del tratado de la gracia. La m. no puede prescindir del misterio fundamental, la -~ Trinidad económica (idéntica con la Trinidad inmanente), en la que Dios, permaneciendo idéntico consigo mismo, se comunica enteramente en forma personal, y no sólo a manera de apropiación. Pero, desde la variedad de temas, el interés fundamental de la m. conduce a un tema único y sencillo (lo cual tiene importancia para la reflexión metodológica), que en su sencillez está abierto atodo, del mismo modo que en el credo hablando sobre Dios se informa al cristiano acerca de todo lo que él es y debe ser. En su condición de criatura y no obstante su pecado, el hombre se siente llamado constantemente por Dios, porque éste se comunica y abre al ser espiritual del hombre de manera totalmente intima; y así introduce todo su mundo espiritual en el horizonte del existencial sobrenatural ( -> existenciario II), se le da por bondad y amor, de forma que viene a ser para el hombre el fundamento de su existencia y la auténtica verdad de su vida, lo diviniza por la gracia habitual según su propia imagen, no por mediación de signos creados o de una representación, sino por su presencia personal interior intimo meo, con libertad completa y absoluta y, por ende, de manera gratuita, para que su oferta y su hablar divino halle también entera y libre entrega y un oír divino como respuesta, lo cual sólo puede suceder por la fe teologal, que acepta la palabra de Dios como palabra de Dios. Pero la gracia con su luz, la «centella del alma», no es sólo conocimiento, sino que está antes y por encima del entendimiento y de la voluntad, allí donde el alma es una unidad previa a la variedad.

No es mera aprehensión y recepción de múltiples verdades desconectadas o de una selección de las mismas, sino que llama e incita al hombre entero con toda su vida para que se esfuerce por descubrir siempre de nuevo el contenido oculto del misterio, para que haga una entrega permanente en la fidelidad, en la esperanza creyente, en el amor y en una acción constante según la medida en que Dios se abre y manifiesta a sí mismo, conservando por la humildad y la entrega lo que fundamentalmente se inició ya en un primer principio. Sobre esto tiene que basar una teología de la m. sus auténticos enunciados, porque la revelación de Dios siempre dice algo también acerca del hombre; lo dice en todos los enunciados teológicos sobre Dios, uno y trino, sobre su creación y santificación, sobre la encarnación, vida y pasión del Hijo de Dios, sobre la Iglesia y los sacramentos, sobre la gracia y la eterna visión beatífica. Y a su vez todo esto arranca del misterio uno, está oculto en él y conduce a su revelación. Lo cual no puede ni debe significar que la teología se transforme en m., como tampoco la m. puede transformarse en teología; pero sin duda entrará en el objeto propiamente dicho del teólogo (en todo caso más de lo que se hace ordinariamente), no menos que de quienquiera piense cristiana y teológicamente, el dirigirse a esta teología orante, elaborada «de rodillas», que por lo demás no dejará de abordar ningún tema de reflexión teológica, a la manera como tampoco la moral y la ascesis podrán renunciar nunca a una reflexión siempre nueva — en forma de teoría y doctrina — de sus enunciados y exigencias.

Pero una teología de la m. habrá de incluir igualmente en sus consideraciones al hombre como ser agraciado en su subjetividad radical. Y una amplia -> antropología teológica desplegará aquí su correspondiente importancia, tratando de explicar los enunciados teológicos sobre el hombre con el sentido espiritual que eleva a conciencia refleja la realidad religiosa mediante las palabras del mundo objetivo y las categorías mundanas; de forma que por el carácter teológico del hombre resulte claro cómo lo propiamente místico es a la vez lo especulativo (TOMÁS DE AQUINO, ST 1 q. 1 a. 10). Por otra parte, la reflexión sobre el acto religioso en el aspecto particular de la intimidad profundizada pondrá precisamente de relieve el elemento místico para mostrar e interpretar la estructura de la esencia sobrenatural del alma agraciada (no una psicología de la m. o del místico). Fuera de la fe (y, por ende, fuera de la gracia) no hay nada que pueda o deba ser una mediación para la –> visión de Dios; en este sentido se hace visible y eficaz una vez más la tríada: natura — gratia — gloria, que posibilita una auténtica inteligencia de las diversas disciplinas teológicas en su unidad de contenido y de método. Aquí radica sin duda una de las razones, si no incluso la principal razón, que justifica toda m. extracristiana, punto que no descuidará ninguna teología de la m. Y finalmente el elemento místico no está ya ligado a un fin, pues descansa en sí mismo, en el misterio como su objeto definitivo, en la plenitud, que es abundancia y cumplimiento (Jn 10, 10; Rom 5, 20; Ef 1, 8; 1 Tim 1, 14).

