INSPIRACIÓN
SaMun

1. «Muy gradualmente y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres mediante los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos habló por el Hijo, al que nombró heredero de todas las cosas, por medio del cual, igualmente, creó los mundos y los tiempos» (Heb 1, 1s). Este texto nos invita a ver el sentido teológico de la i. desde el misterio de la salvación, en cuyo centro está Cristo como la palabra universal y definitiva, como plenitud de la -> revelación. Según la carta a los Hebreos, la misma importancia central corresponde a la acción creadora del Hijo, a su manifestación en el mundo; pues a la aparición de la única Palabra precedieron como mensajeras muchas otras palabras — cada vez más numerosas y frecuentes —, que alcanzaron finalmente en Cristo su punto culminante. La palabra reveladora que apareció en Cristo sigue hablando en sus apóstoles: «Esta salvación fue inaugurada por la predicación del Señor; y los que la escucharon nos la confirmaron a nosotros» (Heb 2, 3). Por tanto, la i. ha de verse en relación con el misterio central de la -4, encarnación, en el ámbito del misterio de la Palabra; y no ha de separarse de la -> creación, que en su orden cósmico hace visible a Dios. Todas las cosas, incluidos los libros inspirados de la sagrada -> Escritura, tienen su subsistencia en Cristo. Es una doctrina constantemente enseñada por los padres que la revelación del AT es revelación de Cristo: «En ellos está presente la "Palabra" y habla sobre sí misma. Y así ésta fue su propia precursora» (HIPóLITO: PG 10, 819). Lo mismo que la encarnación, el misterio de las palabras pronunciadas por Dios en distintos tiempos y de diversas maneras es una obra del Espíritu Santo. El concepto de inspiratio conserva la relación semántica al concepto de «espíritu». Por esta razón hemos de ver la i. de la Escritura como una acción viva y eficaz del -> Espíritu, Santo. El aliento de Dios, que llena la creación, da la vida a los hombres y llama a aquellos que anuncian la voluntad salvífica de Dios, obra también en los profetas, que como «hombres del Espíritu» están inspirados. Lo mismo que este Espíritu, también su palabra inspirada da vida y fuerza (Heb 4, 12). La operación del Espíritu en la economía salvífica generalmente es llamada carisma. En este contexto de los -> carismas se halla la i., que ha de verse en relación con toda la vida de Israel y de la Iglesia.

La i. es un misterio de la Palabra y un misterio de la vida o, más concretamente, es revelación por la Palabra. Dios se manifiesta a sí mismo en toda su operación hacia fuera. Podemos distinguir tres estadios fundamentales de esta «revelación». En primer lugar la manifestación a través del mundo visible como huella o destello de Dios; y así el hombre, por una visión simbólica de la realidad o por una deducción racional, puede conocer a Dios a través de la naturaleza (Pablo habla en este contexto de un conocimiento interno, nooúmena: Rom 1, 20 [cf. posibilidad de conocer a ->Dios]). En segundo lugar Dios interviene en el colosal escenario de la creación a través de milagros, signos y acciones especiales, realizados en la historia de la humanidad; todo eso da al hombre la posibilidad de un conocimiento más intenso de Dios. En tercer lugar Dios habla al hombre en la historia. Esta comunicación de -> Dios mismo por la -> palabra es la forma suprema de la revelación. En el primer estadio conocemos el ser y algunos atributos de -> Dios, en el segundo se nos dan a conocer ciertas constantes del comportamiento de Dios con los hombres (los caminos de Dios), y en el tercero tenemos acceso a su persona. La persona, que se manifiesta en la palabra, arroja luz sobre las otras realidades — la naturaleza y la historia — y las hace transparentes para Dios. La revelación de Dios por la palabra descubre el sentido del mundo visible (p. ej., Sal 104); bajo la luz de la palabra divina el hombre conoce su limitación, su polaridad (Sal 139) y su existencia pecadora (p. ej., Sal 51); la palabra revelada de Dios interpreta el sentido de la historia como historia de la -> salvación.

