MANDAMIENTOS DE LA IGLESIA
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1. Concepto

En un sentido amplio por m. de la I. se entienden todas las prescripciones generales del oficio pastoral de la Iglesia, que concretan la -> ley divina con vistas a la salvación de los fieles (-> derecho canónico). Hay que distinguirlos de las prescripciones que los superiores eclesiásticos pueden impartir a los fieles en particular.

Los m. de la I. en sentido estricto se desarrollaron durante la edad media en conexión con la práctica penitencial a partir de los elementos del derecho canónico consuetudinario. Bajo la influencia de la Summa confessionalis de Antonino de Florencia (1389 hasta 1459) la doctrina de los m. de la I. adquiere una forma clara. Desde 1444 se habla de cinco m. de la I. Los decretos del concilio de Trento acerca de la administración del sacramento de la -> penitencia condujeron a que después en general se resaltaran más los m. de la Iglesia.

En una formulación típica el catecismo del cardenal Gasparri, p. ej., los caracteriza como aquellos mandamientos «que son de gran importancia para todos los fieles en orden a una vida espiritual ordinaria». En la forma actual más extendida (1 °, observancia de determinados días festivos; 2°, atenta participación de la santa misa en los días festivos y domingos; 3º, observancia de los días obligatorios de abstinencia y ayuno; 4°, la confesión anual; 5º, recepción de la eucaristía en el tiempo pascual) se remontan al catecismo de Pedro Canisio (1555).

Junto a este compendio de los m. de la I. hay también otros, como, p. ej., los que están bajo la influencia de Belarmino, en los cuales se citan la obligación de preocuparse del mantenimiento de la Iglesia (el diezmo a favor de la Iglesia) y, entre otros, también la observancia de «determinados tiempos» para bodas y baile. En algunos países la obligación de enviar a los hijos a una escuela católica se cuenta asimismo entre estos m. de la I. Asimismo la -> censura de libros y la negativa a la incineración, etc., han desempeñado su función como m. de la Iglesia. Prescindiendo de cómo hayan sido concebidos los m. de la I. en particular, ésta no ha asumido oficialmente como suyo ninguno de los catálogos. Así el Catecismo romano no ofrece ninguna recopilación especial de m. de la I. Según la idea más difundida, los m. de la I. son un medio de la jerarquía para conducir paternalmente a los fieles al cumplimiento de sus mínimos -> deberes religiosos y a la vez para asegurar así el bien común de la Iglesia. Aquí se parte de la idea previa de que los m. de la I. son necesarios y eficaces para lograr los fines pretendidos con ellos.

2. Problemática

La práctica pastoral muestra que los m. de la I. de hecho han contribuido en gran medida a mantener en pie la vida de comunión eclesiástica y a configurarla concretamente. Pero también muestra que la interpretación de los m. de la I. como un medio privilegiado para la dirección moral de cada uno de los creyentes y la excesiva acentuación de la -> obediencia a los mismos condujeron a una situación peligrosa de legalismo moral, que restringió demasiado unilateralmente el esfuerzo de muchos fieles a una mera fidelidad a la ley, e hicieron que algunos equipararan la observancia de los m. de la I. con la totalidad de la moral cristiana, o que los siguieran con detrimento de valores más elevados. Los manuales de moral, pensados originariamente como directorio práctico para confesores, al insistir de manera unilateral en los m. de la I. por su método y su casuística contribuyeron también a eso mismo, con gran perjuicio para una conducta responsable y adecuada a la situación. Las consecuencias más visibles de este legalismo se van superando cada vez más en la actualidad, pero prosigue su vida latente en el subconsciente del pensamiento y del sentir moral de los fieles.

La razón profunda de este legalismo debe buscarse sin duda alguna en una falsa necesidad de seguridad religiosa. El que se aferra al cumplimiento de la ley teme la responsabilidad de la propia -> decisión moral y escapa así a la llamada de Dios en la situación de continuo cambio ( ->acto moral). Una vez que se comienza a pensar en forma legalista, surge la tendencia a construir un sistema de mandamientos externos lo más completo posible. Pero el riguroso sistema moral se relaja luego en virtud de la consideración pastoral de las necesidades de la vida mediante una interpretación casuística y un extenso repertorio de -> dispensas. Así puede nacer la impresión de que basta con estar informado para verse liberado de cumplir los m. de la I., o de que todo consiste en conseguir la dispensa. De esa manera el rigorismo dado originariamente con el legalismo se transforma fácilmente en laxismo. Así precisamente algunos fieles que tienden a la madurez moral consideran ciertos m. de la I. como inoportunos, arbitrarios y superfluos. Las graves sanciones que a veces van anejas a ellos, con facilidad se valoran como una tutela paternalista.