En la ascesis predomina la invitación al ejercicio. Por lo que atañe a la práxis-tecne de la m., ésta puede cifrarse en la exhortación al constante ejercicio de la oración, entendida en un sentido muy lato, universal y radical (como lectio, studium, meditatio, contemplatio). Sin embargo, no faltan tampoco imperativos directos (cf. p. ej., 1 Cor 12, 31; 14, 39). Sobre el diálogo del alma hay que decir que cuando oramos, hablamos con Dios; y cuando leemos (en la Escritura) y oímos, Dios habla con nosotros. La m. no es en absoluto únicamente para privilegiados; pero la experiencia mística depende por una parte de la absoluta y libre voluntad de Dios, y por otra, de la voluntaria recepción y aceptación de esa comunicación divina por la fe y la caridad, aunque todo esto se realice fragmentariamente, de modo vario, sucesivamente y de manera imprevisible. No puede hacerse a la m. el reproche de utopismo u hostilidad al mundo, pues afirma a Dios y a todas sus criaturas: busca y encuentra a Dios en todos y en todo. El auténtico acto místico sólo puede aprehenderse dialécticamente; ninguna gracia recibida queda vacía o se recibe en balde.

La m. es además lo propiamente dinámico en la Iglesia, pues supera el mero seguimiento literal de lo mandado y llena todo lo sacramental e institucional de interioridad y espíritu. La Iglesia no está nunca sin vida mística. No existen declaraciones generales y obligatorias de la Iglesia sobre la verdadera naturaleza de la auténtica experiencia mística; la revelación y la Iglesia son norma negativa para los enunciados místicos. Pero sí ha tomado posición contra concepciones erróneas en el terreno de la vida interior religiosa (que ya como tales, se desenmascaran siempre como pseudo-mística), las cuales en sus presupuestos o en sus consecuencias iban unidas con errores en materia de fe: contra los mesalianos, los hermanos del espíritu libre (DS 866), begardos y beguinas (Dz 471-479), cuyos errores muestran una extraña semejanza con los de los alumbrados en tiempo de Ignacio de Loyola, contra el quietismo (DS 2181-2192), Miguel de Molinos (Dz 1221-1288; Dz 1243: mystici; 1246: mystica; 1281, 1283: mors mystica; cf. también Dz 1341 1342 1343 1347: sancti mystici).

Por el hecho de que la Iglesia invita a profundizar en la vida de fe y oración, favorece indirectamente la vida mística, como lo hace, p. ej., el concilio Vaticano Ix en la constitución dogmática Sobre la Iglesia (n.0, 12, 15), en el decreto Sobre la formación de los sacerdotes (n.0 9, 22), en la declaración Sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas (n.0 2, 3), en la constitución dogmática Sobre la revelación divina (n° 2, 3, 19, 25 et passim); la encíclica de Pío xii Mystici corporis (AAS 35 [1943] 193-248) a pesar de lo que insinúa la terminología tenia otra intención, condicionada por las circunstancias y las exigencias del momento. De las manifestaciones sobre una «nueva piedad», que proceden de la dinámica interior y de los carismas de la Iglesia, resulta sin duda la nueva obligación para teólogos, predicadores, directores espirituales y laicos de renovar una religiosidad y mistagogia que vive la fe incluso en el quehacer cotidiano, pero a la vez ama la tierra y, aun en lo aparentemente mínimo, sabe del misterio del Dios que está presente y se comunica a sí mismo.

Para enjuiciar la autenticidad o falsedad de los fenómenos místicos, dejando aparte los concomitantes fenómenos externos y accidentales, que no constituyen el núcleo ni la esencia de la vida mística sino que más bien apartan de ella, hemos de tener en cuenta cómo una experiencia del favor divino que llegue incluso a lo profundo del espíritu también puede ser interpretada subjetivamente de manera falsa y errónea, y en ningún caso incluye el privilegio de seguridad de la justificación individual. Precisamente aquí debe cumplir su tarea esencial la «-3 discreción de espíritus» (1 Cor 12, 10) en la variedad y diferencia de «palabra y conocimiento» (1 Cor 1, 5; cf. también 1 Cor 12, 31ss).