El misterio de la i. como «encarnación» consiste precisamente en que Dios nos habla a través de hombres. Su palabra divina es realmente humana; la pronuncian hombres de una época determinada para una sociedad concreta, de modo que ellos no se limitan a repetirla.

2. El texto inspirado es palabra humana. El hombre es imagen y destello de Dios, y lo es también en su palabra. En cuanto Dios crea un mundo ordenado, se revela. Y en cuanto el hombre vuelve a crear el mundo en la palabra, también se revela a sí mismo. Dios se encarna en el hombre, su imagen; y su palabra toma cuerpo en el -> lenguaje, imagen del hombre y segunda imagen de Dios. El lenguaje es comunicación y vuelve hacia sí en el diálogo, que constituye su consumación. En cuanto comunicación en la comunidad, posibilita al hombre su propio conocimiento y le obliga a conocerse. Puesto que el hombre debe expresarse, comunicarse, él se concentra, pone un orden en sus experiencias y dispone sobre ellas en su reflexión; a la vez las conserva en la memoria y puede con facilidad hacerlas nuevamente presentes. La conversación no es una mera suma de comunicaciones objetivas, sino a la vez elevación de la tensión y condensación del contenido en el encuentro mutuo. Así el lenguaje del que Dios se sirve es también una conversación con los hombres. Evidentemente, esta apertura de Dios no confiere a su esencia ninguna perfección nueva; pero, en cambio, el hombre se eleva y perfecciona en el diálogo con Dios, por cuanto él oye y responde. Los Salmos son respuestas del hombre inspiradas por Dios, revelación en forma de diálogo: «Recuerde cada uno que en las palabras de los profetas oímos al Dios que habla con nosotros» (Juan CRISÓSTOMO: PG 53, 119). En cuanto el hombre debe responder a Dios, se conoce a sí mismo; y en cuanto él responde a Dios con palabras inspiradas o divinas, se conoce a sí mismo bajo la luz de Dios y bajo la luz de su palabra.

El lenguaje es una realidad social e histórica. Bajo los dos aspectos rebasa al individuo que lo habla. En la dimensión social porque el acto de hablar es realización del lenguaje; nosotros adoptamos el idioma de nuestra sociedad, con su riqueza, su carácter multiforme y sus concomitancias. Por así decir, la sociedad habla a través del individuo, y éste habla como miembro de la comunidad: en su nombre, ante ella y para ella. Esa dimensión también es propia de la i. Pero, además, el lenguaje excede al individuo en la dimensión histórica, pues le precede siempre y supera en el contexto histórico (en las estructuras fijas, en el proceso semántico, etc.). La i. integra también esta dimensión en una unidad superior. No podemos representarnos la i. de la Escritura como actos estrictamente individuales al margen de la sociedad, o como intervenciones sueltas desde fuera. Aunque los autores inspirados en cuanto individuos no se hallan en una línea continua, sin embargo, a través de ellos la i. toma como medio una lengua concreta, que representa una realidad social e histórica.

