DOGMA

A) Su naturaleza. B) Evolución de los dogmas. C) Historia de los dogmas.

 

A) SU NATURALEZA

I. El dogma en el conjunto del cristianismo

1. Para entender la dimensión ontológica y existencial del d., así como su carácter necesario, hemos de tener en cuenta cómo en el hombre en cuanto espíritu (y consecuentemente en toda comunidad humana) hay una necesidad transcendental de afirmar absolutamente determinadas verdades (p. ej., de la --> lógica, de la -> ontología y de la -> ética), las cuales se formulan a base de conceptos (aunque no siempre en forma directamente científica). Esa necesidad sólo puede ponerse en duda o negarse destruyéndose a sí mismo. En consecuencia el hombre, en virtud de su esencia, tiene una existencia «dogmática». Cabe mostrar igualmente que el hombre en cuanto sujeto de acción, también tiene que afirmar necesariamente ciertas verdades < fácticas» o contingentes como incondicionalmente válidas para él. De ahí que la revelación histórica y la aceptación de ciertos enunciados en forma absoluta no sean contrarias a la esencia humana (-> teología fundamental, -> historia e historicidad). La pretensión de validez absoluta y el carácter obligatorio del d. se dirigen precisamente a la --> libertad del hombre; el d. es una verdad que sólo puede ser escuchada y aprehendida rectamente en la libre decisión de la fe (Dz 798 1791 1814); y la libertad como acción del conocimiento solamente llega a su propia esencia en el «compromiso» absoluto. D. y libertad son, por consiguiente, conceptos complementarios. De ahí que la Iglesia en su actitud, precisamente porque ella proclama el d. (y no «a pesar» de proclamarlo), deba invocar y respetar esta libertad (Dz 1875; CIC can. 752, § 1; ->conciencia, ->tolerancia).

2. Pero la auténtica esencia del d. no se deriva solamente del concepto abstracto de la comunicación divina de la verdad y de su carácter obligatorio, sino de la -> revelación concreta, en cuanto: a) ésta es el acontecer salvífico en el cual Dios mismo se comunica a la persona libre y espiritual y, por cierto, de tal modo que el inmediato sujeto receptor de esta comunicación sea la comunidad (-> Iglesia), que precisamente así queda fundada; b) dicha comunicación de Dios mismo ha alcanzado su estadio definitivo, escatológico. Pues, efectivamente, por la definitiva e insuperable acción salvífica de Dios en el Verbo encarnado, ha quedado concluida la revelación (porque ha abierto el camino para la visión inmediata de Dios), la palabra definitiva de Dios está ahí en el enigma de la palabra humana); y sólo por eso se da el d. en el sentido pleno de una autoridad suprema en la que se decide para siempre la -> salvación o la perdición. De ahí que esta palabra del d. no pretende ser una mera frase «sobre» algo, sino una proclamación que, a manera de sacramento, haga presente lo expresado en las palabras, a saber: la comunicación de Dios mismo en la -> gracia, que da también la aceptación (por la fe) de lo comunicado. Por tanto, en la proclamación y audición creyente del d., está presente lo proclamado mismo.

3. En cuanto el d. se fundamenta en la revelación y ésta (como palabra, suceso y realidad misma de Dios manifestada y comunicada, en la unidad de estos tres momentos) se pronuncia en la Iglesia y se confía a ella, el d. reviste esencialmente un carácter eclesiástico y social. La Iglesia es a la vez oyente y proclamadora de la revelación divina, sin que ésta cese, en boca de la Iglesia, de ser palabra de Dios mismo. Por esto el d. no sólo es la forma que da unidad a la audición común, sino también la forma que da unidad al acto de pronunciar palabra de Dios para todos. Puesto que esta palabra permanece en todo momento el evento siempre nuevo de la comunicación gratuita de Dios mismo en la historia de la Iglesia, o sea, puesto que ella ha de pronunciarse siempre de nuevo; debe haber -> acomodación dogmática y evolución e historia de los d. (no sólo de la teología). Como en la palabra del d. acontece la única, idéntica y definitiva revelación de Dios en Cristo, la cual aconteció una vez para siempre; el d. es la forma como se mantiene permanentemente válida la palabra de la -> tradición del «depositum fidei» en la Iglesia que continúa siendo siempre la misma. Y puesto que este d. contribuye a fundamentar y hace palpable la unidad de la fe, en su fijación y proclamación se produce siempre, no sólo un descubrimiento de la cosa significada, sino también una regulación del lenguaje común. Muchas veces la definición de un d. constituye también una fijación del lenguaje común y una delimitación entre frases verdaderas y falsas.

4. En cuanto el d. es la absoluta comunicación de Dios mismo (bajo la forma de verdad humana en la Iglesia y a través de ella), él queda asumido en el -->acto religioso, que en sí ya tiene una estructura « integral» (es decir, brota desde la raíz de la esencia del hombre y abarca y actualiza todas sus facultades en medio de una compenetración mutua); por eso el d. en sí mismo es vida y, con tal esté proclamado rectamente y asimilado en forma personal, no tiene necesidad de una apologética accesoria acerca de su «valor vital»; él es por sí mismo fuente y medida de piedad auténtica.

5. En cuanto la palabra de Dios brota envuelta en conceptos humanos, el d. se halla en medio de un intercambio vivo con toda la vida espiritual del hombre; en principio, él no sólo usa las nociones vulgares de la existencia cotidiana, sino también los conceptos de la ciencia, aunque, con frecuencia, modificándolos a tono con la mentalidad popular. La Escriturra misma usa una u otra terminología, según la situación espiritual (pero sin canonizar un sistema científico o filosófico). Y, en realidad, ambos tipos de conceptos no son esencialmente distintos (cf. también -> teologúmeno). A la inversa, el conocimiento dogmático estimula la formación de una filosofía cristiana (-> apologética, --> filosofía y teología).

II. Esencia y división

1. Esencia

En la terminología actual de la Iglesia y de la teología (que sólo desde el siglo xviii se ha impuesto en forma clara y uniforme), d. es un enunciado de fe divina y católica, o sea, un aserto que la Iglesia proclama explícitamente (a través del magisterio ordinario y universal, o mediante una definición papal o conciliar) como revelado por Dios (Dz 1792; CIC can. 1323 § 15), y cuya negación sanciona con el calificativo de herejía y con el anatema (CIC can. 1325 § 2, 2314 5 1). Por tanto, las propiedades decisivas del d. (origen divino, verdad, obligación de creerlo, inmutabilidad, historicidad, capacidad de evolución, estructura encarnacionista y unidad auténtica -sin mezcla ni separación- entre lo divino y lo humano, etc.) deben tratarse dentro de diversos temas generales, p. ej.: -> revelación, -> fe, -> teología, gnoseología y metodología teológicas, -> magisterio eclesiástico). La declaración de que un enunciado es d. constituye también la suprema -> calificación teológica.