II. Mística y sagrada Escritura

Toda la sagrada Escritura está abierta a una interpretación mística. Precisamente si se tiene en cuenta y se entiende mediante una retrospección etiológica la parte humana en la composición de los libros particulares, la palabra y la acción de Dios se describen en la Escritura de tal forma que Dios, con absoluta libertad, crea la posibilidad y el fundamento para su comunicación personal y la aceptación y experiencia de la misma, la desvela de manera progresiva, la mantiene permaneciendo él lo que es y manifiesta su íntima presencia en distintos tiempos y de maneras varias (Heb 1, 1). Y como su palabra y su acción divinas, su querer y su crear absolutamente libres son idénticos (cf. Gén 1, 3; Sal 32, 9), él puede hablar también al «objeto» como a su propio tú personal, como a su amigo idéntico con él. Sin perjuicio de su carácter histórico, toda la Escritura se convierte en medio y espejo de la «teofanía» divina. El presupuesto para ello habrá de ser que, bajo el velo, la corteza y la cáscara de la letra (sub cortice litterae) se descubra un sentido espiritual, cabalmente el sentido místico, de suerte que el verdadero gnóstico y místico encuentra y adora a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23s). Desde este punto de vista Gén 1, 1 y Jn 1, 1 forman una unidad y se iluminan mutuamente como datos de la historia de la creación y de la salvación, como principio que es también fin (cf. Ap 21, 6; 22, 13).

Por tanto, una auténtica teología de la m. partirá con razón precisamente del hombre, según es descrito en su principio como «adán», que no ha de ser considerado como un hombre particular, sino que ha de ser visto en su unicidad, singularidad y ejemplaridad, en su cercanía a Dios y su experiencia de esta presencia e imagen de Dios. Puntos culminantes de ese encuentro con Dios, que conducirá finalmente a la «alianza» (Gén 15, 18; 16, 2ss) y luego al consortium sermonis dei (Ex 34, 29; cf. 2 Pe 1, 4), pueden señalarse en la figura de Abraham, que es guiado y enseñado por Dios (Gén 12-22), en el diálogo de Yahveh con el mismo Abraham (Gén 22, 1-18), en la visión de Jacob (Gén 32, 25-31; 35, 9-15) y, por la revelación y comunicación del nombre de Yahveh, que es el que es (Éx 3, 14), en el hablar de Dios con Moisés (cf. p. ej., Éx 6, 2ss; 19, 3ss; 33, 18ss; 34, 6-35) y en sus mandatos al mismo (Lev 1, Iss; Núm 1, Iss); e igualmente en la transmisión de la palabra de Dios y de su contenido (Dt 1, 6ss), y en las palabras del Señor a Elías (1 Re 19, 8ss).

Las teofanías de Yahveh en los profetas son siempre visión, llamamiento y misión a los otros y para los otros (p. ej., Is 1, Iss; 6, 1-13; Jer 1, 4ss; Ez 1, 3ss). En los salmos se expresa en forma lírica la presencia y el hablar de Dios, así como su recepción por el agraciado con acción de gracias, alabanza, arrepentimiento y súplica. El Cantar de los cantares fue siempre en su forma poética el favorito de los místicos y el punto de partida de toda la mística nupcial. A lo largo de todos los libros del AT la interpretación espiritual del sentido escriturario ha encontrado siempre al Dios que se revela, revelación que desde el principio hasta el fin tiene una orientación histórica, verbal, universal (del individuo llamado a los muchos y, finalmente, a todos en el pueblo, en la humanidad por la alianza) y escatológica.

En el Nuevo Testamento se hace luz y realidad definitiva lo que hasta entonces había sido umbrátil y provisional. La comunicación de Dios mismo en la epifanía de la encarnación se une con la experiencia dichosa de la unión con Dios en la fe. Ello se ve con especial claridad en la perspectiva joánica; el contenido de las conversaciones con Nicodemo (Jn 3, 1-21) y con la mujer de Samaría (Jn 4, 7-26), el realce del «Yo soy» (Jn 4, 26), que provoca al «tú» del interlocutor (cf. sobre ello Éx 3, 14), dejan abiertos los supuestos que inician un encuentro, de forma que finalmente en el creyente mismo (cf. Jn 6, 45) brotarán «fuentes de agua viva» (Jn 7, 38). Este «Yo soy» es la única puerta (Jn 10, 7), pan de vida (Jn 6, 35.48. 51), luz (Jn 8, 12), resurrección y vida (Jn 11, 25), el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6); aquí tampoco falta el motivo nupcial (Jn 3, 29; Mt 9, 15; 25, Iss).