Conocemos a muchos autores inspirados — hombres llevados del Espíritu Santo (2 Pe 1, 21) —, a unos sólo por sus obras, a otros por su nombre. Y hemos de conceder que ellos hablan un lenguaje perfectamente humano y, a veces, también profundamente humano. Pero a la vez reconocemos en ese lenguaje un idioma que es en igual medida perfectamente divino, el idioma del Dios «que habló por los profetas». ¿Cómo es posible que un mismo lenguaje sea a la vez locución de Dios y locución del hombre? Topamos aquí con el problema teológico de la i., la pregunta auténtica y central que nos lleva al núcleo del misterio. Si queremos adelantar en la inteligencia de este misterio, ante todo hemos de verlo en conexión con el misterio central de la encarnación. Los autores medievales hicieron siempre hincapié en esta relación: «Las muchas palabras que Dios ha pronunciado son una sola palabra, la única palabra que es él mismo hecho carne» (RUPERTO DE DEUTZ, In Jn 1, 7). En forma parecida se expresó Pío xii. «Pues, del mismo modo que la Palabra substancial de Dios se ha hecho semejante en todo a los hombres excepto en el pecado, así también las palabras de Dios — expresadas en un lenguaje humano — se han hecho semejantes en todo al idioma humano excepto en el error» (EnchB 559; cf. Dei Verbum III, 13). ¿Pero cómo ha de concebirse esta acción del Espíritu Santo que convierte una palabra humana en palabra de Dios? ¿Dónde comienza esa acción? Podemos decir con seguridad que no se hace palabra de Dios lo que era palabra puramente humana. La Iglesia no puede convertir en palabra de Dios lo que en sí es palabra humana (cf. Vaticano 1, De revelatione, cap II: Dz 1797). Así como Cristo no es primero puro hombre y luego es asumido por el Verbo de Dios, del mismo modo el Espíritu Santo no asume un lenguaje preexistente y plenamente configurado para elevarlo a la condición de palabra de Dios. Hemos de buscar la acción divina de la i. en el origen mismo o la génesis de ese lenguaje. Es muy distinto el caso del material usado, que a veces consiste en experiencias, intuiciones, etc., todavía no configuradas lingüísticamente, y otras veces consiste en piezas ya configuradas que el autor usa como tales para su composición. De manera semejante el cuerpo de Cristo no es una creación nueva del Espíritu Santo a partir de la nada, o una transformación de materia inorgánica en materia orgánica. Por tanto, hemos de poner el principio de la i. allí donde comienza el proceso de nacimiento de una determinada obra literaria. ¿Cómo hemos de concebir este proceso? En el fondo eso no es una cuestión teológica, sino una pregunta que pertenece al ámbito de la psicología del lenguaje o del fenómeno de la creación literaria. Pero los resultados de esta ciencia pueden esclarecer el proceso de la inspiración.

3. Con relación a los autores inspirados hemos de resaltar ante todo su diversidad. La i. es una acción viva, con muchos estratos y con capacidad de acomodación. Esto aparece si nos fijamos en los autores del AT y en los del NT. En el AT hemos de distinguir ante todo entre profetas y maestros de la sabiduría. El profeta recibe de Dios un impulso y contribuye por su parte con todo aquello que se refiere a lo instrumental (-> profetismo). El impulso divino puede ser como un fuego irresistible (Jer), como un rollo devorado que luego se convierte en palabra profética (Ez 3, 1-5), como el rugir de un león que halla su eco en las palabras del profeta (Am 3, 8), como una visión que se presenta en el interior del espíritu (Jer 1). Con el impulso divino comienza la actividad literaria, que luego halla su conclusión en la obra terminada. El proceso entero — desde el primer esbozo hasta la consumación — está bajo una dirección singular del Espíritu de Dios. El maestro de la sabiduría se detiene en experiencias y reflexiones; él no se refiere a revelaciones divinas, ni experimenta en su conciencia ningún impulso superior. Sin embargo, aunque no note ninguna fuerza divina, no obstante, el proceso de su creación literaria está sometido a la acción del Espíritu Santo. El historiador bíblico procede de una doble manera: o bien ha experimentado los acontecimientos, o bien estudia los archivos de la corte; pero también puede recibir una iluminación que le esclarezca el sentido de los acontecimientos. De todos modos la configuración literaria se produce bajo el influjo del Espíritu Santo. Todo eso es palabra de Dios; no se debe insistir excesivamente en la distinción entre verba Dei e ipsissima verba Dei.

