IGLESIA
SaMun

I. La fundación de la Iglesia en la perspectiva del Nuevo Testamento

A la cuestión de si Jesús fundó una I. y en qué sentido lo hizo, si la quiso o al menos no la excluyó para el futuro, sólo puede responderse indirectamente explicando algunos aspectos parciales y una serie de cuestiones previas. La causa principal de esta situación estriba en que ya en las más primitivas tradiciones del NT se da una yuxtaposición de diversas experanzas judías para el fin de los tiempos, que hubo que conciliar posteriormente en el plano teológico: la tradición sobre la efusión del Espíritu al final (Joel), la tradición sobre la reunificación de Israel y la conversión de los gentiles (Deuteroisaías, Ez) y la del juicio que amenazaba con su inminencia. Por consiguiente no se podrá partir de un concepto abstracto de I. obtenido en el NT, para interrogar si Jesús quiso algo así como una I. Pues los escritos neotestamentarios presuponen ya una I. en el lugar de su nacimiento y una idea de la misma extendida por doquier; y la propia concepción teológica de cada escrito es con frecuencia producto de la reflexión teológica y de la acomodación redaccional. El problema de la fundación de la Iglesia consiste más bien en saber qué continuidad existe entre Jesús (su predicación, su círculo de discípulos) y los dos grupos de la comunidad primitiva (-> cristianismo, A), los hebreos y los helenistas.

1. Generalmente se sobrevalora el papel de las apariciones del Resucitado en orden a la fundación de la I. (especialmente en R. Bultmann), pues se cree que éstas fueron la ocasión para que volvieran a congregarse los discípulos dispersos. La frase «Jesús ha resucitado» es ya una afirmación de fe propia de una comunidad creyente. Cada una de las apariciones del Resucitado debe asimismo legitimar a sus autoridades (cf. 1 Cor 15, 3ss). Pero la cuestión es saber con respecto a quién Pedro y los demás eran autoridades. En todo caso el propósito de los autores de tales relatos no es fundamentar la institución de la I. También en el caso de la aparición ante los 500 hermanos (1 Cor 15, 6) se presupone ya la existencia común de estos 500. Esa visión legitima aquí la comunidad, su fe, etcétera, pero no la crea.

2. La efusión del Espíritu sobre los discípulos y el prodigio del don de lenguas son acontecimientos de los últimos tiempos, que se realizan en el círculo de los discípulos y en los creyentes de Jerusalén. Según la concepción de Lucas, en adelante la función histórico-salvífica de los doce consiste en transmitir la posesión del Espíritu. En el tiempo de la I. la posesión del Espíritu se comunica por la imposición de manos que hacen los -> apóstoles. De este modo surge la -a tradición en general, pues el círculo de los apóstoles se caracteriza frente a los presbíteros y obispos posteriores por su proximidad a los comienzos, así como por su singularidad histórica (-> episcopado r). Para Lc la Iglesia está siempre allí donde se transmite por tradición lo recibido al principio en la convivencia con Jesús y en la efusión del Espíritu. De donde se deduce claramente que para Lc el acontecimiento de pentecostés no es lo único que constituye la fundación de la I. sino solamente una etapa de la misma. Para Lc el acontecimiento decisivo es la vocación de los discípulos o la elección de los doce (Lc 6, 13). Como la vocación de Pedro en Lc 5, 1-11 se describe según el esquema lucano de la conversión, y como además en Lc precisamente los apóstoles son aquellos que se caracterizan por su fe (Lc 17, 5; 22,30s), ellos aparecen como los «justos» y los «prototipos de cristianos». Lc considera de hecho el círculo de los apóstoles como la I. en germen, que después se va desarrollando. La vocación de los discípulos es una llamada al estado cristiano (elección y conversión para Lc son solamente actos que se corresponden del estado de justificación). Naturalmente, con ello el tiempo de la 1. se define por el hecho de que ésta se halla edificada sobre el fundamento singular de los apóstoles.

3. El considerar los acontecimientos en torno a Jesús de Nazaret como hechos históricos e insertarlos por principio en el curso de la historia como sustrato capaz de ser transmitido, es evidentemente el presupuesto más esencial para la posibilidad de una I. ¿Contó el mismo Jesús con algo parecido? W.G. Kümmel ha defendido de la manera más clara la antigua posición de que Jesús contaba con la llegada de un final muy próximo y, partiendo de aquí, tuvo que excluir naturalmente la idea de una institución. De acuerdo con esta doctrina, la I. posterior a pascua es considerada como una solución secundaria que surgió con una cierta necesidad: la I. sería el resultado de la experiencia de la dilatación de la parusía, por una parte, y de la institucionalización de la posesión del Espíritu, por otra. La posesión del Espíritu concebida institucionalmente por la Iglesia, viene a sustituir al Señor que no ha retornado. Considerar a la I. como una institución del tiempo intermedio resulta incompatible de hecho con una expectación tensa e inminente.

La solución de esta dificultad estriba en la función que ha tenido el -> Espíritu Santo para Jesús y su imagen del futuro. La Iglesia podría llenar el lugar que tiene el Pneuma divino en el contexto de la doctrina sobre la pronta venida del reino de Dios. Aquí no se trata de una tentativa apologética de vincular a Jesús con la Iglesia, pero hay que preguntarse si la conciencia comunitaria de los primeros cristianos ha sido sólo una construcción teológica y una solución nacida de la necesidad de sustituir el retraso de la parusía. ¿Cómo fue posible entre los discípulos de Jesús una transición relativamente ininterrumpida? De todos los escritos neotestamentarios resulta claro que la nota especial, visible incluso desde fuera del cristianismo primitivo, fueron los fenómenos del Espíritu. El mismo Jesús, ya antes de su bautismo (Mc) o de su concepción (Lc, Mt), está presentado como Hijo de Dios por la posesión del Espíritu (según Rom 1, 3 por la resurrección). Los -> milagros y la expulsión de -> demonios, así como su doctrina llena de autoridad, se deben a la posesión del Espíritu. También su -> resurrección es efecto del Espíritu (Rom 1, 3s; Ez 37). Sólo la pretensión de poseer el Espíritu, manifestada ya antes por Jesús, hizo posible interpretar el sepulcro vacío como el comienzo de la resurrección de los muertos. Por lo que hace a la cuestión del tiempo, merece especial atención el Q-logion de Mt 12, 31s y Lc 12, 10: una palabra contra el Hijo del hombre se perdonará, pero no una palabra contra el Espíritu Santo. Después del tiempo del Hijo del hombre hay todavía un tiempo cualificado, en el que la decisión es definitiva. Así, en las primitivas interpretaciones este logion es relacionado con el Espíritu que habita en los apóstoles o en los cristianos. Esa misma valoración superior del tiempo del Espíritu frente al tiempo del Hijo del hombre se encuentra también en Jn 14,12 (el creyente realizará obras mayores todavía que Jesús, porque Jesús se va al Padre y envía el Espíritu; cf. Jn 1, 50; 5, 20). De acuerdo con estos testimonios el tiempo del Jesús terrestre en cuanto tal (a diferencia de su posesión personal del Espíritu) es sólo un período de preparación para el tiempo del Espíritu, que, por esa posesión pneumática, tiene un carácter específicamente escatológico. También la elaboración de la obra histórica por parte de Lc exige semejante tiempo del Espíritu, que sigue al tiempo de Jesús. En la comunidad de Corinto ese tiempo, junto con la escatología presente, se encuentra en la base de la libre actuación pneumática. Según la concepción judía, los efectos del Espíritu son: pureza, unión de corazones entre los hombres, una nueva alianza (Jer, Ez) e igualdad social; elementos que en conjunto actuaron en la formación de la Iglesia.

¿Qué relación tiene esta visión con la del juicio que se aguarda como algo inminente? En el Evangelio de Juan la función del juicio final ha pasado a un segundo plano frente a la acentuación de dichos elementos: la decisión del juicio se lleva a cabo ya ahora (como en Mt 12, 31). Si el tiempo del Espíritu Santo alboreó gracias a Jesús y su resurrección, y si tuvo como consecuencia la formación de una comunidad de hermanos, en consecuencia el bien esencial de la salvación ya está dado. Las nuevas dificultades surgen ahora, no de que el fin no llegue todavía, sino de la cuestión de cómo se relaciona la actual manera de poseer la salvación con la que todavía está por llegar; en el fondo esas dificultades provienen de la necesidad de compaginar la doctrina tradicional del juicio futuro con la realidad ya poseída. Pero si el bien salvífico escatológico se ha hecho presente fundamentalmente en la posesión del Espíritu, si esta comunidad pneumática es además perceptible en las acciones poderosas del Espíritu, si ella es realmente una comunidad que repite la última cena de Jesús como anticipación del reino de Dios, y si esta comunidad espiritual deriva en su irrevocable existencia de la posesión del Espíritu de Jesús, con todo ello está ya dada la esencia última de la I. Tampoco podemos pasar por alto que los apóstoles como representantes de Jesús tienen que ejercer en la tierra con «autoridad» una función de «atar y desatar», cuya naturaleza exacta debe entenderse a partir de la peculiaridad de esta comunidad pneumática de los últimos tiempos. Una vez puesto este comienzo, la configuración exacta de dicha comunidad del Espíritu puede muy bien atribuirse al tiempo apostólico, sin que con ello deje de ser obligatoria para tiempos posteriores.

