CONCUPISCENCIA

La c. es un dato fundamental de la antropología cristiana. P-sta entiende al hombre como ser dotado de fuerza meramente finita, pero orientado hacia lo infinito, de modo que por constitución lleva en sí mismo un factor de contradicción y de tensión (entre esencia y existencia, entre -> naturaleza y persona). Pero la antropología cristiana sabe también que este ser se halla bajo las consecuencias del pecado (-> pecado original, --> pecado y culpa) y por tanto vive en una profunda escisión. El hecho de esa escisión es tan accesible y familiar a la experiencia universal del hombre, que juega su papel en las filosofías más antitéticas (p. ej., en el -> marxismo y en el --> existencialismo), aun cuando su explicación y fundamentación sean totalmente diversas. Sin embargo, la concepción cristiana de la c. debe trazarse partiendo, no de una definición puramente metafísica del hombre, sino de la historia de la acción de Dios en la humanidad.

Ya en el AT, dentro del contexto de las manifestaciones de la conciencia humana de pecado, aparece la idea de un poder que determina negativamente al hombre en el orden moral, poder que es considerado como un apetito interno, el cual, si bien no es formalmente pecado en sí mismo, estimula sin embargo a contradecir a Dios (Gén 8, 21; Jer 17, 9 ). En la literatura sapiencial esta idea se desenvuelve en la representación del «instinto malo» (Eclo 15, 14), que en el rabinismo llega a presentarse como una magnitud demoníaca. La mala inclinación, que no es deducida todavía de una culpa general, no va inherente a la vida corporal y sensible en cuanto tal, sino, de acuerdo con la antropología unitaria de los judíos, al hombre en su totalidad.

Tampoco en el NT se llega a establecer una antítesis entre el apetito sensible y el espíritu. Aun cuando Pablo se vale en ocasiones de un lenguaje dualista, emparentado con el helenismo, el deseo (étreeu~tta) que se manifiesta en el orden de la «carne» (a«pE), es para él expresión del orgullo impío del hombre entero frente al poder redentor del nveGi,ac. Así, por una parte lo corporal y sensible queda libre de todo desprecio, y por otra parte no se excluye que el mal deseo se manifieste particularmente en el ámbito vital de lo sensible (Gál 5, 13ss; Ef 2, 3 ). Pero si el hombre entero en su constitución terrena aparece como sujeto del apetito, éste adquiere de hecho una fuerza mucho mayor que si se redujera al campo de lo sensible. Ante esa acentuación del carácter antidivino de la c., tenía que pasar a segundo término la idea de su «condición natural» y de su posible función positiva en la realización de la salvación humana. Y, sin embargo, en el reconocimiento de la existencia de la c. aun en los redimidos (Rom 7, 5; 8, 8; 13, 14; Gál 5, 24), así como en el hecho de deducirla del pecado de Adán en el plano de la historia de la salvación (Rom 7, 8), germinalmente había pensamientos que llegarían a plantear la cuestión sobre la relación de la c. con la naturaleza humana como tal (estados del --> hombre) y sobre su forma concreta de realizarse.

En la patrística, bajo el influjo de la psicología estoica y del --> dualismo platónico, la concepción unitaria de la Biblia quedó suplantada por una acentuación unilateral de la realidad sensible y corpórea. Sin embargo, Agustín, p. ej., conoce todavía la concepción unitaria cuando designa la cupiditas como la aspiración egoísta del espíritu a lo que está fuera de Dios, concepción que formó una línea tradicional hasta la edad media (Bernardo de Claraval). En los padres se mantuvo viva la cuestión que acabamos de indicar en el sentido de que, la libertad de la c. atribuida al hombre en su estado natural, fue considerada siempre como un don preternatural de la gracia y, consecuentemente, la c. fue entendida en sí misma como una consecuencia natural de la estructura esencial del hombre, de modo que también habría existido en el status naturae purae, teóricamente posible. De todos modos, frente al -> pelagianismo, se afirmó también que en la c. no se trata de un vigor naturae, sino de un defecto de la naturaleza misma.

