CRISTOLOGÍA

I. Historia de la cristología

1. Cristianismo primitivo

Si es cierto que la inmunidad cristiana se salió del contorno judío con su confesión: Jesús es el Cristo, jesucristo es el Señor (Rom 10, 9; Flp 2, 11), y si en este sentido (pero sólo en éste) es cierto que el primigenio credo cristiano fue una «fórmula puramente cristológica» (O. Cullmann), no lo es menos que esa confesión se entiende precisamente como afirmación de la acción salvadora del Dios uno, que es el Dios del AT e hizo a Jesús Cristo y Señor (Act 2, 36). Por tanto, esa profesión de fe en Cristo por una parte está inserta en la confesión del Dios uno de la creación y de toda la historia de la salvación (donde halla una unidad superior); pero, por otra, esta misma confesión dice que el Dios uno tiene en el mundo su plena y absoluta representación en Cristo y su espíritu en medio de la -> Iglesia. Así toda la predicación de lo que Dios es para nosotros puede dividirse en un esquema trimembre de una Trinidad vista por de pronto dentro de la economía de la salvación (Mt 28, 19), en que la c. está ordenada, de manera peculiar, a la confesión del Dios vivo del mundo y de la historia y, sin embargo, como centro de la profesión de fe, a su vez contiene en sí el todo de la misma. Estamos aquí ante el problema permanente de la esencia y del lugar de la c.

2. La patrística

Si en el símbolo apostólico de la fe se incorporaron a la parte de la confesión del Hijo enunciados particulares originariamente cristológicos, ello no cambia nada en la antigua estructura fundamental trimembre del símbolo, pero subraya el verdadera sentido (envolvente) de los enunciados sobre Cristo. Si esta estructura fundamental al principio era simplemente la profesión de fe en los tres portadores divinos de la única actuación salvífica, fue inevitable que la reflexión sobre su relación mutua (que empieza con el monogenés del símbolo apostólico) llevara pronto a la formación de la theologia a diferencia de la oikonomia. Así ya en el Perí arjón de Orígenes se separa una doctrina de la Trinidad (libro i), es decir, una c. inmanente, de la doctrina de la encarnación, que sólo se ofrece más tarde en el libro II, de forma que ambas están separadas por la doctrina de la creación y del pecado. Aquí es ya perceptible el peligro de una visión de la theologia bajo la perspectiva de la inmanencia divina, por una parte y, por otra, el de una c. que sea tan sólo parte de una oikonomia y no abarque el todo de theologia y oikonomía. Este todo lo hallamos - inmediatamente antes del Niceno - en Eusebio de Cesarea, si bien con un matiz subordinacionista. Luego el concilio de Nicea (325) impuso una mayor (pero no absoluta) separación entre teología y economía. Los otros esbozos de una visión conjunta de la doctrina de fe en la patrística no modifican esencialmente este esquema ya logrado, por muy variados que sean en lo demás (p. ej., la gran oración catequética de GREGORIO DE NISA: PG 45, 9-105; Historia de los herejes de TEODORETO (1. V): PG 83, 439-556; JUAN DAMASCENO, De fide orthod.; AGUSTÍN, Enchiridion). La c. total está repartida entre la doctrina de la Trinidad, que va antepuesta y se fija relativamente poco en la economía salvífica y una c. que sigue a la doctrina de la creación y del pecado. Esta división implica el peligro de un aislamiento y nivelación de la c. estricta, lo último sobre todo cuando se enseña que cualquier persona divina puede «hacerse hombre» (cf. DThC vII 1466, 1511ss). En Fulgencio de Ruspe (con el antecedente de Genadio de Marsella) tenemos desde luego una unidad de la doctrina de la Trinidad y de la encarnación, que precede a la doctrina de la creación, del pecado, del bautismo y de la escatología. Naturalmente, lo dicho no es suficiente para dar una respuesta negativa a la pregunta por el cristocentrismo en la teología patrística; decimos tan sólo que éste no aparece con suficiente claridad en la visión sistemática.