4. El reinado de Dios y la efusión del Espíritu al final de los tiempos son en primer lugar dos esbozos diferentes acerca del fin. Todavía se encuentran inmediatamente yuxtapuestos, al igual que las afirmaciones referentes a la salvación y al juicio en la tradición profética. Lo mismo puede decirse de Jesús: en cuanto es mensajero del juicio, la llamada a la conversión y la amenaza pertenecen a su mensaje; en cuanto es predicador de la salvación, se refiere al tiempo del Espíritu Santo, que ve ya iniciado en su acción de expulsar los demonios. De acuerdo con la segunda de estas concepciones el tiempo de la salvación podría empezar ya en pascua o en pentecostés; por eso sus efectos en principio ya son posibles ahora (cf. Mt 27, 52). Por el contrario, el cumplimiento de sus amenazas de condenación está todavía pendiente. La expectación próxima, en lo que respecta a las afirmaciones sobre la salvación, se cumple de manera radical e irrevocable en la efusión del Espíritu. Por consiguiente, la concepción de una Iglesia se asemeja más a una escatología de presente que a una acentuación del juicio todavía pendiente. El que este bien de la salvación no se hubiera dado todavía universalmente se tomó como una prueba de que se daría después del juicio. Pero esta solución es de nuevo una peculiar contribución teológica que no se entiende en modo alguno desde el horizonte de las expectaciones judías. Por tanto la I. está en todas partes donde el reinado de Dios se ha realizado ya con los efectos específicos del Pneuma divino. De acuerdo con las diversas cristologías del NT, esta particular realización dio comienzo en la persona de Jesús y, por cierto, como fundamento de la posesión del Espíritu para los demás. En la estructura fundamental de estas teologías se puede constatar generalmente el proceso de cierta dilatación del ser y de la autoconciencia de Jesús.

5. Habitualmente la vocación de los doce se entiende como un acto fundacional de la Iglesia. Pero aquí se representa a los doce  como cabezas de tribu o como los patriarcas de un Israel escatológico; lo cual depende de la idea de un restablecimiento de las doce tribus (cf. palingenesía en Mt 19, 28). Los apóstoles son primero «colectores» y luego gobernantes de esas doce tribus. Cuando los apóstoles son enviados incluso a los gentiles (Mt 28, 19; Act 1, 8), se trata de una aplicación del esquema del Deuteroisaías sobre la congregación y conversión también de los gentiles, que a menudo se menciona juntamente con la de Israel (Is 43, 5.9; 60, 4; Am 9, 11-14 [LXX]; Miq 2,12 [LXX]; TestNef 8, 3; Sa1S1 17, 31; TestBenj 9, 2) para describir los acontecimientos finales. partiendo de esta concepción, la época de la I. sería el tiempo de la reunión de todos los justos, formando su núcleo los justos de Israel. La división de los hombres en justos e injustos se realiza de cara a este mensaje. La institución de los doce procede de un esquema teológico del tiempo último, en el que la salvación de Israel ocupa el centro. Aunque ese esquema provenga de Jesús, no por eso la I. queda fundada sin más como institución, ni siquiera por el hecho de que los doce sean diseñados según la imagen de Jesús. Más bien, los doce como séquito de Jesús tienen la misma función que los ángeles como séquito del Hijo del hombre; lo cual presupone ya una identificación de Cristo con el Hijo del hombre. La cena que Jesús celebra con los doce debe verse desde este punto de vista, pues es una anticipación de la comunión que un día tendrá el Hijo del hombre con los jefes de Israel. La nueva alianza, que se funda aquí, debe desde luego entenderse esencialmente en el sentido de la posesión del Espíritu (cf. Jer 31, 31). Y, bajo este aspecto, en dicha anticipación se ha realizado ya y está presente el reino lo mismo que en la acción de Jesús.

6. La cuestión de si Jesús ha fundado o no una I., no puede decidirse por la pregunta acerca de la historicidad de Mt 16, 18: a) ékklesía se remonta aquí al término gähál y, como en el AT y en Qumrán, designa la totalidad del Israel escatológico (cf. 1QSa 1, 4); mas por el µou es referida de una manera radical a Jesús (como Hijo del hombre). Esta interpretación coincide con la que antes hemos mencionado acerca de los doce, cuyo caudillo es Pedro. b) El futuro oíkodoméso muestra que se trata de una acción venidera.

Esta comunidad de los últimos tiempos sobrevivirá también a la confusión de los acontecimientos finales. Según Mt 16, 18 esta ékklesía debe ser congregada ya ahora por los mensajeros de Jesús.

BIBLIOGRAFIA: Th. Spörri, Der Gemeindegedanke im 1. Petrusbrief (Gü 1925); 0. Linton, Das Problem der Ur-Kirche in der neueren Forschung (Up 1932); W. G. Kümmel, Kirchenbegriff und Geschichtsbewußtsein in der Ur-Kirche und bei Jesus (Up 1943); L. Cerfaux, La Iglesia en San Pablo (Desclée Bi 1964); J. Jeremias, Der Gedanke des «Heiligen Restes» im Spätjudentum und in der Verkündigung Jesu: ZNW 42 (1949) 184-194; P. N. Christensen, Wer hat die Kirche gestiftet?: SBibUps 12 (1950); H. v. Campenhausen, Kirchliches Amt und geistliche Vollmacht in den ersten drei Jahrhunderten (T 1953); H. J. Kraus, Das Volk Gottes im AT (Neukirchen 1958); E. Schweizer, Gemeinde und Gemeindeordnung im NT (Z 1959); A. Vögtle, Ekklesiologische Auftragsworte des Auferstandenen: Sacra Pagina II (P-Gembloux 1959) 290-294; idem, Jesus und die Kirche: Begegnung der Christen (homenaje a O. Karrer) (Sr - F 21960) 54-81; !dem, Der Einzelne und die Gemeinschaft in der Stufenfolge der Christusoffenbarung: Sentire Ecclesiam (homenaje a H. Rahner) (Fr 1961) 50-91; B. Rigaux, Die «Zwölf» in Geschichte und Kerygma: Der historische Jesus und der kerygmatische Christus, bajo la dir. de H. Ristow - K. Matthiae (B 1960) 468-486; R. Conzelmann, Die Mitte der Zeit (T 31960); G. Bornkamm, Enderwartung und Kirche im Mt-Ev.: Überlieferung und Auslegung im Matthäusevangelium (Neukirchen 1960) 13-47; R. Hummel, Die Auseinandersetzung zwischen Kirche und Judentum im Matthäusevangelium (Mn 1963); R. Schnackenburg, La Iglesia en el Nuevo Testamento (Taurus Ma 1965); H. Schlier, Die Zeit der Kirche (Fr 41966) 129-147 (Die Ordnung der Kirche nach den Pastoralbriefen); G. Schalle, Anfänge der Kirche (Mn 1966); J. M. Robinson, Kerygma und historischer Jesus (Z - St 21967); J. Jeremias, Die Abendmahlsworte Jesu (1935, 41967); H. Conzelmann, Grundriß der Theologie des NT (Mn 1967) 280-314.

Klaus Berger

 

II. Los problemas de la teología fundamental

1. Definición

La esencia de la I., que, vista desde la perspectiva de la historia en general y bajo el prisma de la historia de la salvación, se realiza en muy diferentes épocas de la vida social humana y de la comunidad creyente, y como tal es objeto de reflexión, constituye una realidad muy amplia que no se puede reducir a una imagen, a un concepto o a una fórmula.

En consecuencia, la identidad en la concepción de sí misma, que tanto en lo referente a su origen como en lo relativo a su fin escatológico se funda inmediatamente en la revelación, debe entenderse y desarrollarse en múltiples aspectos, bien sea con relación a la evolución en el horizonte de la conciencia eclesiástica, o bien en lo que atañe a la elaboración teológica (teórica e históricamente, sistemática y hermenéuticamente). Y esto tanto más por el hecho de que ahí no se trata solamente de interpretar una realidad que permanece siempre igual desde su fundación, sino que se trata más bien de una identidad que ha de ser llevada hacia sí misma por la interpretación de su propia realidad histórica y escatológica a la vez. Ya las interpretaciones reflejas de la concepción de la I. acerca de sí misma (según aparece precisamente en la historia de la -> eclesiología) muestran a ésta como una identidad histórica referida al mundo y a la sociedad, identidad que en cada caso se presupone a sí misma en su dirección hacia el pasado y hacia el futuro, para fundamentarse a sí misma desde esa presuposición. Sólo desde este círculo histórico (de tipo dialogístico o dialéctico-hermenéutico) puede entenderse como lo que es, a saber, como fundada por Dios. En este sentido la noticia histórica de la fundación de la I., sobre todo su fijación escrita en el NT, representa por una parte el primer documento histórico, al que la Iglesia debe acudir constantemente en la tarea de su cimentación y legitimación. Pero, por otra parte, ese documento ha surgido ante todo de la realización histórica de la I., y sólo resulta inteligible a la luz de este dato. El que la I. como actualidad constante que se refleja en la sociedad o en la comunidad histórica sólo se transmite a sí misma a través de una diferenciación histórica, y únicamente así ha de fundamentarse y legitimarse como mediadora de la revelación divina y como verdadera Iglesia de Cristo; es un hecho que no ha sido objeto de la debida consideración por parte de los manuales teológicos, con su doble visión de la I.: una «natural» en la teología fundamental o apologética, y otra «sobrenatural» en la teología dogmatica.

