HUMANISMO
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 1. Historia del humanismo

El h. (en cuanto autofundamentación refleja del renacimiento) surgió en los siglos xiv-xv como ámbito espiritual de la nobleza, especialmente de la aristocracia comercial que vivía en las ciudades soberanas de Italia. Este nuevo estrato social no se sintió atado por ninguna forma de existencia previamente forjada a los marcos tradicionales del ordenamiento medieval, y por esta razón pudo crear su propio estilo de vida cortesano-patricio, convirtiéndolo en una manera original y autónoma de una refinada existencia espiritual paralela a la formación escolástica del clero y a la cultura cortesana y caballeresca. Esta manera de vida se fundaba (enlazando con la tradición medieval de las «artes liberales») en un encuentro estetizante, religiosamente neutro y por tanto carente de prejuicios, con el acervo cultural de la antigüedad en su forma pura, ajena a la tradición escolástica, y con su ideal del uomo divino se entendió a sí misma como renovación de la antigua humanitas. Petrarca, el auténtico fundador del h., se remitía a Cicerón y a su esfuerzo por humanizar las virtudes romanas mediante la cultura griega (transmitida por medio de la música, la matemática y especialmente la literatura helénica, que servía de modelo tanto en la forma como en el contenido), transformándolas en una disposición de ayuda a los demás, y en una actitud tolerante y sabia.

Como inmediata actualización esteticista del espíritu antiguo (y en este sentido distinto de los «renacimientos» de la antigüedad en la edad media, de sello más cristiano), el h. prevaleció ya hacia el 1400 en la formación privada de las cortes patricias y episcopales, incluso al norte de los Alpes, y tuvo acceso a la corte papal bajo los pontificados de los papas Nicolás v, Pío II, Sixto iv, julio II y León x. El h. recibió un impulso decisivo la confrontación del mundo espiritual de occidente con los textos originales de la filosofía griega, transmitidos por sabios griegos en el concilio unionista de Ferrara-Florencia (1438-1439) y particularmente después de la caída de Bizancio (1453), que permitió una revivificación de todas las posibles tendencias filosóficas de la antigüedad (singularmente importante fue la «Academia platónica» de Florencia con Giovanni Pico della Mirandola y Marsilio Ficíno), introduciendo así una nueva actitud espiritual en las escuelas superiores. En tiempos de Erasmo de Rotterdam el h. acabó por dominar el mundo culto de Europa, y desde la concepción estética de la vida por parte de un nuevo estrato social evolucionó hasta convertirse en un amplio movimiento de eruditos. El impulso de este movimiento no sólo condujo a una intensificación decisiva de la formación filológico-literaria en los estudios de «humanidades», sino que a la vez hizo posibles nuevos planteamientos en muchos otros campos (filosofía de la naturaleza, investigación histórica, teoría y práctica políticas; cf. -> renacimiento). Pero sobre todo con la emancipación de la síntesis escolástica entre cristianismo y filosofía, síntesis que fue peyorativamente conceptuada como «edad intermedia» en el movimiento continuo del espíritu desde la antigüedad hasta la época moderna (esta triple división aparece por vez primera en Flavio Biondi), el h. planteó de forma nueva el problema de una mediación entre la interpretación autónoma y laica de la cultura antigua y la interpretación cristiana de la revelación. A este respecto cobraron nueva actualidad tanto la mística plotiniana y cabalística (entre los platónicos florentinos) como los antiguos padres de la Iglesia hasta Agustín; esto sucedió ya en Petrarca, que se apoyaba en Agustín para su fórmula conciliatoria: Christus est Deus noster, Cicero autem princeps nostri eloquii, y también en los esfuerzos de Erasmo de Rotterdam en torno a la Philosophia Christi, que en la síntesis de Platón, Cicerón y los estoicos, iniciada ya en Orígenes, no trata de ofrecer sistema alguno, sino de indicar el camino de la verdadera formación como una divina paideia. Con este remontarse por encima de la escolástica hasta las fuentes mismas de la fe (son significativas las primeras ediciones de la Biblia; filológicamente exactas), por una parte el h. vino a ser el precursor de la -> reforma y, por otra, se puso de manifiesto la ambivalencia de las relaciones entre h. y religiosidad. En efecto, la absoluta decisión religiosa de los reformadores, fundada en el impacto existencial de la palabra de Dios y no en el estudio filológico y estético de la Biblia, es el «no» más rotundo a la autonomía del que se basa en una erudición esteticista y en un concepto conciliador (amigo de mediaciones) de la religión (cf. la lucha de Lutero con Erasmo). De este modo el h. llegó a su fin con la Reforma, en cuanto movimiento espiritual independiente, pues la polémica de las nuevas confesiones no dejó ya espacio para el campo neutral de una formación esotérica y arcaizante. Las aportaciones intelectuales del h. Y sus métodos formativos fueron absorbidos por las partes en litigio, que los pusieron al servicio de su propia causa (cf. el h. estoico de Calvino como «servidor» de la nueva teología, el aristotelismo humanista de Melanchton como armazón de la dogmática luterana y, en el lado opuesto, la acogida de la formación humanista en la escolástica barroca de los jesuitas) y apenas crearon ya una forma de vida espiritual independiente.