3. La primera y la alta escolástica

a) La serie: Trinidad, creación, caída, encarnación, etc., es decir, una serie histórica en lo esencial, permanece en general como evidente, lo cual tiene tanto mayor importancia en la pedagogía religiosa y en la teología por el hecho de que ahora comienza el tiempo de la teología sistemática, así ya, p. ej., en el Elucidarium, de Honorius Augustodunensis (en ella se tratan también los misterios de la vida de Cristo) o en las Sentencias de la escuela de Anselmo de Laón (la c. se halla en el libro III entre los medios salvíficos contra el pecado). En la Summa sententiarum (cf. LANDGRAF E 75-79) de la escuela de los Victorinos, hallan seguimiento Genadio y Fulgencio con su unidad de la doctrina sobre la Trinidad y la encarnación, antepuesta a los otros capítulos, si bien luego falta casi del todo la doctrina de la redención. En las Senientiae Atrebattenses, frente al plan fundamental de las Sentencias de la escuela de Anselmo de Laón, quizá por vez primera, hallamos resaltada con mayor claridad una sección De Christo Redemptore, que se antepone a las restantes disquisiciones sobre la «redención», es decir, tenemos allí una distinción incipiente entre c. y soteriología (cf. R. SILVAIN 36, 48-52; texto: RThAM 10 [1938] 216ss); en cambio, hay Sentencias de la escuela de Abelardo en que la c. es puesta entre los sacramentos bajo el lema de «beneficia», y se ve así casi bajo una perspectiva protestante. En las Sentencias de P. Lombardo, después de la doctrina de la Trinidad (libro I), se halla la c. (en el libro III) como doctrina sobre el modo como Cristo y las virtudes (aunque éstas apenas son desarrolladas desde la c.) llevan al hombre de los utilia de la creación a los fruibilia de Dios (Agustín). Es de notar en esta c. que en ella los misterios de la vida de Jesús entran en el horizonte de la teología sistemática por orden histórico. La doctrina de los sacramentos remite a Cristo con una sola frase (dist. 1 c 1). No debe maravillarnos, pues, que los comentadores de P. Lombardo apenas aprovechen tampoco la posibilidad de una doctrina cristocéntrica sobre las virtudes y los sacramentos. Mientras en Roberto Pullus, Gandulfo, P. Lombardo y otros, por lo menos se trata de las virtudes después de la c., en los Sententiarum libri quinque, de Pedro de Poitiers, la c. viene después de la doctrina de la gracia, de la justificación y del mérito (pero en la c., Cristo es considerado como caput ecclesiae). Esta estructura halló seguidores (GRABMANN SM II 515).

b) En la III parte de la Suma, por así decir, Tomás divide la c. -separándola de la doctrina de la Trinidad como la mayoría de los autores- en una c. especulativa, abstracta (tradicional, pero mejor estructurada y, por ello, válida hasta hoy), en que están superadas las vacilaciones de P. Lombardo en favor. de la pura teoría de la subsistencia, y en una c. concreta de los misterios de la vida de jesús (entrada en el mundo, vida, muerte, glorificación). Se produce, pues, en Tomás un cierto retorno a la antigua c., ya que él elabora los teologúmenos abstractos partiendo de la experiencia bíblica de la vida en jesús. Pero indudablemente, el lugar de la c. está determinado en Tomás por su concepción del objeto de la teología (Dios en cuanto Dios: S. th. I q. 1 a. 7); concepción que es compartida por los tomistas, Enrique de Gante, Escoto y otros: DThC xv 399ss). Otra tradición que viene de Agustín, y, pasando por Casiodoro, llega a Roberto de Melún, Roberto de Cremona, Kilwardby, Roberto Grosseteste y, finalmente, a Gabriel Biel y Pedro de Ailly (cf. E. Mersch), veía el objeto de la teología en el Christus totus, Christus integer; lo cual, en principio, podía abrir una orientación muy cristocéntrica de toda la teología; pero, bajo esta perspectiva, sólo con dificultad se alcanzaron una auténtica unidad y un sistema cerrado. En cambio, cuando Tomás dice que el objeto de la teología es Dios en sí y, por cierto, Dios concebido también como fin sobrenatural que ha de ser alcanzado inmediatamente por la criatura, sin duda se da ahí una compenetración de teología y economía. Tomando como concepción fundamental el hecho de que todas las cosas salen de Dios y retornan a él como plenitud de vida trinitaria que se comunica a sí misma y no sólo confiere realidades creadas, se puede incluir en ella toda la historia de la salvación. En ese esbozo de sistema también tiene cabida una c. plenamente autónoma, con tal que Cristo sea concebido con suficiente claridad como aquel en cuya partida y cuyo retorno están decretados la partida y el retorno de todas las demás cosas. Cabe, sin embargo, preguntar si en la configuración concreta de este sistema la c. de Tomás no entra en juego demasiado tarde, puesto que toda la antropología cristiana y la doctrina sobre la gracia y la vida son elaboradas antes de la c. Aquí, naturalmente, la cuestión sobre el sistema se torna forzosamente cuestión sobre la cosa misma, sobre el cristocentrismo de toda realidad y la interpretación más concreta de la predestinación de Cristo.

