LAICOS
SaMun

Parece imposible exponer aquí todos los aspectos que se discuten bajo este tema. Por eso, sólo esbozaremos en una visión esquemática los cambios en la conciencia eclesiástica, en cuanto son importantes para nuestro tema. En un segundo paso, intentamos una síntesis de las declaraciones del concilio Vaticano II sobre los l. El que los l. ocupen en la Iglesia el puesto que les corresponde, no es tanto resultado de exhortaciones pastorales y de medidas de organización, cuanto fruto de la formación de la conciencia interna de la Iglesia, conciencia que está decisivamente determinada por la manera como aquélla se entiende y realiza a sí misma en el ámbito teológico.

I. Visión histórica

1. El Nuevo Testamento habla de la Iglesia como una comunidad que está definida frente al mundo por una relación especial con Dios creada por Jesucristo. Los miembros de esta comunidad, llamados kletoí, qgioi, mathetaí, adelfoi, son escogidos del mundo por el llamamiento que les llega de Cristo y quedan configurados en un pueblo peculiar (cf. 1 Pe 1, 10). A este pueblo y a todos sus miembros se aplican los enunciados que en el AT designan la peculiaridad y santidad del culto y de sus ministros: sacerdocio santo, realeza sacerdotal, templo espiritual (cf. 1 Pe 2, 9s; 1 Cor 3, 16s; 2 Cor 6, 16s; Ef 2, 19-22; Heb 10, 21s). Pero la elección no significa separación, sino santificación representativa y testimonio ante el mundo (cf. ->apóstol, ->representación). Dentro de este pueblo el NT conoce diferencias, en primer lugar a causa de los carismas (1 Cor 12, 7; 14, 26), y en segundo lugar a causa de la potestad y autoridad: ministros (1 Cor 4, 1; 2 Cor 3, 6; 6, 4), presidentes (Rom 12, 8; 1 Tes 5, 12; Heb 13, 7.17.24; Act 13, 1; 20, 28), pastores (Ef 4, 11), ancianos (Tit 1, 5), doctores (Act 13, 1; 1 Cor 12, 28). Se resalta el carácter comunitario de estos dones y ministerios particulares (cf. 1 Cor 12; véase ->oficio y carisma, potestades de la ->Iglesia).

2. La experiencia de la Iglesia primitiva como «pequeña grey», e igualmente de las persecuciones cristianas y del martirio de algunos miembros, intensifica en la conciencia cristiana los factores de separación y de solidaridad mutua. Paralelamente tiene lugar la diferenciación de la jerarquía de esta comunidad como imagen del orden divino y como representación de la autoridad de Dios y de Cristo. En la carta de Clemente (40, 6) se encuentra luego, hacia el año 95, por vez primera el concepto de Aatxós para designar al simple creyente a diferencia del representante del ministerio. La traducción latina plebeius conduce luego — sobre todo en un contexto espiritual cambiado — bajo el influjo del uso profano del término al sentido de «masa no cualificada» (Congar).

3. Para la posterior evolución en la edad media es fundamental la confluencia gradual, condicionada por diversas circunstancias, de Iglesia y sociedad terrena. La tensión y el contraste entre Iglesia y mundo se desplazan al ámbito interno de la Iglesia: al hombre espiritual (p. ej., el monje) se contrapone el que se ocupa de las cosas de este mundo. El contraste no se entiende tanto histórica y escatológicamente, cuanto moralmente: al mundo del espíritu se contrapone, poniéndolo en peligro, el mundo de lo carnal. De ahí se sigue que la verdadera condición cristiana se demuestra sobre todo en el desprendimiento del mundo. Sobre la Iglesia, único elemento estable en el derrumbamiento producido por las invasiones, se carga a la vez una función de orden en el ámbito político de los pueblos jóvenes. La misión de la Iglesia y la acción política se entremezclan de una manera peculiar y desconocida hasta entonces para la experiencia cristiana.

Estas circunstancias originan en los ministros de la Iglesia una aproximación a formas monacales de vida (p. ej., el celibato) y hacen de la jerarquía eclesiástica una peculiar magnitud sociológica (vestido propio, tonsura con consecuencias de derecho civil). La antítesis espiritual-secular se introduce como elemento para distinguir la jerarquía frente al simple creyente.

