MISA
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I. El término y su historia

La m. es la realización de la -> eucaristía bajo las formas fijadas en cada caso por la Iglesia, es decir, bajo las formas en que se desarrolla lo que nos ha sido transmitido como mandato del Señor: pronunciación en acción de gracias de las palabras sacramentales sobre el pan y el vino, y participación en los dones consagrados.

Las diversas direcciones de ese desarrollo se reflejan ya en los nombres con que desde un principio fue designada la misa. En la Iglesia primitiva, sin duda recordando la última cena y la institución realizada con pan y vino, la m. es llamada «cena del Señor» (1 Cor 11, 20) o «fracción del pan» (Act 2, 42, 46; 20, 7) y pronto también sexapurria, término que alude a la acción de gracias del relato de la institución (1 Cor 11, 24; Lc 22, 19) y al carácter de oración. La denominación de s pea«a predominó durante largo tiempo desde fines del siglo i y no tardó en aplicarse al don sacramental resultante de la celebración. Pero ya los antiguos cristianos latinos prefieren designar la m. como –>. sacrificio; y así ésta es llamada sacrificium (Cipriano, Agustín) u oblatio (Eteria, Ambrosio); los griegos la llaman profora; los sirios, kurobho o korbono: expresiones todas equivalentes.

La m. es aquello que nos «aproxima» a la divina majestad, el don. Otros nombres ponen de relieve la reunión para la celebración comunitaria; se llama synaxis, collecta; en este sentido se usó también processio (Eteria). Lo mismo sugiere la palabra leitourgía, que finalmente se impuso entre los griegos: la m. es la obra que se ejecuta en servicio del pueblo o juntamente con el pueblo. Cómo aquí se trata de formas fijas queda subrayado con la denominación de officium. Otros nombres que aparecen en los primeros tiempos de la Iglesia, y que designan el núcleo más intimo de la m., no nos dicen nada concreto sobre una determinada configuración de la misma, p. ej., cuando en las Actas de los mártires la m. es designada como dominicum, como celebración «del Señor», o, en el área de las lenguas semíticas, sencillamente como «lo santo» (en árabe: quddäs; cf. el hebreo kadóf). Algo parecido se puede decir del nombre missa, utilizado desde el siglo v y desde entonces usado casi exclusivamente. Missa (missio, dimissio) significaba originariamente despedida. En el ámbito eclesiástico se empleó para designar el acto final de una celebración, que por lo regular iba unido a una bendición; lo mismo esta bendición que la celebración misma podían designarse como missa. Finalmente se reservó la palabra para la celebración de la eucaristía, porque se quería acentuar la bendición que de ella fluye para la vida humana.

II. La misa en la Iglesia primitiva

Sólo por algunas alusiones se puede deducir poco más o menos la forma en que se celebraba la m. en la Iglesia primitiva. En un principio aquélla iba unida a una comida, y ésta, conforme al uso general de la comida principal en occidente, era la cena (deipnon, coena). Lo cual respondía también a la institución de la m. en la última cena. En este sentido habla con la mayor claridad la descripción de Pablo en 1 Cor 11. Y concretamente la ceremonia del pan debió de tener lugar al comienzo de la comida, en relación con la costumbre judía de la fracción del pan: el padre de familia daba comienzo a la comida partiendo el pan, y repartiéndolo a los comensales con una fórmula de bendición. Sólo «después de la cena» (1 Cor 11, 25), cuando según la costumbre de las comidas festivas judías se llenaba la tercera copa, a lo que iba unida una oración solemne de acción de gracias, debió de tener lugar la ceremonia del cáliz. Entre lo uno y lo otro transcurría la comida, desde luego en las formas bien reglamentadas que conocemos más tarde en el agape (entre otras cosas: sólo se habla cuando se es interrogado por el que preside), y de cuyo uso en los tiempos de la Iglesia primitiva dan testimonio los textos de -> Qumrán.

Muy pronto debieron de juntarse las dos ceremonias sacramentales: la del pan y la del vino. La eucaristía se celebraba, pues, antes o después de la comida, o podía también separarse completamente de ella. Se ha comprobado que en la forma más antigua, vista con la perspectiva de las formas usuales entre nosotros, se daba un esquema de siete miembros: tomar el pan, acción de gracias, fracción, comunión; tomar el cáliz, acción de gracias, comunión. Y así por la unión ya mencionada de ambas partes resultaba un esquema de cuatro miembros: tomar el pan y el cáliz (ofertorio), acción de gracias, fracción, comunión. El anglicano G. Dix formula la conjetura de que una transformación tan profunda, que se impuso luego en todas partes, sólo pudo tener lugar en un punto que hacia fines del siglo i gozaba de la mayor autoridad: en la Roma de Pedro y Pablo.