2. Ilustración y nuevo humanismo

Tras ciertos gérmenes humanistas (en un sentido amplio) en el humanisme dévot (un movimiento antijansenista de Francia), así como en el clasicismo francés, la cuestión filosófico-teológica del h. se puso en marcha (después de una síntesis entre interpretación autónoma de sí mismo y propia interpretación recibida de la revelación) en una forma nueva (más racionalista que orientada por el ideal de la antigua humanitas) con la ->ilustración. En tanto ésta no se agotaba en una racionalización pro o antirreligiosa de la teología, trabajaba (así ya Lessing, pero sobre todo Kant en la transición a la filosofía del -> idealismo alemán) como una contribución insoslayable al problema del h. practicado, de la «razón práctica» como esfera de la religión y de la decisión sobre su verdad, es decir, sobre su capacidad de integración en una interpretación de sí mismo elaborada a la luz de la razón.

Sin embargo, el h. experimentó su renacimiento explícito en una corriente opuesta al -> racionalismo ilustrado; a saber, en la teoría del arte y en la filosofía de la historia elaborada por el clasicismo alemán y por el ->romanticismo a fines del s. xviii y comienzos del xIx (con Winkelmann, Herder, Schiller, Goethe, F. Schlegel). Este neo-humanismo (con una interpretación completamente nueva de la cultura griega) subrayó frente a la visión unilateral del racionalismo, la riqueza polifacética del individuo humano y las exigencias de su armónica educación integral, hasta llegar a una obra de arte donde el artista, el proceso creativo y la obra se identifican, y propuso como criterio de este ideal el h. de los griegos. Con W. v. Humboldt y otros (p. ej., F.J. Niethammer, que en 1808 acuñó el concepto de h.) este -> ideal formativo (opuesto a la «de-formación» utilitarista orientada a la creación de funcionarios de la sociedad en las escuelas reales ilustradas) se dejó sentir incluso en las escuelas (primeros «gimnasios» humanistas), y a partir de ahí determinó (de una manera ciertamente atenuada) la idea que la burguesía ha tenido de sí misma hasta el siglo xx.

Bajo el título de «tercer h.», el entusiasmo occidental por la antigüedad experimentó una vez más un tardío florecimiento entre las dos guerras mundiales (W. Jaeger, K. Kerényi).

3. El humanismo marxista

Guardando cierta relación con la idea que este neo-humanismo tenía de sí mismo, en la izquierda hegeliana se desarrolló una postura histórico filosófica que (sin remontarse a la antigua humanitas) se entendía como un h. en su esperanza de una perfecta renovación de todas las cosas existentes mediante el esfuerzo humano (encaminado a una sublimación de la materia como mediación del hombre consigo mismo).

Este pensamiento adquirió la forma que sigue actuando hasta ahora en su fusión con la economía nacional en Karl Marx. En su visión y en la del marxismo moderno (fuera del ámbito del comunismo soviético, expuesta sobre todo por R. Garaudy y E. Bloch), el hombre es el creador de sí mismo, en el sentido de que en toda realidad objetiva (incluida la propia) no se enfrenta con otra cosa que con el producto del propio trabajo (mediatizado por la distribución del mismo, arrebatado [y por lo mismo enajenado] al sujeto creador en las formas sociales precomunistas). Este estado de cosas impone el deber de eliminar la alienación «deshumanizadora» (entre sujeto y objetividad, y con ello entre los hombres mismos), de tal manera que todos encuentren en las relaciones sociales el medio adecuado para la mutua afirmación de todos (alcanzando así la fundamentación de su existencia). El h. viene a ser así: la realización de los «caminos del mundo, a través de los cuales lo interno puede hacerse externo y lo externo puede llegar a ser como lo interno» (Bloch); o más concretamente, la política social, que con la orientación consciente de las relaciones de producción, prepara el terreno al ideal de una unidad personal a escala universal (el «hombre total»).

