F) FE E HISTORIA

 

I. El problema

Si bien la unidad y diferencia entre fe e historia en su articulación refleja es un problema planteado por el pensamiento moderno, sin embargo la tensión entre fe e historia en el sentido general y fundamental es un rasgo esencial de la existencia cristiana en general y por ello tan antiguo como el cristianismo mismo, e incluso en -> Jesucristo y a través de él se remonta a la historia veterotestamentaria y universal de la fe y de la -> salvación.

En el moderno descubrimiento - con aportación del cristianismo - de la dimensión histórica de la existencia, se ha descubierto un horizonte transcendental de la conciencia, que hace explicable en su fenomenología propia el acontecimiento del cristianismo.

Si desde el punto de vista teológico el hombre -individual y socialmente- es el evento histórico de la libre, sobrenatural y reconciliadora comunicación de -->Dios mismo al hombre, la cual está presente y se manifiesta escatológicamente en Jesús por la -> encarnación y -> resurrección; y si la -> fe es la aceptación, comunicada históricamente en Jesús y a su vez históricamente libre, gratuita, obediente y confiada en sí misma, de la inclusión gratuita de la existencia en este acontecimiento; en consecuencia se echa de ver con toda claridad la relación de la fe con la historia. En cuanto el hombre se refiere siempre a la -> transcendencia y a la realidad en conjunto, y con ello a sí mismo, mediante una toma de posición libre, la cual no puede someterse plenamente a la reflexión (porque la reflexión es siempre el intento posterior de aclarar y explicar la realización de la existencia); la condición apriorística de la fe, la credulidad y su actualización pertenece ya en cada caso a la constitución fundamental de la existencia humana, y esto no precisamente a base de una realización autónoma del sujeto, sino solamente a base de una conjunta realización interpersonal, tanto en unión con la autorrealización de otra -* libertad histórica (-> comunidad, -> lenguaje) como en la aceptación y apropiación de la posibilidad libremente concedida de esta realización: de la -->gracia. Partiendo de aquí hay que tratar de abordar la problemática que se plantea con la referencia concreta de la fe cristiana a la historia.

 

II. La visión moderna del problema

El pensamiento moderno se ha visto ante el problema de que la fe, según la concepción teológica, se funda en una determinada realidad histórica, en un testimonio histórico, pero no se funda primordial ni exclusivamente en verdades metafísicas; asimismo se ha encontrado ante la cuestión de cómo se relacionan con esto la originalidad y libertad de la realización de la fe y su afirmada validez universal.

¿No tiene lugar aquí un paso directo e inmediato de la dimensión de lo histórico a la dimensión del absoluto asentimiento de la fe (LESSING, Uber den Beweis des Geistes and der Kraft [Sobre la prueba del espíritu y de la fuerza] )? ¿Cómo se puede superar la diferencia entre la contingencia de una verdad histórica y el carácter absoluto del acto de fe? Como esta diferencia no se puede superar a partir de la conciencia histórica, ya que una decisión cualitativa no puede lograrse cuantitativamente (S. KIERKEGAARD: «el cuantificar en orden a una decisión cualititativa» en Abschliessende unwissenschaftliche Nachschrift i [D 1957] 88), y puesto que contradice asimismo a la fe el que se la entienda como prolongación de un saber histórico, Lessing por su parte trata de mediar entre lo histórico y lo absoluto a través del «salto». En Kierkegaard este salto se emplea positivamente como «decisión», pues objetivamente sólo se da una síntesis paradójica entre historia y fe. Sólo la «subjetividad» es el lugar del posible compromiso entre ambas. Si en esta visión únicamente la decisión paradójica puede mediar entre la fe y la historia, en consecuencia la existencia misma es paradójica.

El modelo de pensamiento de Lessing en la interpretación de la relación entre fe e historia presupone que la relación histórica, en cuanto arbitraria, permanece fuera de la autointeligencia perteneciente a la esencia del hombre. La relación con la historia se piensa aquí tan sólo mediante el esquema sujeto-objeto. Pero esta concepción deja de ver que la historia y la relación histórica consigo mismo y con el mundo pertenecen constitutivamente al ser humano.

Pero si el hombre en su fe y particularmente en su realización de la libertad es un ser histórico, y lo es en su inteligencia del ser, del mundo y de sí mismo, entonces la conciliación entre fe e historia debe buscarse en esta misma historicidad interpersonal del hombre.

