CELIBATO
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Por celibato no se entiende aquí un mero no casarse, aunque también esto puede tener importancia teológica y pastoral si sirve a la realización de un valor cristiano, sino la libre renuncia al matrimonio en aras de la fe cristiana, y sobre todo la obligación de no casarse y de vivir en continencia perfecta que se impone a los sacerdotes de la Iglesia latina por razón de su estado.

I. Desarrollo histórico

1. Entre los fundamentos bíblicos del c, se halla la frase del Señor en que él habla de una renuncia al matrimonio (castrarse) a causa del reino de los cielos (Mt 19, lOss), y aquella otra donde dice que desde la resurrección no habrá matrimonio (Mt 22, 30; Mc 12, 25 ),así como el deseo del apóstol Pablo de que todos fueran como él (1 Cor 7, 7 ), pues el célibe cuida de las cosas del Señor y el casado está dividido (1 Cor 7, 32s). El c. del que ahí se habla ha de ser entendido como fruto de una llamada que aprehende la existencia humana y la lleva a una entrega incondicional (cf. Mt 5, 40; Lc 9, 60; 18, 22). Por jesús y su evangelio (Mc 10, 29) o por el -->reino de Dios hay que renunciar incluso a los bienes supremos. Pero ahí todavía no aparece una relación directa del c. con el servicio eclesiástico. Más bien, en el cristianismo primitivo se estableció una relación entre esos consejos y el bautismo, y algunos los siguieron. En ciertas comparaciones bíblicas se halló un apoyo para esta tendencia (Mt 9, 15; 22, 1-14; 24, 37-44; Mc 2, 19; 14, 33-37; Lc 5, 34; 12, 35ss; 14, 15-25; Jn 3, 29). Sólo poco a poco, en unión con el aprecio de la -> virginidad (cf. 2 Cor 11, 2; Ef 5, 25ss 30ss; Act 21, 9), ante la perspectiva de la consumación final (Ap 14, 3s; 19, 7ss; 21, 2. 9; 22, 17.20s), por influencia de la forma de vida de los ascetas y monjes y apoyándose en preceptos del AT sobre impurezas a evitar antes del culto, surgió el c, como ley del estado sacerdotal. En el desarrollo jurídico del c. fue un punto de partida y un pensamiento director la prescripción de las cartas pastorales, discutida en su interpretación, según la cual obispos, diáconos y presbíteros deben ser «maridos de una sola mujer (1 Tim 3, 2.12; Tit 1, 6s).

2. Las disposiciones legales sobre el c. se remontan hasta principios del s. tv. Por afán de una total entrega religiosa y también bajo el influjo de un dualismo gnóstico de tipo maniqueo, algunos sacerdotes después de su ordenación se sintieron obligados a renunciar a la prosecución de su vida matrimonial. El canon 4 del sínodo de Gangra (340) permite reconocer que esto respondía también a una exigencia mágica del pueblo. Mientras en la Iglesia oriental el celibato sólo fue preceptuado para los obispos, que poseen la plenitud del sacerdocio (legislación fijada en el s, vri por el emperador Justiniano t y por el segundo sínodo de Trulla), en el oeste las disposiciones del sínodo de Elvira quedaron generalizadas en gran parte gracias al papa Siricio (DS 118s, 185). Un intento del concilio de Nicea (325) de extender el c. a toda la Iglesia no llegó a cuajar. León 1 y Gregorio t extendieron el c. a los subdiámnos. Puesto que lo prohibido no era propiamente el matrimonio, sino su uso, en los s. v-vii se exigieron a los candidatos al sacerdocio (y a sus mujeres) promesas de continencia, y desde el s. vi se exigió también la separación de los cónyuges legítimos. El que los sínodos debieran intervenir una y otra vez indica las dificultades fácticas que se presentaban. En la edad media fue un motivo propulsor del c. el temor de que se perdieran los bienes eclesiásticos por convertirse en posesión hereditaria de la familia; este problema se remonta a los s. v-vi. En el s. xii se llegó a decretar la nulidad de un matrimonio de mayoristas. A pesar de duras discusiones en el tiempo de la reforma, el concilio de Trento estableció en firme que quienes han recibido órdenes mayores son incapaces de matrimonio (DS 1809). La fórmula que el Niceno adoptó «en virtud de una tradición antigua», á saber: «Ningún matrimonio después de haber recibido alguna orden mayor», fundamentalmente ha sido mantenida por el magisterio como una norma apostólica, incluso en el concilio Vaticano ii y en los documentos aparecidos posteriormente.