Este -> marxismo clásico tiene actualmente su prolongación en la «segunda ilustración», representada concretamente por Th.W. Adorno y M. Horkheimer. Su h. rechaza ya el desarrollo de objetivos sociales positivos como inhumanos, en cuanto que el hombre alienado nunca proyecta en ellos su verdad adecuada, sino sólo y siempre la contrafigura (por su parte equivocada) de la propia situación alienada, y exige como auténtica labor humanizadora una crítica constantemente negativa: la penetrante exhibición de los fenómenos despersono li7adores en la realidad social con todos los medios de la moderna sociología. Este importante pensamiento encuentra a menudo una resonancia popular en agrupaciones como la «Unión humanística» y en corrientes sociológicas que ideologizan en el «humanismo militante» el principio metodológico general de la desideologización crítica.

4. El humanismo existencialista

En parte con una relación estrecha y en parte como oposición a esta teoría (neo-)marxista, también el -> existencialismo se entiende a sí mismo como un h. Así Sartre arranca la libertad del hombre (como responsabilidad del propio yo) de toda fe en una norma dada de antemano, la sitúa sola frente a sí misma y le exige la creación de la propia realidad concreta mediante una decisión absolutamente responsable ante una determinada situación (esa decisión tiene carácter vinculante para la subjetividad en general y, por tanto, para todos los demás sujetos). Partiendo de este principio, a primera vista puramente formal, de un h. heroico-trágico, Sartre desarrolla unos criterios en orden a la autenticidad de la autorrealización de la libertad, y piensa que el marxismo es en la situación actual la único posibilidad que la libertad tiene para realizarse. Heidegger aborda esa problemática de cara a la mismidad. Y en esta pregunta la suprema culminación de la libertad absoluta del individuo, guiada por sus propias consecuencias, se trueca en una disolución de la existencia subjetiva en la autorrealización del ser mismo, de la autenticidad misma. En lo más profundo el yo es «ex-sistencia» en el sentido de apertura al ser como el puro «él mismo», lugar de manifestación de aquel ser que precede absolutamente a toda división «metafísica» en esencia y existencia. Partiendo de lo «humano» en este sentido (como ámbito donde acontece el ser, que el Heidegger de la última época sitúa, no tanto en la decisión configuradora de la vida, cuanto en el lenguaje, el cual constituye la más originaria revelación del ser), el h. verdadero es interpretado como un dejarse abrir al «ahí» del «ser», al «ámbito de donde brota lo sano».

5. Humanismo cristiano

El cristianismo no puede aceptar sin crítica estas modalidades de h., que no son cristianas en su punto de partida (y que no sólo van desde la religión positivista de A. Comte hasta el h. evolucionista con base biológicomédica de la Fundación-Ciba, sino que además, podrían multiplicarse arbitrariamente, pues, por buscar un plano común de diálogo, todos los puntos de vista que se presentan de nuevo en la actual discusión de la filosofía práctica, se dan a sí mismos el nombre de h.). Y el cristianismo no puede aceptarlas sin más porque él es la verdad del hombre como absolutamente futura, es decir, como transformación escatológica del hombre por obra de Dios, transformación que supera las más elevadas posibilidades de la autorrealización intrahistórica. En este sentido el h. -de acuerdo con las palabras de K. Barth - es para el pensamiento cristiano el h. de Dios como la bondad comunicativa, que capacita al hombre para su propia realidad. Por otra parte, el cristianismo no podía ni puede permanecer neutral y desinteresado frente a los humanismos extracristianos, ya que no se entiende a sí mismo como un elemento ajeno a lo humano, sino como una llamada de Dios al hombre, llamada que se hace oír y, como transformación, comienza en aquello por lo que el llamado es él mismo de la manera más auténtica y responsable, a saber, en su humanitas en el sentido supremo.