En los siglos II y III aparece más clara la manera de celebrar la eucaristía. Ya no se habla de comida. La oración de acción de gracias ocupa el puesto dominante en el rito. Se trae el pan y el vino; se pronuncia sobre ellos la oración de acción de gracias, que el pueblo reunido confirma con el «amén»; se termina con la comunión de todos los presentes. Este esquema aparece en Justino, hacia el año 150, en su doble descripción de la ceremonia: la m. después de un bautismo, y la misma m. en la asamblea dominical. Concuerda con ese esquema el texto que hacia el año 215 consignó Hipólito de Roma como formulario modelo. Este texto es tan instructivo que merece ser reproducido verbalmente. El obispo, cuando se le han presentado los dones, extiende sobre ellos las manos y comienza: «El Señor esté con vosotros.» Se contesta: «Y con tu espíritu.» «Arriba los corazones.» «Los tenemos ya junto al Señor.» «Demos gracias al Señor.» «Es digno y justo.» Entonces prosigue el obispo: «Te damos gradas, ¡oh Dios!, por tu amado siervo, Jesucristo, al que nos enviaste en los últimos tiempos como Salvador y Redentor y mensajero de tus designios. Él es tu palabra inseparable; por él has hecho todo y en ello te has complacido. Lo enviaste del cielo al seno de la Virgen, y llevado en el seno se hizo carne y se manifestó como tu Hijo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen. Cumpliendo tu voluntad y adquiriéndote un pueblo santo, extendió las manos en el sufrimiento para rescatar del sufrimiento a los que creen en él. Y puesto que fue entregado al sufrimiento voluntario para desarmar a la muerte y romper las cadenas del diablo, para aplastar los infiernos e iluminar a los justos, para plantar un mojón y anunciar la resurrección; tomó el pan y dándote gracias dijo: "Tomad y comed, éste es mi cuerpo que es fraccionado para vosotros." Igualmente tomó el cáliz diciendo: "Esta es mi sangre que es derramada por vosotros. Cuando hiciereis esto, hacedlo en memoria mía." Recordando, pues, su muerte y su resurrección, te presentamos el pan y el cáliz, dándote gracias por habernos juzgado dignos de comparecer ante ti y de servirte. Y te rogamos envíes el Espíritu Santo sobre la oferta de la santa Iglesia. Reuniéndola en la unidad, dígnate otorgar a todos los santos que comulgan la plenitud del Espíritu Santo para fortalecimiento de la fe en la verdad, para que te alabemos y glorifiquemos por tu siervo, Jesucristo, por quien es dado honor y gloria a ti, Padre, y al Hijo con el Espíritu Santo, en tu santa Iglesia, ahora y por toda la eternidad.» «Amén.»

Hasta el siglo IV la eucaristía debió de celebrarse homogéneamente conforme a este plan en toda la cristiandad, aun cuando en los detalles y en el modo de formular la oración se dejara gran libertad al celebrante.

Aquí surge la cuestión acerca de la forma fundamental de la m., normativa por encima del tiempo, cuestión que se ha discutido repetidas veces en los últimos decenios. Se trata a este respecto de la forma fundamental que la m. tuvo ya al principio, que ha de conservarse en toda configuración posterior y que debe destacarse claramente en toda reforma consciente. Parece que los relatos bíblicos sólo hablan de una comida: reunión en torno a una mesa, con pan y vino que se consagran y se dan a los presentes; el sacrificio, por más que haya constituido siempre la esencia más íntima, no aparece resaltado bajo esta forma. Por otra parte, ya en Justino la celebración se ha convertido en una asamblea de oración, en la que todavía hay pan y vino sobre la mesa, pero en la que ya no domina la relación mutua de una comunidad de mesa, sino la unión en una oración a Dios. En todas las formas posteriores de celebración de la eucaristía, la acción de gracias dirigida a Dias y la oferta de los dones que la acompaña determinan las líneas generales, indicándose ya tan claramente la oferta en el Gratias agamus inicial, que la m. siríaca oriental pudo dar esta forma a la invocación: «A Dios, Señor del universo, sea ofrecido el sacrificio.» Por eso seguramente será más exacto tener en cuenta y subrayar ya en el mismo relato bíblico la mención de la acción de gracias (eujaristesas) y así es legítimo suponer que, ciertamente en el caso del cáliz y probablemente también en el del pan, con la acción de gracias iba asociado un gesto de ofrenda. Según el uso de entonces el padre de familia debía elevar la copa sobre la mesa, o sea, ofrecerla. Por tanto, la acción de gracias sobre los dones se presenta como forma fundamental.