En el NT aparece una nueva dimensión: todo lo que anuncian y consignan los apóstoles es una resonancia de las palabras de Jesús. Esta resonancia de Cristo como palabra o, más exactamente, de sus palabras, no se produce por una memoria privilegiada de los autores, sino por una operación del Espíritu de Cristo, que es enviado por el Padre y el Hijo (cf. Jn 14, 26; 16, 13). No podemos ir demasiado lejos en la búsqueda de las ipsissima verba Christi; también aquello que no es palabra de Jesús constituye una prolongación e interpretación de sus palabras. A la distinción antes mencionada con relación a los autores inspirados, podríamos subordinar otra que se refiere a los tipos de la creación literaria. Y así puede tratarse de un trabajo intelectual, o de la exposición de una vivencia, o de la articulación de una intuición grandiosa, o de la elaboración de una tradición, reduciéndose a veces la actividad del autor a repetir lo recibido o a un trabajo de amanuense. Hallaríamos ejemplos bíblicos de todas estas modalidades, los cuales nos mostrarían la variedad de comunicaciones que Dios ha inspirado en diversos tiempos y de múltiples maneras. Bajo el aspecto social cabe hacer esta división: algunos autores inspirados son portavoces de su grupo social, otros se presentan como caudillos (Is), otros como espíritus discutibles (Jer). Unos se anticipan a su tiempo, y otros son individualidades solitarias (Ecl). Pero todos dejan lugar para la operación del Espíritu Santo. Si quisiéramos ordenar sistemáticamente esta multiplicidad, deberíamos mencionar un elemento cognoscitivo, un elemento volitivo y un factor temporal. Pero quizá fuera más útil anteponer la multiplicidad al esquema esbozado bajo un determinado punto de vista, para reconocer con admiración que «el Espíritu Santo sopla donde quiere».

A fin de entender el lenguaje humano, que a la vez es palabra de Dios, los teólogos han recurrido a diversos símbolos, o conceptos, o «modelos». La representación más extendida ha sido la del instrumento (cf. EnchB 556), pues éste es una experiencia primigenia del homo faber y del homo ludens. Los padres prefirieron la imagen del instrumento musical, en el cual se pone de manifiesto sobre todo la inmediatez, la unidad con el artista, y la compenetración íntima de melodía y tono. Agustín habla de órganos corporales — boca, mano — e insinúa en el mismo contexto la idea del cuerpo místico (PL 34, 1070). Apoyándose en esta imagen la escolástica sostuvo una discusión metafísica sobre la causalidad instrumental. Tomás de Aquino reconoce los límites de esta imagen y habla de un quasi instrumentum. Del mundo de las cancillerías y del trabajo literario procede la imagen del dictado, que, sin embargo, no ha sido aplicada a la i. en el sentido moderno — escribir al dictado —, sino en el sentido de una colaboración armónica con el secretario, que contribuye a la configuración lingüística y a la elección acertada de las palabras. Del mundo político y diplomático procede la imagen del mensajero: el hagiógrafo es un enviado que no transmite el mensaje en forma puramente material, sino que actúa con responsabilidad propia. A estas tres imágenes tradicionales podemos añadir otra sacada del campo literario, la cual, por su parentesco interno con el proceso de la i., puede esclarecer el misterio del lenguaje humano y divino. Un mal novelista o dramaturgo pone sus propias palabras en boca de sus personajes. En cambio, un buen novelista o dramaturgo es a la vez un configurador con fuerza creadora y un servidor desinteresado de sus personajes. Él no los manipula, sino que habla desde el interior de los mismos según su propia peculiaridad, de modo que el lector puede decir: Aquellas palabras proceden tanto del personaje como del autor. Si se abusa de esa imagen, ella pierde su valor, como sucede cuando al instrumento humano se le atribuye un comportamiento meramente pasivo y mecánico, o cuando se ve en el delegado un mero reproductor mecánico o en el escritor un mero secretario. A manera de resumen podemos decir: Dios es el autor principal y el hombre es el autor subordinado de los libros inspirados.

4. Libros inspirados. Hasta ahora hemos considerado el proceso y la peculiaridad de la i. en el prisma del autor inspirado (2 Pet, 21); pero, según la Escritura, también sus libros están inspirados (2 Tim 3, 16), o, más exactamente, los autores están inspirados en función de la palabra, y la comunicación objetiva tiene la i. en función de la obra, que es el objeto duradero. Los padres dieron la primacía a la segunda fórmula: «Escritura inspirada.» No obstante nos hemos detenido en los autores mismos para resaltar con toda claridad que la i. no se añade accesoriamente a la obra terminada. Pasamos ahora a estudiar la realidad inspirada que sigue viviendo en la Iglesia: «Estas cosas les sucedían como hechos figurativos; y fueron consignadas por escrito para que sirvieran de advertencia a nosotros, que hemos llegado a la etapa final de los tiempos» (1 Cor 10, 11).