La posterior c. católica no puede exponerse aquí con detalles. Ella constituye la historia de los comentarios de la Suma de Tomás o resalta nuevamente el caudal patrístico (Petavius, Thomassin; Bibl.: MC vII 15331539 y en B.M. Xiberta), pero no modifica ya el edificio sistemático. C. y soteriología se separan aún más. El tratado De mysterüs vitae Christi está aún extensamente desarrollado en Suárez; pero, en la época de la ilustración, desaparece casi enteramente de la teología escolástica.

II. La cristología en la teología actual

La reflexión acerca de una revivificación de la teología determinada por factores de dentro y fuera del catolicismo (cf. Chalkedon III; GRILLMEIER: FThH 265-299; sobre la c. protestante cf. W. PANNENBERG - P. ALTHAUS: RGG 3 I 1762-1789; W. PANNENBERG, Grundxüge der Christologie (Gü 1964).

1. EL lugar de la cristología

a) Planteamiento actual de la cuestión. En el proceso histórico se ha ido elaborando un tratado de c. que contiene dos partes, no siempre muy unidas orgánicamente: la c. en sentido estricto (la doctrina sobre la persona de Cristo) y la soteriología, que fundamenta su punto principal (la satisfacción de Cristo ante Dios) en la doctrina sobre la persona de Cristo como sujeto divino de dignidad infinita. Esto es solamente una parte de la c. en el conjunto de la teología católica. En la teología fundamental se trata de Cristo como portador de la revelación (R. LATOURELLE, Théologie de la révélation, P 21966) y fundador de la Iglesia. La teología moral se esfuerza (por primera vez o de nuevo) por desarrollar su doctrina partiendo de Cristo y, por tanto, tiene que ofrecer un trozo de c., que no puede tomar directamente de la c. usual de nuestro tiempo (a este respecto merecen citarse J.B. Hirscher en el siglo xix y, actualmente, p. ej., F. Tillmann y B. Háring). La teología de la vida de jesús en gran parte se abandonó, hasta fechas muy recientes, a una literatura piadosa que ora ignoraba, ora tomaba en consideración la teología científica (nuevos intentos de tratar explícitamente la vida de jesús en la dogmática se dan, p. ej., en B.M. Xiberta, en T.M. Vosté, siguiendo a Tomás, e igualmente en J. Solano: PSJ III).

Así pues, un trozo de c. se ha desplazado de la teología dogmática. Es además necesario revisar hasta qué punto la c. está presente o ausente en los restantes tratados. El tratado del Dios trino, por la doctrina de las procesiones y misiones y aquí precisamente por la misión del Hijo, tiene importancia constitutiva para la c. Pero, en general, la conexión entre estos dos importantes misterios no aparece con suficiente claridad en la visión sistemática. Aquí tiene un efecto nivelador la hipótesis, problemática y ciertamente no pensada a fondo, de que las tres personas podrían asumir una naturaleza humana (cf. THOMAS, S. th. III q. 3 a. 5). Aparte de que la reflexión sobre un orden meramente «posible» es muy problemática, y de que la posibilidad de encarnación por parte de una hipóstasis divina no puede ni debe trasladarse sin más a otra, pues la hipóstasis es lo único que constituye una distinción en Dios y cuando se aplica a las tres personas no representa siquiera un concepto unívoco; debiera tenerse más en cuenta, para la solución de esta cuestión, la relativa peculiaridad de cada una de las tres personas, tal como se revela precisamente en la economía. ¿Es cosa tan palmaria que a la innascibilitas del Padre no repugna un nacimiento terreno, como piensa Tomás (¡bid. ad 3)? ¿No muestra ya la relación de la misión de Cristo con la del Espíritu Santo que la economía una tiene dos aspectos totalmente distintos? En el Hijo la economía se realiza como obra histórica y objetiva; en el Espíritu lo operado por el Hijo se convierte en posesión interna del redimido. Los papeles no son permutables. Lo mismo hay que decir del Padre, al que correspondería venir precisamente como «ingénito» si una realidad humana tuviera que manifestar verdaderamente su presencia, en la medida en que su venida (fuera de la que él hace en el Hijo) es en absoluto concebible. El nacimiento humano tiene, pues, una relación interna y no sólo fáctica con el «Hijo», aunque, naturalmente, siga en pie que la encarnación como tal es libre. Si hubiera algo así como una encarnación del Espíritu, éste no podría llevar a cabo la obra de la apropiación interna, que es propia precisamente del Pneuma. Así, pues, el orden de las misiones corresponde a la relación divina de las personas; y, por tanto, en Tomás y sus comentadores se desaprovechó una ocasión de dar forma más rigurosa a la unión de la Trinidad y la encarnación.