La eucaristía se celebraba principalmente y por regla general el -> domingo, con participación de toda la comunidad circundante, y, después que la eucaristía se separó del ágape, se celebraba a primeras horas de la mañana, antes del trabajo, pues el domingo era entonces oficialmente día laborable.

Para la celebración dominical refiere ya Justino un nuevo elemento que servía de introducción: se leen «las memorias de los apóstoles o los escritos de los profetas», a lo que sigue la alocución del presidente y, como conclusión de esta parte preparatoria, la oración por los intereses generales. Con ello se adoptó en la liturgia de la m. dominical, y poco más o menos desde el siglo iv en todas las m., un elemento tradicional tomado de la práctica judía, que en los ambientes judeocristianos debió de sobrevivir como una celebración autónoma. En esto influyó la convicción de que la palabra divina es la mejor preparación para la acción sagrada. De diferentes alusiones se desprende que ya en el siglo — sin duda como reacción contra la -> gnosis, que despreciaba la creación material — recibió un relieve especial la aportación de los dones materiales de pan y de vino, al ser confiada como acto propio a los fieles mismos. Son los comienzos de la procesión de las ofrendas.

III. La misa desde el siglo IV

Sobre la base de la estructura que hemos expuesto, comienza en el siglo del triunfo de la Iglesia una diferenciación ya claramente perceptible de la celebración eucarística según los diversos países y civilizaciones. Es la ramificación de las liturgias de que se ha hablado en otro lugar (-> liturgia, A). Vamos a recorrer ahora los diferentes ritos parciales tal como fueron evolucionando en diferentes lugares a partir de unos mismos comienzos.

La preparación para la m. (o también m. de los catecúmenos, por oposición a la m. de los fieles o sacrificio de la m.), cuyo núcleo estaba constituido por lecturas, comenzaba directamente por éstas todavía en tiempos de Agustín. Pero ya en la temprana edad media comienza en 'todas las liturgias por una introducción antepuesta a las lecciones. Esta introducción es todavía algo inoficial cuando en los llamados Canones Basilii (siglo vi) se dice: Mientras van entrando los fieles «se han de leer salmos». De ahí que en la misa bizantina y siríaca oriental llegara a darse un oficio formal de salmos, es decir, una «hora» compuesta de tres salmos, con la que ofrecen también cierta analogía las liturgias egipcias (tres oraciones). Además, en todo el oriente, a esta oración preparatoria precede en cada m. un acto especial de incensación, una santificación del altar, del espacio, y, a veces, también del pueblo, con el incienso bendito, acompañada generalmente de numerosas oraciones y de algunos himnos. Pero también antes de esta ceremonia del incienso se usan algunos preámbulos. Así, p. ej., en la liturgia bizantina, entre otras, se anticipa ya en este lugar la preparación de los dones sacrificiales, considerada como «inmolación del Cordero», la cual va acompañada de numerosas oraciones y textos bíblicos; esta parte recibe el nombre de prothesis.

Igualmente se antepone también a la primera parte de la m. una serie de oraciones y ritos, que sirven a la preparación personal del celebrante y al saludo de las sagradas imágenes mientras él se reviste y se lava las manos. Sólo después de todos estos ritos preliminares se realiza el ingreso formal en el recinto del altar, llevando solemnemente el libro de los Evangelios. Este acto, acompañado del canto del trisagio o de otro himno en su lugar, sirve de transición a las lecturas.

En cambio la liturgia romana sólo conoce un breve rito de ingreso que precede a las lecturas, en el cual está inserta, en la forma plenamente evolucionada de la m. solemne, la incensación del altar. En líneas generales es la misma forma que se observa cuando fuera de la m. un obispo o prelado hace su ingreso en la iglesia, p. ej., con ocasión de la visita pastoral: la entrada va acompañada de cantos, en nuestro caso del introito. Llegados al altar, se permanece unos momentos en oración silenciosa; el rito se concluye con una «oración».

El núcleo de la parte preparatoria de la misa lo constituyen en todas las liturgias las lecturas de la sagrada Escritura: la palabra de Dios. De ahí que esta parte se llame sencillamente liturgia de la palabra: antes de la mesa del sacramento se pone la mesa de la palabra de Dios. Por esta razón en la Iglesia de la antigüedad se leían por orden los diferentes libros de la sagrada Escritura, que eran explicados en las homilías. Y al formarse el año litúrgico se reservaron determinados libros para las diferentes fiestas y los diversos tiempos festivos: en las semanas anteriores a pascua los libros de Moisés, en la semana santa el libro de Job, en el tiempo que sigue a pascua los Hechos de los apóstoles, en el adviento lecturas de los profetas.