Esta distinción, bajo la concepción preestablecida de la revelación, metodológicamente parece muy razonable. Pero tales tratados teológicos hacen aparecer la visión de la I. como un círculo vicioso o una petitio principii, en lugar de presentarla como un círculo hermenéutico legítimo.

2. Fundación histórica

La visión teológico-fundamental de la I., tal como se forjó en los últimos siglos, trata de exponer la fundación de la I. y su identificación con la actual I. católica en su segundo tratado, cuya parte principal es la llamada demonstratio catholica. Esta demonstratio catholica presenta una doble estructura, pues, o bien muestra que la faz empírica de la Iglesia, tal como se presenta al hombre, está sostenida directamente por Dios, o sea, es un signum elevatum in nationes y perpetuam motivum credibilitatis et divinae suae legationis testimonium irrefragabile (Dz 1794); o bien demuestra históricamente la misión divina de Cristo, para probar después que él ha encomendado la permanente presencia de su misión redentora a la comunidad institucionalizada que viene dada en la I. católica. La legitimidad de la I. católica como verdadera I. de Cristo se fundamenta: o bien mostrándola en su infalibilidad, limitada pero esencialmente permanente, del ministerio episcopal y papal como querida y garantizada históricamente por jesús (-> sucesión apostólica, ->tradición, ->constitución de la I. i); o bien por la demostración de las llamadas «notas», que como signos cognoscitivos revelan a la I. mediata o inmediatamente (en el camino empírico) como fundación de Cristo. Las dos o tres vías tienen sus ventajas e inconvenientes apologéticos, y al final deben complementarse mutuamente, pues tampoco el testimonio que se acredita directamente como de origen divino y su procedencia histórica deben separarse, si se pretende adquirir una comprensión adecuada de la Iglesia.

En contraposición a las concepciones de las escuelas protestantes liberales, según las cuales - con marcadas diferencias - la formación de la I. habría surgido a partir de las comunidades locales por un proceso más bien colegial y democrático, pero en todo caso ajeno al ministerio y a la jerarquía; y en contraposición también a la idea de que la I. sea esencial y exclusivamente de carácter religioso-carismático, contrario a cualquier ordenamiento jerárquico de tipo jurídico-institucional (R. Sohm); la teología católica fundamental se adhiere a una concepción exegética que distingue entre las comunidades primitivas del cristianismo judío y las del gentil, pero que en conjunto entiende el cristianismo primitivo como una organización monárquica y jerárquica. Según esto, Jesucristo quiso la I. como una institución estructurada jerárquica y ministerialmente, aun cuando las formas concretas y la ampliación de los ministerios eclesiásticos surgieran más tarde, en el cristianismo primitivo y a lo largo de la décadas y los siglos posteriores.

Los testimonios procedentes del cristianismo primitivo y antiguo apuntan explícita e implícitamente a una I. que se entiende esencialmente a sí misma como una institución, en el sentido de una estructura ministerial y jerárquica. Con relación a la evolución de esta estructura ministerial y a su diferenciación en los diversos -> oficios eclesiásticos, cf. -> comunidad primitiva (en -> cristianismo, A), ->apóstoles (->sacramentos, -> eucaristía) -> episcopado, -> sacerdocio, -> diaconado. Sobre la primacía del obispo romano: cf. -> papa, -> magisterio, -> infalibilidad. Una teología más exacta de la génesis de esta visión eclesiástica debería mostrar de todos modos cómo la I. católica corrió a menudo el peligro de hacerse pasar por la I. primitiva de una manera falsa, con un propósito de identificación carente de espíritu histórico y dialogístico, es decir, de una manera abstracta. La colección misma de testimonios históricos escritos que pueden citarse presupone ya la I. como una realidad histórica. Por eso, su interpretación no puede hacerse en forma objetivista, sin espíritu histórico y hermenéutico, sino que en cada caso debe estar determinada por la visión actual de la I., y con ello ha de estar enmarcada en las mencionadas diferencias históricas de la concepción de la I. acerca de sí misma. La legítima supresión de la dialéctica de esa hermenéutica debería elaborarse todavía con detalle desde el punto de vista teológico; ésta tiene su norma reguladora concreta -para todas las maneras de autointerpretación y autocorrección humanas y sociales- en la dirección del Espíritu Santo.

A fin de evitar algunas dificultades históricas y, en general, el carácter abstracto y mediato de la demostración histórico-documental que presenta la reclamación jurídica de la I., y también a causa de la defectuosa reflexión hermenéutica de la teología, el Vaticano I ha preferido la llamada vía empírica para demostrar que la I. católica es la verdadera I. de Cristo. La via notarum parte de que Cristo asignó a su I. cuatro notas permanentes como signos de reconocimiento (lo que bíblicas), y a continuación trata de mostrar que tales notas se dan exclusivamente en la I. católica. La via empirica trata de atribuir a estas notas una fuerza probativa directa. Las cuatro características de la I., a las que en el curso del tiempo se redujeron las «notas», a saber, unidad, catolicidad, apostolicidad y santidad, presentan a la I. como un «milagro moral», que sólo puede explicarse con la inmediata asistencia de Dios. Con ello se demuestra al mismo tiempo que en la I. católica «subsiste» la verdadera I. de Cristo.

3. Método de autointeligencia de la Iglesia

Las tentativas esbozadas por la tradicional -> teología fundamental prueban con una demostración natural que la I. católica, incluso en su constitución ministerial y jerárquica, es la verdadera I. de Cristo y, por lo mismo, la legítima mediadora de la revelación divina. Esas tentativas, en sus tradicionales formas (por una sola vía o por doble vía) son en su conjunto demasiado irreflexivas en el orden hermenéutico frente al planteamiento teológico actual como para que puedan ser una respuesta realmente convincente a la cuestión crítica, no sólo desde el punto de vista teórico-académico, sino también en el plano existencial. No bastan para poder legitimar por sí solas una existencia eclesial responsable. La argumentación histórica mediata y la empírica inmediata (que en definitiva deben relacionarse entre sí) abren un horizonte en el que no puede mantenerse la dimensión cognoscitiva puramente «natural» que propugna la teología fundamental. Ello se debe a que, por lo menos implícitamente, al final también hay que plantearse la visión dogmática de la I. como presencia salvífica en cuanto pueblo de Dios, que vive como cuerpo de Cristo en el Espíritu Santo, para poder reconocer en la I. católica a la verdadera I. de Cristo y por ende a la legítima mediadora de la salvación y de la revelación. Por consiguiente, el procedimiento tradicional, que, por mantener la pureza de su método, sólo puede alcanzar su objetivo excluyendo el condicionamiento hermenéutico que le atenaza, se presenta además tanto más insuficiente cuanto que el método en conjunto cubre el aspecto lógico-teórico del conocimiento de la I., pero no las dimensiones dialogístico-personales del proceso de convicción existencial, únicas que en el dinamismo racional-personal de la confianza debe demostrarse partiendo de las fuentes pueden responder a la cuestión de un auténtico compromiso con la I. A estas dimensiones no se puede responder simplemente añadiendo que la verdadera fe es gracia, sino que aquello que designamos como gracia debe entenderse (diferenciadamente) como proceso de convicción en el problema general sobre la legitimidad de las pretensiones de la I. para ser creída. Tales pretensiones de la I. no hay que entenderlas sólo de manera histórica y teórica, si han de interesar al hombre práctica y existencialmente. Por eso la «prueba» de la legitimidad eclesiástica como testimonio existencial tampoco es objeto de una demostración teórica hecha de una vez para siempre, sino que es una tarea constante.

Una explicación de cómo la I. se ve a sí misma, que a la vez pueda responder al sentido radicalmente humano del problema (anterior a cualquier distinción metodológica entre «natural» y «sobrenatural» y, por lo mismo, anterior a las diferencias entre una teología dogmática y una teología fundamental sobre la I.), debería mostrar cómo el hombre puede ser abierto y capacitado para la autointeligencia de la I. a través del testimonio personal, en el que se transmite personalmente (y con ello cristológica y soteriológicamente) la exigencia de la verdad como exigencia de Dios. Sería ésta una prueba testifical, en la que los datos edesiológicos de la teología fundamental y de la dogmática, una vez sometidos a una reflexión hermenéutica, se pondrían también de manifiesto, pero en el que lo único que se debería garantizar es la unidad del proceso de convicción y de la autoconcepción de la I. (en su totalidad de ministerio y carisma, de institución y evento, etc.).