3. Según el derecho vigente de la Iglesia latina, el cual está fijado en el CIC, los clérigos de órdenes menores por el matrimonio abandonan el estado clerical (can. 132, § 2). A los clérigos de órdenes mayores les está prohibido contraer matrimonio. Ellos están obligados de manera especial a guardar castidad. Un pecado contra la castidad es sacrilegio (can. 132, § 1) y, en caso de una infracción externa de la ley (can. 2195), constituye un delito punible (can. 2325). El intento de contraer matrimonio es nulo (can. 1072) e, incluso en el caso de contraerlo en forma meramente civil, acarrea la irregularidad (can. 985, n. 3), la pérdida de los oficios eclesiásticos (can. 188, n. 5) y la excomunión (can. 2388). Las disposiciones legales sobre la absolución de la excomunión (can. 2252; Decreto de la sagrada penitenciaría de 18-4-36 y 14-5-1937) y sobre la dispensa del impedimento matrimonial concedida a diáconos y subdiáconos en peligro de muerte (can. 1043s), así como sobre la reducción al estado secular con la dispensa del c. (can. 214, 1992-1998), han quedado completadas y mitigadas por «actos de gracia» de la santa sede, y especialmente por los documentos del concilio Vaticano ri (Lumen gentium, n. 29, Presbyterorum ordinis, n. 16), e igualmente por el Motu proprío Sacrum diaconatus ordinem (Núm. 4, lls, 16) y por la Enc. Sacerdotales caelibatus (núms. 42, 84s, 87s). Así, p. ej., se puede fundamentar las solicitudes de dispensa en motivos de falta de libertad y de aptitud, los cuales hasta ahora (can. 214) no estaban previstos, y también por otras razones puede alcanzarse la dispensa de toda clase de obligaciones. Para hombres casados es posible la ordenación de diácono, si la esposa consiente, los cónyuges han convivido ya bastantes años en estado de matrimonio y los candidatos han cumplido los 35 años (cf. las condiciones de 1 Tim 3, l0ss). Pero después de la ordenación los diáconos no pueden casarse. El que a hombres casados se les conceda el presbiterado (cf. can. 132, § 3; 987, n. 2), sólo está previsto para ministros de otras Iglesias o comunidades cristianas que aspiran a la unión con la Iglesia católica y quieren seguir ejerciendo su sagrado ministerio.

II. Doctrina del magisterio de la Iglesia

1. En la doctrina del magisterio eclesiástico sobre el c. parece ser característico el hecho de que ella se sabe obligada a la prescripción canónica del c. y al mismo tiempo intenta mediar entre ésta y la reflexión teológica acerca del problema ahí implicado. Puesto que dentro de la Iglesia misma se levantan voces contra el c. y en todos los siglos ha habido importantes tendencias contrarias a él, la elección y exposición de los temas relativos al c. por parte del magisterio se muestra influenciada por los respectivos ataques y por el modo de su fundamentación. Así las afirmaciones doctrinales son con frecuencia apologéticas, polémicas o exhortativas. El c. es tratado casi siempre desde el punto de vista de la castidad y en el mismo plano que la virginidad.

2. El concilio de Trento, aunque acentuó mucho la dignidad del --> matrimonio sacramental, sin embargo lanzó el anatema contra quienes opinaren «que el estado de matrimonio deba preferirse al de virginidad o al de celibato y que no es mejor y más bienaventurado perseverar en el celibato o en la virginidad que el contraer matrimonio» (DS 1810). Pero este juicio, que está formulado a base de la idea de los distintos estados, no niega que algunas personas casadas puedan estar más cerca de Dios que los obligados al c. Pío xii rechazó en su enc. Sacra virginitas, relativa también al c., la opinión de que «sólo el matrimonio garantiza un desarrollo natural de la persona humana» y de que «el sacramento de tal modo santifica el acto del matrimonio, que éste se convierte en un medio de unión con Dios más eficaz que la virginidad misma» (DS 3911s). Con esta formulación, más matizada que la del Tridentino, se da indirectamente un punto de partida para la elaboración de las multiformes relaciones entre el matrimonio y el c., relaciones que no pueden valorarse bajo un solo aspecto.