Desde la temprana edad media en todas partes se observa la norma de fijar para todo el transcurso del año determinadas lecturas en forma seguida, de modo que en cada misa se lee una parte del Evangelio precedida de otra u otras de los libros no evangélicos. Con esto se continúa una tradición de la sinagoga, en la que la lectura sabática comprendía siempre una parte de la ley y otra de los profetas. Esta tradición se ha conservado intacta hasta hoy en las liturgias siríacas, que todavía induyen una lectura de la ley y otra de los profetas; luego sigue una lectura de las cartas de los apóstoles y otra de los Evangelios. Este número de cuatro lecturas lo hallamos también en las liturgias egipcias, sólo que aquí no se admiten más que lecturas neotestamentarias: en cada m. hay una lectura de las cartas de Pablo, otra de las epístolas católicas, otra de los Hechos de los apóstoles y otra de los Evangelios. Sin duda así se ha abierto paso la idea de que las lecturas neotestamentarias son las más apropiadas para el sacrificio del Nuevo Testamento. La tradicional liturgia romana ha aceptado esa idea por cuanto en los domingos el Evangelio ha ido precedido exclusivamente de una lectura del Nuevo Testamento, que en concreto era siempre, excepto el domingo de pentecostés, una carta de apóstol. De ahí que a esta lectura se la haya dado sencillamente el nombre de «epístola».

La lectura hecha en la liturgia exige luego por parte de los oyentes cierta respuesta expresada en una oración o en un canto. Así se hace en todas las liturgias. Llama la atención que en todas ellas, entre la penúltima lectura y la última, la del Evangelio, se inserta el aleluya, y esto como una participación del pueblo a manera de respuesta en una salmodia o como resto de ésta. Aquí también debe tratarse de una antiquísimatradición común, que tiene su modelo en el culto de la sinagoga.

El especial relieve ritual que se da al Evangelio aparece como la cosa más obvia en todas las liturgias. El acto se solemniza con el uso de luces e incienso, con el rango del lector y del lugar de la lectura, con aclamaciones, con la melodía del canto, con el beso del libro y la posición en pie de los fieles. En las liturgias egipcias antes de la lectura se lleva el libro sagrado tres veces alrededor del altar. La homilía explicativa, que corresponde a la lectura, desde los primeros siglos hasta nuestros días sólo se menciona algunas veces. La profesión de fe como respuesta de la comunidad reunida pertenece a todas las liturgias, aunque en la mayoría de los ritos no romanos tiene lugar más tarde, inmediatamente antes de la oración eucarística. Conforme a una ley antigua la liturgia de la palabra se concluye con una oración. Todas las liturgias tienen aquí, o tenían en otro tiempo, las preces en forma alternada por todos los intereses de la cristiandad. En tiempos antiguos éstas solían comenzar con la oración por los catecúmenos, que eran despedidos a continuación; y luego, en la «oración de los fieles» en sentido estricto, se encomendaban a la misericordia divina la autoridad espiritual y la temporal, la paz en la Iglesia y en el mundo, y todas las necesidades de orden temporal y espiritual.

Para la misa propiamente dicha — el sacrificio eucarístico— deben prepararse de antemano los dones del pan y del vino. Pareció conveniente hacer también un rito de esta preparación, en consideración a los fieles, cuya intervención en el sacrificio de Cristo podía hallar una elocuente expresión en los dones materiales que procedían de sus manos, pero también en atención a la sagrada finalidad de los dones, en los que el oriente anticipó cultualmente ya en época temprana la presencia venidera del gran Rey. La primera idea condujo a la ya mencionada procesión de las ofrendas, que al finalizar la edad antigua se practicaba más o menos en todas partes, y que sólo en la m. romana se conservó más de un milenio. En oriente (excepto en el rito siríaco oriental) la segunda idea dio lugar a formas muy hermosas: los dones sacrificiales se preparaban ya antes de la celebración en una mesa especial. Los fieles que participaban en la ofrenda debían entregar de antemano los dones en el lugar determinado para ello. En la m. bizantina tiene lugar la «gran entrada» (así llamada para distinguirla de la «pequeña entrada», a la que nos hemos referido antes), en la que los dones, precedidos de luces y acompañados de viejos cánticos que hablan de los coros invisibles de los ángeles, son llevados a través del espacio de los fieles hacia el altar, donde se depositan, se cubren entre oraciones y se inciensan. Como rito preparatorio suele practicarse en este momento un lavatorio simbólico de las manos, y en todos los ritos orientales el beso de paz (estilizado en diversas formas y extendido a veces también al pueblo).