Además con frecuencia se inculca unilateralmente la obligación de prestar obediencia a los m. de la I. sin explicar en igual medida el sentido de los preceptos. En esto se parte de la equivocada idea de que la obligación de una ley humana procede de la apelación del legislador a la conciencia, cuando en realidad brota de la legitimidad y justicia de la ley, las cuales van anejas a ésta por su coincidencia con la ley de Dios. En consecuencia se valora excesivamente la obediencia por sí misma en un sentido legalista.

3. Sentido

Por eso se plantea la cuestión sobre el sentido y el carácter obligatorio de los m. de la I. Aquí hay que partir de que todos los mandamientos generales impuestos desde fuera tienen inmediatamente el fin de asegurar el - bien común y sólo indirectamente pretenden la perfección del individuo. Aquí sólo se trata de éste en cuanto se delimitan sus derechos y obligaciones para con la comunidad y el prójimo. Según esto los m. de la I. — como el derecho eclesiástico en general — tienen como fin inmediato garantizar la organización social de la Iglesia. Naturalmente ésta debe realizarse siempre en orden a su propio fin: la actualización sacramental de Cristo y de su obra en el mundo como signo y medio de salvación para todos los hombres. En consecuencia tienen sentido todos los m. de la I. que en este aspecto fomentan el bien común de la misma. En la medida en que son necesarios para ello pueden urgirse legítimamente y en un caso dado sancionarse mediante apropiadas -> penas eclesiásticas. Y viceversa, teniendo en cuenta el principio de -> subsidiaridad, nada puede prescribirse que no sea necesario para el bien común de la Iglesia. Teniendo en cuenta este principio fundamental no se opone resistencia alguna a la acción libre del Espíritu Santo, se deja un espacio para la propia iniciativa, y se hace posible asimismo para el ministerio eclesiástico, que también está bajo la acción del Espíritu, la realización de las tareas que le han sido impuestas al servicio de la Iglesia.

La cuestión de lo que se puede exigir para el bien común espiritual no siempre se plantea en forma suficientemente explícita. Así, p. ej., falta también una teoría acerca de la posible extensión de los impedimentos matrimoniales. Lo que de esta manera es necesario para el bien común de la Iglesia no se puede determinar a priori de una vez por todas, sino que depende de las circunstancias eclesiásticas cambiantes y debe hallarse a posteriori. Pero como las leyes han de tener la más larga duración posible con miras a la estabilidad del derecho, en consecuencia deberían redactarse con cierta amplitud, aunque a la vez con concisión, pues de otro modo no pueden cumplir su objetivo. Hasta cierto grado las dispensas son siempre necesarias a causa de la imperfección de la legislación humana, pero deben reducirse a un mínimum. De lo contrario no sólo surge la inseguridad jurídica, sino que nace el peligro de una tutela paternalista de los fieles.

4. Carácter obligatorio

El bien común eclesiástico exige una acción común y coordinada. Los fieles deberían cumplir los m. de la I. con una obediencia que se esforzara por comprender su importancia y significado para el bien común. De este modo, contribuirían a la edificación y conservación del cuerpo de Cristo no sólo por su obediencia, sino, en la misma medida, también por el ejercicio de la correspondiente virtud. En tanto los m. de la I. sirven a este fin, se transmite a través de ellos la -> ley divina, y en ese sentido obligan también moralmente. Por consiguiente, el carácter obligatorio de los m. de la I se mide por su función para el bien común. Sólo en la medida en que éste lo exige, puede el legislador exigir obediencia. Lo cual significa que el legislador por su mandato no constituye la voluntad de Dios como representante suyo, sino que la manifiesta por el ejercicio de su oficio. A este respecto hay que tener en cuenta cómo el legislador, ante la inseguridad subjetiva de los individuos acerca de lo necesario para el bien común, debe crear por medio de su mandamiento la unidad de juicio necesaria para la acción común. El creyente debe obedecerle en la medida en que una ley es necesaria para el bien común y se puede exigir su cumplimiento. Una ley innecesaria es injusta; si en un caso concreto su cumplimiento carece de sentido, cesa la obligación con relación a ella. Si parece oportuno un cumplimiento razonado, pero no literal de la misma, hay que obrar de acuerdo con la virtud de la -> epiqueya. Para tener una actitud equilibrada, que comprenda tanto la fidelidad a la ley como la responsabilidad propia ante los m. de la I., el creyente debe estar dispuesto a obedecer al legislador y a prestar el servicio concretamente exigido para el bien común de la Iglesia.