4. Totalidad concreta de la inteligencia de la Iglesia

El sentido de la I. en su totalidad concreta resulta hoy en día problemático incluso para el creyente mismo, no tanto por determinadas razones teóricas de tipo teológico, cuanto a causa de un sentimiento vital abierto a las exigencias espirituales y culturales de la sociedad, y a sus impulsos configuradores. Creer en la I. de un modo simple e indiferenciado como transmisora de la revelación divina necesaria para la salvación, aparece -incluso cuando se está personalmente convencido de la importancia de la revelación- tanto menos posible cuanto más claramente saltan a la vista los múltiples condicionamientos históricos y sociales de la I. Ésta misma distingue, empezando por el testimonio que de ella se da en el NT, entre «reino de Dios» e I. Pero esa distinción, que no puede significar una separación, no debe conducir simplemente a un dualismo eclesiológico en los diferentes terrenos, en el cual existiría por una parte la realidad del Pneuma (tal como la han destacado sobre todo la teología bíblica y la literatura espiritual y mística) y, por otra, la esfera política o pública, institucional y ministerial (como si ambas dimensiones estuvieran separadas entre sí). Para que esto no suceda, la mencionada diferencia escatológica debe convertirse en cuanto tal en tema eclesial teórica y prácticamente. La conciencia crítica de la I. que de ahí surge, no puede darse por satisfecha con la distinción abstracta entre lo «humano» y lo «divino» en la vida eclesiástica. Hay que tener en cuenta además la convicción cada vez más clara de que lo «humano» no se extiende sólo a las personas aisladas, sino a la I. en su totalidad concreta; y en el terreno práctico con frecuencia eso afecta indistintamente al creyente aislado y a la comunidad eclesial en general. Sólo si la diferencia escatológica en cuanto tal, con su vigencia histórica de cada momento, se refleja constantemente de algún modo, estableciendo así una relación concreta entre el lado pneumático y el político de la I., podrá superarse eficazmente una mala ingenuidad eclesiástica (que conduce al alejamiento - a menudo sólo latente - de los fieles o al atrofiamiento pastoral y personal), así como cierto dualismo intraeclesiástico. Si la I. se concibe de forma constante y concreta desde su propia diferencia escatológica y a la vez desde la dialéctica entre su ineludible vinculación perenne a la historia y la supresión históricosalvífica de esa diferencia, entonces también transmite su propia concepción dialécticamente. Esa transmisión de su propia concepción consistiría primeramente en desarrollar una idea de la I., no sólo como teoría teológica, sino, más bien, plasmada institucionalmente; y además en tomar conocimiento de la mencionada dialéctica como tal y de los conflictos que surgen de ella con una necesidad condicionada (entre ministerio y carisma, predicación y política, pneuma e institución, I. y sociedad, etc.), intentando después la creación de instancias institucionales capaces de establecer al menos un cierto equilibrio en esa dialéctica (así, frente a la unidad, un pluralismo intraeclesiástico; frente a la jerarquía, instancias democráticas; pluralismo teológico, etc.). Esta mediación en la totalidad, así como en la relación interna entre las Iglesias concretas, es (para cada uno de los creyentes al igual que para el conjunto de la I.) una tarea vital en el presente momento histórico y, en caso de conflicto, puede suponer una participación en la cruz de Cristo. Queda todavía por elaborar teológicamente la comprensión adecuada de tal mediación con arreglo a la nueva orientación de la concepción total de la teología (que, hasta ahora, a causa de su división de tratados, ha dejado de exponer algunos problemas fundamentales). Y así, también la eclesiología recibiría un puesto donde se pondrían de manifiesto todos sus aspectos (el elaborado por la teología fundamental, el bíblico, el litúrgico, el dogmático, el jurídico).

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Eberhard Simons

 

III. Teología dogmática

1. El magisterio eclesiástico acerca de la Iglesia

Aunque la doctrina formulada en los documentos del Vaticano ii (cf. sobre todo Lumen gentium, Unitatis redintegratio, Nostra aetate, Gaudium et spes, Ad gentes) constituye en la actualidad la síntesis teológica del magisterio oficial acerca de la I., sin embargo hemos de mencionar además tres grandes documentos, relativamente recientes: la constitución dogmática Pastor aeternus del Vaticano i (1870: Dz 1821-1840); la encíclica Satis cognitum (León xiii, año 1896: DS 3300-3310); y la encíclica Mystici corporis (Pío XII, año 1943: DS 3800-3822). Hasta ahora las declaraciones eclesiológicas del magisterio se referían solamente a preguntas especiales (cf. las colecciones: CAVALLERA 149284; DS ind. sist. GHJ; NR n. 335-398; L'Église. Les enseignements pontificaux i [P 1959] §§ 356-372). En 1949 el Santo Oficio en una carta al cardenal Cushing de Boston (DS 3869-3873) dio una explicación sobre la interpretación teológica de la frase Extra ecclesiam nulla salus. Los concilios de Lyón (Dz 466) y de Florencia (Dz 694) confirmaron la posición primacial del papa. El Vaticano i definió el primado universal de jurisdicción y la -> infalibilidad del papa en asuntos de fe y costumbres. Además han sido rechazadas las siguientes doctrinas: en el concilio de Constanza (Dz 627-656) el -> espiritualismo eclesiológico, en el Lateranense v el -> conciliarismo (Dz 740), y en el concilio de Trento la negación de la estructura jerárquica de la I. (Dz 666). Los escritos doctrinales de Pío ix y de León xiii se refieren a las relaciones entre -> Iglesia y Estado, entre -> Iglesia y mundo.

2. El lugar teológico de la eclesiología

La eclesiología se halla actualmente bajo el signo de un retorno a las fuentes: Escritura, patrística, liturgia, tradición y vida de la I. (situación pastoral, misión, relación con el mundo). Su meta es la recapitulación en una unidad orgánica de los diversos aspectos que presenta el misterio de la Iglesia.

Como tratado autónomo la eclesiología, que estructuralmente depende de la cristología, mariología y antropología, se presenta como una síntesis de los demás tratados. Pero, no siempre ha sido así. Frecuentemente la eclesiología ha sido entendida como un apéndice de la cristología o ha estado subordinada a otro tratado. En primera línea fue un tema de la -> teología fundamental y de la -> apologética.

La eclesiología teológica en sentido estricto presupone siempre una teología de la -> revelación y de la -> palabra de Dios. Se basa necesariamente en la concepción de la I. acerca de sí misma, que crece constantemente en la fe. Esta concepción incluye con necesidad tanto los datos de la revelación como la evolución de la I., o sea, sus formas de aparición histórica.

3. Aspectos teológicos de la Iglesia

La I. es ante todo una realidad concreta y experimentable, cuya significación verdadera sólo se descubre en la fe. «El misterio de la I. no es primordialmente objeto de conocimiento teológico, sino que ante todo debe ser una realidad vivida. El creyente, anteriormente a toda elaboración conceptual, puede tener una experiencia connatural de la realidad de la I.» (PABLO vi, enc. Ecclesiam suam) .

Para nuestra inteligencia de la I. la palabra de Dios nos ofrece toda una serie de conceptos e imágenes. Tras un período de articulación demasiado unilateral y exclusiva de la realidad de la I. con ayuda de una terminología abstracta y técnica, el Vaticano Ii ha contribuido a la recuperación de las imágenes bíblicas en las que se revela el misterio de la I.: cuerpo de Cristo, esposa, templo, ciudad, viña, reino de Dios, casa, grey. Todas estas imágenes expresan realidades colectivas, que con su progresiva actualización en la historia (mediante la participación de todos y de algunos en especial por su puesto y responsabilidad) descubren la naturaleza de la I. (Y. Congar).

En primer lugar hemos de determinar los conceptos e imágenes principales a base de los cuales se edifica el tratado eclesiológico, y por cierto mediante un análisis crítico de estos conceptos.

a) La Iglesia como misterio y sacramento de la salvación

Según Ef 3, 4 y 3, 10 la I. es el «misterio de Cristo», porque en ella se realiza el designio eterno del Padre, que toma su principio en el suceso de la cruz, abarca en la unidad de la I. la humanidad entera (judíos y gentiles), y la lleva a la consumación del Dios «todo en todo» (1 Cor 15, 28). La idea de misterio, tomada de la apocalíptica judía (Dan 2, 18s), designa el acto por el que Dios, en la revelación histórica de Jesucristo, da testimonio ante la humanidad de su amor eterno y se le comunica a sí mismo, para hacerla entrar en su gloria. Eso sucede en la «palabra», en cuanto ésta es la forma plena de la revelación y la realización del «misterio» escondido en Dios desde la eternidad (Col 1, 16; Ef 3, 3-9; 1 Cor 2, 6-10).