En el concepto formal de d. entran por tanto dos momentos: a) El hecho de que la Iglesia propone explícita y definitivamente un enunciado como verdad revelada (momento formal), lo cual no exige necesariamente una definición expresa; b) la pertenencia del enunciado a la divina, pública y oficial revelación cristiana (en oposición a la revelación privada), y con ello su inclusión en la palabra de Dios, tal como ésta se nos transmite en la Escritura o (y) en la tradición (momento material).

En este concepto de d., generalmente aceptado y claramente contenido en las declaraciones del Vaticano t sobre el objeto de la «fides divina et catholica» (Dz 1792), hay algunas preguntas discutidas que hemos de esclarecer con mayor detención. Las principales son:

a) La cuestión de cómo el d. proclamado por el magisterio ordinario puede delimitarse exactamente frente a las demás verdades enseñadas por la Iglesia, las cuales no (o todavía no) son propuestas explícitamente como reveladas por Dios ni afirmadas en forma totalmente definitiva y con toda la autoridad del magisterio eclesiástico. Aquí, por un lado, hay que tener en cuenta la exhortación del CIC, can. 1323 S 3, y, por otro, hay que pensar cómo la realización concreta de la fe cristiana nunca puede referirse tan sólo a lo que propia y formalmente es d. Los d. sólo son afirmados en una forma personal y eclesiástica cuando se hallan relacionados con otros conocimientos, afirmaciones y actitudes, de modo que no debe valorarse en exceso la delimitación exacta entre las verdades definidas y las no definidas, e incluso, esa delimitación no puede hacerse con absoluta precisión (cf. Dz 1684 1722 1880 2007 2113 2313).

b) La cuestión de cómo ha de concebirse la inclusión de un d. en la revelación divina. Puesto que, sin duda, la Iglesia enseña actualmente como d. (como contenidas en la revelación) muchas verdades que no siempre fueron enseñadas o conocidas como tales; el elemento de la pertenencia a la revelación indudablemente puede darse también en forma indirecta, por la implicación de una verdad en otra. La cuestión es, por consiguiente, qué «implicación» (sobre el primer uso de este concepto en el lenguaje del magisterio oficial, cf. Dz 2314) es necesaria y suficiente para que un enunciado derivado de la revelación pueda ser considerado todavía como una frase atestiguada por Dios mismo, la cual se cree en virtud de la autoridad divina. Se distingue entre implicación, formal y virtual, subjetiva y objetiva. En la implicación formal una verdad se deduce de otra a base de reflexiones garantizadas por la revelación; y en la virtual se recurre para la deducción a una premisa material que no procede de la revelación. Los teólogos todavía no han llegado a una opinión unánime acerca de estas preguntas. La teología postridentina tendía en general a considerar como posibles d. solamente aquellos enunciados que se desprenden del depósito de la fe por una especie de procedimiento de lógica formal y sin recurrir a premisas meramente naturales; pero, ante la evolución fáctica de los d., parece crecer el número de teólogos que consideran como posibles d. también los enunciados que constituyen una explicación de lo implicado virtualmente. Esos teólogos intentan explicar de diversas maneras (dando distintos sentidos a la implicación virtual) por qué tales enunciados pueden considerarse todavía como palabra de Dios, como revelados y acreditados por él.

c) La cuestión de si hay coincidencia plena entre d. y frase definida, es decir, la pregunta de si, junto a los d., puede haber otras verdades definidas, o sea, acreditadas por la Iglesia con toda su autoridad, y en caso afirmativo, la de cuáles son esas verdades (hechos dogmáticos; verdades de «fe meramente eclesiástica» [puede hallarse bibliografía sobre este tema, p. ej., en PSJ 13 n .o 899, pág. 796s] ). La fe meramente eclesiástica tiene como motivo inmediato, no la palabra de Dios, sino la autoridad de la Iglesia, que ha sido fundada por Dios (verdades católicas).

2. División de los dogmas

a) Según su contenido y su importancia. D. generales (verdades fundamentales del cristianismo) y especiales (artículos fundamentales, artículos de fe, «regula fidei»). Aunque se debe acentuar la igualdad formal de todos los dogmas, como garantizados por Dios y definidos por la Iglesia, sin embargo está justificada la distinción entre d. más y menos fundamentales, según la importancia salvífica del objeto al que ellos se refieren (cf. Vaticano 11: De Oecumenismo n ° 11); y en consonancia con esto, el derecho canónico no califica toda negación herética de un d. como --> apostasía de todo cristianismo (can. 1325 § 2). El criterio más estricto para dicernir los d. fundamentales está en la distinción entre d. necesarios y no necesarios para la salvación, hecha desde el punto de vista de si ellos deben ser creídos explícitamente (con necesidad de medio o de precepto) para poder alcanzar la salvación, o por el contrario es suficiente creerlos implícitamente (-> fe). Puesto que la revelación de Dios, el magisterio de la Iglesia y la fe divina se refieren tanto a verdades «teoréticas» como a «hechos», lo mismo éstos que aquéllos pueden ser objeto de un dogma.

b) Según la relación con la razón. D. propiamente dichos (que sólo pueden conocerse por la revelación: -> misterios en sentido estricto) y d. en sentido amplio (cuyos contenidos pueden conocerse también por la razón natural). Incluso el presupuesto de que verdades puramente racionales o evidentes puedan ser igualmente objeto de fe, los d. en sentido amplio se distinguen de la correspondiente verdad racional. En efecto, aprehendidos y creídos en medio del todo de la revelación y de la fe salvífica, ellos presentan su contenido bajo un objeto formal de orden sobrenatural, en idéntico contexto y con la misma luz que los d. puros, de modo que se hallan muy por encima de la aparentemente idéntica verdad racional. Por otro lado, tales dogmas son expresión de que la revelación divina afecta realmente al mundo del hombre, y de que los enunciados de la fe no están subordinados a una función o región particular del hombre, sino que se refieren a la realidad entera de éste.

c) Según la proposición por parte de la Iglesia. D. formales y (meramente) materiales, según que el elemento formal se dé ya o todavía no se dé en el d. (cf. 11, 1 a).