Pero donde más se hace sentir hasta hoy la ausencia de la c. es en la -> angelología y la --> antropología (si bien Suárez - contra Tomás - afirma que la gracia de los ángeles es ya cristiana). La doctrina de los sacramentos está afortunadamente en camino de nueva orientación. Mientras Pedro Lombardo sólo menciona en este contexto la institución por Cristo, los sacramentos son vistos hoy con creciente claridad como los signos de la perduración eficaz de la muerte del Señor y con ello de su historia en general (especialmente el bautismo y la eucaristía y, en relación con ellos, también la penitencia; teología de los -> misterios; THOMAS, S. th. III q. 60 a. 3: signa rememorativa). También la eclesiología, que ya el libro I del Elucidarium había enfocado cristológicamente (LEFÉBRE 177-184 ), después de muchas omisiones vuelve de nuevo a recibir una consciente orientación cristológica, sobre todo en la constitución Lumen gentium, cap. I-II, del Vaticano II (cf. el amplio comentario a estos capítulos de A. GRILLMEIER: LThK, Vaticano II). Con esto la c., la soteriología y la eclesiología quedan conectadas dentro del texto conciliar en una medida hasta ahora no conocida. También la elaboración cristológica de la escatología ha hallado una expresión conciliar en el Vaticano II, en el cap. 7 de la constitución sobre la Iglesia (cf. también SCHMAUS D Iv/2 S 293-296, 309; H.U. v. BALTHASAR: FThH 403-421; J. ALFARO: Gr. 39 [ 1958 ] 222-270 ). En todo caso, la teología ha de considerar como uno de sus más importantes cometidos el de hacer que la c. domine toda la oikonomia, desde la creación hasta las novísimos.

b) Principios para determinar el lugar de la c. En la historia de la c. hemos tropezado ya al principio con la conexión entre theologia y oikonomia. Esta relación es la clave de la c. Cristo actúa en toda la oikonomia. Cristo no la comparte con el Espíritu, sino que a él le pertenece el todo (en cuanto obra histórica y objetiva, tal como está descrita en el credo), y en otro plano el todo también pertenece al Espíritu de Cristo, como realidad que debe comunicarse a la comunidad de los redimidos, comunidad que ha sido adquirida en Cristo y que ahora debe constituirse plenamente. Pero esta oikonomia sólo adquiere su forma y su sentido por su radicación en la theologia. Del análisis del orden salvífico los padres se remontaron a la theologia; pero luego sacaron de ésta nueva luz para su interpretación de la oikonomia. De ahí que, en un orden sistemático, a una c. católica deba preceder la doctrina sobre el Dios uno y trino. En esta síntesis anticipada de lo que sabemos de Dios en sí por la historia de la salvación, los primeros teólogos, cristianos - en disputa con los gnósticos - llevaron ya a cabo una de las mayores creaciones de la historia cristiana del espíritu. En la interpretación de las procesiones divinas insertaron la interpretación de la obra de la creación y de las misiones divinas, aunque por otra parte sus conclusiones entrañen también el peligro subordinacionista (cf. Aeby). Así la teología cristiana estaba ya en camino hacia una síntesis interpretativa del mundo (relación entre Dios y el mundo), a la manera como en formas distintas sería intentada luego por el --> neoplatonismo y más tarde por Schelling y Hegel. Sólo a base de una theologia plenamente elaborada (en unidad desde luego con la oikonomia) puede el cristianismo lograr un «sistema» (que es también una tarea cristiana y existencial) libre del módulo gnóstico o panteísta, y hacer frente así a esos intentos de interpretación. Esta gran tradición cristiana y esa tarea ineludible prohíben a la teología que ella se disuelva en un puro «ad nos» o esboce una c. sin un tratado previo sobre el Dios trino.