Este misterio incluye la realidad de la -> encarnación (mediadora de la salvación), que se continúa en la I. por la predicación de la palabra y por los sacramentos, pues la obra salvífica de Cristo llega a su consumación en la I. (Ef 2, 13-16; 5, 25ss; Col 1, 20ss), en cuanto ésta une en sí la humanidad entera.

La eclesiología entiende, pues, la I. en función de las procesiones divinas (Lumen gentium, n ° 1, 14; Ad gentes, n ° 2-5). Y así el concepto de I. como sacramento de la salvación alcanza su más profunda significación dentro de la perspectiva trinitaria: «La I. es en Cristo como el sacramento, es decir, el signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de la humanidad» (Lumen gentium, n° 1). O, más explícitamente, alcanza su significación más profunda en una perspectiva que acentúa la función de la -a resurrección de Jesús y la del Espíritu Santo en la constitución de la I.: «Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres (cf. Jn 12, 32); resucitado de entre los muertos (cf. Rom 6, 9), envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por él constituyó a su cuerpo que es la I., como sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su I. y por ella unirlos a sí más estrechamente» (Lumen gentium, n° 48; Ad gentes, n° 2, 5; Gaudium et spes, n° 45).

Como «lugar universal de los sacramentos cristianos» o «sacramento de los sacramentos» (TeaeTwv TeXETd. Ps. DIONIsIo, Hier. eccl. III: PG 3, 424 C), la I. es el sacramento de Jesucristo, como éste mismo es en su humanidad el sacramento de Dios, según la fórmula de Agustín: Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus (PL 38, 845). La visión sacramental de la I. significa un retorno al originario sentido genérico de la palabra «sacramento»; equivale a una concepción de la I. en la línea de la economía salvífica, en función del sacramento por antonomasia, que es la humanidad de Jesucristo como origen y soporte de todos los demás sacramentos. La I. es por tanto aquella comunidad en la que, por la operación del Espíritu Santo, se hace presente Jesucristo, el crucificado y resucitado, con su misterio pascual de la salvación y de cara al futuro del mundo. La I., llamada «a revelar el misterio del Señor» ante el mundo (Lumen gentium, nº. 8), es palabra y signo para el mundo entero. Puesto que está llamada a hacer presente en el mundo a través de la proclamación el misterio de Cristo en el Espíritu Santo, la I. en toda su estructura se halla absolutamente subordinada al misterio de Cristo. La estructura visible y social de la I. es, por tanto, solamente signo e instrumento de la operación de Jesucristo en el Espíritu Santo. Según los grandes teólogos de la edad media (TOMÁS DE AQUINO, ST I-ri q. 106 a. 1), lo que constituye la I. a manera de principio es el Espíritu Santo en los corazones, y todo lo demás (-> jerarquía, -> magisterio, -> potestades de la I.) está a servicio de esta transformación interna.

Pero lo dicho no quita importancia a lo social e institucional, ni lo relega a un campo meramente relativo. Acentúa solamente que, para entender la peculiaridad de la I. como signo, primariamente hay que ver en ella su verdad espiritual. En y por sí misma, la I. no tiene ninguna consistencia; recibe toda su realidad de la relación a Cristo, en quien, por quien y para quien ella es signo. Está totalmente referida a su realidad espiritual, cuyo signo es, a saber: el Cristo entero, la cabeza y los miembros en el Espíritu Santo. Hallándose vinculada constantemente a la acción salvífica de Jesucristo por su gracia, la I. es en el Espíritu Santo el lugar de la revelación visible del Señor. Por tanto, sólo es ella misma en su verdad como signo cuando, distanciándose de sí misma, se realiza en el Espíritu Santo hacia Cristo.

La I. se entiende a sí misma como misterio y sacramento haciendo una referencia constante a la Trinidad, su origen. Es el pueblo «mesiánico» de Dios (Lumen gentium, n° 9), formado por aquel pueblo disperso, imperfecto y potencial de Dios que es la humanidad entera, la cual, hallándose bajo la -> voluntad salvífica (en -> salvación) de Dios y estando redimida por la sangre de Cristo, se llena incesantemente de la fuerza operante de la gracia.

Esta visión mística y sacramental de la I. (que es la de la patrística y de la teología medieval) muestra cómo toda eclesiología depende de su fundamentación en el misterio de la Trinidad y a la vez de una inteligencia teológicamente elaborada de la historia de la -> salvación.

b) La Iglesia como plenitud de Cristo y comunidad

La concepción sacramental de la I. sólo podría significar de hecho un peligro cuando en ella se quisiera separar el signo y la realidad significada. El considerarla solamente como signo y causa sería olvidar que la I. misma es la realidad que ella hace presente y significa. Rectamente entendido, el concepto de I. como misterio o sacramento incluye con necesidad las ideas de pleroma Jristou y de comunidad.

La concepción de la I. se desprende de su meta: la conducción de todos los hombres a la «plenitud de Dios» (Ef 3, 19).

En dependencia de Cristo, en quien se da la plenitud de la -a revelación y de la comunicación de -> Dios mismo a la humanidad (Col 2, 9), la I. es pleroma de Cristo, que lleva todas las cosas -bajo todas sus dimensiones - a la propia consumación (Ef 1, 23), porque en ella se descubre y realiza el misterio de la vida de Dios, que concede una participación en su amor. El significado del concepto de pleroma es sobre todo de índole escatológica. La I. se entiende a sí misma como la vida de la Trinidad difundida en la humanidad, la cual comienza en el misterio de la encarnación, o bien como comunidad en el Espíritu Santo (patrística; Tomás; Lumen gentium, n° 8).

Esta comunidad escatológica, una comunión de vida, amor y verdad (Lumen gentium, n° 9), que el Espíritu Santo produce congregando la I. en la unidad por la efusión del amor, se realiza bajo la forma de una comunidad sacramental. El NT describe la I. bajo las siguientes ideas: comunidad (Act 2, 42), fe concorde, participación en la eucaristía y en la misma oración, comunión en la jerarquía (Gál 2, 9), servicio a los pobres y cuidado de ellos (2 Cor 9, 13).

c) La Iglesia como cuerpo de Cristo

En Pablo el término soma Jristou sólo adquiere su significación en relación con los conceptos mysterium y pleroma. Los padres del Vaticano i evitaron el uso del concepto «cuerpo de Cristo», pues lo entendían solamente como una metáfora vaga. Los padres del Vaticano ii le concedieron un importante puesto eclesiológico en unión con otras imágenes bíblicas. En las encíclicas Satis cognítum y sobre todo Mystici corporis la idea del cuerpo de Cristo experimentó una amplia evolución ulterior.

El concepto soma Jristou designa en Pablo el ser concreto del Señor, el cuerpo del Cristo muerto y resucitado como principio de una nueva creación.

Y cuando el apóstol aplica el concepto de «cuerpo de Cristo» a la I., entiende bajo tal expresión aquel cuerpo que, en el Espíritu y a través de los sacramentos, especialmente a través de la eucaristía, constituye la comunidad de los creyentes. Por eso la unidad que ellos constituyen no resulta de su propia acción, pues es una ordenación divina y se funda esencialmente en la unidad del cuerpo del Señor.

La I. es, pues, cuerpo de Cristo porque ella está fundada en la comunidad de la fe testimoniada en el bautismo (congregatio fidelium) y se continúa en la comunión del mismo pan eucarístico, que une a los creyentes con el cuerpo resucitado del Señor. La unidad eclesiástica es absolutamente originaria, es espiritual y visible (incluye el cuerpo mismo) y da un claro testimonio de la unión entre eucaristía e I. Por eso la realidad escatológica de la I. se hace aprehensible en la incorporación a Cristo, que es el Señor de su cuerpo y, en el Espíritu Santo, el principio vital de la unión orgánica del todo. La I. aparece además como cuerpo visible, que en el Espíritu Santo está formado de hombres. En los textos del concilio que hablan del cuerpo el acento está cargado con razón sobre el Espíritu: «A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu» (Lumen gentium, n .o 7, 48; Orientalium Ecclesiarum, n° 2). La hora natal de la I. es efectivamente pentecostés: «Así los apóstoles fueron el núcleo del nuevo Israel y a la vez el origen de la sagrada jerarquía» (Ad gentes, n° 5). Por tanto, el fundamento de la I. en cuanto comunidad y también en cuanto institución es el Espíritu. Esta tesis presupone un análisis de la relación entre -> ministerio y carisma, entre institución y evento (-> oficios eclesiásticos).

Por la fuerza de los oficios y carismas instituidos por Cristo, la I., en su peregrinación (Ef 4, 11-16), aspira a la perfecta unidad espiritual en el Cristo escatológico. La L, que es en igual medida comunidad en Cristo e institución, tiene los medios para completar la edificación en sí misma.