III. Dogma en la comprensión modernista

El concepto que el modernismo tiene del d. queda determinado negativamente: a) por la no admisión de una realidad propiamente sobrenatural y, en consecuencia, de un misterio que sólo pueda experimentarse mediante una apertura libre y personal de Dios. El d. es una expresión del hombre que se experimenta a sí mismo en su indigencia religiosa, y sólo a partir de aquí dice algo sobre lo «divino»; b) por la oposición al elemento intelectual en el d., a causa de la persuasión de que las formulaciones conceptuales no son constitutivas de la experiencia religiosa. La frase conceptual, o intelectual (en que consiste el d.), no sólo es inadecuada a la cosa significada y constituye un enunciado meramente «análogo», el cual llama la atención al hombre sobre el misterio incomprensible de Dios, sino que, además, se añade accesoriamente a la experiencia religiosa, pues ésta puede estar en posesión de lo significado, independientemente de ninguna formulación conceptual. Positivamente el d. es para el modernismo una expresión secundaria de la -> experiencia religiosa, la cual es necesaria para la comunidad, pero puede revisarse mediante fórmulas contrarias. Esa experiencia es interpretada en forma inmanente (cf. Dz 2020ss 2026 2031 2059 2079ss 2309-2312).

Sobre el concepto de dogma en el campo protestante, véase -> protestantismo (teología protestante).

Karl Rahner

 

B) EVOLUCIÓN DE LOS DOGMAS

I. Historia de la revelación y evolución de los dogmas

1. «Después de haber hablado Dios en los tiempos pasados muchas veces y de diversas maneras a nuestros padres por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su Hijo» (Heb 1, ls). Estas palabras expresan la progresiva historia de la - revelación de Dios, que culmina en Cristo. En él se ha realizado la última y definitiva etapa de esa historia. En Cristo, Dios ha dicho a los hombres su última y definitiva palabra. Lo anterior a Cristo (la ley) tiene un sentido de preparación y camino (n«c8«Ywyós) para la revelación, que en él se realiza, y para la fe, con que se le debe responder (Gál 3, 23ss). «Todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan» (Mt 11, 13);pero jesús es la plenitud de la revelación; él dijo de sí mismo: «todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre; y al Padre nadie lo conoce sino el Hijo y aquel a quien e] Hijo quiera revelarlo» (Mt 11, 27). Esta plenitud ha sido entregada en su totalidad (en cuanto es posible; se trata, por tanto, de una totalidad relativa) por jesús a los apóstoles: «a vosotros os he llamado amigos, pues os he dado a conocer todas las cosas que oí a mi . Padre» (Jn 15, 15). Por eso, a partir de él, la misión fundamental del Espíritu Santo será la de recordar las cosas que jesús dijo ( Jn 14, 25). Pero Cristo mismo es revelación, no sólo en su predicación, sino también en su vida, muerte y resurrección, por cuanto en todo ello Dios nos manifiesta su misterio salvífico. A] Dios que habla le responde e] hombre con ]a -->fe, que es la aceptación de un mensaje (de un testimonio) de Dios (Jn 3, lls, 32-36). Una interpretación puramente humana de] sentido de la vida, muerte y resurrección de Jesús, sería una construcción humana y no palabra de Dios. Tal interpretación no podría ser aceptada por la fe. Ahora bien, la interpretación ha sido hecha por los apóstoles como testigos privilegiados y en virtud de una particular asistencia divina. Así Pablo dice acerca de su evangelio (interpretación de] sentido y de] valor salvíficos de la vida, muerte y resurrección de] Señor): «no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gál 1, 12; cf. 1, 16s). Es probable que también en Jn 16, 12-15 se aluda a esta interpretación del mensaje hablado (predicado) de Jesús, realizada por obra del Espíritu Santo. La interpretación añadida está limitada en cuanto al objeto, e] cual se relaciona siempre con e] misterio de Cristo («las cosas que están por venir», es decir, la nueva economía mesiánica; cf. Lc 7, 19s y 18, 30). Esa adición completa la predicación de Jesús (le da plenitud enseñando «la verdad entera», aquellas muchas cosas que, según Jn 16, 12, a jesús todavía le quedaban por decir); en este sentido jesús afirma: e] Espíritu «recibirá de lo mío».

2. Este proceso completivo de] mensaje hablado de Jesús, que se realiza al interpretar (no por las fuerzas humanas, sino por revelación) e] sentido de los hechos salvífims del Señor, se limita temporalmente a la obra de los apóstoles. No es necesario que esa obra siempre sea realizada personalmente por ellos, pero sí ha de hacerse en conexión con ellos. Así, la misma inspiración de los escritos neotestamentarios, que forma parte de este trabajo completivo, no siempre se produce a través de apóstoles. En todo caso, debe trazarse una neta línea divisoria entre el período constitucional de la Iglesia (el tiempo apostólico) y su historia posterior. El magisterio eclesiástico lo ha entendido así al condenar esta proposición: «La revelación que constituye el objeto de la fe católica, no quedó completa con los apóstoles» (Dz 2021; cf. también Dz 783, donde se presupone esta doctrina, al referir «la pureza misma del Evangelio», que la Iglesia ha de conservar, a ese período constitucional). A esta mentalidad obedece, sin duda, el que los apóstoles mismos consideraran el mensaje como un depósito que debe ser conservado cuidadosamente (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 13s), sin cambiarlo ni añadirle nada (Gál 1, 8s, donde Pablo rechaza en absoluto «un evangelio distinto [ n«p'g = fuera] de lo que os hemos predicado»). Ese depósito es una n«páSoacs (2 Tes 2, 15; 3, 6), que los apóstoles transmiten (cf. 1 Cor 11, 23) y debe transmitirse ulteriormente después de ellos, pues la «buena nueva» ha de anunciarse hasta el final de los tiempos (Mt 28, 20).

En todo caso, la conciencia de esta línea divisoria se alcanza plenamente en la generación posterior a los apóstoles. Los padres apostólicos se consideran a sí mismos distintos de los apóstoles (p. ej. 1 Clem 42; IgnRom 4, 3) y toman como punto de referencia la doctrina apostólica (1 Clem 42, ls), que es un depósito recibido de los apóstoles (POLY 7, 2), al que nada es lícito añadir ni quitar (Did 4, 13; Bern 19, 11). La Iglesia postapostólica tiene, como primera misión, la custodia del depósito de la revelación, en el que ella nada puede suprimir o añadir.

