A) ACCESO A LA FE

 

I. Presupuestos teológicos

1. Como consecuencia de la universal voluntad salvífica de Dios y de la oferta de la gracia sobrenatural de la fe como un -> existencial permanente del hombre, todo hombre es ya siempre, con anterioridad a la predicación explícita del mensaje cristiano, potencialmente un creyente, que en la gracia dada previamente a su libertad posee ya lo que ha de creer (es decir, aceptar libremente), la inmediata comunicación de Dios en Cristo. Además, es de todo punto posible que el hombre, antes de encontrarse con el mensajero de la fe, esté justificado (por haber obedecido al mandato de su conciencia, en la medida en que ésta ya lo ha llamado) y, por ende, crea ya en sentido teológico, aunque sea muy poco lo que crea explícitamente. Bajo ambos aspectos puede presuponerse que en el hombre se da ya la fe, y la conversión a ella sería por tanto el esfuerzo por desarrollar la fe existente hasta que logre su plena forma cristológica y eclesiológica, explícita y social (con reflexión confesional). Este esfuerzo puede y debe enlazarse con todo lo que ya hay de fe, y por tanto ha de mostrar que la fe cristiana de la Iglesia es, histórica y socialmente, la forma plena de lo que el converso «cree» de antemano. Así, pues, el punto de partida siempre existente (el presupuesto que puede suponerse) no consiste sólo en la «racionalidad natural» del hombre. Ésta está, de un lado, históricamente determinada y marcada por la concreta situación espiritual del hombre y por su propia experiencia de la vida y, de otro, sobrenaturalmente «elevada» y ordenada a la confesión reflexiva de la fe.

2. La conversión a la fe es siempre un proceso de muchas etapas, que ni siquiera es necesario que sigan en cada hombre el mismo orden. Además, tampoco puede presuponerse que para cada hombre en su concreta situación existencial en el tiempo finito, ante una propuesta «de suyo» suficiente de todo el contenido explícito de la fe, el hecho de que él no recorra todas las etapas de esta historia de la fe se deba solamente a su culpa personal subjetiva. El mensajero del evangelio puede, pues, preguntarse con razón hasta qué punto se da realmente el kairos colectivo o individual para una gradual historia de la fe, e intentar, por ende, conducir hasta ahí, es decir, mostrar los accesos a la fe, y, en lo demás, dejar a Dios con paciencia que suscite una situación para un nuevo progreso. De lo contrario, malgastaría tal vez en un lugar impropio demasiadas energías humanas y eclesiásticas.

3. Un acceso a la fe supone que quien ha de ser conducido a ella tiene ya un punto de partida, y desde ahí, desde la naturaleza de ese mismo punto de partida, se da una transición a la realidad ulterior (total o parcial) de la fe. Sobre lo primero hemos hablado en 1; lo segundo implica que las realidades y verdades de la fe tienen un «nexo» real, y, por tanto, que hay también un nexo entre lo previamente dado y lo nuevo que ha de creerse reflejamente. Nunca se despierta la fe de una persona atendiendo solamente a su posibilidad vacía y formal de entender, como se hace cuando a alguien se le comunica una verdad puramente desde fuera (p. ej., que la fórmula química del agua es H20). La introducción a la fe (o mejor, a sus posteriores etapas reflexivas) es siempre un hacer entender lo que en el fondo de la existencia se ha experimentado ya como gracia (es decir, como inmediatez absoluta respecto a Dios). La relación entre lo ya experimentado (en la fe, y a veces, en la incredulidad) y lo que de nuevo ha de aceptarse reflejamente en la fe explícita, evidentemente no siempre puede ni debe ser el nexo que en una deducción lógica se da entre las premisas y la conclusión. Hay nexos de correspondencia de sentido. Y para este nexo en ciertas circunstancias basta mostrar cómo en una cuestión determinada, la cual teóricamente pudiera tener muchas respuestas imaginables, concreta e históricamente sólo se ha dado una respuesta. Esta homogeneidad interna de la totalidad del dogma partiendo de una primigenia y última cuestión humana, levantada por la gracia y así experimentada, debiera elaborarse en la dogmática (y consiguientemente en la instrucción de los convertidos) con más claridad de lo que sucede hoy día en una teología que trabaja con sentido fuertemente positivista. Entonces la mayoría de las proposiciones presentadas a la fe aparecerían más claramente como una realidad con la que el hombre «puede hacer algo», y no como mero ejercicio de obediencia formal a verdades que Dios, desde luego, ha revelado, pero sin las que pudiera igualmente imaginarse la salvación eterna (aun en su pleno desarrollo). Así, pues, un pleno entendimiento de lo que aquí se dice sólo es posible en el supuesto de una unidad de teología fundamental y dogmática en que - sin tachaduras materiales en la doctrina de la Iglesia, como lo hizo el modernismo - el «sistema» total de verdades de fe apareciera como la plena respuesta una a la insoslayable pregunta primera de la existencia humana sobre la relación de su misterio absoluto, que constituye su fundamento (el misterio de Dios), con esta misma existencia. Y la respuesta es que este misterio santo constituye el fundamento de la existencia humana en la cercanía absoluta del perdón por la radical donación de sí mismo, que esta donación de sí halló en Jesús su tangibilidad e irrevocabilidad histórica, y que hay en torno a este Jesús una comunidad (llamada Iglesia), procedente de él y estructurada por él, de los que creen que Dios se comunicó a sí mismo en Cristo y confiesan histórica y socialmente esta comunicación de modo explícito, una Iglesia que, en fe y esperanza, aguarda la manifestación plena de esta comunicación divina al fin de la historia (del individuo y del mundo).