 

III. Fe e historicidad

La relación del hombre con la historia por la actividad intelectiva e interpretativa tiene un carácter originario y universal, pues el hombre está afectado por la historia ya antes de preguntar por ella; así el entender histórico es siempre un entenderse a sí mismo: si el hombre se relaciona con la historia, se relaciona consigo mismo. Inteligencia de la historia y relación con la historia, e inteligencia de sí mismo y relación consigo mismo se hallan así originariamente unidas, y esta unidad es una unidad de encuentro, de tal modo que vale en ambas direcciones de la relación. La relación con la realidad histórica precede al interés histórico, es decir, tiene carácter ontológico. Si la relación originaria del hombre a la historia es de tal índole que él sólo puede entenderse a sí mismo en medio de esa relación, el hombre en la pregunta por sí mismo está nuevamente remitido a la historia aposteriorística e indeductible. Por consiguiente en su aposterioridad la historia tiene un importante carácter existencial apriorístico. Con esto queda claro cómo lo esencial para el hombre puede ser a la vez histórico, y lo histórico puede ser a la vez esencial. La función del entender histórico, que resulta de la confrontación con la historia, no tiene por tanto el carácter de un disponer sobre sí mismo, sino el de un dejar disponer sobre sí mismo, y por cierto en relación con una posible mismidad del hombre por la que él pregunta originariamente. Por consiguiente el entender histórico tiene siempre la estructura formal de la realización de la fe; pues el hombre siempre realiza su existencia históricamente, incluso antes de reflexionar sobre ella; pero esto no de una manera general, sino concretamente, es decir, en una relación que implica elementos objetivos, contenidos que se comportan a manera de cosas, o sea, «historia».

Por esta razón el entender histórico y la autointeligencia de la fe incluyen la interpretación del auténtico saber histórico. Lo histórico queda falseado tanto por una excesiva objetivación, a manera de meros hechos o cosas, como por la pérdida de la dimensión objetiva y científicamente comprobable, con el afán de existencializarlo o idealizarlo.

Sólo allí donde la historia existencial y la objetiva son vistas en su unidad de estructura, se conserva la esencia concreta de la historicidad y de la historia. Sólo así puede la fe dar razón de su fundamentación. La referencia del hombre a la historia (--> historia e historicidad) no es, por consiguiente, un caso especial que se reduzca al ámbito de la visión religiosa que el hombre tiene de sí mismo, no es simplemente una disposición fáctica o aposteriorística que procede de la tradicional visión de la fe, sino que de antemano y en principio se esclarece por la necesaria apertura del hombre en virtud de un «a priori» metafísico a la facticidad que fundamenta la existencia, de modo que la vinculación de la fe a la historia por la realización histórica de la libertad es sólo una intensificación radical de esta disposición fundamental de la existencia, en la que el hombre está siempre constituido como una realidad dialogística e histórica.

 

IV. La fundamentación por sí misma de la la fe crisitana

Aunque la fe cristiana se halle siempre en el horizonte de la referencia a la historia de la «fe» en general, sin embargo, no es meramente un caso, ni siquiera el caso supremo de esa historicidad, sino que tiene conciencia de la propia singularidad y de constituir a la vez la plenitud y el juicio de la historia. Por esto no puede conformarse con ser una determinada articulación de la fe junto a otras, sino que se halla bajo el mandato de comunicarse a todas las modalidades de la fe. Pero con ello la problemática de la fundamentación histórica por sí misma alcanza una agudeza sin par.

Con todo la estructura de esta fundamentación no es diferente de la que hemos caracterizado anteriormente. Es una fundamentación personal, pero esto no significa que se realice en una arbitraria dimensión interna de la persona, sino que tiene lugar en la esfera objetiva e histórica de la misma. Ya en la relación histórica de personas contemporáneas, la apertura mutua y la fundamentación de su relación están caracterizadas por el entrelazamiento en principio ineludible de inmediata evidencia personal y legitimación a través de cosas y obras. La cualidad peculiar de esa evidencia personal en su entrelazamiento de momentos inmediatos no puede describirse adecuadamente mediante la paradoja a la que nos hemos referido, por lo menos en cuanto ésta establece un antagonismo entre tales momentos y convierte la diferencia en oposición, y así mutila la esencia de lo personal, que se acredita por la propia mediación con lo objetivo. Tampoco puede entenderse adecuadamente como una verificación y demostración racional, pues entonces se desconocería la diferencia esencial entre ambas esferas (ciertamente la diferencia es reconocida, pues de ella surge el problema de que tampoco una prueba con plena validez en virtud de los «hechos» puede ser fundamento de la auténtica certeza personal; mas para esta certeza personal se exige falsamente una prueba que en principio sea de la misma especie).