3. Como garantía suprema en esta misión, ha sido prometido el Espíritu Santo a ella y a su pastor supremo el papa, «no para que manifestaran una nueva doctrina revelada, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielrilente expusieran la revelación transmitida por los apóstoles o el depósito de la fe» (Dz 1836, que habla de los sucesores de Pedro, los cuales gozan de la misma infalibilidad que la Iglesia, cf. Dz 1839). La fiel custodia del depósito no impide que algunas verdades contenidas en él pasen a veces a segundo plano. Quizás sea esto un proceso necesario. Por la riqueza misma del contenido cristiano y por la limitada capacidad psicológica del hombre que lo vive, no todas las verdades cristianas pueden estar siempre en el primer plano del interés y de la atención. Pero la Iglesia nunca puede abandonar o perder una verdad revelada, o permitir que caigan en la penumbra las verdades centrales del mensaje cristiano (Dz 1501; cf. también Dz 1445 ).

II. El problema de la evolución de los dogmas

Por otra parte, la misión de la Iglesia con relación al depósito de la revelación no consiste solamente en conservarlo, sino que ella también ha de explicar y declarar fielmente su contenido (Dz 1800 1836). La Iglesia tiene obligación de transmitir el mensaje en todos los tiempos y a todos los pueblos. Esto exige, sin duda, algo más, y mucho más, que la mera repetición literal de una fórmula muerta. El esfuerzo constante por una transmisión comprensible lleva necesariamente a una inteligencia creciente del mensaje. Además el mensaje mismo, por tratar en su contenido central de verdades no evidentes sino misteriosas, por no dar evidencia interna de ellas, provoca en el creyente, que lo acepta por la fe apoyado en la autoridad de Dios como testigo, la necesidad psicológica de un esfuerzo por entender el contenido objetivo de su fe (cf. THoMAs, De Veritate q. 14, a. 1 c.). Este esfuerzo constituye el sentido más fundamental de la teología, caracterizada tradicionalmente como inteligencia de la fe, y su más noble misión. Ese trabajo no es infructuoso aun cuando él vaya orientado a los misterios, ya que siempre puede llegarse a una inicial inteligencia de los mismos, por más que nunca se llegue a descifrar su estrato más profundo (Dz 1796). Además la gracia que actúa en el acto de la fe (la luz de la fe) da, según Tomás, un conocimiento por connaturalidad del objeto creído (II-II q. 2, a. 3 ad 2). Esa connaturalidad representa siempre, en el acto de fe, un nuevo tipo de adhesión (De Veritate q. 14 a. 8 c.), pero puede también de modo cuasi instintivo dar una mayor inteligencia del objeto creído. Ese proceso que se da en los fieles particulares, está también presente en la dimensión colectiva y universal, constituyendo así una garantía de infalibilidad, pues «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27), no puede equivocarse al creer (Vaticano ii, De Ecclesia cap. 2, n .o 12). Por esta acción de la gracia, Cristo va realizando en su cuerpo místico el «crecimiento de Dios» (Col 2, 19), «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y al conocimiento del Hijo de Dios, y seamos el hombre perfecto, con la medida de madurez que corresponde a la plenitud de Cristo ... de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por toda clase de contactos, que lo alimentan y activan, según la capacidad de cada parte, creciendo hasta coronar el edificio en el amor» (Ef 4, 13 y 16).

2. Este crecimiento en la inteligencia del mensaje se convierte en estricto progreso dogmático cuando la mayor inteligencia adquirida es proclamada infaliblemente por el magisterio de la Iglesia como verdad contenida en el depósito de la revelación, es decir, como dogma (cf. Dz 1792). Tal proclamación es la culminación del proceso. Por lo demás, la existencia de un progreso dogmático en la Iglesia, aun prescindiendo de la explicación que hemos dado de sus fundamentos, es innegable bajo la perspectiva histórica. En efecto, hay algunos dogmas que no aparecen como tales antes de cierto momento histórico (quizá la verdad era ya conocida, mas la Iglesia no había declarado su carácter revelado), y en otros casos ni la verdad misma era conocida en su forma actual.

3. Si la revelación es un depósito cerrado desde el período apostólico, los nuevos dogmas tienen que estar contenidos objetivamente en él desde el principio. Sobre el modo como el término final de la evolución debe estar contenido inicialmente en el depósito - o, lo que es lo mismo, sobre los limites objetivos del progreso dogmático -, la teología católica no ha llegado a una solución uniforme. Como orientación general en el problema podría decirse que debe mantenerse una marcada diferencia entre el progreso dogmático y la función apostólica, la cual completa todavía el depósito mediante la estructuración e interpretación de la vida y doctrina del Señor. El progreso dogmático sólo puede darse dentro de lo que es palabra divina. En general parece que únicamente puede ser objeto de fe dogmática lo dicho por Dios en forma directa (explícita o implícitamente), pero no lo deducido de la palabra divina. No cabe recurrir al hecho de que Dios conoce las posibles conclusiones que se sacarán de lo dicho por él, con el fin de poderlas considerar como palabra divina. Puesto que Dios ha querido usar palabras humanas, su locución debe ser entendida según las reglas del lenguaje humano. Por otra parte, el papel de la Iglesia en la definición de un dogma es puramente declarativo. La verdad definida ha de ser anteriormente palabra de Dios. En todo caso, es importante subrayar que, aunque el término del progreso dogmático haya de estar contenido objetivamente en el depósito y deba ser homogéneo con él, sin embargo el medio de la evolución dogmática no siempre consiste en una más profunda penetración lógica en el mensaje revelado. En efecto, a veces se llega al término del progreso dogmático por caminos lógicamente insuficientes para crear una certeza, se llega por meras congruencias. Por eso en ocasiones el teólogo ha de realizar una laboriosa reflexión para mostrar la congruencia de un dogma con el depósito de la fe. En esta búsqueda el teólogo no siempre encuentra una orientación en el magisterio de la Iglesia, que a veces se limita a definir una verdad como revelada, sin indicar dónde está revelada.