 

II. Caminos hacia la fe

1. El más primigenio acceso a la fe (que, naturalmente, en muchos es ya «de suyo evidente», pero ha de ser una y otra vez despertado y realizado como un acto realmente radical de fe, rompiendo la dureza tradicional de fórmulas institucionalizadas) es la confrontación originaria del hombre consigo mismo como un todo en libertad y responsabilidad y, por ende, con el fundamento inaprehensible de esta existencia, que se llama Dios.

El que quiera confrontar al hombre con este acceso, hoy día tiene que poder ver y hacer sentir la transcendentalidad de esa responsabilidad del hombre como pregunta universal sobre sí mismo. Ha de mostrar que el hombre no puede eludirse a sí mismo como pregunta o cuestión total y que la afirma ya cuando declara que la deja estar por insoluble; que un compromiso total es completamente inevitable; que un juicio escéptico sobre el hombre como una mismidad predeterminada experimenta y realiza una vez más la libertad; que Dios no es un objeto categorial de la experiencia, el cual en ciertas circunstancias no puede siquiera encontrarse, sino que es afirmado necesariamente en la realización espiritual y libre de la existencia (aun cuando se lo niegue explícitamente o él se presente como un innominado o bajo una objetivación conceptual totalmente extraña). Partiendo de aquí se le puede preguntar al hombre si su propia experiencia existencial (tal como se torna objetivación histórica ejemplar en los acontecimientos sumos de la historia religiosa de la humanidad) no es interpretada (lo que exige tener el valor de confiar en la posibilidad de una suprema plenitud de sentido) de la manera más recta (por lo menos en sus factores o momentos supremos), si acepta esta experiencia como la de una suprema, radical, protectora y graciosa proximidad del misterio de Dios, que se comunica a sí mismo absolutamente (una experiencia que puede ser a su vez la razón secreta de una aparente desesperación sobre el insondable y vivido absurdo de la existencia: -a nihilismo). Pareja experiencia de la gracia (pues de esto se trata exactamente) puede acontecer concretamente de las formas más variadas, distintas en cada hombre (de suerte que el mistagogo, al animar a la fe explícita, debe ver qué forma se da, aquí y ahora, en el catecúmeno): como gozo inefable, como amor personal absoluto, como absoluta obediencia a la conciencia, como experiencia de una amorosa unidad con el «mundo», como vivencia de la total imposibilidad de disponer sobre la propia experiencia, etc. Partiendo de aquí hay que hacer comprender lo que propiamente se entiende por Dios, gracia y hasta -* «Trinidad» de Dios. (En este punto se da ya la «circuminsesión» de teología fundamental y dogmática. La teología fundamental no puede ser nunca teología fundamental puramente «formal» como mera demostración del «hecho» de la revelación, prescindiendo de todo contenido de la misma; la dogmática es siempre también llamamiento de la divinización por la gracia, y de la luz de la fe y de la experiencia de la gracia así dada, en la cual está realmente lo que la fe formulada representa conceptualmente.)

2. Partiendo de esa fe así entendida en el Dios incomprensible y cercano, hay que hacer ver que, de acuerdo con la historicidad del hombre en todas sus dimensiones (y también, por ende, en la religiosa), esta transcendental divinización del hombre se despliega necesariamente en forma histórica, se torna para el hombre manifestación y dato histórico y comprensible por la reflexión (-->historia e historicidad). Desde aquí hay que despertar una inteligencia de la historia de la revelación y de la salvación (individual y colectiva), de la necesidad existencial para cada hombre de tener religión, no sólo a base de una reflexión individualista y histórica acerca de la propia necesidad religiosa (una reflexión que en forma tan ahistórica no puede menos de ser aparente), sino también con confianza e inserción en una religión histórica, concreta y social; de suerte que la cuestión sólo puede ser cuál sea la forma concreta, histórica y social de -> religión a que el hombre se confía, para actuar su religiosidad de manera realmente humana, es decir, en una historia y sociedad concretas. Partiendo de aquí habría que captar e interpretar lo que el hombre actual sabe de la multiplicidad de las religiones y su historia, a fin de superar auténticamente el peligro de relativismo nacido de este saber (franca confesión de que, por razón de la universal voluntad de salvar y dar la gracia, en todas partes se produce histórica y socialmente historia de la -> salvación, de la revelación y de la fe; concepto de una religión «legítima» fuera de la historia de la revelación en el AT y el NT; unidad entre la depravación culpable de la religión y los restos de gracia y revelación en las religiones extracristianas; superación escatológica del pluralismo de religiones legítimas, incluso del AT, por el absoluto evento histórico de la salvación en Jesucristo, etc.).