La experiencia de la comunicación de Dios debe hacerse en aceptación agradecida y humilde; y nadie queda excluido de esta oferta (Mt 11, 28), ni los pobres, ni los hambrientos, ni los que lloran (cf. Mt 5, 3ss), ni los gentiles (cf. 8, 10ss), ni siquiera los pecadores (cf. Mt 9, 13; 11, 19). Contiene la misma verdad lo que en las parábolas de los sinópticos se dice a manera de insinuación que ha de ser interpretada ulteriormente: un conocer en el no conocer, un no conocer en el conocer, un ver y sin embargo no ver, un hallar en el perder. Pero en unión con ello se habla también de una decisión y distinción, de videntes que son ciegos y de no videntes que pueden ver (cf. Jn 9, 39); de los que están «fuera» (Mc 4, 11), de los que no oyen su voz, de los que no guardan su palabra como bien permanente y, por añadidura, escudriñan las Escrituras, pero no tienen la voluntad que pide la fe (Jn 5, 37ss), mientras que a otros les es dado conocer el misterio del reino de Dios (Mc 4, 11) bajo el velo de la letra, de la imagen y de la parábola.

Para Pablo es decisivo el misterio de Dios, el misterio de Cristo, el misterio del evangelio, el misterio de la fe, que es juntamente el misterio de la piedad (1 Cor 4, 1; Col 2, 2s; 4, 3; Ef 1, 7ss; 6, 19; 1 Tim 3, 9.16). El apóstol ve su ministerio y misión en la predicación de la revelación del misterio, que estaba oculto, pero ahora se ha revelado y puesto de manifiesto a todos los pueblos por los escritos proféticos para operar la obediencia a la fe (Rom 16, 25ss); a él, el más pequeño, le ha sido dada la gracia de dar a conocer a todos el misterio escondido en Dios desde la eternidad (Ef 3, 4s. 7ss). La aceptación y familiaridad en esta gracia se produce por logos y gnosis (1 Cor 1, 5); Pablo puede comunicar la sabiduría entre los perfectos, una sabiduría oculta en el misterio (1 Cor 2, 6). Pero se mantiene la distinción entre terrenos y espirituales; a los pequeñuelos se les da leche, a los otros manjar sólido (1 Cor 2, 14s; 3, ls; cf. Heb 5, llss). Y no sin razón se dirige ya Pablo contra tergiversaciones y abusos, recomendando la debida moderación (Rom 12, 3).

III. Historia y tradición de la mística

Aun cuando la vida mística nunca fue extraña a la Iglesia, sin embargo, sus formas y manifestaciones han sido muy diferentes entre sí. Toda forma de auténtica m. tendrá que ostentar estructuras trinitarias y sus fundamentos serán siempre bíblicos; habrán de ser también característicos sus elementos cristológicos, eclesiales y escatológicos; la imagen y el símbolo (noche oscura) se expresan en su lenguaje; según el tiempo y el origen, hallarán sus representantes la m. monacal (m. religiosa), la m. litúrgica y la m. cósmica y abierta al mundo. Una historia de la m. sería la historia del desenvolvimiento de elementos místicos particulares, los cuales, en los diversos aspectos que se suceden históricamente despliegan en cuanto al contenido y la forma los momentos de una sola y misma idea mística. Y en esta historia, los místicos particulares solo pueden comprenderse dentro de movimientos espirituales, como representantes, portavoces literarios y sistematizadores teológicos de tendencias y «escuelas» particulares.

Es característica de la m. en la era de los padres cierta «teorización» de la idea mística, apoyándose preferentemente en la semejanza del hombre con Dios según Gén 1, 26s, o desarrollando también el tema del nacimiento de Dios en el alma. Igualmente, de los esfuerzos teológicos por formular con claridad las verdades trinitarias y cristológicas y por justificarlas contra la herejía, nacen nuevos y fructuosos puntos de partida, en los que se emplea el lenguaje de la filosofía helenística, así como la tradición no cristiana (-> exégesis, -> exégesis espiritual). El influjo de Orígenes sobre la espiritualidad occidental fue muy importante. Entre las figuras centrales descuella Gregorio de Nisa, al que se ha llamado «padre de la mística». En general, las investigaciones más recientes han proporcionado conocimientos sorprendentemente nuevos, que en su conjunto hacen ver lo ramificadas y extensas que fueron las influencias de la m. oriental sobre el occidente medieval (-> mística flamenca, ->.mística alemana). Irradiaciones extraordinarias y no siempre justificables partieron de la figura y obra del pseudo-Dionisio Areopagita. Su obra menor De mystica theologia está dirigida con gran sobriedad en su estructura temática al conocimiento del misterio divino, pero no puede pasarse por alto su influjo debido a la masa de comentarios que provocó durante la edad media y sobre todo desde la teología barroca.