4. Al señalar las raíces del progreso en la inteligencia del depósito, ha quedado insinuado cuáles son los factores del progreso dogmático (Vaticano ir, De divina revelatione, cap. 2, n .o 8). En el momento cumbre es siempre el magisterio infalible de la Iglesia el que cierra y sanciona el proceso, presentando una verdad como dogma a la fe de los fieles (cf. Dz 1792). A veces, el más profundo conocimiento del mensaje lo realiza el magisterio mismo, en su esfuerzo (que incluye la utilización de diversos medios humanos de estudio y consulta teológica) por transmitir el evangelio en forma adecuada a los problemas de los hombres en sus circunstancias concretas. Dentro de esta preocupación por dar una respuesta a los interrogantes de los hombres, debe ser valorada también la importancia de las herejías en la historia del progreso de no pocos dogmas. Un segundo factor de progreso lo constituye la reflexión teológica, que sin duda es una función vital en la Iglesia y nace por la necesidad psicológica que el creyente experimenta de esclarecer la obscuridad de la fe. Parece que la reflexión teológica sólo es factor de progreso dogmático en sentido estricto cuando constituye una penetración en el mensaje revelado (inteligencia de la fe), pero no cuando consiste en la deducción de conclusiones (ciencia de la fe en sentido aristotélico), pues sólo entonces el resultado alcanzado se halla dentro del depósito. Esta reflexión teológica normalmente estará condicionada en su temática por factores semejantes a los que operan en el magisterio, aunque, a veces, la penetración más profunda en la revelación se realiza independientemente de las circunstancias del ambiente, p. ej., cuando la obscuridad misma de un dato del depósito invita a la reflexión sobre él. Un tercer factor de progreso dogmático es el sentido de los fieles, fundado en la connaturalidad que la gracia de la fe les da con los objetos creídos (Vaticano rl, De Ecclesia, cap. 2, n .o 12). Dado el carácter vital que tiene el conocimiento por connaturalidad, este factor de progreso actúa, sobre todo, en aquellas materias que poseen una más íntima relación con la vida cristiana y la piedad. De ahí que se haya resaltado la importancia excepcional del sentido de los fieles en el desarrollo de los dogmas marianos (Dillenschneider). A veces se ha concebido la distinción entre Iglesia docente y discente como si ésta fuera plenamente pasiva en relación con aquélla. Nada hay que no sea activo bajo la acción de la gracia. La conciencia del papel de los fieles en el progreso dogmático hará comprender el sentido de unas palabras profundas de Paulino de Nola: < Busquemos en todas partes la palabra de Dios; estemos pendientes de la boca de todos los fieles, porque el Espíritu Santo inspira a todos ellos» (Epístola 23, 36).

5. La serie de factores ambientales que invitan al progreso dogmático en una dirección o en otra, hace comprender que las líneas de crecimiento del dogma sean plenamente contingentes. En otras circunstancias históricas hubieran surgido otros dogmas. Pero la contingencia de la línea de crecimiento no debe confundirse con una contingencia de lo realmente obtenido y desarrollado. Todo lo definido infaliblemente por la Iglesia (etapa última del progreso dogmático) es absolutamente irrevocable (Dz 1800 2145). Sin embargo, esa respuesta infalible a una pregunta previa puede abrir la puerta a ulteriores cuestiones; las futuras respuestas a ellas serán nuevas adquisiciones en el progreso dogmático, y éstas irán completando lo que antes se había logrado en forma definitiva. La inmutabilidad de las definiciones no impide el progreso ulterior (Dz 1800). Esta doctrina hará comprender también que, aun cuando el dogma se exprese necesariamente en un lenguaje concreto y en determinados conceptos de una cultura, de modo que en otras circunstancias hubiera asumido otra forma de expresión, sin embargo, esa pluralidad de posibilidades significa solamente una contingencia de las líneas de crecimiento, pero no una deficiencia en los resultados. La infalibilidad impide (y hubiera impedido en otras circunstancias) la utilización de conceptos ineptos. Por eso, cuando un concilio no sólo usa sino que además sanciona determinados conceptos, no es lícito prescindir de ellos (Dz 2311).

Cándido Pozo

C) HISTORIA DE LOS DOGMAS

I. Historia de los dogmas como ciencia

La h. de los d. como ciencia teológica y momento interno de la dogmática misma investiga y expone metódica y sistemáticamente la historia de los dogmas particulares y del conjunto unitario de la fe cristiana. Y muestra a la vez el condicionamiento mutuo entre los diversos contenidos y su relación a la historia del espíritu y a sus temas y épocas. A diferencia de la historia de la revelación, la h. de los d. comienza con el final de la revelación en jesucristo y de la predicación apostólica (-> teología bíblica). Sin embargo, la h. de los d. encuentra ya ejemplarmente su objeto en la Escritura, en cuanto ésta contiene también «teología» (aunque garantizada por la -> inspiración), a diferencia del suceso originario de la revelación, y así hay en ella evolución de los dogmas.

Puesto que el dogma no sólo se da en las definiciones explícitas del magisterio extraordinario, la distinción, posible en principio, entre h. de los d. e historia de la -> teología, prácticamente no siempre puede hacerse con plena claridad, y por esto la historia de la teología se expone dentro de la h. de los d. Ésta presupone el hecho de la evolución de los dogmas, que a su vez presupone la historicidad del hombre y de su conocimiento de la verdad. Pues, en efecto, el dogma es verdad de Dios oída por hombres en este mundo, creída y formulada en conceptos humanos e históricos, y es una función viva de la Iglesia, que, a través de un proceso estructurado en forma esencialmente social, debe aceptar y explicar la verdad recibida de Dios y garantizada por él, anunciándola de manera adecuada a un horizonte intelectual constantemente sometido a mutación. Su método es teológico e histórico; pues la h. de los d. no es simplemente un fragmento de la historia general del espíritu y de la religión, sino una ciencia teológica (que tiene la fe como norma), y a la vez es una auténtica ciencia histórica que usa los métodos peculiares de este tipo de conocimiento. La unidad de ambos métodos es posible porque ella se da ya en el sujeto cognoscente y en el objeto de la h. de los d., que constituye una auténtica historia bajo la gracia. La h. de los d. pregunta por el sentido y el alcance de las afirmaciones dogmáticas (de modo que no se puede distinguir adecuadamente de la dogmática), pero hace esto para entender la historia de tales afirmaciones, y así no es solamente dogmática sistemática. Puesto que con frecuencia el sentido de las afirmaciones dogmáticas como mejor se ve es por la confrontación con lo opuesto a ellas (herejías), la h. de los d. comprende la mayor parte de la -> historia de las herejías. La h. de los d. precisa el sentido y el alcance de cada una de las afirmaciones dogmáticas, las compara entre sí, describe el desarrollo de las formulaciones, descubre las fuerzas de la evolución (las objetivas, las personales, las de la época, las sociales, etc. ), procura entender la dinámica de esta evolución de cara al futuro ulterior y así prepara dogmática futura. La h. de los d. no busca únicamente lo que permanece idéntico en la fe bajo las distintas formas mutables (aspecto apologético de la h. de los d.) sino también la diferencia y sucesión de tales formas. Y esto no sólo porque así se esclarecen el sentido y la legitimidad de las posteriores fórmulas de fe (a veces redactadas en una definición propiamente dicha), sino también porque únicamente de esa manera aparece la totalidad y plenitud de la conciencia de fe que tiene la Iglesia, pues la h. de los d. no progresa por una sola vía, de lo menos explícito e impreciso a la formulación más explícita e insuperable bajo todos los aspectos (en principio la historia de la comprensión de la fe está siempre abierta hacia adelante y nunca se halla concluida), y el pasado («tradición») en todo momento sigue siendo fuente y norma crítica de lo posterior, de modo que nunca queda superado plenamente en las formulaciones posteriores y, por tanto, nunca se hace superfluo para la dogmática misma. De ahí se deduce también que la auténtica h. de los d. sólo puede ser cultivada en relación viva con una dogmática que aborde aquellas cuestiones que la proclamación misma de hoy y de mañana le plantea.