Decimos que Dios nos habla, que su palabra viva llega a nosotros. Y la encíclica Divino afflante Spiritu afirma que Dios ha asumido el lenguaje humano «con excepción del error» (EnchB 559). Por tanto no parece ilícito investigar la palabra de Dios bajo algunos aspectos del lenguaje humano. K. Bühler distingue tres funciones del lenguaje: manifestación, operación (por la llamada, la comunicación, etc.) y referencia al objeto (designación, orientación, representación). Estas tres funciones constituyen un todo orgánico en la vida cotidiana. De una manera análoga podemos distinguir diversas funciones en la palabra de Dios: manifestación, por la que Dios abre su persona al conocimiento humano; operación, por la que Dios actúa en el que recibe su palabra; y referencia al objeto, por la que nosotros conocemos los hechos y verdades salvíficos. Nosotros vemos aquí tres aspectos de una única realidad y no ámbitos separados de la palabra pronunciada. Quien redujera el concepto de i. a frases claramente formuladas, lo limitaría arbitrariamente. En ese caso una gran parte de la Biblia, que es mera repetición, sería superflua; y la Biblia entera sería superflua, pues sus verdades pueden hallarse con mayor claridad en cualquier catecismo. Amoroso como un padre con su hijo y no distanciado como un maestro, nos instruye Dios sobre su palabra (Dt 8, 5). La palabra humana encierra en sí una fuerza capaz de obrar en los demás, de moverlos, de impresionarles; pero no de una forma ineludible, pues el oyente puede resistirse a tal acción. No podemos negar esta eficacia a la palabra divina, pero hemos de situarla dentro del plan salvífico de Dios, que es el único contexto donde opera la palabra divina. Y hemos de distinguir esa eficacia de la que corresponde a los sacramentos, no pudiendo identificarla tampoco con aquella moción interna que se produce por la lectura creyente de la Escritura. Semejante explicación no haría justicia a la sagrada Escritura, «que tiene el poder de instruirte para la salvación por la fe en Cristo Jesús..., y es útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en la virtud...» (cf. 2 Tim 3, 15ss). «Porque la palabra de Dios es viva y operante, y más tajante que una espada de dos filos...» (Heb 4, 12). Y esa explicación tampoco estaría en consonancia con la doctrina y práctica de los padres. La eficacia de la Escritura está en la palabra misma; y su aceptación se realiza en la dimensión de la -> fe.

El lenguaje se mueve esencialmente en tres planos: el cotidiano, el técnico y el literario. El lenguaje cotidiano es el idioma de la comunicación personal. De allí surge por un proceso de eliminación el lenguaje técnico que busca la mayor precisión posible en los conceptos y enunciados y se libera de lo subjetivo y personal, de lo individual y concreto, para alcanzar una validez absoluta. El idioma literario, en su búsqueda de plenitud, intensidad y fuerza, hace más denso el lenguaje cotidiano. Da expresión a determinados valores y usa símbolos globales con muchas significaciones. Por tanto, el lenguaje literario es mucho más rico y menos exacto que el técnico. ¿En cuál de estos tres planos fundamentales hallamos la palabra de Dios? «Multifarie multisque modis». Aunque en la Escritura encontramos momentos del lenguaje cotidiano y tramos enteros del idioma técnico (ceremonias, leyes...), sin embargo su lenguaje es esencialmente el literario. Lo cual no sorprende si tenemos en cuenta que éste es mucho más apropiado para expresar la riqueza de la vida de Dios y sus admirables designios. Los símbolos, que abarcan y trascienden el mundo de las cosas, son mucho más aptos para dar expresión a la plenitud del misterio. Fue un error el interpretar el lenguaje de la Escritura en el sentido técnico (de la astronomía, de la física, etc.). Este carácter literario ayuda a entender dos hechos importantes, que se complementan mutuamente. En primer lugar, con ello se hace comprensible la riqueza inagotable de la Escritura. Los autores medievales hablan de esto con un lenguaje redundante, y así designan la Escritura como tesoro, banquete, océano, torrente, abismo, etcétera. Con el mismo brillo de imágenes ha hablado de la Escritura el movimiento bíblico. En segundo lugar, con ello se hace también comprensible por qué esa riqueza, que ha de resaltarse siempre, jamás puede agotarse totalmente. El descubrimiento de esta riqueza ha de hacerse en consonancia con la Escritura y con las instituciones descritas en ella a las que se ha prometido el Espíritu Santo. Ese vivo entender, formular y conservar — garantizado por el Espíritu — de las riquezas de la palabra divina se realiza en la -> tradición, que tiene el supremo garante de su credibilidad en el —> magisterio eclesiástico.