3. El concilio Vaticano II ha aportado una renovación esencial y un desarrollo ulterior de la doctrina por el hecho de que, en la Constitución dogmática Lumen Gentium, se opone a la idea de que sólo los celibatarios vivan con corazón «no dividido» (n. 42). La llamada a la santidad sobre toda medida, a ser perfectos «como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48), la entiende el concilio como un llamamiento dirigido a todos los cristianos, y no sólo a los que por motivos religiosos permanecen célibes (n. 40). A pesar de todo, el decreto conciliar Optatam totius exige que los candidatos al sacerdocio vean claramente la preeminencia de la virginidad consagrada a Cristo sobre el matrimonio (n. 10). Según la constitución Lumen gentium la santidad de la Iglesia es promovida por los diversos consejos del Señor que han de cumplir sus discípulos. Pero entre estos consejos destaca el don precioso y divino de la gracia que el Padre da a algunos para que, permaneciendo vírgenes o célibes, con más felicidad (!) se consagren plenamente a Dios con corazón no dividido. Así el celibato es señal y estímulo del amor (n. 42). En los decretos Optatam totius (n. 10) y Perfectae caritatis (n. 12) queda proclamado el c. «por el reino de los cielos» casi con las mismas palabras para sacerdotes y religiosos. Según Presbyterorum ordinis (n. 16) el celibato no es exigido por la esencia del sacerdocio, pero es adecuado a él desde muchos puntos de vista y está fundamentado en el misterio de Cristo y de su misión. Por eso queda nuevamente roborada la ley del celibato en la Iglesia latina para aquellos que han sido escogidos para el sacerdocio. Esta fórmula, limitada frente a las anteriores, deja el camino abierto para diáconos casados (-->diaconado). Pero queda sin tratar la pregunta de por qué razón, en determinadas circunstancias, ciertas formas de ministerio sacerdotal no serían compatibles con el matrimonio y no podrían estar fundadas en el misterio de Cristo y de su misión.

4. La encíclica Sacerdotalis caelibatus desarrolla el pensamiento del c. de cara a Cristo, a la Iglesia y a la consumación final, y resalta como no lo había hecho antes ningún otro supremo jerarca algunos puntos de vista antropológicos. Aunque el documento pontificio rechaza toda modificación en la obligación del celibato y defiende claramente la legislación de la Iglesia latina, pregunta, sin embargo, con aquellos que hacen objeciones si «esta pesada ley» no debería dejarse a la libre elección de cada uno (n. 3), y si no debería darse acceso al sacerdocio a quienes se sienten llamados a él, pero no al c. (n. 7). En la elección de los doce Jesús no exigió el c. (n. 5). El carisma del servicio sacerdotal se distingue del carisma del celibato, el carácter obligatorio de éste está condicionada por el tiempo (núms. 14s, 17); la práctica de la Iglesia oriental se debe igualmente al soplo del Espíritu (n. 38). Con todo, la Enc. espera que, por la inteligencia de un ministerio sacerdotal totalmente unido a Cristo, se verá cada vez más claramente el vínculo entre el sacerdocio y el c. (n. 25). El matrimonio y la familia no son las posibilidades únicas de una madurez plena (n. 56). Pero la bondad paternal del obispo ha de extenderse también a los hermanos que sufren bajo el c., y no debe perder de vista a los que claudican en él (números 87, 91-94).

III. Situación actual

1. El c. es actualmente objeto de discusión fuera y dentro de la Iglesia. Por su contenido y su forma las discusiones se reflejan también en la enc. Sacerdotalis caelibatus. IRsta ciertamente tiene el oído atento a las cuestiones actuales, pero propiamente no les da una solución, sino que ofrece un variado caudal doctrinal en el marco de distintas direcciones teológicas. Recoge también elementos de la tradición que el Vaticano ri dejó atrás o intentó superar, p. ej.: la expresión castitas perfecta (núms. 6s, 13) y la identificación mística del sacerdote con Cristo, así como su situación peculiar que le convierte casi en un «hombre excepcional» (núms. 13, 24s, 31s, 56). ¿Quiso la encíclica exponer que la verdad religiosa y cristiana es más amplia que lo entendido y expresado en una época determinada? En todo caso el documento pontificio exhorta a una elaboración cuidadosa de los problemas no resueltos y ofrece para ello valiosos puntos de apoyo, entre otras cosas por el reconocimiento de importantes hechos históricos y de nuevos métodos pastorales.