El ministerio, encomendado a la I. como un don, es constitutivo para ella, pues garantiza la predicación de la palabra y la celebración de la eucaristía, que forman y hacen crecer el cuerpo de Cristo. El ministerio ha de entenderse en la línea de la misión sacramental de Cristo, en una perspectiva donde se acentúe que la acción entera de la I. es una continuación de la obra de Cristo (cf. a este respecto: -> sacramentos, -> liturgia, -> kerygma, -> palabra de Dios, -> predicación, -> magisterio, -> papa, -> episcopado, -> sacerdocio, -> diaconado, -> pueblo de Dios).

d) La Iglesia como pueblo de Dios

Los conceptos expuestos hasta ahora remiten a la idea de -> pueblo de Dios por cuanto incluyen el plan salvífico. En principio la I. ha de entenderse desde el misterio de Dios, pero igualmente ha de entenderse partiendo del proceso histórico en que ella ha crecido. La I. es el pueblo de Dios que por el Espíritu se ha hecho cuerpo de Cristo.

El concepto de «pueblo de Dios», que originariamente designa la unidad nacional y religiosa de Israel (cf. Éx 6, 6b), la alianza que Dios ha pactado con él (cf. Lev 26, 9-12), transmitió al NT la conciencia escatológica de la I. Así significa la continuidad de la I. con el pueblo de la antigua alianza, y resalta además (particularmente en contextos litúrgicos) que la I. es una comunidad en crecimiento, una realidad histórica y caracterizada por la debilidad de sus miembros, que necesita incesantemente de la misericordia divina. Pero este concepto tiene un grave inconveniente, a saber: sólo expresa los rasgos comunes entre el pueblo de la antigua alianza y el de la nueva alianza, pero sin indicar directamente su convergencia en Cristo. Puede, ciertamente, ofrecer una excelente caracterización de la I. y, por su radicación histórica y concreta, preservar de su petrificación a un concepto demasiado abstracto de cuerpo de Cristo, mas para definir la I. ha de ser completado con la idea de cuerpo de Cristo.

La I. (ékklesía, término con que los LXX traducen gáhäl) originariamente se entendió a sí misma tan sólo desde el concepto fundamental de «pueblo de Dios», y así se concibió como la reunión de los congregados por la palabra de Dios, que le da su forma, se hace oír en ella y funda la alianza sellada en el don sacrificial del sacrificio de la cruz (cf. el anuncio de la ley sinaítica, Éx l9ss; la promulgación del Deuteronomio, 2 Re 23; el retorno de la cautividad, Neh 8ss).

Esta convocatio pone al pueblo de Dios en el orden de la elección, que se realiza en una progresiva segregación: distanciamiento frente a Egipto y los pueblos cananeos; formación de un «resto» creyente (Am 5, 15; Is 4, 2-3 y 11-16; Jer 23, 3; Ez 9, 8 y 11, 13); y, finalmente, una última reducción al único siervo de Dios, al que está encomendada la unificación escatológica de todos los pueblos.

Estando prefigurada en los doce, congregados en torno al siervo paciente de Dios como el pequeño resto que ha de extenderse a todo el mundo, la I. tiene su origen como pueblo de Dios de la alianza nueva y eterna en la muerte de Jesús y en la experiencia del Pneuma el día de pentecostés. Subsiste por la predicación del evangelio, por el bautismo y la fe, en unidad y comunión con el Cristo muerto y resucitado (1 Cor 10, 16s; Col 3, 11; Gál 3, 28), y en esperanza de su retorno.

Así la I. naciente tiene conciencia de su unidad con Israel, cuya historia es interpretada en la experiencia del Pneuma a la luz de los acontecimientos fundamentales de la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Según Ef 2, en adelante los gentiles en Jesucristo participan de la gracia y del evangelio que estaban prometidos a Israel (cf. también Act 15, 8; 15, 24). Las palabras de Pedro (1 Pe 2, 9): «Vosotros (los creyentes), sois el pueblo adquirido por Dios» (cf. Éx 19, 6; 23, 22; aquí se habla a Israel en su unión histórica y espiritual con Dios), transmiten el misterio de la pertenencia de la I. al Dios de Israel en virtud de su «elección» en, por y para Jesucristo. La fe que se expresa en el bautismo y la eucaristía es el signo decisivo de la pertenencia a este pueblo, signo que recibe su autenticidad por el sello del Espíritu (cf. miembros de la -~ Iglesia, voluntad salvífica de Dios [en -~ salvación] ).

Por tanto, en Cristo, que «en cuanto Hijo ha sido instituido como cabeza de la casa de Dios» (Heb 3, 6; 1, 2), en el primogénito, que revela la fidelidad plena de Dios a su pueblo, ha sido creado el pueblo uno de Dios, que en adelante es portador y testigo de la revelación. En principio la teología de la I. como pueblo de Dios tiene su fundamento en la cristología.

Este pueblo, gracias a su nueva creación en Cristo, es un pueblo libre. «La situación de este pueblo está fundada en la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones el Espíritu Santo habita como en un templo» (Lumen gentium, n.<> 10); por eso él debe vivir en espíritu de libertad (2 Cor 3, 17) como testigo de la esperanza escatológica. La gran tradición patrística y escolástica (en particular ToMÁs DE AQuiNo, ST i-ii q. 106) resaltó especialmente este punto.

Mas por sí solo, ese concepto de pueblo de Dios no es capaz de expresar plenamente la realidad de la I. En el nuevo orden el pueblo de Dios tiene una nueva relación cristológica y pneumatológica, que sólo queda expresada en la idea de participación en el misterio y en el cuerpo de Cristo. «La I., que existe como cuerpo misterioso de Cristo, es el pueblo neotestamentario de Dios fundado por Jesucristo y ordenado jerárquicamente para fomentar el reino de Dios y la salvación de los hombres» (Scrir us D iii/1, 48).

e) La Iglesia como sociedad

Como sabe ya la tradición (cf. Tods DE AQuiNo, Com. in Heb., cap. vira, lee. 3), la idea de pueblo evoca espontáneamente los conceptos de sociedad y de reino de Dios. Ante todo se requieren algunas anotaciones para mostrar los límites de la aplicación del concepto de «sociedad» a la I. Lo más tarde desde el siglo xvi, la -> eclesiología usa con predilección el concepto filosófico de sociedad como «firme unión moral de varios hombres para un fin, que es conseguido con la acción común». Esto significa que la I. es una societas perfecta, o sea, autosuficiente e independiente, una sociedad jerárquicamente estructurada, una sociedad sobrenatural por su origen y su fin.

Por otro lado, hasta cierto punto este concepto ha posibilitado el esclarecimiento del carácter autónomo de la I. en el plano de sus relaciones con otras sociedades. Ésta es una comunidad originaria, independientemente de todo poder, raza y cultura; y tiene la consistencia de una sociedad terrena (->derecho conónico, -> Iglesia y Estado). Pero a causa de una evolución unilateral, que ha conducido a un formalismo en el significado de casi todos los conceptos e imágenes con que la I. es descrita en la Escritura (exceptuados los de pueblo de Dios y cuerpo místico, que a su vez son entendidos desde una perspectiva sobre todo sociológica), este concepto ha obscurecido el carácter específicamente cristiano del bien común, de la autoridad y de la obediencia, así como las relaciones entre las comunidades y sus presidentes, entre la I. y la sociedad civil, e igualmente la dimensión personal y la social de la comunidad cristiana. Ha fomentado una consideración estática de la I. como institución, llevando prácticamente a la pérdida de toda visión dinámica.

Sin embargo, la rehabilitación de las expresiones bíblicas no puede llevar a una exclusión radical del concepto de sociedad, utilizado de diversas maneras en Lumen gentium. La I., presencia del misterio, aparece en forma de una corporación social; es una sociedad concreta erigida sobre un fundamento divino. Para mostrar la unidad de los diversos temas eclesiológicos antes indicados, habría que resaltar el carácter análogo del concepto de sociedad. Y así el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu Santo deberían definirse como sociedad (o comunidad) de la gracia de Cristo, como una comunidad realmente sobrenatural y acuñada por Cristo, no sólo en su fin, sino en toda su estructura. Como comunidad de hombres articulada y congregada visiblemente, la I. posee un interno principio sobrenatural y divino de ordenación, que la hace cuerpo de Cristo y le permite asumir estructuras sociológicas en los múltiples estratos de su realidad, las cuales, sin embargo, tienen un carácter sobrenatural.

f) Iglesia y reino de Dios

La I. celeste será una comunidad en la gloria; pero la ley propia de la I. en la tierra, en virtud de su estructura sacramental, está caracterizada por la tensión entre I. y -> reino de Dios. El NT muestra las relaciones existentes entre I. y reino de Dios, pero no permite una identificación completa entre ambos. Solamente después de la prueba y división del juicio, la I. pasará a ser la perfecta comunidad divina del reino de Dios. El Vaticano ii ve en la I. el germen y principio del reino de Dios (Lumen gentium, n.° 3, 5, 9).