La cura de almas de la edad media consagra al l. una atención particular. Le pone delante sus deberes de estado y trata de ofrecerle ayuda para realizar una existencia cristiana dentro del mundo, aunque se la ofrece siempre de acuerdo con un ideal cristiano del tipo monástico. El l. sólo es ágios en un sentido metafórico; en el concepto de masa no cualificada entra un factor religioso. Laico en sentido plenamente positivo lo es el gobernante político, cuya formación se toma muy en serio y cuya acción es estimada como auténtico servicio a la Iglesia (cf. su consagración eclesiástica). Son una imagen fiel de este dualismo dentro de la Iglesia las variaciones que se realizan en la liturgia al pasar de la antigüedad a la edad media. Al clero que actúa se contrapone la comunidad oyente de los simples fieles, para cuyos ojos queda velado el misterio (lengua litúrgica, canon pronunciado en voz baja, coro, retroceso en la frecuencia de la comunión).

4. El humanismo, la reforma protestante, la organización de la sociedad política en la ->revolución francesa, que puso fin a la edad media, la dilatación del horizonte en la época de los descubrimientos y la superación de las fronteras del occidente cristiano trajeron la era de la emancipación del mundo y la conciencia de su propio valor y de su autonomía. Desde entonces el mundo se configura por razón de sí mismo y se niega a ser únicamente material para que la Iglesia se represente a sí misma. Por vez primera en su historia, la Iglesia se enfrenta con un mundo en el sentido pleno de la palabra, con un mundo consciente de sí mismo e ilimitado, donde los cristianos vuelven a ser la «pequeña grey». La Iglesia reacciona en este enfrentamiento primeramente con una redoblada actividad para afirmarse y defenderse a sí misma. La pastoral del siglo xix, p. ej., está determinada por el intento de asegurar dentro de este mundo islotes de la antigua cristiandad. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado son enfocadas bajo el ángulo visual de la defensa del espacio en que la Iglesia pueda moverse libremente (concordatos). En este esfuerzo se reclama de buen grado la ayuda del l., que ahora es estimado como experto en el dominio de un mundo cada vez más complicado. Pero su servicio a la Iglesia es destacado todavía frente al plano común de los cristianos, de acuerdo con una conciencia todavía medieval. Se encuentran soluciones de su relación con la Iglesia que ostentan todos lossignos de la transición; p. ej.: el mandato episcopal, la unión de su forma profana de vida con ideas monacales, la acción católica.

II. El concilio Vaticano II

Estas formas de transición eran, a la verdad, etapas necesarias en el camino evolutivo de una conciencia eclesiástica que tomó cada vez más en serio el mundo y su autonomía y había de tener sus consecuencias dentro del ámbito de la Iglesia. La tensión Iglesia-mundo recupera en un clima de pensamiento histórico su componente escatológica, y pierde a la vez su cualidad unilateralmente moral. La mentalidad de «propia defensa» cede el paso a la conciencia de misión de la Iglesia al mundo. Corre paralelo el desplazamiento de los focos de tensión mundo-Iglesia, pues el primero deja de hallarse en el interior de la Iglesia misma. Pierden consistencia las fronteras entre ministerio y fieles (clericalismo, anticlericalismo, que operan también dentro de la Iglesia). El estado laical cobra una conciencia hasta entonces desconocida de su peculiaridad en la vida eclesiástica. El concilio Vaticano II se ha apropiado esta experiencia viva de la Iglesia, reconociendo en ella la acción innegable del Espíritu Santo y dándole expresión magisterial. En el conjunto de su doctrina (y no sólo en los párrafos que atañen expresamente a los l.) ha proporcionado una multitud de elementos imprescindibles para el ulterior desenvolvimiento de una conciencia eclesiástica que conceda a los l. el lugar que les corresponde.

1. El capítulo segundo de la Constitución sobre la Iglesia desarrolla — partiendo de 1 Pe 2, 9s — la doctrina de la unidad de todos los miembros de la Iglesia, unidad que se funda en el llamamiento común a todos (voluntad salvífica universal de Dios, en ->salvación), en el bautismo y la confirmación y en la participación del triple oficio de Cristo. Estos puntos comunes anteceden a toda distinción, como lo indica ya el lugar de este capítulo en el conjunto de la constitución, lugar que le fue señalado en el curso de los debates conciliares.