Si el concilio de Trento declaró, en contradicción aparente con esta concepción «natural», que la c. «procede del pecado e incita al pecado» (Dz 792), hemos de advertir cómo sus palabras se hallan encuadradas en una perspectiva histórico-salvífica, en la cual la forma concreta de la c. se presenta en estrecha dependiera del pecado. Pero, como quiera que, aun dentro de esa forma desarrollada con suma intensidad en la historia de la salvación, la c. tiene como presupeusto una estructura natural, es posible seguir afirmando esta estructura natural y, con ello, también cierta ambivalencia ética de la misma. Lo cual permite una valoración positiva de los actos espontáneos del apetito para la propia realización personal y una rehabilitación general de la «sensibilidad» humana. Y, sin embargo, en la «condición natural» hemos de ver solamente un elemento formal o estructural de la c., el cual no llega a su plenitud material más que en virtud de la tendencia desencadenada por el pecado. Esta tendencia sólo es comprendida rectamente si la c. se entiende como un dinamismo, dirigido contra lo «sobrenatural», del hombre que se afirma a sí mismo en forma absoluta. Solamente así adquiere la c. su sello característico en la presente situación salvífica, el matiz de la oposición del hombre que se halla bajo la acción del pecado a su destinación «sobrenatural», a su orientación hacia lo infinito. De esa manera la c. se convierte en un --> «existencial negativo», que estrangula al hombre en lo relativo a su consumación, la cual es natural y sobrenatural a la vez.

Este aspecto total de la c., que parte de la resistencia contra el orden sobrenatural, incluye también una consecuencia de orden natural, en virtud de la cual el aspecto negativo de la c. se manifiesta en todo el orden natural del hombre (no sólo en la esfera sensible). Efectivamente, cuando la existencia dirigida al último fin sobrenatural se opone a él y trata de encerrarse en sí misma, origina una frustración de su consumación definitiva y, con ello, a la vez un efecto destructivo de la c. en el orden natural del hombre entero. Por aquí se ofrece la posibilidad de comprender también la c. como tendencia natural a la destrucción, de entenderla en su dinamismo negativo contra los diversos fines naturales del hombre que busca su propia realización, dinamismo que se manifiesta en el afán de una autoafirmación absoluta o (como extremo contrario) en la tendencia regresiva, en el impulso suicida hacia la muerte y en los fenómenos maniáticos. Por otra parte, no debe exagerarse el poder de la tendencia destructiva, ni en la dimensión sobrenatural ni en la natural. Pues bajo ambos aspectos hemos de tener en cuenta cómo la c. no es mala en sí misma (Rom 7, 8; Dz 792), y cómo el pecado que late tras ella no ha corrompido internamente la naturaleza. Con relación a su dinamismo negativo en el ámbito sobrenatural, hay que sostener que aquél está contenido por una fuerza contraria, a saber, por el desiderium naturale, que encierra en sí la afinidad permanente del espíritu finito con el Dios absoluto y de la voluntad humana con el bien absoluto (fin del --> hombre). Por esta confrontación la c. del hombre experimenta una limitación en el orden práctico. Por eso no puede en absoluto concebirse como una magnitud fija a manera de un objeto, sino que ha de ser entendida como un movimiento fluctuante que está atravesado y configurado de múltiples formas por la tendencia de la -> voluntad al -> bien y por su realización en la -> gracia (-> redención, --> predestinación). Así se comprende también la significación positiva de la c. como fuerza agonal para el hombre, que tiene aquí la posibilidad de una asimilación a la pasión de Cristo y, por ende, de una cooperación en la redención. Para una forma histórica de pensar se sigue de ahí la necesidad de superar la c. por una progresiva integración moral de la misma mediante la gracia. Sólo que esa superación no debe entenderse como una mera evolución inmanente, como un fin a conseguir en este mundo. Se trata de un fin que sólo puede conseguirse pasando a través de la -> muerte.

Leo Scheffczyk