Después de estas ceremonias sigue con gran uniformidad en todos los ritos el acto de la eucaristía. En el diálogo inaugural le precede a modo de epígrafe la invitación: Demos gracias al Señor (eújaristésomen, realizemos la eucaristía). Entonces comienza la oración eucarística (prefacio). La acción de gracias es al mismo tiempo alabanza y adoración, y en todos los ritos existentes alcanzó pronto un primer punto culminante en el triple sanctus, al que en principio ha de unir sus voces el pueblo. En la parte que precede al sanctus, la tradición sirio-bizantina (y desde 1968 un modelo romano) se limita normalmente a invitar a todos los poderes de la tierra y del cielo y a los coros de los ángeles a cantar la alabanza, mientras que sólo en las frases que siguen al sanctus desarrolla más o menos ampliamente la acción de gracias por las grandes obras de Dios en la historia de la salvación y por su coronamiento en Cristo, hasta llegar al relato de la hora en que él tomó el pan. En cambio, en la tradición egipcia y romana occidental la oración eucarística comienza inmediatamente con la acción de gracias y con la exposición de su fundamento y su objeto en tono de alabanza. Inmediatamente después del sanctus, según el esquema primitivo, esa tradición pasa rápidamente a la acción sacramental, o bien por medio de la fórmula: «El cielo y la tierra están llenos de tu gloria, llena tú también estos dones con tu bendición» (liturgia egipcia; análogamente muchos viejos formularios galicanos), o bien enlazando con la acción de gracias y ampliándola en forma de oferta: «A ti, pues (Te igitur), Padre clementísimo, te rogamos: acepta estos dones.»

El relato de la institución, transmitido originariamente en redacciones prebíblicas, acusa en las diferentes liturgias muchas clases de variantes, que amplían reverentemente el texto, pero en la forma actual se acerca en todas partes a uno de los relatos bíblicos. Como santuario más intimo y misterio más profundo se destaca en la liturgia romana por la pronunciación en voz baja de todo el canon, y en los ritos orientales, en cambio, por la pronunciación en voz alta de las palabras sacramentales. A continuación sigue con frecuencia una aclamación del pueblo, un «amén», o también una profesión formal, como en la misa etiópica: «Anunciamos tu muerte y tu sagrada resurrección, creemos en tu ascensión a los cielos, te alabamos...»

Empalmando con el mandato de repetición «haced esto en memoria mía», sigue ahora en todas las liturgias la anamnesis: Nosotros nos acordamos; nosotros hacemos esto como memorial. En ese lugar basta con indicar brevemente el objeto de la conmemoración, ya que éste ha sido expuesto en la acción de gracias. En cambio, con la anamnesis se asocia normalmente la ulterior descripción de la acción sagrada: Te ofrecemos. Aquí puede llamar la atención el que siempre, sin destacar especialmente el sacrificio de Cristo, sólo se exprese la oblación de la Iglesia, basada en dicho sacrificio, rogando que sea aceptada benignamente. Mientras que no es necesario rogar para que se acepte el sacrificio de Cristo, sí hay que hacerlo para el de la Iglesia, y sobre todo para este sacrificio concreto, pues sólo con ciertas condiciones será acepto y agradable.

Como participación en lo ofrecido, o sea, como banquete sacrificial, se introduce después en la última parte de la oración eucarística la comunión, y se introduce como petición de una recepción fructuosa. Una alabanza solemne pone fin, ya en tiempos de Hipólito, a la oración eucarística.

Este orden de ideas en sucesión consecuente pronto fue interrumpido con textos intercalados. Uno de esos textos consiste en plegarias de intercesión, que el sacerdote mismo pronuncia en el ámbito más íntimo del santuario, para subrayar así el empeño con que 1as formula. Desde el siglo iv tales plegarias se hallan en todas las liturgias (menos en la galicana antigua, que sólo contenía oraciones de intercesión al comienzo de la oración eucarística). La inserción de textos se hace después de la consagración (sirios, Bizancio) o ya antes del sanctus (Egipto), o bien antes y después de la consagración (Roma). La otra inserción consiste en la epiklesis o invocación solemne del Espíritu Santo, a la que los orientales unieron ya desde aquel mismo tiempo la petición de una comunión fructuosa que acabamos de mencionar.