2. Una objetiva discusión teológica que se sepa obligada, no a la defensiva o a la ofensiva, sino a la verdad, se ha hecho difícil en este momento. En la Iglesia misma se oponen dos frentes, cuyos representantes extremistas o bien convierten el problema en tabú o bien lo consideran zanjado en contra del c. Sin embargo, ningún partido puede alcanzar realmente ganancias a costa de la objetividad. Sería de desear una manifestación sincera de las opiniones; discursos panegíricos y críticas unilateralmente negativas lo único que hacen es crear una oposición que oscurece los valores esenciales del c. Cuán largo es el camino hasta una comprensión magnánima lo muestra, p. ej., la postura poco cristiana de oposición que se advierte en algunos lugares frente a hermanos casados que se han convertido al catolicismo. La incapacidad de conceder sinceramente a otros aquello a que se ha renunciado voluntariamente hace muy dudosa la autenticidad carismática del propio c. Y en la alusión a la ley más suave del c. en la Iglesia oriental se omite con gusto que también allí se exigen considerables sacrificios, especialmente de los sacerdotes viudos. Aunque podemos preguntarnos si la legislación oriental en último término no significa una solución «a medias», favorecida por antiguas concepciones acerca de la ilicitud de una «bigamia sucesiva».

3. La problemática actual del c. crece en el plano teológico a causa de una nueva comprensión del ->matrimonio y del ministerio sacerdotal (-> sacerdote). Si el matrimonio fue considerado durante un tiempo como cosa meramente permitida, la constitución pastoral del Concilio Gaudium et spes afirma, en cambio, que el Señor ha dignificado, sanado, perfeccionado y elevado la unión matrimonial mediante un don especial de su gracia y de su amor (n. 49), que el Señor mismo permanece con los esposos y que éstos, en su Espíritu, llegan a su propia perfección, a la santificación mutua y así, los dos juntos, a la glorificación de Dios (n. 48). Acerca de los sacerdotes, tantas veces considerados como «seres superiores», el decreto conciliar Presbyterorum ordinis (n. 9) dice que ellos, a pesar de su alto y necesario oficio, junto con todos los creyentes, junto con aquellos que renacieron en la fuente del bautismo, son discípulos del Señor, hermanos entre hermanos y miembros del único cuerpo de Cristo, cuya edificación está confiada a todos. Los argumentos en favor del c. que contradicen a tales afirmaciones del concilio (en cuanto se los transmite sin una nueva reflexión) carecen de valor y son rechazados con razón. Añádese a esto que en el plano social actualmente el matrimonio se deja al juicio privado de cada hombre en casi todos los tipos de profesión. Frente a esto la ley eclesiástica del c. se presenta como un resto de tiempos pasados. También la estructura yo-tú del matrimonio, la paridad social de derechos de la mujer, la nueva experiencia de la corporalidad y la valoración positiva de los contactos entre los sexos para el desarrollo y la madurez de todos los hombres (no sólo de los casados) agudizan el problema y piden respuestas adecuadas a los tiempos. Por otro lado, sólo los creyentes pueden enjuiciar adecuadamente el c. como forma especial de realización de la vida cristiana.

4. Si finalmente preguntamos por el problema nuclear de la discusión actual acerca del c., hemos de advertir que topamos cada vez más con la cuestión de si el c. por el reino de los cielos, que según el NT es un don de la gracia, puede ser objeto de una obligación legal. Por urgente que sea esta cuestión, advirtiendo por otro lado que lo pneumático en la Iglesia siempre ha quedado plasmado en lo institucional, el núcleo de la problemática no está aquí, sino en la inseguridad de los sacerdotes jóvenes con relación a su «función» y en la falta de claridad de la ciencia teológica en la concepción del oficio sacerdotal. La legislación relativa al c. respondía hasta ahora a una imagen del sacerdote centrada en la pureza, la santidad y la mediación (-> órdenes sagradas).