En el curso de la historia los teólogos ora subrayaron el abismo que separa a la I. del reino de Dios, ora resaltaron la coincidencia entre ambos. Esto resulta fácilmente comprensible, pues la I. en su substancia es ya el reino de Dios, pero lo es en su situación de «hallarse en camino», en la reconditez de la fe. La I. es en cierto modo la escatología ya presente y realizada (Mc 1, 14; Act 2, 17; 2 Pe 1, 19), la realización anticipada, aunque imperfecta, del reino de Dios. Los bienes del reino de Dios, que son los frutos del espíritu, se hallan cada uno y su conjunto en posesión de la I., cierto que de una manera imperfecta, misteriosa, pero realmente (Col 13, 2). Pero si el «reino de Dios» significa plenitud y consumación, consecuentemente en la I. debe existir una conciencia (incrementada cada día) de distancia frente a esa gloriosa consumación; lo cual explica la creciente expectación con que ella se proyecta hacia el retorno de su Señor. Esta tensión entre lo que ya ha llegado y lo que todavía ha de esperarse caracteriza el ser de la I. y explica algunas de sus propiedades, especialmente su faz de I. crucificada. La I. es el reino del siervo paciente de Dios: debe sufrir como su Señor, para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26). Por eso la I. en este mundo se halla en la lejanía, en una peregrinación (2 Cor 8, 6, etc.; cf. 1 Pe 2, 11).

Esta tensión entre reino de Dios e I., que está relacionada con su estructura sacramental, puede entenderse también en función de la acción de Dios que determina toda la historia de la salvación (Rom 8, 18-30).

Así, pues, todos los conceptos o imágenes que caracterizan la I. muestran su carácter complementario. Todos deben entenderse en función del misterio de Dios, que llama a los hombres a la comunidad de su Hijo. La constitución Lumen gentium contiene una profundización teológica. A la luz de la revelación la I. es vista aquí como comunidad en la unidad con Dios en Cristo, como sacramento de la salvación, como pueblo de Dios, constituido a manera de cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo.

4. La Iglesia católica y las demás comunidades

La estructura sacramental de la I. funda el ecumenismo y la misión, la relación entre la I. y el mundo, y la reforma eclesiástica.

De hecho todo cristiano agradece su cristianismo, por lo menos el bautismo, a la mediación de una comunidad. Éste, junto con la fe bautismal, es el primer elemento de la unidad visible entre los cristianos y la base de su búsqueda de una unidad perfecta. Hay, pues, entre los cristianos (no sólo en el plano individual, sino también en el comunitario) una visibilidad fundamental, que a la vez es exigencia, motivo de esperanza y fermento de la unidad. Pues, efectivamente, esa esfera visible es la participación común en la muerte y resurrección, en el sacrificio y la victoria de Cristo, la vivificación común por el Espíritu, la común filiación divina que quiere desarrollarse en la plenitud de la unidad eucarística de la I. Las relaciones mutuas entre los cristianos están determinadas por una cierta comunidad sacramental, sin duda imperfecta, pero real (Unitatis redintegratio, número 3). Ahí se funda la preocupación común a todos los cristianos por una amplia representación de ese signo de Cristo que es la Iglesia.

Pero desde aquí se plantea también el problema de la relación de la I. a las demás comunidades. Después de acentuar explícitamente la unidad de la I. jerárquicamente articulada, por una parte, y el cuerpo místico, por otra, el Concilio añade en el capítulo i de Lumen gentium: «Esta I., constituida y ordenada en el mundo como una sociedad, está realizada (subsiste) en la I. católica..., aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la I. de Cristo, inducen hacia la unidad católica» (nº. 8). La palabra subsistit sería mal interpretada si se intentara concebirla en el sentido de un platonismo eclesiológico, como si, antes o más allá de su realización empírica, la I. poseyera un «ser existente en sí mismo» que nunca puede actualizarse plenamente en su aparición terrestre. Cierto que la I. nunca es plenamente ella misma, y va inherente a su esencia un movimiento hacia su realización completa, el cual debe ser aceptado y querido para alcanzar esta plenitud. Pero el punto de partida para una concepción teológica de la I. es necesariamente el Cristo resucitado, sometido a un crecimiento histórico de su cuerpo, y no una universal esencia (hipostatizada) de la I., con relación a la cual la realidad empírica fuera una mera participación.

En el texto antes aducido la I. católica expresa esencialmente la fe de que ella - y sólo ella - realiza como comunidad la forma de la unidad visible que Dios quiere para su I. Sin embargo, hagamos referencia a la diferencia entre dicho texto final y la redacción anterior, que sonaba así: «Por eso, jurídicamente (iure) sólo la I. católica es designada como I.» La expresión usada en la redacción final tiene la ventaja de que resalta cómo hay una relación entre la I. católica y los cristianos no católicos, no sólo en el aspecto individual, sino también como grupos y comunidades creyentes, a través de los cuales esos cristianos han recibido su fe y son santificados. La constitución Lumen gentium, nº. 15 (que ha de compararse con Unitatis redintegratio, n° 3) dice más exactamente: Los bienes espirituales fundamentales de la I. de Cristo no sólo se dan en la I. católica. Se hallan también, si bien con grados diversos, en otras comunidades cristianas, que así participan de algún modo en la realidad del misterio de la I. Tal reconocimiento incluye la confirmación del carácter eclesial de esas comunidades. Pero el nombre de I. en el sentido auténtico de I. parcial (en cuanto, en este o aquel punto, el misterio de Cristo esta realizado, aunque sólo de manera imperfecta), únicamente se les aplica por su posesión de las estructuras jerárquicas esenciales (sacerdocio ministerial entendido en continuidad con el peculiar oficio apostólico). En consonancia con esto se distingue entre Iglesias y comunidades eclesiales, según que se conserve o que falte allí el oficio sacerdotal del obispo.

Pero Unitatis redintegratio acentúa que la fuerza de los bienes existentes en las otras Iglesias fluye desde la plenitud de gracia y erdad confiada a la I. católica (n° 3), y que los hermanos separados (ya individualmente, ya en cuanto comunidades e Iglesias) carecen de la unidad que Jesucristo quiso dar a cuantos por él renacieron y han sido santificados, a fin de crear un único cuerpo para una nueva vida (n° 3).

Por el conocimiento de los vínculos que la unen a otras comunidades, la I. católica al mismo tiempo adquirirá una conciencia cada vez mayor de la distancia entre la exigencia de Cristo y su realización concreta (n .o 4); de aquí resulta la conciencia de la necesidad de su constante renovación. En este sentido hay que entender el principio: Ecclesia semper reformanda (cf. movimientos de -> reforma). También podríamos decir que la I. católica se juzga a sí misma y enjuicia a las otras comunidades e Iglesias cristianas bajo la luz de la realidad escatológica, indicada siempre por la propia estructura sacramental, pero siempre superior a la propia realización empírica, que es sometida a juicio por el mundo venidero.

5. Iglesia y misión

La estructura sacramental de la I. es la base de su misión. Las dos primeras palabras de la constitución Lumen gentium (tomadas de Is 49, 6; cf. Lc 2, 32 y Act 13, 47) caracterizan la I. como una I. misionera que, en virtud de su sacramentalidad, ha recibido el encargo de realizar una misión salvífica en el mundo. Esta conciencia clara de la I. sobre su propio y singular carácter fundamenta la misión en su absoluta necesidad (Lumen gentium, n° 17; Ad gentes, n° 2). Enviada por Dios a todos los pueblos, la I. debe ser «el sacramento universal de la salvación». Ella se esfuerza por anunciar el evangelio a todos los hombres (Ad gentes, introducción). La I. peregrinante es «misionera» por esencia, pues debe su origen a la misión del Hijo y del Espíritu (Ad gentes, n° 2). Con ello queda subrayada también la auténtica naturaleza de la actividad misionera, que está orientada totalmente hacia la plenitud escatológica. «La actividad misionera es nada más y nada menos que la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de la salvación» (Ad gentes, n° 9). La I. entera es misionera, pues, si bien el encargo misional en el sentido estricto de la palabra fue dado a los apóstoles y a sus sucesores, sin embargo toda la I. debe contribuir a su cumplimiento (Ad gentes, 5; Lumen gentium, n° 17).

La misión de la I., que presupone una toma de conciencia de la naturaleza sacramental del servicio (cf. Lumen gentium, cap. III), es el fundamento de las misiones en el significado específico de la palabra. La perspectiva escatológica, que determina la actividad misionera, regula las relaciones de la I. con los hombres (a los que ha sido enviada) en un clima de respeto a su peculiaridad. La I. afirma con insistencia que la aceptación de la fe presupone la plena libertad religiosa. En cuanto, de esa manera, prepara una nueva modalidad en sus relaciones con las comunidades cristianas y los Estados, confirma la autenticidad del diálogo interconfesional como tarea de la I. Pero no se conforma con esta confirmación general, ni se limita a mostrar su patrimonio común con Israel (debido a la revelación divina), sino que resalta además sus aspectos comunes con otras ->religiones no cristianas. Reconoce todos los valores espirituales, morales y socioculturales de las religiones (Nostra aetate, número 3), y afirma decididamente que una conversión al cristianismo no implica una renuncia a la herencia religiosa y cultural de las mismas. En armonía con la tradición entera, ve en ellas estadios previos del evangelio (Ad gentes, n° 8). Pero esto no significa un reconocimiento de una economía salvífica que transcurra paralelamente a Cristo, pues el Concilio declara solemnemente que los hombres sólo en Cristo (presente para nosotros en su cuerpo, la I.) han sido llamados a encontrar la plenitud de la vida divina. Toda experiencia religiosa, en lo que tiene de auténtica, tiende a su estructura fundamental querida por Dios, a su forma eclesial católica (Nostra aetate, n° 2). La humanidad, que está ordenada toda ella a la salvación en Cristo, no es por tanto extrafia a la I., sino que se halla ligada a ésta por muchos vínculos (Lumen gentium, n° 14s).