¿Qué forma litúrgica adoptó la comunión misma? El -> padrenuestro, introducido aquí por ser una petición de pan y también de perdón, es el elemento más general, aunque no el más antiguo, de la preparación que precede a la comunión. En oriente, ya en el siglo iv, el celebrante pronuncia una oración propia y una bendición preparatoria sobre los comulgantes (que pronto se convierte en bendición del pueblo), después de lo cual dice dirigiéndose a éstos: «¡Lo santo para los santos! (ta ágia toís ágíois)» También la fracción del pan, que unas veces precede a las mencionadas oraciones y otras las sigue, está realzada por lo regular con un marco de oraciones. Ese rito venerable a la larga apenas ha podido conservar en ninguna parte su significado primitivo como fraccionamiento de los dones sagrados para distribuirlos a los comulgantes.

La comunión, recibida primero por el celebrante y por el clero, y luego por el pueblo, va por lo regular acompañada de un canto. El preferido en los primeros tiempos fue el Salmo 33. En general sigue a la comunión una oración del sacerdote como acción de gracias por el don celestial. La m. siríaca oriental logró en esto formas de extraordinaria interioridad.

Luego, por lo regular, la celebración termina rápidamente, dándose todavía a los fieles una bendición de despedida, que en los ritos orientales acabó a menudo por ser un acto final compuesto de varias partes. La purificación de los vasos sagrados y el consumir las partículas restantes con frecuencia tienen lugar aquí una vez terminada la liturgia propiamente dicha.

IV. Peculiaridades de la misa romana

La m. del tiempo en que todavía dominaba la lengua griega en la comunidad romana nos es conocida por la exposición de Hipólito (cf. antes). La transición a la liturgia latina debió de hacerse ya en el siglo III. Por el canon en uso todavía hoy podemos deducir los elementos principales hacia el año 370: prefacio, Te•igitur, Quam oblationem, relato de la institución con las tres oraciones siguientes, doxología final. La forma definitiva del canon, fijada hacia el año 600, y los textos posteriores nos han sido transmitidos en manuscritos desde los siglos VII-VIII, procedentes principalmente de escribas francos. Las oraciones del sacerdote se hallan en los sacramentarios (-> liturgia, A). De ellos existen tres redacciones: el sacramentario Leoniano, de los siglos V-VI, el Gelasiano, algo más reciente, y el Gregoriano, creado por Gregorio Magno (+ 604). Estos sacramentarios presentan la peculiaridad, conservada hasta hoy, de que las oraciones del sacerdote fuera del canon (y también el prefacio) varían con el año eclesiástico: una oración al comienzo, otra sobre los dones presentados, una tercera después de la comunión. Ese peculiaridad se da también en la m. gálica. Antes de la oración sobre los dones, los dos sacramentarios más antiguos suelen ofrecer además una o dos oraciones después de las lecturas. En las fuentes más antiguas las lecturas aparecen por lo regular reducidas a dos: epístola y Evangelio. Los cantos transmitidos en el antifonario, que también varían y parecen haber sido ordenados por Gregorio Magno (el Proprium), acompañan el ingreso del celebrante (introito), llenan el espacio entre ambas lecturas (gradual y aleluya), acompañan la presentación de los dones (ofertorio) y la comunión de los fieles (comunión).

Al pueblo estaban reservadas las respuestas a las aclamaciones y a las oraciones del sacerdote, así como el canto del sanctus, que desde el siglo v también en occidente seguía al prefacio. También el Kyrie, el gloria y el agnus Dei correspondían al pueblo o a un coro de clérigos (por tanto, no a la schola cantorum, que se encargaba de los cantos mencionados en primer lugar). Esas tres partes forman el ordinarium de los cantos. La m. fijada en esta forma hacia los siglos vi-vii se ha conservado hasta nuestros días. La nueva configuración que comenzó con la época carolingia no alteró esta estructura, limitándose a llenar espacios vacíos.

A la primera parte, esbozada como rito de ingreso y que culminaba en la oración, se antepusieron las oraciones al pie del altar. Su núcleo lo constituye el confiteor, que vino a sustituir la postración silenciosa ante el altar. También el Kyrie, antiguo resto de una letanía que desde el siglo VIII quedó fijada en nueve invocaciones a Cristo, debe ser considerado como una preparación, por parte del pueblo, de la oración sacerdotal; en días festivos se le añade, con análogo sentido, el himno del gloria.