Pero, evidentemente, este ->pueblo de Dios existe en la historia como comunidad jerárquica. Al sacerdocio común a todos los fieles (con alusión clara a la doctrina formulada en la reforma protestante sobre el sacerdocio universal, que operó siempre como contrapunto en la discusión católica preconciliar) se contrapone el sacerdocio ministerial, que se distingue esencial y no sólo gradualmente del primero, y debe su origen a la institución divina (III n.0 28).

Otro elemento de distinción son los dones particulares del espíritu (carismas), esparcidos por la comunidad. Éstos son signos de la vivificación del pueblo de Dios por el único Espíritu y se distinguen en su concreta forma histórica.

El concilio resalta la idéntica función comunitaria de estos oficios y dones diversos, la cual sirve luego de base para la exhortación a que los distintos ministerios se subordinen entre sí (p. ej., II n° 10, 17).

2. El capítulo cuarto de la Constitución sobre la Iglesia habla de la posición propia del l. en el conjunto de la Iglesia, y constituye la base del Decreto sobre el apostolado de los seglares. El l. no se distingue de la jerarquía y del estado religioso por una menor cuantía en la participación y realización de la existencia cristiana, sino por su posición en el mundo (cf. la descripción del concepto de «laico» en iv n° 31, así como la acentuación constantemente repetida del llamamiento y de la dignidad comunes a todos). Ahora bien, la vocación cristiana siempre implica la obligación de tomar parte en la misión salvadora de la Iglesia misma (rv n° 33); «el apostolado es deber y derecho común a todos, clérigos y laicos» (Apostolado de los seglares, n.° 3, 25). La vocación al apostolado se da en el bautismo y la confirmación, y no por un mandato especial de la jerarquía, que sacara al individuo de la masa de los demás (cf. la expresión irónica «católico de profesión» usada en Alemania, y la expresión «católico militante» usual en los países latinos). Los textos conciliares para designar esa actividad seglar usan las palabras tradicionales «apostolado de los l.», pero dándoles una acepción tan alejada del sentido literal originario, que son menester minuciosas explicaciones para no caer en el peligro de restringir esta actividad a una «colaboración espiritual». De acuerdo con estos textos no hay que partir de un dualismo intraeclesiástico sacerdote-creyente o de la antítesis espiritual-secular (a la Iglesia le conviene el carácter secular en su conjunto (al l. no le conviene exclusivamente, sino sólo de manera particular, iv n° 33); más bien habría que poner en primer término la unidad de la cualidad cristiana común a todos y de la misión a todos encomendada, y explicar luego en este marco la diferencia de los ministerios o servicios particulares.

Partiendo de la visión de esta unidad y del hecho de que los distintos servicios — si quieren alcanzar el fin común a todos — están referidos unos a otros (cf. la exhortación a la modestia dirigida a los ministros, que deberían saber «que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvadora de la Iglesia en el mundo», iv n.° 30); partiendo de la unión viva con Cristo como condición de la fecundidad de la actividad de los l. (unión que los remite a los representantes de la palabra y de los sacramentos; Apostolado de los seglares I n.° 4, vi n° 28s), y de su apertura espiritual para el estado religioso en su testimonio de que «el mundo no puede transformarse sin el espíritu de las bienaventuranzas» (IV n° 31); en un espíritu de fraternidad (XV n° 31) y de respeto de la competencia que incumbe al otro y de la libertad que de ahí se deriva (cf. XV n° 37 y el deber de obediencia de los l., que se delimita puntualmente en II n° 25 y IV n° 37), deberían luego trazarse las distintas formas de organización en que se realiza la cooperación del l. en la vida y misión de la Iglesia, formas a las que se refieren los textos conciliares en muchos pasajes (cf. Constitución sobre la Iglesia, IV n° 33; Apostolado de los laicos, IV y v; Decreto sobre los obispos, I n.° 10, II n° 27; Decreto sobre la actividad misional, II n.° 21). El concilio se abstiene de precisar detalladamente cuáles son tales formas, y ofrece así la oportunidad de soluciones flexibles, adaptadas a las eventuales circunstancias. Pero, en todo caso, esas soluciones no deben malograrse ni por pereza, ni por construcciones que se orientan sin espíritu crítico por modelos y lemas políticos, y por tanto no responden suficientemente a la constitución propia de la Iglesia.

