CUERPO Y ALMA

I. El problema

El c. es el objeto más inmediato, más próximo de nuestra experiencia, aquello que tenemos siempre e ineludiblemente con nosotros, y aquello por cuya mediación - a través de los sentidos- alcanzamos el mundo en sus múltiples aspectos y dimensiones. Pero c. es a la vez y antes, no sólo aquello que el hombre tiene frente a sí mismo, sino también aquello en que es él mismo: el placer y el dolor del c. son su placer y su dolor. Y el mundo mismo no está frente al cuerpo meramente como espacio exterior, sino que es su «prolongación» y, por tanto, nuestra prolongación, y sólo existe en cuanto nosotros lo percibimos y «habitamos», desde la piedra hasta el cuerpo del otro (MerleauPonty). Así, pues, por muy cierta que sea de una parte la diferencia entre el yo y el c., (lo mismo que entre el c. y el mundo), pues el hombre no es simplemente mero cuerpo, reina por otra parte tal unidad entre ambos aspectos, que puede decirse que el hombre es plenamente corpóreo.

En esta corporeidad, en la acción y la obra (y no en la mera posibilidad del pensar y del querer) es donde lo anímico y espiritual (-> alma, -->espíritu) se hace por primera vez real, donde adquiere forma y poder operante, o sea, facticidad. Pero es a la vez esta corporeidad la que pone límites a la propia realización del hombre, la que lo limita externamente en el ->espacio y --> tiempo, y le impide interiormente expresarse plena y enteramente a sí mismo (como lo experimentan pensadores, artistas y amantes); pues opone en sí misma resistencia al querer y absorbe fuerzas en la expresión que propiamente se dirigen a lo expresado, y así enturbia la pureza de lo manifestado.

Esta situación dialéctica es válida para todo el acontecer de la vida diaria, pero se hace particularmente clara en las formas superiores del eros (-> amor) y de la -> muerte. En estos momentos señalados de la existencia aparece también con máxima evidencia la tentación que esta tensión significa para el hombre. Es la tentación primeramente de renunciar a todo esfuerzo por la unión y de llevar una vida en dos órdenes separados entre sí, en que, sin embargo, ambos pierden su carácter humano y, por ende, se pierden a sí mismos. Y es la tentación, en segundo lugar, de limitarse a uno solo de los dos órdenes: a una corporalidad hostil al espíritu o a una espiritualidad hostil al cuerpo (-> espiritualismo). Pero ese intento, en cada caso, destruye lo escogido mismo y lleva pronto al extremo opuesto (-> dualismo, -> maniqueísmo). Y es finalmente la tentación de establecer una unidad exenta de toda dialéctica, ora como corporeidad simplemente afirmada por el espíritu («el a. es sólo un algo en el cuerpo»), ora como espiritualidad que afirma desmesuradamente el c. (mens sana in corpore sano); lo que luego conduce de hecho a las falsas formas indicadas en primer y segundo lugar. En realidad, no es posible suprimir ni disolver la relación dialéctica que oscila entre unidad y oposición de c. y a. De hecho la historia del pensamiento no ha hallado una solución satisfactoria en todos los aspectos.

II. Historia del problema

Un dualismo de c. y a. domina la filosofía griega desde el orfismo y los pitagóricos (en contraste con el optimismo corpóreo de Homero, que sólo emplea rswt,a para referirse al cadáver y para quien la «pervivencia» es una existencia sombría que Aquiles cambiaría por la miseria de un jornalero). El c. es vestido, barca, cárcel y sepulcro del a. (rsWi,ac-al~toc), que se halla en él por haber sido desterrada «de arriba». El a. está impedida y oprimida por el c.; se libera de él por el desprendimiento (-> ascética) y el trabajo filosófico, y finalmente por la muerte (a través de sucesivos nacimientos). Así piensa sobre todo Platón, a semejanza de las doctrinas de la India. A esta relación meramente accidental de c. y a. Aristóteles contrapone la concepción del --> hilemorfismo, según la cual el a. es la forma substancial del c. y constituye con él el único ente concreto y subsistente. Sin embargo, queda sin aclarar la relación entre el a. espiritual (inmortal) y el a. corporal (mortal) y sigue, por tanto, oscura la unidad originaria del hombre.