Por esta razón el pensamiento cristiano no sólo sigue una tradición que en su formulación explícita arranca de Erasmo, y en su contenido se remonta a los apologistas del cristianismo primitivo y a los esfuerzos integradores de la edad media, llegando luego hasta J.H. Newman en el mundo anglosajón, hasta E. Przywara, Th. Haecker y H.U. v. Balthasar en el ámbito de lengua alemana, y hasta J. Maritain, H. de Lubac e Y. Congar en Francia; sino que además realiza su ley esencial como encarnación de la salvación cuando (consciente de la ambivalencia de esta tarea) se esfuerza por un h. cristiano teniendo en cuenta precisamente el planteamiento actual del problema. En este sentido la filosofía cristiana (G. Marcel), lo mismo que la teología católica (K. Rahner) y la protestante (R. Bultmann), ha acogido la visión humanista de la filosofía existencial, según la cual la humanitas (y con ella el ámbito de la revelación) se hace real no en el hecho en cuanto tal (es decir en determinados ordenamientos sociales), sino en la acción personal, en la decisión, en la libertad, en la mismidad auténtica (que no puede fijarse como un objeto), enajenándose, en cambio, en lo fáctico.

Asimismo los teólogos cristianos, no sólo individualmente, sino también sobre una base más amplia (p. ej., en la Paulus-Gesellschaft), han entrado en diálogo con el h. marxista, y han intentado crear (p. ej., Moltmann en su encuentro con Bloch y Teilhard de Chardin en el plano de la filosofía de la naturaleza) amplias síntesis entre la escatología cristiana y la expectación marxista de la salvación en la realidad de la vida histórica, procurando así tender un puente de unión entre la historia de la salvación y la evolución (que camina hacia una integración mundial).

Para ponerse a la altura del estado actual del problema, un h. cristiano debería corregir (y dejarse corregir por) las diversas especies de h. ateo. Es decir, debería situarse radicalmente en la idea de que, conociendo y aceptando que el hombre sólo puede realizar su condición humana (y con ello su apertura a Dios) en la relación dialogística al «tú» y en la integración social, se imponen ineludiblemente los dos hechos que siguen. Por una parte, el hombre depende de la realidad social como mediación de la relación interpersonal, pues la libertad nunca puede hacerse explícita y comunicarse puramente como tal, sin objeto (en este aspecto lleva razón el h. social utópico); por otra parte, esta realidad no ha de llevar a una sublimación de lo fáctico, a una «comunión de los santos» ya lograda en la tierra (y aquí se justifica la consiguiente reducción de la importancia de lo fáctico a la intención de quien lo pone). Eso supuesto, el h. cristiano -de acuerdo en este punto con la «segunda ilustración» y con Sartre como el inventario quizá más honrado de la problemática humana - debería mantener el interminable vaivén dialéctico entre la realidad positiva de la comunicación (que en cuanto hecho se independiza, se trueca en ideología e impide precisamente la comprensión) y su revocación por la crítica negativa (que, de todos modos, en cuanto mera negación sólo puede realizarse en lo positivo). De otro lado, el h. cristiano en cuanto cristiano, con la aceptación de esta crítica negativa de lo real (del intento supremo de la humanidad por proporcionarse dialécticamente su salvación) no cae en el vacío absurdo de un futuro dialéctico indefinidamente abierto; pues, visto bajo la dimensión de la cruz, este indefinido e impotente proceso de autosalvación de una sociedad en busca de su humanitas aparece como la realización germinal del juicio absoluto sobre la historia y sobre la alienación del hombre que sólo ilusamente puede eliminarse en el curso de aquélla. Pero si los cristianos interpretan la crítica negativa (muy realista en el curso mismo de la historia) como un elemento de la crisis absoluta (que estima las formas concretas de alienación como configuraciones de una situación alienante, que no pueden eliminarse dentro de la historia y con ello reduce por principio cualquier h. a un plano relativo); por otro lado, el futuro se presenta para ellos como expresión de una infinitud absoluta, en la que por fin (llegando lo que en nuestra historia propiamente dicha sólo puede esperarse por una ingenuidad ideológica) la ambivalencia de la interobjetividad y la ruptura que se manifiesta de la intersubjetividad, en aquella, quedarán soberanamente superadas en una persona mediadora, que expresa la realidad interpersonal del amor en una adecuada realidad social (corporeidad) y se comunica como integración universal.

En cuanto meta absoluto y transcendente de nuestra historia indefinidamente autocrítica, esta -> salvación (que transforma al hombre mismo) no pertenece desde luego sólo al más allá, sino que (pese a la imposibilidad de su consolidación en un sistema determinado o en un programa utópico del futuro) es ya actual como punto de referencia de toda acción en el mundo real, como auténtico interlocutor en el diálogo de cualquier presente con su futuro; y con esta presencia hace posible una autorrealización de lo «humano», en la que esto se proyecta ya (en la fe, en la esperanza contra toda esperanza y en el amor por encima de desengaños y tragedias) hacia la verdadera humanitas de Dios.

Konrad Hecker