Acerca de la liturgia de la palabra hay que notar la siguiente particularidad. Desde fines del primer milenio se hizo perceptible la importancia respectiva de las dos lecturas por el lugar desde el que se hacían: mirando desde la antigua cathedra (y ahora desde el crucifijo), a la izquierda se leía la epístola y a la derecha el Evangelio. Ese hecho sirvió para distinguir los dos lados del altar. De la oración final sólo quedó la palabra oremus; el Vaticano II ha ordenado que se vuelva a introducir la oratio communis. La secreta, que estructuralmente pertenece a esta parte, se transformó en cuanto al contenido en oración sobre los dones presentados.

Para la preparación de los dones en la m. romana hasta comienzos de la edad moderna fue fundamental el acto de la ofrenda de los fieles (en un principio pan y vino, luego dinero; finalmente ese acto se redujo a algunas fiestas principales). Las oraciones en voz baja con que se acompaña la colocación de los dones sobre el altar son una aportación de los países nórdicos a partir del siglo IX.

En la primera parte de la oración eucarística, el prefacio, ya en el siglo VI se rompió bruscamente con la costumbre de cambiarlo cada vez. Sólo en los grandes días y festivos se conservan formas de acción de gracias en que se desarrolla el contenido histórico-salvífico de la festividad. La valoración del prefacio sufrió también por la falsa interpretación del nombre entre los francos (praefatio se entendió como «prólogo» del canon, no ya como «anuncio en voz alta» de la oración eucarística (praedicatio]). El canon en sentido estricto, que por la introducción de intercesiones quedó muy cambiado en su carácter de oblación (intercesión por personas, prolongada con la mirada a los santos: communicantes; intercesión por diferentes intenciones, que Gregorio Magno redujo a las preocupaciones fundamentales en el hanc igitur, el cual permaneció invariable), por obra de los liturgos carolingios pasó a ser una oración secreta; y así debía aparecer como un santuario en el que sólo puede entrar el sacerdote. A partir del s. xiii, sin duda a causa de la creciente devoción al sacramento del altar, se introdujo como una especie de compensación la elevación de las especies después de la consagración. El sacerdote restablecía de nuevo el contacto con la comunidad orante con las últimas palabras de la doxología final.

A consecuencia del Vaticano II se han dado pasos decisivos en la renovación de la oración eucarística. Por la Instructio altera de 1967 se renunció al silencio del canon y al latín en esta parte central. Y con el decreto del 23 de mayo de 1968 se procedió además al enriquecimiento del contenido y a la nueva configuración de la oración eucarística. Con ello se ha creado cierto número de prefacios con los que, sobre todo en los domingos y en adviento y cuaresma, en la primera parte de la oración eucarística se pone más claramente de relieve el carácter de una acción de gracias de los redimidos. Y, además, se ofrecen tres redacciones nuevas del resto de dicha oración: junto a la del canon romano, una segunda, breve, que tiene como base la eucaristía de Hipólito; una tercera en la que se aprovecha y desarrolla la mejor tradición; y una cuarta redacción (mencionada antes) que sigue un modelo oriental.

En la parte de la comunión de la m. romana, fuera de las líneas generales ya mencionadas (oración del Señor y postcomunión, con las oraciones aquí intercaladas que el sacerdote recita en voz baja), apenas se han conservado más que restos rudimentarios de ritos más amplios: la fracción del pan, de la que forma parte el agnus Dei, la mezcla de las especies, y la invitación al ósculo de paz en el pax Domini, trasladado a este lugar. Que la comunión de los fieles no debe ser un caso excepcional (como tal lo mencionaba el Ordo Missae de Pío v) y que ha de tener lugar en este momento de la m. son puntos que, tras largo intervalo, no volvieron a ponerse de relieve hasta Pío x y el movimiento litúrgico.

Sin nueva transición la m. termina con las palabras de despedida ite missa est, a las que la edad media posterior añadió un substitivo de la oración de bendición que existía en este lugar (y que todavía pervive en la oratio super populum), y el prólogo del Evangelio de Juan.

V. El pueblo en la misa

La atención prestada al aspecto pastoral es característica de la actual fase de evolución de la liturgia. Como lo revela toda la tradición antigua y la configuración efectiva de todos los ritos, la m. se entendió desde los comienzos como celebración comunitaria. Presupone una asamblea de fieles, más o menos numerosa, con una participación de los mismos en el rito: mediante las respuestas al saludo, mediante aclamaciones de asentimiento, mediante oraciones y cantos. Esta concepción de la m., que subraya su carácter comunitario, se ha mantenido como norma en los ritos orientales en tanto no han estado influidos por el latino: allí no hay m. privadas y, en parte, ninguna m. que no sea cantada. Además, para fomentar la participación del pueblo, en estos ritos tienen una mayor amplitud las letanías, rezadas por el diácono (y en caso de necesidad por el sacerdote) alternando con el pueblo en la lengua de éste.