El pensamiento semítico bíblico añade otra visión completamente distinta a esta tradición. El Antiguo Testamento no tiene una palabra peculiar para designar el c., el hombre entero es «carne» (basár), pero también alma (nefef), propiamente: vida. Por la muerte el hombre en su totalidad pierde su vida (en el seol nadie piensa en Dios, ni Dios se acuerda de los muertos [Sal 88 ] ). Sólo en el judaísmo tardío - por influencia helenística - se distingue más fuertemente entre c. y a., se enseña una pervivencia propiamente dicha de ésta y se desarrolla la doctrina de la resurrección de la carne, partiendo de indicios tardíos del AT. La doctrina sobre el c. y el a. en el Nuevo Testamento hay que buscarla sobre todo en -->Pablo (teología). No cabe interpretarla en forma dualista (en sentido helenístico y gnóstico), si bien sus tesis no están completamente aclaradas ni es fácil armonizarlas completamente entre sí. La a&pl (carne), la constitución pecadora y mortal del hombre postadamítico (p. ej., Róm 8, 12s), no se identifica simplemente con el aCói«, si bien el estado carnal donde más abiertamente se manifiesta es en el c., como esfera visible del hombre mismo (1 Cor 5, 3; 7, 15s; Rom 6, 6; 7, 23; Col 3, 5). Por eso, la -> redención predicada y esperada no consiste en la liberación del a&[.«, sino en su transformación en un c. «pneumático» (1 Cor 15, 36ss), en la configuración conforme al c. glorioso de Cristo (Flp 3, 21).

En el encuentro de las dos corrientes tradicionales dentro de la patrística y la ffilosofía cristiana, predomina por de pronto (incluso y precisamente en la polémica con la -> gnosis) el mejor desarrollado pensamiento griego, en su visión platónica. Sólo lentamente, a través de la tradición arábiga aristotelismo ii), la concepción aristotélica penetra en la discusión escolástica y, finalmente, en Tomás de Aquino recibe su modalidad cristiana. Tomás enseña que el a. es la unica forma corporis y que, consiguientemente, no se contrapone a un c. ya existente («informado»), como elemento parcial junto al mismo, sino que aparece y opera en el medio puramente potencial de la materia prima. La dualidad (permanente) de c. y a. no ha de entenderse como óntica y objetiva, sino como actual y ontológica; el c. es de todo punto c. del a. y ésta, por esencia, es corporal (y, sin embargo, dentro de la permanente referencia al c. y a la materia goza de inmortalidad; -> tomismo). En lo sucesivo, esta teoría ontológica sobre el c. y el a. como «partes» fue cediendo a favor de una visión cada vez más óntica. En consecuencia, la relación entre c. y a. es concebida en forma monista o dualista. El dualismo moderno es obra de Descartes (-> cartesianismo; no obstante algunos pasajes de obras y cartas en que, apelando a nuestra experiencia diaria, defiende la verdadera unidad de c. y a.), con su separación entre c. y a. como res extensa y res cogítans, que, a través del órgano central, la glándula pineal, están en cierta acción recíproca. Pero ya en él y de manera completa en el ocasionalismo (N. Malebranche) y en Leibniz, propiamente es Dios quien tiene que zanjar el abismo infranqueable entre ambos órdenes, ora por una intervención constante, ora por la institución inmanente de la armonía preestablecida. Posteriormente (así en el moderno vitalismo), la doctrina de la acción recíproca ha hallado nuevamente seguidores (H. Lotze, E. Becher), sin que hayan podido esclarecerse las dificultades de esta teoría. Espinoza defiende el monismo; para él c. y a. son sólo dos modos de la misma cosa. Semejantemente piensa el paralelismo psicofísico (G. Th. Fechner), que entiende el fenómeno del c. y el del a. como el lado convexo y el cóncavo de una sola y misma concha. Y mientras que el espiritualismo concibe el c. sólo como manifestación del alma, la única verdaderamente real (G. Berkeley, W. Wundt); el materialismo monista, en cambio, explica todo lo anímico y espiritual por funciones corpóreas y glandulares (C. Vogt, J. Moleschott, L. Büchner).

En la actualidad, partiendo de la psicología (--> psicología profunda) y de la biología, el hombre es visto de nuevo más conscientemente en su unidad de c. y a., unidad que, aun reconociendo ambos componentes, no admite una clara separación entre ellos; sobre todo la psicoterapia y la medicina psicosomátíca (culpa, -> enfermedad) tratan de atenerse a esta visión originaria.

III. Interpretación filosófica y teológica

El magisterio eclesiástico (por de pronto partiendo de controversias cristológicas) ha definido la unidad del hombre, echando mano de la terminología del hilemorfismo, sin decidir sobre el hilemorfismo mismo ni sobre su configuración más precisa (Dz 481, 1914). Como muestra la consideración fenomenológica, el hombre es corpóreo en su totalidad y por esencia. Él tiene su cuerpo y a la vez es este cuerpo en un sentido real. ¿O deberíamos recurrir a una formulación negativa, para rechazar claramente tanto un falso dualismo en el sentido del «tener» (que parte del puro cogito: Descartes), como un monismo del ser (que se apoya puramente en la percepción: Merleau-Ponty)? Ni tengo (solamente) mi cuerpo, ni soy (completamente) mi cuerpo. La unidad y diferencia indicadas en esta doble negación se ponen de manifiesto en el lenguaje como « coincidencia» el pensar con los actos corpóreos. En la palabra pronunciada se unifican y hacen evento lo pensado (universal) y la individualidad personal, corporal y sensible del que habla.