II. Historia de los dogmas como hecho real

1. Reflexiones previas de tipo hermenéutico. Naturalmente no podemos tratar aquí con detalles la historia de todas las afirmaciones creyentes de la dogmática. Pero incluso una breve visión que no quiera detenerse en la materialidad externa de los dogmas más importantes, tiene que plantearse la cuestión de si pueden aducirse algunos rasgos unitarios de esta historia. Y esa pregunta está relacionada a su vez con la cuestión de si (a pesar de la libertad de dicha historia, por parte de Dios y por parte del hombre) se puede hallar un criterio adecuado para la división en épocas y articulación de la h. de los d. Dada la relación estrecha entre historia de la -> Iglesia (supuesto que ésta sea realmente entendida y estructurada teológicamente) e h. de los d. (como el momento más decisivo de aquélla), hemos de esperar de antemano que el buscado principio estructural se identifique con el de la historia de la Iglesia teológicamente interpretada o constituya una especificación del mismo. Y por tanto hemos de remitirnos a lo dicho sobre el principio estructural de la Iglesia al hablar del -->cristianismo, y hemos de reflexionar nuevamente sobre él de cara a la h. de los d. De ahí se deduce que, para la estructuración y articulación característica de la h. de los d., pueden utilizarse la confrontación y el encuentro entre la fe eclesiásticamente informada y la situación del mundo que a ella antecede y se le encomienda como problema a resolver. Con lo cual la estructuración de la h. de los d. no queda fundamentada en un elemento casual y heterónomo frente a la esencia del dogma. Pues, por un lado, la h. de los d. se desarrolla como historia de la fe que se sabe llamada a dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe 3, 15) y de la promesa en ella aceptada, y, por otro lado, una interpretación teológíca de la situación «profana» del espíritu mostraría que ésta está orientada por Dios a tomar conciencia de sí misma en la fe cristiana. Y, además, desde la aparición del cristianismo, éste ejerce un influjo configurador incluso en el ámbito aparentemente profano, de modo que en tal situación el cristianismo se encuentra a sí mismo (con frecuencia bajo la modalidad de un rasgo cristiano que la Iglesia todavía no se ha apropiado conscientemente). Y la historia fáctica de los dogmas no se produjo a la manera de un continuo proceso lógico de explicación, sino, más bien, en medio de un constante cruce - incapaz de un pleno esclarecimiento teórico - entre la historia de la salvación y la profana, entre la historia de la fe y la del pensamiento. Naturalmente, a una h. de los d. articulada según este principio estructural, habría que añadir otros criterios más particulares de división: el de la historia de la organización (¿qué miembros institucionales llevan adelante la h. de los d. y de la teología?); el de la historia del estilo (contacto entre la h. de los d. y la literaria); el de la historia individual (los grandes pensadores con singular fuerza creadora); el de la historia sociológica (la teología en su dependencia de una determinada situación social y económica); el de la historia de la Iglesia (relación entre la historia de la teología y la restante historia de la Iglesia), etc.; por otra parte, entre todos esos aspectos se da una dependencia mutua. Pero aquí no podemos entrar en esos criterios subordinados de ordenación y división.

2. A partir de estas reflexiones hermenéuticas se puede decir lo siguiente sobre la división y el proceso de la h. de los d.:

a) El cristianismo por primera vez se ha actualizado plenamente como religión universal de todos los pueblos cuando éstos y sus culturas han alcanzado una palpable y poderosa unidad histórica. E igualmente el dogma de la Iglesia sólo se ha actualizado plenamente cuando se ha producido un encuentro y diálogo entre él como mensaje salvífico dotado de poderío histórico y el espíritu del mundo en la época de la cultura mundial, de tal manera que en ese diálogo el dogma codetermina también - en una forma que hoy todavía no podemos definir- y siente la suerte del ulterior curso histórico. Bajo esa perspectiva la h. de los d. tiene dos grandes épocas: la del nacimiento de esa actualización y la del diálogo global con el espíritu unificado (no decimos reconciliado) de la humanidad. La primera época fundamental va llegando ahora lentamente a su fin, la segunda está comenzando (cf. Vaticano ir, Sobre las misiones). Desde este punto de vista, toda la anterior h. de los d. tenía un carácter «regional»: era el diálogo de la fe cristiana con una cultura histórica del espíritu limitada a una región, la del judaísmo del tiempo de Jesús, la de la antigüedad helenística, la de «occidente»; y todo eso implicaba la constitución de aquel sujeto que está en condiciones de llevar a cabo el diálogo de la revelación divina con toda la historia espiritual del mundo. Por esto, en esa primera época del proceso de la h. de los d. (dirigido por Dios y no conscientemente por el hombre), debía manifestarse claramente en el terreno fáctico: que el mensaje del cristianismo no está indisolublemente atado a una particular y regional autointeligencia del espíritu histórico del hombre (la fe cristiana se desprende del horizonte intelectual del judaísmo y del helenismo); y que la Iglesia puede y debe sostener un diálogo real de fe con el «mundo». Pero esto segundo implica el conocimiento históricamente creciente por parte de la Iglesia de que: 1.°, frente a ella hay un permanente socio profano de diálogo (o sea, el conocimiento creciente del carácter profano del mundo, de su autonomía relativa, de la imposibilidad de una «sacralización» plena, del poderío histórico del mundo y de su tendencia dinámica hacia el futuro, de la distancia que en consecuencia se deduce entre el cristianismo y una forma determinada y fija de sociedad, de economía, ere.); 2 °, la Iglesia tiene algo que decir a este socio para su propia vida y su historia (o sea, un creciente conocimiento creyente: de la antropología cristiana, importante también para el campo mundano; de la libre subjetividad del hombre, con todas sus implicaciones para la vida social; del -->derecho natural, con una recta interpretación y fundamentación teológica; de la exigencia de una «humanización» social e individual del hombre; de las posibilidades y límites morales en la configuración del hombre por sus propios medios; de la necesidad de rechazar una postura de indiferencia esotérica frente a un mundo pecador y demasiado abandonado a su corrupción, etc.; 3 °, la Iglesia debe representar frente al mundo lo que es propio de ella y no puede derivarse de éste (o sea, la historia de la defensa e interpretación de su mensaje supramundano acerca del Dios absoluto y de su comunicación por la gracia, frente a los intentos de acomodar este mensaje a ideologías humanas; la historia de la «distinción de lo cristiano» y la de la teología, que justifica la acción práctica de la Iglesia y pide una distancia frente al mundo que debe realizarse siempre de nuevo). En el crecimiento consciente de esta triple visión (que se concreta materialmente de diversas maneras, pero no admite una sistematízación plena), la inteligencia de la fe por parte de la Iglesia durante esta primera época se desarrolló de tal manera que ella está ahora en condiciones de emprender realmente el diálogo de fe que ahora comienza con el mundo unificado y hecho autónomo.