También en la m. romana se han desarrollado elementos destinados a fomentar la participación del pueblo. Nos referimos al llamado ordinario de la m., es decir, la serie de cantos invariables: Kyrie, gloria, credo, sanctus, agnus Dei. Estos textos, que en un principio estaban destinados a recitarse, no tardaron en confiarse pronto al clero que participaba en el coro («coral»), y más tarde, al surgir el canto polifónico, las más de las veces a un coro especial de la iglesia. Así el pueblo pareció condenado al silencio. El mismo efecto produjo la conservación exclusiva del latín. A este propósito hay que reconocer que el canto y la música sagrada, tal como evolucionaron desde el concilio de Trento hasta llegar a su máximo florecimiento, han aportado una decisiva y valiosa contribución a la configuración festiva de la celebración de la misa.

Es característico de la m. romana que, conservando el caracter de m. comunitaria, desde el siglo vl aparece también como celebración privada de los sacerdotes. Desde entonces, con cierto aislamiento de su sentido de intercesión se celebra, sobre todo como misa votiva, por la intenciones de los fieles, que no están necesariamente presentes, aunque después de ciertas vacilaciones se haya exigido al menos la asistencia de un acólito. La forma de m. sin canto así resultante (missa lecta, misa rezada) vino a ser el punto de partida de una nueva evolución. En efecto, en los últimos siglos el deseo de conseguir que los fieles volvieran a participar más intensamente en la celebración de la m. ha conducido, sobre todo en los países no latinos, a introducir en la m. cantos en lengua popular y principalmente a sustituir el ordinario por cantos apropiados. Contra esta corriente se inculcó desde fines del s. xix cada vez más el principio de que en la m. cantada sólo habían de permitirse cantos latinos. Así sólo quedaba ya el recurso de utilizar la m. rezada, resultante de la m. privada, la cual no estaba sujeta a esta restricción, como base para la celebración comunitaria. El movimiento litúrgico (-> liturgia, D) persiguió sus metas especialmente por este camino, que hizo posible también la ayuda de recitadores y lectores y con ello un más amplio acceso del pueblo a la m. Se creó así la m. comunitaria o dialogada, que en un principio sólo implicaba la recitación por el pueblo (y por los cantores) de los textos y respuestas correspondientes, pero luego, al intercalarse cantos en lengua vulgar, se logró una forma más apropiada para la celebración dominical («misa rezada y cantada»: desde 1933). La Instructio romana de 1958 resumió esas formas de una manera meramente provisional. A la luz de la exposición que hemos esbozado sobre la evolución de la liturgia de la m., creemos que resultará claro cómo así sólo se han logrado soluciones de emergencia. A la reforma que ha de resultar del concilio Vaticano ii corresponderá abrir los caminos que vuelvan a hacer posible una celebración comunitaria viva y correcta en su forma.

BIBLIOGRAFIA: J. Brinktrine, Die heilige Messe (Pa 31950); G. Dix, The Shape of the Liturgy (Westminster 1945); J. Pascher, Eucharistia. Gestalt und Vollzug (Fr 21953); Jungmann MS; C. Bouyer, Eucaristía (Herder Ba 1969); Th. Schnitzler, Meditaciones sobre la misa (Herder Ba 31966); J. A. Jungmann, La santa misa como sacrificio de la comunidad (V Divino Estella); P. Hamon, Así ama Dios al mundo (Mensajero Bil); P. Piolanti, El sacrificio de la misa (Herder Ba 1965); L. Maldonado. La plegaria eucarística. Estudio de teología bíblica y litúrgica sobre la misa (Ma 1967); P. Tena Garriga, El canon de la Misa, siete siglos (IX-XVI) de su historia teológica (Ba 1967); C. Jean-Nesmy, Práctica de la misa (Herder Ba 1968). — Los TEXTOS DE LA ORACIÓN EUCARISTICA: J. Quasten, Monumenta eucharistica et liturgica vetustissima (Bo 1935-37); A. Hdnggi (dir.), Prez eucharistica (Fri 1968). — PARA LAS LITURGIAS ORIENTALES: F. E. Brightman, Liturgies Eastem and Western (0 1896). — PARA LAS LITURGIAS LATINAS y Sus ediciones particulares (sacramentarios, antifonarios, etc.) cf. los manuales.

Josef Andreas Jungmann