Mas, por el retorno a las formas de la Iglesia en el primitivo cristianismo bíblico (i sacerdocio común de todos los bautizados!), por el esfuerzo en orden a un diálogo con el mundo y por la creciente relación de la teología al momento presente, esa imagen del sacerdocio está tambaleándose en gran parte, al menos para los sacerdotes jóvenes. Muchos entienden su servicio «funcionalmente», y a duras penas pueden entender por qué razón la ley vigente une indisolublemente el c. y el ministerio sacerdotal, y por qué motivo la Iglesia oficial (prescindiendo de singulares excepciones) sólo considera aptos para el sacerdocio a aquellos a quienes Dios, junto con los otros signos de vocación, les ha dado también el don del c. (Sacerdotales caelibatus, núms. 14s, 62). Esto es tanto más importante por el hecho de que la generación joven subraya el carácter carismático del c. y con ello nos da un testimonio de fe. Observemos, sin embargo, que el término «carisma» es ambiguo, y puede ser que tras él se oculte una huida, quizá una crisis de fe.

IV. Funciones pastorales

1. Merece especial atención una reflexión pastoral. Si el c. es don de la gracia, en consecuencia no está en manos de hombres el que sean pocos o muchos los que participen de él. Pero si se desata una disputa en torno a este don de la gracia, la pastoral ha de preguntar dónde se hallan los obstáculos para su realización creyente. ¿Es que la semilla divina ha sido sofocada por la «cizaña» de una motivación demasiado humana? ¿O ha sido arrancada también la semilla por querer alejar la cizaña? También para el c. sacerdotal la imagen directiva es la experiencia apostólica de la Iglesia primitiva, en virtud de la cual muchos creyentes en tal medida quedaron aprehendidos por la fuerza de la gracia del reino de Dios que estaba irrumpiendo, en tal medida se llenaron de ella, que ya no «podían» casarse, pues por amor al Señor «tenían que» estar totalmente disponibles para la edificación de las comunidades. ¿Sigue siendo éste el caso de los ministros célibes en nuestros días? Y si la respuesta es negativa, ¿qué ha cambiado?

2. Para el servicio salvífico es eficaz el c. vivido con sencilla naturalidad. Ese c. crece en el silencio (cf. Mc 4, 27), pertenece a los magnalia Dei y no de los hombres. La discusión tumultuosa sobre el c. es nociva, e igualmente lo es su condenación y sobre todo la etiqueta de «tabú» puesta sobre el problema. Lo mejor es enfocar el c. con toda serenidad. El no casarse a causa de tareas importantes que absorben plenamente al hombre puede experimentarse, incluso dentro del mundo, como algo lleno de sentido y como una naturalmente posible forma de realización del ser personal del hombre. Por eso es totalmente necesario hacer comprensible a los creyentes la frase del Señor según la cual puede ser bueno no casarse por el reino de los cielos. No cabe negar sin más que en la continencia haya una fuente de fuerza, la cual pueda mostrarse creadora, pero ese aspecto es secundario, de poco relieve, para el c. por el reino de los cielos. Pero hemos de notar, sin embargo, cómo el hecho de que el sacerdote viva en estado célibe no significa todavía que él esté plenamente disponible para el reino de Dios. Con todo el c. se muestra adecuado al sacerdote, ya que es un camino típico para ese estar plenamente disponible, y los que se hallan en el servicio sacerdotal deberían realmente estar siempre «a disposición». Pero aquí hemos de hablar del c. con humilde reserva. También muchos casados están a disposición de las exigencias de Cristo y del reino de Dios. Por eso la expresión castidad «perfecta», p. ej., es equívoca para ellos y les parece presuntuosa, de modo que «prueba» más en contra que a favor del celibato.