6. Las relaciones entre Iglesia y mundo

También las relaciones entre -> Iglesia y mundo se fundan a la postre en el carácter sacramental de la I. Todos los bienes que la I. en el tiempo de su peregrinación puede comunicar a la familia humana se deben a que ella es el sacramento universal de la salvación y, a la vez, representa y realiza el misterio del amor de Dios a los hombres. Con creciente conciencia de su misión salvífica, la I. ha reconocido que debe anunciar la salvación a una humanidad concreta, social e histórica que se renueva en cada generación, a un mundo que está transformándose totalmente; y ha reconocido también cómo ella misma ha de aprender de la humanidad (Lumen gentium, nº. 11). Por eso, en nombre de la libertad y dignidad humana aparece una nueva solidaridad de la I. con el mundo: «La I. es a la vez signo y protección de la transcendencia de la persona humana» (Gaudium et spes, n .o 76). Así el pueblo de Dios ha de aparecer ante el mundo como la realización escatológica en germen de la ardiente aspiración a la unidad, la paz, la justicia, la libertad y al amor que mueve a la humanidad entera (Lumen gentium, n° 9).

Aquí se insinúa cómo la I. está obligada a tomar en serio las preguntas de la humanidad, sus objeciones y dudas (-> ateísmo). Pero esto no obsta a que la I., frente a tendencias que impiden el desarrollo del hombre, pronuncie su condenación o su amonestación profética.

7. Los defectos de la Iglesia y la reforma eclesiástica

«Aunque la I., por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios» (Gaudium et spes, n .O 43). Este texto asume una afirmación de Unitatis redintegratio (n .o 4). Aquí aparece claramente que la auténtica base de la reforma constante de la I. es su estructura sacramental. En aquélla se desarrolla una lucha sin tregua por la fidelidad al Espíritu. «Cristo llama a la I. peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la I. misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad» (ibid. n .o 6). El Concilio expresa con suma claridad la conciencia de los defectos de la I. en el curso de la historia. Por ejemplo, en el decreto sobre la libertad religiosa se hace alusión a los comportamientos antievangélicos adoptados por la I. en diversas épocas (Dignitatis humanae, n .o 12). En Gaudium et spes (no 19) leemos: «Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.» Además, la declaración común (el 7-12-1965) de Pablo vi y del patriarca Atenágoras sobre la excomunión de 1054 confirma en un acto solemne el reconocimiento de los defectos históricos de la I.

La I., que alberga a pecadores en su propio seno, tiene necesidad por tanto de una incesante renovación y purificación (cf. Lumen gentium, n° 8; el tema es tratado nuevamente en Gaudium et spes, n.° 44 y en Unitatis redintegratio, n° 6), y en el encuentro con el mundo descubre sus propias contradicciones a la redención en Cristo. La I. aprende de la historia humana, que la ayuda a conocer mejor todas las riquezas de su fe. Pero la I., reconociendo sus debilidades, sabe también cómo es signo eficaz del encuentro transformador entre Dios y la humanidad y de la creación nueva de ésta en Cristo, recuerda cómo debe reproducir la enajenación de Cristo, que se hizo pobre por los hombres. La pobreza de la I. está fundada en su naturaleza sacramental, que la refiere plenamente a Cristo en el Espíritu Santo.

Con este propósito constantemente renovado de fidelidad a Cristo y de servicio al mundo, la I. experimenta su propio misterio. Y, a la luz de los acontecimientos históricos, que despiertan en ella una nueva exigencia de vida cristiana y la incitan a una inteligencia más profunda de la palabra de Dios, conoce la hondura sin fondo del misterio. Asimismo, bajo la luz de la fe, contempla con creciente amor la maravillosa dirección de Dios, que quiere configurarla con la muerte y resurrección de su Señor.

8. Fuera de la Iglesia no hay salvación

La I. es para el mundo el signo eficaz y universal de salvación. Ningún hombre puede salvarse sin la eficacia de ese signo.

Pero hemos de añadir que la operación invisible de la I. es inmensamente superior a su acción visible. Como sacramento de la salvación la I. transmite efectivamente de forma invisible lo que ella representa visiblemente: la salvación de todos bajo todos los aspectos. Esto significa que también la interpretación del axioma Extra ecclesiam nulla salus debe situarse en esa perspectiva sacramental. En el curso de la historia el magisterio ha hecho dos series de declaraciones aparentemente opuestas: una sobre la necesidad de pertenecer a la I. para salvarse; y otro en que se rechaza la doctrina de quienes afirman que la gracia reduce su operación a los límites visibles de la Iglesia.

a) La fórmula de Cipriano Extra ecclesiam nulla salus (De unitate ecclesiae, 6: CSEL 3/1, 214s), asumida nuevamente en la profesión de fe que Inocencio iii impuso a los valdenses (Dz 423 430), fue usada sin limitación alguna sobre todo en la bula Unam sanctam de Bonifacio viii (Dz 468).

b) Pero de tanto en tanto hallamos declaraciones según las cuales la operación de la gracia no se reduce a los límites visibles de la I. (cf. Dz 693 1379 1294; sobre todo DS 3866 3872). Entre estas dos posiciones opuestas viene a mediar la suposición de un «error de buena fe». Pío ix fue el primero que habló del error invencible en la exposición del axioma mencionado (Singular¡ quadam). En la misma línea se halla un capítulo del esquema De Ecclesia del Vaticano i.

Pero el texto interpretativo más importante es la carta del santo oficio al arzobispo de Boston (DS 3866-3873). En primer lugar se resalta que «la incorporación por el bautismo al cuerpo de Cristo, que es la I., constituye un estricto mandato de Jesucristo» (DS 3867). «El Redentor no sólo ha mandado que todos los hombres y pueblos se hagan miembros de la I., sino que también ha dispuesto que ésta sea un medio de salvación sin el cual nadie puede entrar en el reino de la gloria» (DS 3868). Pero la necesidad de la I. para la salvación queda precisada más exactamente. No se trata de una necesidad de medio, o sea, debida a la naturaleza interna de la cosa (que haría indispensable el uso afectivo, real del instrumento, como sucede en el caso de la fe o del amor de Dios, que son necesarios para la salvación), sino de una necesidad de precepto, basada en una disposición positiva. En este caso, el fin para el que está preceptuado el medio puede alcanzarse incluso cuando no es posible usarlo efectivamente. Entonces el medio ha de substituirse -y esto basta- por el deseo o el voto. «Para alcanzar la salvación eterna no siempre se requiere la pertenencia efectiva (reapse) a la I. como miembro suyo; pero el hombre ha de estar unido con la I. por lo menos mediante el deseo o el voto» (DS 3870; ->bautismo de deseo).

En comparación con el esquema preparatorio del Vaticano i, que todavía hablaba de una necesidad de medio, es evidente el progreso alcanzado en el documento citado. El Vaticano ii, con una referencia explícita a dicho documento, declara: «Pues los que inculpablemente desconocen el evangelio de Cristo y su I., pero buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia por cumplir eficazmente su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (Lumen gentium, n .o 15).

Brevemente, para salvarse, es necesario hacerse hijo de la I. por lo menos a través de un acto implícito de fe y de un deseo de la salvación. El axioma «no hay salvación fuera de la I.» no es sino una expresión de la verdad eclesiológica: la I. es el sacramento de la salvación.

 

IV. Sobre la estructura jurídica de la Iglesia

1. Cuestiones generales sobre su fundamentación

Véase constitución de la -> Iglesia, -> derecho canónico, -> Codex Iuris Canonici.

2. Acerca de la estructura jerárquica

Véase -> jerarquía, -> papa, -> episcopado, -> sacerdocio, -> potestades de la I., -> jurisdicción.

NUEVAS DISPOSICIONES ECLESIÁSTICAS: Plo XII., enc. Mystici Corporis Christi del 29-6-1943: AAS 35 (1943) 1943) 193-248; Vaticano II, Constitutio dogmatica de Ecclesia: LThK Vat 1 137-359; Pablo VI., enc. Ecclesiam suam del 10-8-1964: AAS 56 (1964) 609-659.

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 Marie-Joseph Le Guillou