También una relación personal temporalmente distanciada está determinada por esta doble estructura de su propio esclarecimiento. No obstante la diferencia de una relación coetánea, hemos de sostener que, por una parte, ésta no sólo es inmediatamente «subjetiva», sino también «objetiva» (incluso a través de cosas), y, por otra parte, la relación histórica no sólo se produce en forma de historia objetiva, sino también en forma inmediata, personalmente coetánea. Esta estructura no sólo tiene validez para la relación con el fundador mismo de la fe, lograda a través de los estadios de mediación, sino igualmente para los miembros de esta mediación.

Los miembros de esta mediación son testigos, cuyo testimonio se produce con fuerza demostrativa, mediante pruebas comprobables personal y objetivamente, así como la autorrevelación del fundador mismo se realiza en el Espíritu y en signos. Si por una parte el hombre tiende siempre a recibir en la fe la donación divina, por otra parte su expectación no es simplemente la ley de la respuesta. En cuanto ésta colma la esperanza, la sobrepuja a la vez y la modifica, hasta tal punto que la fe cristiana, si bien puede legitimarse como racional frente a la ->incredulidad en virtud de la estructura general de la tendencia a creer y de la realidad que la funda en cada caso, sin embargo, no puede fundamentar propiamente su pretensión incondicional y su validez también para los demás, pues esa pretensión de la realidad a la que el creyente se refiere, sólo puede experimentarse desde ésta misma y desde el encuentro con ella (que evidentemente se hace posible por el testimonio creyente como personal y objetivo a la vez).

Por consiguiente, la fundamentación de la fe por sí misma para el creyente (e incluso como justificación de su esperanza [1 Pe 3, 15] frente a los otros), ha de distinguirse de la fundamentación «misionera» en orden a llamar a otros hacia la fe. Sin embargo esta diferencia es secundaria de cara a la problemática aquí tratada. En ambas formas de fundamentación el cristiano ha de mantener y defender lo fáctico o histórico en su pleno derecho y su permanente significación para la fe (frente a una mera «interpretación -+ existencial»). Pero, por otra parte, esta facticidad sólo es «demostrativa» como momento de toda la relación personal. Esta unidad no se da únicamente por parte de la fe o del sujeto que cree, sino también y de manera fundamental por parte de la revelación, del Dios que se manifiesta históricamente y de su Palabra hecha carne. Y esos aspectos a su vez (fe y revelación) no deben considerarse por sí solos, sino únicamente como momentos de un más amplio acontecer de la gracia, diferente e idéntico, en el que Dios se comunica a sí mismo y a la vez hace posible la aceptación de esta comunicación. En este acontecer de la revelación y de la fe se produce, pues, un suceso personal solamente por y en el hecho concreto, y, por otra parte, el «texto literal» de los hechos es leído y entendido siempre en el «espíritu» (y este espíritu es simultáneamente espíritu del creyente y Espíritu de Dios, que soporta y libera al creyente, que lo explora todo [ 1 Cor 2, 10], aquel Espíritu que es el Señor [2 Cor 3, 171).

Desde la experiencia de este espíritu, el creyente, aparte de fundamentar y legitimar su fe, puede intentar una fundamentación «misionera» de su creencia, pues desde su fe está cierto de que este acontecer de la revelación (según la estructura expuesta) en principio siempre ha aprehendido también al otro (cf. voluntad salvífica de Dios, en -> salvación).

Desde otro punto de vista la unidad de polos distintos que hemos visto en este suceso aparece también en la relación entre fides qua y fides quae creditur. No hay que establecer una oposición entre estas dos dimensiones, sino que ambas han de ser vistas juntas como dos momentos internamente entrelazados, y por cierto, tanto en cada creyente como en la dimensión social de dichos momentos (de manera que, por tanto, no se contrapone una fides qua existencial e individual a una fides quae fijada por la Iglesia, sino que el carácter personal y el eclesial de la fe van inherentes a cada uno de esos momentos y, sólo así, también a la fe en conjunto).

De acuerdo con esto la autofundamentación de la fe cristiana es una tarea que compete, no al individuo solo o a la Iglesia sola en su -> magisterio y -> teología (--> teología fundamental), sino a «ambos» en común. Esto tiene validez en la fundamentación refleja y teórica, en la autojustificación de la verdad por el hecho de «practicarla» (Jn 3, 21), y en el acto de dar testimonio de ella hacia fuera por el amor mutuo (Jn 13, 35). En esta triple fundamentación de la fe por sí misma se acreditan no sólo el creyente (la comunidad de los creyentes) y su fe, sino también lo creído mismo, y no sólo como objeto de esta fe, sino a la vez como su sujeto; y en este acto de acreditarse se transmite inmediatamente la oferta histórica de la fe y la correspondencia histórica a ella.

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Adolf Darlap