La conciencia de la unidad del pueblo de Dios dependerá en gran parte del éxito en la reforma litúrgica, que can su orientación a una «participación plena, consciente y activa de todos los fieles» y con distintas medidas (sencillez e inteligibilidad de los ritos, empleo de la lengua materna, distribución de las distintas funciones litúrgicas) da impulsos para la evolución, y a la vez ofrece un criterio para lo ya logrado o lo que aún está por alcanzar.

3. Factor importante de la formación de la conciencia eclesiástica de los l. es además la indicación del fin de su misión peculiar. El concilio intenta dar esa indicación en diversos pasajes, más describiendo que definiendo con precisión. Para entender rectamente estas descripciones (p. ej., «presencia eficaz de la Iglesia en el mundo», «testimonio por la fe, esperanza y caridad», bien por la propia palabra, bien por la predicación de la palabra [evangelización]; «ordenación de las cosas temporales»; «santificación del mundo»), hay que situarlas sobre el fondo de la relación entre el orden creado y el de la redención. La definición de la Iglesia, dada al principio de la Constitución sobre la Iglesia, como «sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (i n.° 1) — con lo cual se resalta el carácter misional de la Iglesia —, se despliega en lo que sigue bajo una perspectiva histórico-escatológica (vil n° 48) y cósmica (Constitución pastoral, rv n° 45; cf. también m n° 39).

Esta recapitulación encarnacionista del crear humano y de la historia profana en Cristo (en dependencia de Ef 1, 10) prohíbe todo dualismo que disocie ambos órdenes, que yuxtaponga simplemente la Iglesia y el mundo (sin interés mutuo) y disgregue la recién ganada visión de la Iglesia en especialistas para lo natural (l.) y especialistas para lo sobrenatural (clero). Por el repudio implícito de una teología ahistórica de estratos sobrepuestos se ve claramente que la actividad antes mencionada del l. en el mundo debe entenderse como una magnitud teológica y salvífica. La «ordenación de las cosas temporales» y el «testimonio» (evangelización) no son dos actos separados, sino que deben ponerse al mismo tiempo en el único y mismo esfuerzo humano. Sólo la renuncia al dualismo expuesto permite también que tenga efecto lo que el concilio dice sobre el sentido de la configuración humana del mundo (Constitución pastoral, III n° 35, IV n.° 43).

Mas como la unidad de ambos órdenes se funda en el fin y en el designio salvífico de Dios, pero no en un hecho que sea ya actual; como además el pecado pone en riesgo la convergencia de la dinámica humana e histórica en Cristo (Constitución pastoral, III n.0 37, IV n.o 45); el concilio habla de la recta autonomía de las realidades terrenas (Constitución pastoral, II n.° 36). Efectivamente, la Iglesia y el mundo no coinciden sin más, sino que están en diálogo recíproco (Constitución pastoral, LV n.° 40) y se penetran mutuamente. Para el l. nace aquí la tarea particular de tomar en serio el mundo en su sentido propio y de trabajar juntamente con todos los otros hombres en su desarrollo (Constitución pastoral, III n° 43). Sobre la conciencia del l. pesa la carga de sostener los conflictos que le plantea el hecho de ser ciudadano de la sociedad profana y simultáneamente de la eclesiástica (Constitución sobre la Iglesia, IV n° 36; Constitución pastoral, IV n.° 43).

El seglar puede pedir ayuda a sus pastores, pero no esperar de ellos soluciones concretas. Pues en realidad la Iglesia no está ligada a ningún sistema social terreno; de ahí que se prohíba a sí misma prescribir modelos concretos de orden político, económico o social, o falsificar su misión extendiéndola al dominio terreno (Constitución pastoral, iv n° 43). Cuando los cristianos, al juzgar una situación terrena concreta y la acción que se impone en ella, llegan a una solución independiente — «como sucede con frecuencia y, por cierto, legítimamente» (Constitución pastoral, IV n.° 43) —, se les garantiza la libertad para hacerlo (Constitución sobre la Iglesia, IV n° 37). Por eso, las expresiones empleadas por el concilio, tales como «ordenación de las cosas temporales» y «santificación del mundo», requieren una interpretación, en la cual han de estar presentes tanto el conocimiento de la fuerza normativa de la revelación como la inteligencia histórico-salvífica de la mundanidad del mundo. Están vedadas interpretaciones como la de una única «política cristiana» o una única «ordenación social cristiana», en el sentido que usualmente revisten esas frases.

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Ernst Niermann