Pero ya en la doctrina de la Trinidad se decide sobre la c. En efecto, cuanto más inequívoca es la primacía del objeto formal tomista de la teología y, por ende, de la doctrina sobre la Trinidad, tanto más importante es elaborar o poner de relieve el «sin separación» de ambos tratados. Así pues, la interpretación de las procesiones divinas ad intra debe contener también su posible relación (libre) con el mundo y la historia. A la verdad, sobre la exacta determinación de esa relación existen hasta hoy grandes divergencias de opinión. Se trata del llamado «motivo de la encarnación» y de la relación entre creación y encarnación. K. Barth se sitúa decididamente en el punto de vista de un radical cristocentrismo. Para él la creación (o sea, el orden de la naturaleza) es el «motivo externo de la alianza» (KD in, 1, 103-258); y la alianza (o sea, el orden de la encarnación y redención) es el «motivo interno (¿libre o necesariamente dado?) de la creación» (¡bid. 258-377). Partiendo de ahí se ordena luego (si convincentemente, es otra cuestión) en segundo lugar, a base de una «reducción cristológica» (H.U. v. BALTHASAR, K. Barth, Kü 1951, 253s), el artículo del credo sobre la creación (cf. antes Fulgencio; Summa Sententiarum). Como quiera que toda luz de conocimiento sólo brilla en el acto de la revelación que se da en Cristo - de manera igual para el conocimiento de la Trinidad y para el del mundo-, de ahí se sigue la unión más estrecha que pueda imaginarse entre oikonomia y theologia. Pero está en peligro el «sin mezcla», pues queda así oscurecido que nos encontramos con Cristo dentro de la totalidad de una historia que sólo lentamente descubre su cristocentrismo, y en consecuencia la diferencia intrínseca entre la naturaleza y la gracia amenaza con desaparecer en el único orden de Cristo antropología teológica). Así, aun recalcando el cristocentrismo en el ámbito de la oikonomia, el tratado sobre la encarnación deberá ponerse detrás de la doctrina sobre la creación (que, a la verdad, quedará reducido a una estructura muy formal). A la doctrina de la creación (ángel, hombre, mundo) puede dársele también la plena referencia cristológica, si se la deja en su lugar histórico, pero se toma en serio (Col 1, 15). En efecto, el segundo artículo del credo esclarece ya el primero (Trinidad) y lo asume en sí, de suerte que por esto mismo su contenido se convierte en c. del «adviento». A la verdad, también el tratado sobre la caída (de los ángeles y del hombre), ligado con la doctrina sobre la creación, debe entonces configurarse de antemano partiendo de Cristo. La elevación sobrenatural del hombre, que presupone la creación natural como condición de su posibilidad, de tal manera que la creación de hecho sólo existe como lugar de la comunicación de Dios al hombre, se ha producido desde el principio en Cristo como una alianza irrompible. Lo mismo hay que decir del carácter cristológico de los restantes tratados teológicos, que desarrollan el campo de la oikonomia. Pero este punto no puede tratarse aquí con mayor detención.

2. La estructura de la cristología

Dos cuestiones se plantean aquí:

a) Relación entre c. y soteriología. Como hemos visto, la división en c. y soteriología existe por lo menos desde el siglo xrt. En este aspecto, dio el impulso sobre todo la teoría de la satisfacción de Anselmo de Canterbury. También aquí tienen que ir juntos un «sin mezcla» con un «sin separación». La teología católica intenta -por lo menos desde la escolástica, pero en cierto aspecto ya desde los griegos - el paso del ser al obrar. De ahí la fuerte elaboración de la c. en sentido estricto. Pero podemos resaltar que el sujetivismo occidental, tal como se expresa en Agustín y, agudizado, en la reforma protestante, abrió a la teología aspectos que - a pesar de toda mística - no pudo ver la teología griega, prisionera de la consideración objetiva (cf. A. MALET, Personne et amour P 1956). El «Christus pro nobis» se ha mantenido en la teología occidental desde Agustín hasta la escolástica, pero sólo en la edad moderna se ha hecho de nuevo consciente, señaladamente por la acentuación radical de ese pensamiento en R. Bultmann y en F. Gogarten (cf. J. TERNUS: Chalkedon III 531-611, particularmente 586s). Aun guardando su tradición, la c. católica puede elaborar más claramente el pro nobis, si la soteriología se prepara ya en la c. estricta (p. ej., orientando hacia la teología de la salvación el tratado de la ciencia y del poder de Cristo, de su filiación y de sus oficios). Desde Calcedonia, la c. se ha construido en oriente y occidente sobre los pocos conceptos de las dos naturalezas, de una hipóstasis y de la asunción de la naturaleza humana por la persona del Verbo. Cierto que precisamente del desarrollo de estos conceptos - junto con los esfuerzos por la interpretación del misterio de la Trinidad - ha resultado la peculiar forma del poderoso edificio de la teología cristiana; pero hay que evitar el peligro de una reducción de la mirada (cf. K. RAHNER: Chalkedon III 3-49), procurando agotar toda la plenitud de formulaciones cristológicas que se dan en la Escritura y la tradición. Vamos a aclarar brevemente este punto respecto de la c. y la soteriología.

b) El desarrollo interno de estas dos ideas. 1 ° La c. y la soteriología deberán estar envueltas en una teología de la --> revelación de Dios en Cristo, elaborada en forma verdaderamente teológica y no sólo a manera de teología fundamental. El Vaticano ir, en los dos primeros capítulos de la constitución dogmática sobre la revelación, nos ofrece el modelo a seguir aquí (cf. R. LATOURELLE, Die Of fenbarung: HDG; LThK, Vaticano ii, Constitución sobre la revelación). De acuerdo con la tradición, la pareja de conceptos naturaleza-persona da un imprescindible esquema de construcción de la c., siguiendo el modelo usual de una c. de la asunción descendente de una naturaleza humana por la persona del Logos. Pero estos conceptos no pueden presuponerse sin más, como si en sí mismos fueran claros y evidentes y por eso bastara con aplicarlos al problema en cuestión; con ello caeríamos en un formalismo vacío. Deberíamos más bien mostrar cómo ellos derivan necesariamente de lo que dice la revelación en Cristo y sobre Cristo. Así, pues, la historia de la evolución de estos conceptos debe reproducirse en forma creadora. Aquí hay que presuponer necesariamente ciertas fórmulas donde se expresa la concepción acerca de Cristo (formadas también a lo largo de la historia), que preceden a la cristología centrada en la naturaleza y la persona. Del mismo modo que no podemos pararnos en estas fórmulas previas (para rechazar la c. de Éfeso y de Calcedonia como aberración metafísica o helenización del cristianismo o edificio religiosamente inútil); el teólogo católico tampoco puede suponer tácitamente que esa fórmula metafísica es la palabra primigenia en la c. (que en la Escritura aparece bajo expresiones muy diferentes). Es indispensable un estudio más cuidadoso de estas fórmulas primigenias en orden a su posibilidad y alcance, su sentido y contenido tal vez más pleno (en comparación con el actual esquematismo de naturaleza-persona), y su posible utilización kerygmática en la actualidad. También debemos plantear la pregunta por el «sentido de la c. del NT», aunque no la contestemos en el sentido de R. Bultmann (como H. BRAUN: ZThK 54 [1957] 341-377). Lo mismo cabe decir de la soteriología.

Las categorías bíblicas no deben quedar absorbidas por la pura doctrina de la satisfacción. Debe considerarse toda la situación a que el hombre vino a parar por el pecado, p. ej., la situación de su muerte, de su caída bajo las «dominaciones y potestades», bajo la ley, etc.; y la redención debiera mirarse bajo todos estos aspectos, tanto en su acontecer como en sus efectos. Un análisis de ontología teológica y existencial debiera dar razón del porqué somos redimidos precisamente por la muerte como tal. Anselmo ofrece aquí puntos de apoyo para una teología muy progresiva. La entrega a la muerte reviste tanta importancia porque es la entrega total (irrevocable) de la existencia humana; y en el caso de la redención se trata de la entrega de Cristo, que es el más digno de todos los hombres (Cur Deus homo? ii, 11; cf. también K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Ba 1969). Éste es el lugar para insertar la parte dogmática de los misterios de la vida de Jesús, desde el nacimiento hasta la glorificación. Aquí tiene también que recibir un puesto la teología de los oficios de Cristo, punto en que tenemos mucho que aprender de Agustín (cf. también Lutero y Calvino). En todo caso, de la c. y soteriología hay que decir que ni el puro esquema de naturaleza-persona ni la mera teoría de la satisfacción bastan para verter todo lo que contienen la figura y la obra de Cristo a la luz del evangelio y de su interpretación en la Escritura y la patrística, por más que estos aspectos precisamente, tal como los entiende la Iglesia, deben seguir marcando la dirección.