b) A partir de aquí, esta primera gran época de la h. de los d. (junto con la historia de la teología) permite también hasta cierto punto una estructuración ulterior. Si nuestra división, comparada con los temas y las divisiones usuales de la tradicional h. de los d., aparentemente no da una articulación perfilada y profunda, hemos de tener en cuenta que la importancia salvífica en el orden existencial de las posteriores formulaciones dogmáticas frente a las anteriores y, con ello, de la h, de los d. no puede valorarse excesivamente bajo este aspecto (lo permanente de la Iglesia es también aquí lo más importante); y en consecuencia, la división sólo puede sacarse del principio dialogístico del encuentro con los cambios en las épocas de la historia del espíritu. Y la luz de este principio ciertos cambios y progresos en la h. de los d. no aparecen tan importantes como en una h. de los d. que trabaja en forma meramente positivista. Cabría distinguir las siguientes fases teológicas en esta primera gran época de la h. de los d., para entender en su conjunto el movimiento espiritual que se realiza en ella.

1 ° La h. de los d. en la Iglesia primitiva (historia que en su mayor parte se desarrolla todavía en la sagrada Escritura). En ella se expresa la nueva concepción de fe por parte de la Iglesia primitiva, sin gran caudal de reflexión y con los medios del AT (marginalmente con los del helenismo). A la vez se supera el horizonte del AT. Lo radicalmente nuevo (la universalidad del evangelio acerca del mediador absoluto de la salvación en la muerte y resurrección) visto precisamente desde la antigua alianza divina, está en continuidad con el AT y lo lleva a su plenitud (Rom 9-11; lucha contra Marción), pero, por otra parte, se despoja de su prehistoria (p. ej., carta de Bernabé; teología paulina de la libertad frente a la ley; polémica antijudía; teología de la separación entre la Iglesia y 1a sinagoga).

2 ° La teología de la primera entrada en el círculo cultural del helenismo. En los siglos m y m el universalismo del mensaje de la fe cristiana, despojado de su origen particular, encuentra por primera vez un horizonte intelectual relativamente universal, o sea, una filosofía y un imperio de algún modo «mundial> (en esta situación, por un lado las fronteras del imperio romano y las de la Iglesia coinciden y, por otro, dentro de estas fronteras se da un «pluralismo» de oriente y occidente, etc., que termina trágicamente al no ser superado: cisma, cesación del diálogo entre la teología oriental y la occidental). Este primer encuentro - todavía bajo la cruz de la persecución - debió producir necesariamente, como era de esperar, una respuesta primera y global, que en su amplio esbozo (el cual debía elaborarse luego con mayor detalle) era y siguió siendo ejemplar. La respuesta a la autointeligencia universal del mundo (la --> gnosis helenística como denominador común de la concepción oriental y occidental en el terreno religioso) se produjo necesariamente en dos direcciones (y fases): por una parte, autoafirmación defensiva de la revelación procedente de arriba frente a su absorción en la gnosis humana (superación del -> gnosticismo por una teología de la historia de la salvación, junto con la primera teología de la tradición y la formación del canon [Ireneo] ); por otra parte, positivamente, primer intento de un sistema de la fe cristiana con medios helenísticos y con los peligros que esto entrañaba (-> origenismo). La positiva y negativa reacción dialogística frente al mundo real desarrolló, por un lado, una primera teología del martirio y de la ascética (virginidad), y por otro lado, en oposición a la concepción esotérica de la Iglesia (en el montanismo y en el novacianismo), la primera teología de una relación sobria y real, pero positiva, a un mundo realmente capaz de redención (junto con el «derecho eclesiástico»).

3 ° El tercer período se extiende desde la época constantiniana hasta el principio de la «edad moderna»; comprende, por tanto, la teología en la antigua «Iglesia imperial» y la de «occidente». En el fondo se trata de un único período, pues, a pesar del cambio en el substrato etnológico, domina o predomina el mismo horizonte ideológico y humano (-> platonismo y --> aristotelismo como filosofía cosmocéntrica), y en ambas partes de esta época se trata del mismo cometido del cristianismo: la asimilación en cierto modo adecuada de aquel ciclo cultural que, configurado cristianamente en su peculiaridad racional, mundana y dinámica, por su carácter providencial debía ser el factor activo para la creación de la unidad espiritual del mundo en la segunda época.

En la teología de la Iglesia imperial se elabora la distinción radical entre Dios y el mundo, frente a un panteísmo latente -> arrianismo), mediante la formación de una doctrina ortodoxa de la ->Trinidad, en la cual los principios de la economía salvífica, Logos y Pneuma, no son sombras secundarias del Dios propiamente dicho, sino el mismo Dios absoluto (sin supresión de la Trinidad aparecida en la historia y así inmanente). Con ello surge también una teología que en principio afirma la realidad y bondad creadas del mundo como distinto de Dios, y las defiende en la lucha contra el maniqueísmo. Se afirma la historicidad del hombre, de la salvación y de la fe misma, contra un «sistema» cerrado (gnóstico en último término) del mundo, conservando la doctrina de la -> «resurrección de la carne» y rechazando la doctrina de la apocatástasis; si bien la -> protología y la --> escatología teológicamente apenas van más allá de las afirmaciones bíblicas.

Se elabora igualmente una teología de la aceptación radical del mundo distinto de Dios mediante la formación de la cristología ortodoxa en su equilibrio entre separación (nestorianismo) y mezcla (monofisitismo, monotelismo). Dentro de esta fase, en la --> cristología se articula la concepción cristiana de la relación entre Dios y el mundo: la máxima cercanía del mundo respecto de Dios implica su máxima liberación para su propio ser.