Tomás de Aquino no desarrolló una teoría propia de la m.; en cambio, él mismo, como en general la escolástica medieval, pone en primer término con más fuerza y claridad la cuestión de la profecía y los carismas (también raptus y excessus). Es de notar que en Tomás y en los teólogos medievales se presupone la idea del «existencial sobrenatural»: Super istum autem modum communem est unus specialis, qui convenit naturae rationali, in qua deus dicitur esse sicut cognitum in cognoscente et amatum in amante... attingit creatura rationalis ad ipsum deum, secundum specialem modum deus non solum dicitur in creatura rationali esse, sed etiam habitare in ea sicut in templo suo... Habere autem potestatem fruendi divina persona est solum secundum gratiam gratis facientem (ST t q. 43 a. 3); per donum gratiae gratum facientis perficitur creatura rationalis ad hoc quod libere non solum ipso dono creato utatur, sed ut ipsa divina persona fruatur (ibid., ad 1). Hasta hoy día se percibe con fuerza desproporcionada el influjo de la -> mística española en el trabajo teológico; de este modo se restringieron innecesaria e injustificadamente los verdaderos aspectos de la m. en un sentido demasiado individualista (a lo sentimental y privado, a lo subjetivo y psicológico). Eso no sólo fue un obstáculo para superar una concepción teórica condicionada por el tiempo y la historia, sino que llevó también a una absolutización unilateral de ciertos elementos (de todo punto positivos) en el conjunto de la espiritualidad. Aquí particularmente, la teología de la -> espiritualidad trata de contrarrestar semejante restricción.

IV. Cuestiones y tareas

Como en toda reflexión nueva en cualquier ciencia, en la m. como teoría interesa ante todo la cuestión de cómo se elijan el punto de partida y el método. Una sistematización dependerá aquí considerablemente del estado de la respectiva investigación teológica (p. ej., en el terreno de la teología de la gracia). Una distinción entre m. en sentido lato (m. en cierto modo como «caso normal») y en sentido estricto (m. como estado privilegiado) es insostenible, pues, a la postre, en el don se da el dador mismo, aunque en la vida religiosa ordinaria, por las razones más diversas (impedimentos externos e internos), no todos realizan todas las posibilidades. Hay que conceder de todo punto que habría de elaborarse una explicación más amplia y exacta de la -> experiencia, por la que, supuesta una psicología especulativa, la experiencia de la gracia como realidad creada (con su variedad de estados subjetivos) pudiera distinguirse de la experiencia auténtica (aunque mediata) del encuentro y comunicación con el Dios personal. También deben deslindarse claramente los datos místicos frente a toda especie de vivencia filosófica de la -3 trascendencia. Y queda igualmente por definir más exactamente la relación de la m. con la gnosis, el esoterismo y los carismas (sefialadamente con los carismas de la Iglesia que se conceden para provecho de los demás, distinción que está ya anticipada en el utifrui del agustinismo medieval).

Principalmente en torno a dos cuestiones se mueven los esfuerzos en este terreno: ante todo, en torno a la definición de la relación entre ascética y m. en la síntesis de una espiritualidad orientada teológicamente; la otra cuestión versa sobre la existencia y posibilidad de una m. extracristiana. No cabe discutir la existencia de fenómenos místicos (fuera de la Iglesia, en el judaísmo y en el islam, así como en las religiones orientales); la explicación teórica de su posibilidad no es uniforme (p. ej., por la «naturaleza» general del hombre como destinatario de lo divino o por la receptividad del alma naturaliter christiana, o también por la analogía fidei, que tiene aquí un campo de aplicación). Sin embargo, aparte de eso, el interés general por lo místico indica que aquí precisamente parece haber llegado la hora de la confrontación de la m. cristiana con la no cristiana como encuentro de las religiones (H. de Lubac).

Ahora bien, la m. no muestra su presencia primariamente en manifestaciones escritas u orales; con frecuencia el místico no halla la reflexión teórica o el enunciado verbal para comunicar acertadamente sus experiencias. Esto es importante para la explicación y exégesis de textos «místicos». Ante el hecho de la profanación general del nombre de m. y de su secularización (así, p. ej., también en la sustitución por el -> mito o en el horror mysterii como imposibilidad total de conocer y como ambigua teología negativa), se hace urgente una hermenéutica crítica precisamente en toda especie de m. únicamente «literaria», para penetrar en la necesaria inteligencia previa. En esta hermenéutica han de incluirse cuestiones como las siguientes: la forma auténtica del texto, la transmisión de los textos particulares, su género literario, preguntas relativas a la formación y la psicología, influencias lingüísticas (terminología neoplatónica, imágenes y símbolos), mezcla o confusión con vivencias subjetivas. Dentro de una estimación sin prejuicios de lo místico, no podrá renunciarse a una ciencia teológica crítica y bien fundada, ni a la discreción de espíritus.

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Heribert Fischer