Así como el hombre no puede contraponerse adecuadamente a su c., sino que sólo «en» este c. («en él, con él y por él») es cabalmente este hombre determinado; tampoco la exaltación del entusiasmo en el obrar y amar es una salida del c. y una elevación sobre él, ni la muerte constituye simplemente una separación entre el a. y el c. Más bien, en uno y otro caso es afectado y llamado el hombre entero, y se le llama precisamente a aceptar y asumir su estructura corpóreo-espiritual, la cual, de acuerdo con lo dicho, exige un sí tolerante y activo y a la vez un no tolerante y activo al c. (-> cultura, -> formación, -> ascética, -> deporte). En el c. se abre el hombre a su medio y al mundo exterior, se hace accesible, atacable (Sartre: la mirada) y tentable. Pero también en el c. y en su acción aparece a los demás y a sí mismo, su «alma invisible» se hace visible (estudio de la expresión). Por el c. «conoce» el hombre al otro sexo (Gén 4, 1; -->sexualidad), y de este acto plenamente humano sale el hombre (generación). Por el c. el hombre está ligado a lo infrahumano y se halla aprisionado en ello, es «polvo» (necesidad, tendencias); pero por su cuerpo también (como espiritual, no meramente por su espíritu en sí), se levanta visiblemente sobre el «polvo» («rostro», «mirada», «postura», lenguaje; cf. -> antropología, -> hominización, -> evolución). El c. es la «acción primigenia» (G. Siewerth), el símbolo real del hombre (K. Rahner); es el «medio de la esencia» (B. Welte) en que él hace presente su vida y existencia.

En esa concepción, el esquema tradicional de diversos estratos queda suplantado por la idea de distintas dimensiones en las que la persona se desarrolla exteriorizándose. A la vez, así la consideración individual y aislada del c. queda elevada a la dimensión más amplia de la -> comunidad, de la -> historia e historicidad, que pertenecen esencialmente a la estructura conjunta del c. y, en medio de la tensión permanente entre apertura y ocultación, crean la faz completa, la realidad de la persona.

Esta dualidad en medio de la unidad, que filosóficamente es impenetrable y a la vez ineludible, descubre su más aguda tensión a la reflexión teológica. El lema de una teología del c. es la fórmula de Tertuliano: caro salutis est cardo (De carnis resurr. 8). Dios, el Logos, se hace «carne» y verdadero hombre y redime al género humano por su obediencia en el c. hasta la muerte. Por eso, la economía de su gracia lleva la estructura de la «encarnación». El que de momento sólo parezca alcanzar a las almas, es precisamente indicio de un estado que no debiera ser, el cual se debe a la pérdida de la integridad de espíritu y c. que implicaba la gracia del estado original. Si así el pecado aparece precisamente en el c. (cf. antes Pablo), éste, por otra parte, está ahora santificado y llamado a la obra de la corredención y a ser templo del Espíritu Santo (1 Cor 6, 15; Col 1, 24; 1 Cor 6, 19 ); está llamado sobre todo a la gloria de la resurrección, en la cual lo mismo que se ha hecho aquí temporal y corporalmente (no sólo una recompensa por ello) será, bajo una nueva forma, el estado definitivo y la eternidad del hombre. En cuanto esta eternidad está caracterizada como conformación con el cuerpo de Cristo (1 Cor 15, 49) y como comunión con él (2 Cor 5, 8), en eso mismo quedan afirmadas la permanente significación y el valor insuperable de la humanidad y corporeidad de Cristo y, por ende, del hombre en general (-> visión de Dios, -> antropocentrismo, -> mística). Y si, finalmente, el c. significa la apertura y presencia del hombre para el tú, su ordenación esencial al mundo circundante, esto debe decirse en forma consumada (liberada de todo oscurecimiento y ambigüedad) acerca del c. celeste. Éste también incluye esencialmente la comunidad. Por eso la -> ascensión de Cristo, «primícias de los que se durmieron» (1 Cor 15, 20), pide también la consumación corporal de sus hermanos; es más, requiere e implica «ya ahora» por lo menos una realización parcial, un anticipo en sus hermanos de su estado definitivo, según el orden que a cada uno le corresponde (1 Cor 15, 23; Mt 27, 52s; Ef 4, 8ss; Asunción de María). Dentro de la dimensión visible de lo terreno este final definitivo se anuncia en la forma sacramental y en la actividad cultual (-> culto) de la Iglesia, «cuerpo místico de Cristo» (1 Cor 12, 27; Ef 1, 23). Y ahí también se hace inicialmente claro que la consumación del c. no se detiene en el c. Del mismo modo que la glorificación del c. no se añade solamente como complemento a la salvación eterna del a., sino que significa cabalmente su consumación y forma plena, así también ella se extiende al mundo y transforma el cosmos entero (Roin 8, 18-23; Ap 21), para consumar la encarnación en la unidad pneumática (que conserva todas las diferencias) del «Dios que será todo en todos» (1 Cor 15, 28 ).

Jörg Splett