5. Podemos distinguir entre el lenguaje hablado y el escrito. Hablar es un acto más originario de la existencia humana; escribir es una actividad derivada, que, sin embargo, se ha hecho indispensable en nuestra cultura para la conservación de las creaciones espirituales. Hay una composición oral y otra escrita. Ninguna se halla fuera de la i. Por ejemplo, no se puede suponer que un salmo antes de su consignación no era palabra de Dios. Por otro lado, puede haber en la composición un estrato oral y otro escrito, con mayor contenido que el primero y nacido en un nuevo ambiente. La Escritura es la forma escogida por Dios: a) para la redacción de muchas obras inspiradas; b) para su conservación en la Iglesia (cf. 2 Cor 10, 11). Pero hemos de advertir que la Escritura es un mero diseño, una partitura que debe ser interpretada, una palabra que sólo recupera la vida en el acto de su nueva creación. Quien lee rectamente un texto literario, le da nueva vida, pues lo hace existir de nuevo; y quien en el Espíritu da vida a la palabra inspirada, recibe la vida del Espíritu divino. Todavía hemos de mencionar un aspecto de esta relación: las sentencias proféticas ya existían como palabra de Dios antes de su consignación; e igualmente, antes de componerse el NT existía ya una buena parte del mismo como tradición oral de la Iglesia primitiva, como palabra de Jesús. Por la fijación escrita no deja de existir la palabra oral, sino que ésta sigue viviendo en el texto escrito.

6. El lenguaje bíblico se formó normalmente para las obras literarias, y no para un torrente indeterminado de palabras. La obra literaria existe visible y palpablemente como un todo articulado. En cuanto obra unitaria puede pertenecer a un —> género literario y utilizar motivos literarios tradicionales; une la i. artística con la madurez de escuelas literarias, usa diversos medios estilísticos; es una obra del autor, muestra su peculiaridad, y a la vez, por el carácter social e histórico del lenguaje usado, se presenta como sedimentación de un mundo más amplio que el de la persona que la escribió. Y aunque se halla cerrada como obra, sin embargo está abierta para su recepción en una nueva y más alta forma de pensamiento. Permaneciendo idéntica consigo misma, cada creación nueva le da un nuevo carácter por la actividad espiritual del lector; y estando enmarcada en la vida de un pueblo o de una generación, puede adquirir validez para otros pueblos y generaciones. La i. no excluye ni suprime estas peculiaridades de la obra literaria, sino que, por el contrario, las asume y las eleva a un nuevo plano de ser, de sentido y de eficacia. Del carácter literario de la obra se deduce también que las partes existen en dependencia esencial del todo, y no viceversa. Por tanto, no se puede concebir la Biblia como una indeterminada e inconexa colección de frases particulares inteligibles por sí mismas. Cada palabra, cada frase ha de verse en su dependencia de todo el libro y del autor, o de toda la época. De acuerdo con esta unidad superior de la Escritura, cada libro ha de entenderse en relación con el todo de un proceso temporal y como parte del mismo, por ejemplo, en relación con una controversia (Ecl, Job). Y todo el AT debe verse en su ordenación a su punto cumbre en el NT.