2 ° En semejante exposición hay que contar con una tensión típica de este tratado, entre una c. «de arriba» y una c. «de abajo». Primeramente hay que hacer ver cómo «Dios está en Cristo», es decir, la c. ha de poder basarse en la Trinidad, presuponiendo una doctrina real sobre el Logos e Hijo del Padre, en la cual se resalte que el Verbo no sólo es una de las tres personas divinas, sino precisamente aquella en que «Dios» (como Padre sin principio) se expresa a sí mismo cuando el Logos, como comunicación de Dios, se enajena entregándose al mundo. Los términos «Verbo» (Palabra) e «Hijo» entrafian una particular referencia «hacia afuera», hacia el nacimiento, que no es propia de ninguna otra persona. Esto lo supieron ya los apologistas del siglo ir. A esa c. «de arriba» (que aún tendría muchos otros aspectos) debe corresponder una c. «de abajo». En el Evangelio y en el libro de los Hechos esta segunda c. es tan palpable, que, en muchos casos, llevó a una falsa interpretación adopcianista. Aquí habría que mostrar cómo llegamos al conocimiento de la personal presencia del Hijo, pues este conocimiento afirma algo esencial sobre lo conocido mismo. Dicho conocimiento no es sólo aprehensión conceptual de lo que Cristo dice de sí mismo en su propio testimonio (por muy indispensable que sea ese factor en este conocimiento); sino que contiene también otros factores o momentos que no debieran caracterizarse en general como mero «conocimiento de fe». Pues en Cristo y con Cristo el hombre hace una experiencia - en la cruz y en la resurrección - que no sólo es testificación externa de algo enunciado, sino que está en conexión interna con la existencia divino-humana de Cristo. Esa «experiencia de fe» con jesús es ya, en una unidad sin mezcla, dogmática de Cristo y de la presencia de Cristo en el mundo, y es teología fundamental por la visión de la historia real de Jesús (pues Cristo, efectivamente, no es sólo el que predica, sino también el predicado; no sólo el motivo, sino también el contenido de la fe). La experiencia de fe llega en Cristo a su punto culminante, y, como experiencia de la presencia real de Dios, no es sólo un caso particular de la experiencia de fe en general, sino su síntesis y consumación.

En una c. así, construida desde «abajo», la formulación no se quedaría en la proposición abstracta y formal de que Cristo es «un hombre». Tiene también importancia el hecho de que él es varón y no mujer, célibe y pasible, está situado en medio de la historia y no a su comienzo, etc. Así, pues, ni de la divinidad ni de su humanidad formalmente tomada puede deducirse todo lo que cabe decir de él. Lo que además pueda decirse, se predica del Logos mismo y debe, por ende, tomarse en serio. A la c. «de arriba» y «de abajo» corresponde también una doble forma de la soteriología. La venida, pasión y muerte redentora de Cristo ha de hacerse ver primeramente como obra del Dios misericordioso, como dice 2 Cor 5, 18: Dios nos ha reconciliado consigo; de forma que, en cierto modo, aun antes de nuestra personal decisión en Cristo, estamos ya ante él como «justificados». Éste «de arriba» es igualmente decisivo para la obra de Cristo, de suerte que hay que descartar también todo adopcianismo soteriológico. Sin embargo, la redención es obra del hombre Cristo, de suerte que el hombre satisfizo realmente a las exigencias de Dios. Aquí se refleja una c. que ha tomado en serio la humanidad de Cristo y, sin embargo, deduce de su divinidad toda la dignidad de su acción. Para desarrollar ulteriormente todos los aspectos aquí insinuados: --> redención, -> soteriología, --> Jesucristo.

Alois Grillmeier