3. El acceso a la confesión de Jesucristo habría que buscarse partiendo de una «cristología transcendental», o sea, de la idea (aunque sólo pueda aparecer históricamente con el cristianismo) de un mediador de la salvación histórico y absoluto, en el que la autocomunicación de Dios a su creación por la gracia llega a la suprema e irrevocable aparición histórica. Habría que mostrar que semejante mediador absoluto de la salvación implica ya en su concepto lo que propiamente quiere expresar la doctrina de la unión hipostática, entendida rectamente y no en forma monofisita. Esta doctrina ha de exponerse con mucha exactitud, a fin de evitar toda apariencia de una mitología actualmente inadmisible. Cristo tiene que aparecer como verdadero hombre con una conciencia creada y un centro de libertad activo y humano, es decir, como aquella cuestión que es el hombre y que es contestada ontológicamente por la unión hipostática (no sólo por una unión óntica de carácter objetivo y «substancial»), y hasta es puesta y hecha posible por esa misma respuesta (ipsa assumptione creatur, dice ya Agustín). Naturalmente, luego hay que demostrar que esa cristología transcendental se dio realmente en Jesús de Nazaret y así entró la historia de la salvación en su fase escatológica. Aquí hay que apelar ante todo y nuevamente a la experiencia, verficada continuamente en la vida, de que para la realización de su propia esencia el hombre tiene que entrar siempre en una concreción histórica, que su razón teórica sólo puede fundamentar con una seguridad siempre impugnable. Hay que reflexionar también sobre el hecho de que en realidad, fuera de la fe en Jesús, en ninguna otra parte de la historia se ha presentado siquiera la pretensión de realizar la suprema idea transcendental de la perfección humana, tal como está dada en el Dios-hombre. Esto tiene su importancia: hay una cuestión legítima que, aun cuando admita muchas respuestas pensables, de hecho sólo ha sido contestada una vez. Hay que mostrar positivamente que en la realidad de la salvación el círculo de hechos históricos (milagros y resurrección de Jesús) como fundamento para creer y de la fe como forma correspondiente de conocimiento se da legítimamente. Sólo así se puede salir hoy día al paso del escepticismo histórico ante acontecimientos «históricos» extraordinarios. Hay que recalcar que aun dentro de una interpretación «histórica» muy cauta de los Evangelios (como testimonios de la fe en Cristo y sólo así como relatos sobre la vida de Jesús), queda suficientemente asegurada la pretensión de Jesús de ser el mediador absoluto de la salvación (pero ahí está dado lo que realmente significa la filiación divina de orden metafísico).

4. Una vez que se tiene el valor de creer en Jesús, como la aparición histórica y escatológica de la comunicación de Dios, el paso para la inteligencia de la Iglesia no es ya muy largo. Si se ve en efecto que la -->Iglesia no es fundada desde fuera por mero acto de derecho, sino que es la presencia permanente del acontecimiento escatológico de Cristo, se tornan mucho más inteligibles muchas particularidades de la Iglesia (p. ej., la infalibilidad y el opus operatum de los sacramentos) en su existencia y su recto sentido. Hay que señalar además cómo (prescindiendo de la ortodoxia), entre las denominaciones cristianas sólo la Iglesia católica romana tiene el valor de pretender ser, por su constitución y doctrina, la inequívoca representación histórica de la Iglesia de Cristo, mientras que el protestantismo no tiene siquiera ese valor y sólo puede entenderse como una organización condicionada, humana, de cristianos particulares. Además, la Iglesia católica romana es la Iglesia antigua, históricamente unida con la primitiva Iglesia por el nexo más palpable bajo todos los aspectos. Tiene, pues, por lo menos la «presunción» de ser la Iglesia de Cristo; presunción que sólo podría ser superada por una demostración evidente de que ella se ha apartado claramente y ha obligado además a sus miembros a apartarse del Evangelio de Cristo. Ahora bien, pareja demostración es imposible. Este acceso a la inteligencia de la Iglesia, es decir, de la necesaria presencia histórica de la interna divinización de la humanidad por la gracia y, por ende, de la Iglesia como «sacramento primero», facilita al hombre de hoy el acceso a la eclesiología; él puede tomar en serio a la Iglesia sin identificarla con aquello a cuyo servicio está.

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Karl Rahner