7. De la acción inspiradora del Espíritu Santo se deducen ciertas consecuencias (que algunos autores llaman «efectos»). El primer efecto de la i. consiste en convertir en palabra de Dios el lenguaje inspirado; prácticamente, en la Biblia «palabra inspirada» y «palabra de Dios» coinciden. La primera fórmula se refiere más directamente al Espíritu Santo, y la segunda, hace referencia en primer plano al Verbo. Como palabra de Dios la Biblia posee un peculiar poderío salvífico, que es ejercido por su uso en la -> liturgia, en la predicación bíblica y en la lectura de la —> Escritura. Las sagradas Escrituras «tienen el poder de instruir para la salvación por la fe en Cristo Jesús» (2 Tira 3, 15). En cuanto palabra de Dios la Biblia contiene la doctrina de la salvación en una forma peculiar. Esa doctrina es desarrollada, formulada y explicada en las definiciones dogmáticas, en la enseñanza ordinaria del magisterio eclesiástico, en los esfuerzos intelectuales de los teólogos y en la instrucción religiosa. Naturalmente, esto tiene como consecuencia una cierta transposición del lenguaje y vuelve siempre a situarnos ante el problema de los límites legítimos. ¿En qué medida el idioma de los teólogos puede alejarse del lenguaje bíblico? ¿Qué enseñanza religiosa es mejor, la bíblica o la dogmática? Concedemos la necesidad de esta transformación lingüística, pero vemos sus peligros y límites, y queremos mantener vivo el contacto con el lenguaje inspirado. Si formamos al niño en este lenguaje, lo introducimos connaturalmente en un mundo no falsificado de expresión religiosa y de diálogo auténtico con Dios. Si bien en este campo es muy importante mantener un alto grado de movilidad, sin embargo no parece aconsejable un alejamiento total de la palabra inspirada en la educación cristiana.

Como palabra inspirada la Escritura no puede afirmar nada que sea falso. Si dijéramos lo contrario, afirmaríamos que Dios con su persona avala el error. Usando una fórmula negativa, a esa propiedad de la Escritura le damos el nombre de «inerrancia». Ésta es doctrina universal y constante de la tradición. Pero la formulación negativa ha de verse junto con su término correlativo positivo: la verdad. Verdad es exposición, descubrimiento y luz, que como tal nos hace ver. También acerca de la palabra inspirada puede decirse: «Bajo tu luz vemos la luz» (Sal 36, 10).

8. Con relación a las declaraciones del magisterio eclesiástico, véase DS: Indice sistemático A 7ba. Sobre la formación del —> canon, véase el artículo que lleva este nombre. Hemos de resaltar especialmente el concilio de Florencia (año 1442; Dz 706) en su decreto doctrinal para los jacobitas. Aquí leemos que «un único y mismo Dios es el autor del AT y del NT, es decir, de la Ley, de los Profetas y del Evangelio; pues por i. de un mismo Espíritu hablaron los santos de ambos Testamentos. La Iglesia recibe sus libros con veneración».

El concilio de Trento (año 1546; Dz 783) repite esta doctrina enumerando todos los libros en el decreto De canonicis Scripturis. La argumentación del Tridentino va dirigida especialmente a la cuestión del canon.

El Vaticano I (año 1870; Dz 1787) enseña explícitamente el hecho de la i. en la constitución dogmática De fide catholica, cap. 2 («Sobre la revelación»), donde dice: «Están escritos por i. del Espíritu Santo y tienen a Dios por autor.»

Esta doctrina se repite y robora en las encíclicas de León XIII, Providentissimus Deus (año 1893; Dz 1943 1950-1952); de Benedicto xv, Spiritus Paraclitus (año 1920; Dz 2186); de Pío xii, Divino afflante Spiritu (año 1943; Dz 2293: idea de instrumento y género literario) y Humani generis (año 1950; Dz 2315).

El Vaticano II, en la constitución dogmática Dei Verbum sobre la revelación divina (n.° 7 y capítulo 3: «La i. divina y la interpretación de la sagrada Escritura» [n.° 11]), repite la doctrina tradicional de la i. del Espíritu Santo en la recepción y consignación del mensaje salvífico.

 

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Luis Alonso-Schókel