De acuerdo con lo dicho, de paso vamos a tomar posición con relación a la clásica controversia acerca de si el legislador eclesiástico puede exigir actos internos, o por el contrario su competencia se reduce a los actos externos y sólo indirectamente se extiende a los internos. No dudamos de que también se pueden exigir los actos internos necesarios para el bien común eclesiástico, pues a diferencia del caso del Estado, estos actos son esenciales para el fin de la Iglesia. La tesis de que los m. de la I. quedan cumplidos con tal se pongan los actos externos exigidos, ignora el carácter espiritual del derecho canónico; e igualmente ignora eso la idea de que una infracción contra los m. de la I. es sólo un pecado contra la obediencia. Más bien, o se peca contra las virtudes exigidas por los m. de la I., o no se comete ningún pecado.

5. Exigencias pastorales

Para la práctica, de esta concepción de los m. de la I. se desprende que es necesario esclarecer a los fieles de la mejor manera posible el sentido de cada mandamiento. A tal fin, conviene que mediante un diálogo público se discuta la oportunidad de los m. de la I. y se conceda a los fieles la posibilidad de influir en una configuración adecuada a los tiempos. Esto servirá siempre para el cumplimiento racional de los mandamientos de la Iglesia, pues en la esfera eclesiástica interesa (mucho más que en la profana) que las conductas exigidas se realicen partiendo de una convicción. Ya que en este caso se trata de la salvación de los hombres, que en el fondo exige una actitud personal ante la llamada de Dios.

Además la legislación eclesiástica debe guardarse del peligro de fundamentar y asegurar la vida espiritual de los fieles casi exclusivamente mediante los m. de la I. Semejante «socialización» de la vida espiritual se opondría a la acción libre del Espíritu Santo y sería perjudicial a la iniciativa personal de los fieles. Por consiguiente, los m. de la I. deben tratar de fomentar por igual el bien común eclesiástico y la posibilidad de un desarrollo espiritual libre. Los m. de la I. vigentes en la actualidad no siempre hacen justicia a la necesidad de un desarrollo conveniente de la propia responsabilidad. Por eso el papa ha creado una comisión para la reforma del derecho canónico, y también por esto se han realizado ya algunas modificaciones, p. ej., con relación al -> ayuno y a la > censura de libros. La tensión entre el bien común y el bien propio nunca podrá armonizarse definitivamente, ni siquiera en el ámbito de la legislación canónica. En definitiva el creyente debe superar esa tensión mediante un constante sentire cum Ecclesia, y ha de interpretar los m. de la I. aplicando una epiqueya bien entendida, en conformidad con la voluntad de Dios que se manifiesta en la conciencia y que, en definitiva, es la fuente de nuestra obligación. Por eso la formación pastoral debería conceder una importancia cada vez mayor a la capacitación de los fieles para un cumplimiento racional de los m. de la I. Para ello es necesario que se supere el individualismo religioso, muy extendido, en favor de una mayor conciencia comunitaria en la Iglesia. Con lo cual se fortalecerán asimismo la conciencia de la necesidad de m. apropiados de la I. y el respeto a su autoridad.

BIBLIOGRAFIA: Cf. los manuales de teología moral y de derecho canónico, espec. el tratado «De legibus». - O. Hafner: ThQ 80 (1898) 99-131 276-295; W. Burger: RQ 21 (1907) 169 ss; E. Dublanchy: DThC III 388-393; J. F. Servitje, Los preceptos de la Iglesia (Ba 21931); A. Villlen, Histoire des commandements de l'$glise (P 1936); J. Ho-finger, Geschichte des Katechismus (I 1937) 166 s; G. Ebeling, Kirchenzucht (St 1947); B. Häring, Die Stellung des Gesetzes in der Moraltheologie: Moralprobleme im Umbruch der Zeit, bajo la dir. de V. Redlich (Mn 1957) 133-152; W. Sucher: RGG3 III 1420 s; G. May, Das geistliche Wesen des kanonischen Rechts: AkathKR 130 (1961) 1-30; F. Sebastian Aguilar, Mandamientos y consejos evangélicos, en «Revista Española de Teología» 25 (1965) 25-77; B. Schaller, Gesetz und Freiheit (D 1966); B. Hdring, El mensaje cristiano y la hora presente (Herder Ba 1968) 129-132; 201-249.

Waldemar Mollnski