HUMILDAD
SaMun

I. Escritura

1. Antiguo Testamento

Puesto que Yahveh como Dios creador ha dado al hombre su existencia y lo conserva en ella, puesto que Yahveh es también el Señor de la historia y del pueblo judío y de cada hombre, y puesto que él, como donador y don de la salvación escatológica, garantiza el sentido de la historia de su pueblo escogido, de cada individuo y de la humanidad entera; consecuentemente la actitud adecuada frente a Dios sólo puede ser la h. Por eso la h. es una de las propiedades fundamentales del devoto del AT: Gén 32, 11; Núm 12, 3 («Moisés era hombre muy humilde, el más manso de cuantos moraban sobre la tierra»), y los profetas incitan constantemente a una actitud humilde ante Yahveh, para que su ira no caiga sobre Israel (Am 6, 8; Jer 13, 16; Is 49, 13; 61, is; Miq 6, 8). El salvador escatológico es visto como una figura humilde: «He aquí que a ti viene tu rey; es justo y victorioso; viene humilde y montado en una asna» (Zac 9, 9). En cuanto aquí (como ya en Moisés) la exigencia de la h. afecta también a aquellos miembros de la alianza que participan de la autoridad de Yahveh, se insinúa ya la visión neotestamentaria de la h. También los salmos expresan repetidamente la certeza de que el auxilio de Yahveh está con los humildes (Sal 25, 9; 131; 149, 4). Para la literatura sapiencial la humildad consiste sobre todo en someterse al orden divino del mundo (Job 22, 29; Prov 3, 34; 11, 2; 18, 12; 22, 4; Eclo 3, 17ss; 3, 20; 19, 26). Por eso la actitud de la humildad comprende también el recto conocimiento de sí mismo: «Hijo, conserva tu alma en la humildad, y júzgate como tú mereces» (Eclo 10, 31).

2. Nuevo Testamento

Ante la llegada del reino de Dios, el hombre ha de mostrarse humilde (Mc 10, 15 par), para que así alcance la justificación (Mc 12, 38 par; Luc 1, 48; 14, 11); ningún hombre supera a otro en méritos, a no ser en el mérito de una mayor h. (Lc 18, 9-14). Jesús mismo da un ejemplo de la recta postura de h. Del mismo modo que Jesús, como enviado del Padre, cumple su voluntad con h., así también los hombres han de comportarse con h. frente al reino de Dios, que llega en Jesucristo: «... µ&OeTe &n' á[,oü, ST6 apa05 ed[,i xai ra7reLvós T(i xapSía » (Mt 11, 29); «Porque ejemplo os he dado, para que, como yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis. De verdad os lo aseguro: el esclavo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo envía» (Jn 13, 15). Lo decisivamente nuevo es aquí (aunque eso de algún modo estuviera ya preparado, p. ej., en el pensamiento del acercamiento irrevocable de Dios, proclamado por Os y Ez) que Dios se ha mostrado humilde en Jesucristo. Ésa es la razón de que los cristianos en sus relaciones mutuas deban cultivar una postura de h. (Flp 2, 5-11). La h., que está íntimamente unida con el amor (1 Cor 10, 24; 13, 4), debe ser la postura fundamental frente al hermano (Rom 12, 9s).

II. Teología

La doctrina cristiana de la h. se desarrolló en continua contraposición al general menosprecio de la misma en la antigüedad (menosprecio que puede explicarse en parte por las circunstancias sociales). Agustín profundiza el antiguo pensamiento de la h. haciendo hincapié en el carácter pecador del hombre: Tu homo cognosce, quia homo es. Tota humilitas tua ut cognoscas te (Tract. in Io. 25, 16). Tomás de Aquino aspira nuevamente a una síntesis con la doctrina aristotélica de la magnanimidad (ST ii-ii q. 129 a. 3 ad 4). Y, realmente, la h. cristiana recibe su sello, no del rebajamiento, sino del desprendimiento. Cristo es el prototipo sin par de la h. en el radicalismo singular de su magnanimidad («nadie tiene mayor amor...»). En cuanto toda virtud concreta tanto puede ser una autoafirmación de la soberbia como un movimiento del amor, la h. pasa a ser la virtud cristiana. Esto no está en contradicción con la determinación de la caridad como forma omnium virtutum, pues, más bien quiere dejar en claro que la h. es la «faz» específicamente cristiana de la caridad (cf. la contraposición: eros como aspiración; agape como amor que condesciende humildemente). La actitud de la antigüedad frente a la h. fue transmitida a la edad moderna (Nietzsche) sobre todo por el renacimiento. La posibilidad y la necesidad de automanipulación del hombre, que aparecen cada vez más claramente en la era técnica, crean un sentimiento de vida que difícilmente permite ver el valor de la h. Sin embargo, la experiencia, que crece en igual medida, del condicionamiento y riesgo del hombre podría dar acceso a la h. cristiana en su sentido más amplio. No podemos decir todavía en qué medida esta h. en su función da testimonio se diferencia del mero afán de objetividad y sobria veracidad.

Alvaro Huerga