Otras cosas permanecen todavía vacilantes y son aún preguntas abiertas para occidente, o se dan solamente en germen. La verdadera relación entre Iglesia y mundo está todavía encubierta bajo una teología imperial del estado sacro (-> Bizancio), la cual no se tambalea realmente hasta la lucha de las -> investiduras, Agustín desarrolla por primera vez una teología universal de la historia, pero sin superar el peligro de una identificación del estado «cristiano» con el reino de Dios (representado por la Iglesia, pero no idéntico con ella). Agustín (especialmente por su doctrina de la gracia libre en la historia individual de salvación de cada uno, la cual no es simplemente un momento en un proceso cósmico de encarnación y divinización) ofrece un primer esbozo de orientación existencial, que por otra parte va unida a un pesimismo salvífico en las exposiciones teológicas sobre los efectos del pecado original. En su lucha contra el donatismo queda rechazada una concepción antiinstitucional de la Iglesia, mas por el recurso al brazo secular contra el donatismo, la Iglesia y el Estado se ven unidos en una forma problemática y de graves consecuencias.

En la teología occidental de la edad media el progreso histórico de los dogmas puede resumirse en los siguientes términos:

Se produce una primera sistematización en cierto modo completa del dogma cristiano, con ayuda de un -->aristotelismo que presenta rasgos platónicos y agustinianos (teología de las «sumas»). Ahí, por una parte, sobrevive todavía la concepción del dogma bajo una perspectiva mental de tipo cosmocéntrico (no «transcendental» o personal y existencial, antropocéntrico o propiamente histórico). Pero, por otra parte, al menos en principio se reconoce una autonomía relativa a la filosofía «secular», distinguiéndola de la fe y la teología, y se enseña igualmente la autonomía de las «causas» (Tomás de Aquino), así como el carácter sobrenatural de la gracia. Todo eso implica una primera liberación del mundo profano y al mismo tiempo una exposición (condicionada por la época) de la unidad entre el mundo y el cristianismo.

También se delimita más claramente la espera de la Iglesia frente a la del mundo, mediante una elaboración teológica de la constitución social de la Iglesia y de su independencia frente al Estado (incluso «cristiano»), si bien allí no se elabora todavía la relación entre colegialidad (-> conciliarismo) y primado. Pero ya se nota la tendencia a una directa y total integración de lo «profano» en la salvación y a su mediatización por la Iglesia en el corpus christianorum y en el «sacro imperio».

4. La teología de «transición» desde un medio cultural y espiritual de tipo regional a la situación de una Iglesia mundial. Es indiferente la cuestión de dónde está el principio de esa transición (si ya en Tomás de Aquino, o en la edad media tardía, o en la reforma, o en la ilustración, o en la revolución francesa; en todo caso su final ha llegado y se ha manifestado también eclesiásticamente en el Vaticano ir: diálogo con el mundo total, con las religiones no cristianas y con el ateísmo en medio de la «libertad religiosa». Ese período de transición es tiempo, mejor o peor aprovechado, de preparación inmediata de la Iglesia y ante todo de su teología para la actual situación universal de tipo pluralista y con una racionalización y humanización técnicas del mundo. Esto ha llevado consigo: una superación eclesiástica y teológica de la situación pluralista dentro de la Iglesia misma mediante el estudio de las diferencias frente a la reforma; la apertura dialogística a los cristianos no católicos (teología ecuménica); una ulterior «liberación» del mundo por el desarrollo de la doctrina del derecho natural (también en el campo social: ius gentium y una flexible doctrina social de la Iglesia), así como de un optimismo salvífico (frente al -> jansenismo; comienzos de una teología positiva de las religiones no cristianas); una nueva concepción de la Iglesia acerca de sí misma, por la que ésta ha comprendido la autonomía de su vida y su libertad de acción, distanciándose de otras instituciones de la sociedad profana (Vaticano 1 y ii); la conservación de lo auténticamente cristiano (frente a la teología de la -> ilustración y el -> modernismo); y la lenta desvinculación de la fe respecto de un único, regional, transitorio y previamente dado horizonte mental (admisión de las ciencias históricas y críticas en la exégesis y en la teología; nacimiento de una historia de los dogmas y de una crítica ciencia bíblica; progresiva acomodación a un cierto pluralismo de «sistemas» filosóficos por el reconocimiento de una teología oriental, y por una creciente recepción de la filosofía antropocéntrica y trascendental de la edad moderna, así como de una filosofía de la historicidad del hombre, como posible instrumento para una teología ortodoxa; teología de la libertad y de la conciencia personal en una sociedad burguesa y pluralista; superación de la tensión entre ciencias naturales [doctrina de la evolución; y teología). A este respecto la misma escolástica del barroco fue un fenómeno de transición, en cuanto, por una parte, todavía como en la edad media, se intentó con amplio éxito un sistema colosal que integrara positivamente en él toda la concepción profana del mundo; y por otra parte, la fe fue abriéndose poco a poco a la nueva situación que iba madurando (p. ej., en los primeros ensayos de una teología histórica, en la filosofía cultivada por separado, en el desarrollo del «derecho de gentes», de la psicología de la fe, de la libertad bajo la gracia).

III. La historia de los dogmas y la pastoral

1. El actual pastor de almas debe tener cierto conocimiento de la h. de los d. Sólo así puede proclamar la palabra de Dios con aquella agilidad interna que hoy se requiere para mantener claramente la ortodoxia. Debe saber, a fin de que tenga la valentía de emprender él mismo nuevos caminos, cuán rica es la historia de la predicación y de la teología en perspectivas y acentuaciones; debe aprender de la h. de los d. que los problemas serios y las profundas dificultades de fe con frecuencia sólo pueden resolverse lentamente, para que así se ejercite voluntariamente en la paciencia y esperanza de la fe dentro de su propia situación y, mediante el estudio histórico de los dogmas, ha de aprender a salirse de una monótona repetición de áridas frases del catecismo, inspirándose en toda la riqueza de la tradición.

2. El pastor de almas ha de tener conciencia de que él contribuye al progreso de la h. de los d. La proclamación no es la mera repetición de una teología simplificada, sino que va delante de ella. Su vitalidad, sus problemas y su desarrollo fáctico propulsan la h. de los d. y precisamente la dinámica hacia el futuro de la predicación, la cual debe vivir y actuar en el pastor de almas, confiere a la pregunta por el pasado su seriedad e importancia. Sin esa vertiente pastoral la h. de los d. degeneraría en una erudición vana.

Karl Rahner