3. La ley canónica quiere fortalecer el carisma del celibato (Sacerdotales caelibatus, n. 62). Mas por su carácter legal el c. muchas veces es aceptado solamente como condición para el sacerdocio. Hay ministros que se rebelan contra la necesidad de que el candidato al sacerdocio deba afirmar positivamente el c. como «conditio sine qua non». En consecuencia el c. pierde la fuerza persuasiva de la experiencia existencial del no poder casarse por amor a Cristo y por su reino, y deja de ser un «testimonio de la libertad». El temor de que el celibato carismático desaparecería si no existiera la ley se presenta como un argumento peligroso. ¿No ha vuelto a irrumpir este carisma en la Iglesia protestante sin necesidad de ley? Pero el problema tiene otro aspecto, que posibilita el carácter legal. Puesto que la expresión bíblica jorein no sólo puede traducirse por «comprender» o «entender»: «No todos comprenden esto, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido... Quien es capaz de comprender, comprenda» (Mt 19, lls), sino que también tiene el sentido de «hacer sitio», «recibir», «procurar», «atreverse>>, aquí entra en juego la totalidad de lo humano: «No todos son capaces... Mas quien se sienta con fuerzas, ¡que lo intente con audacia!» En este sentido el c. no pertenecería a los carismas que, o se tienen, o no se tienen, sino a aquellos otros a los que según el adoctrinamiento del apóstol Pablo es lícito aspirar (1 Cor 12, 31). Esto es importante no sólo para la predicación acerca del c., sino también para la vida celibataria de todo sacerdote.

4. En la formación de los sacerdotes el c. de ningún modo puede fundamentarse en un desprecio de lo corporal y lo sexual o en proyectos irreales para la vida. El c. de un religioso contemplativo y el del sacerdote que está inmediatamente a servicio de la salvación ajena se desarrollarán en forma distinta. Pero en los dos se requerirá, no sólo una responsable decisión personal con el propósito de mantenerla, sino también una madurez afectiva y una transformación adecuada a los estadios de evolución y a la edad. Puesto que la --> sexualidad del célibe no puede quedar sin integrarse y la integración sólo es posible en una auténtica relación mutua de sexos, hay que buscar y conceder caminos para este fin. Y, así como las distintas naciones han desarrollado el c. en modos diversos (en manera formalmente jurídica, o institucional, o espiritualizante), del mismo modo en la vida de cada sacerdote pueden darse distintos grados de realización, los cuales van desde una existencia solitaria en el amor a Cristo hasta una amistad muy individual entre personas de distinto sexo. Desde que la mujer es reconocida en la Iglesia como un laico con plenitud de derechos, el diálogo y la colaboración pastoral del sacerdote con ella ya no se pueden evitar. Hay que atreverse a tal diálogo y colaboración y es necesario ejercitarse en ellos. Una relación fraternal de los sacerdotes entre sí y una bien organizada vida común, llevada con gozo y con confianza, pueden constituir una protección en este ámbito. El c. nunca es solamente un mandato a cumplir, sino que además es siempre una meta a alcanzar.

5. Conociendo los peligros de una creciente falta de sacerdotes, en la actualidad incluso algunos defensores decididos del c. se inclinan por la ordenación de hombres casados, probados en su testimonio creyente, p. ej., aquellos que en virtud de sus dotes sean designados por la comunidad para el oficio de presidente. También se piensa en un «segundo camino» hacia el sacerdocio. Si en un candidato, apto por lo demás, se pone de manifiesto que él no reúne las condiciones necesarias para el c., hay que animarle a que escoja una tarea adecuada del ministerio eclesiástico - la cual podría llegar a encomendarse sacramentalmente -, e incluso a que contraiga matrimonio. Si por su servicio y por su vida matrimonial se ve que él es digno de confianza, cabe pensar en conferirle la plenitud de la potestad sacerdotal. Hemos de reconocer, sin embargo, que también se contradice enérgicamente a esas reflexiones. Pero el plan opuesto a éste, el de elegir casados no ordenados para los distintos campos de la predicación y de la acción salvífica, incluso para los organismos claves en que se decide la marcha de la Iglesia, reservando la dirección de la celebración eucarística y la administración de la penitencia sacramental y de la extremaunción al celibatario ordenado, parece igualmente arriesgado, pues así disminuiría la importancia de los ordenados y podría desvanecerse la concepción de la ordenación sacramental. Naturalmente se plantea aquí la cuestión decisiva de si la ordenación de casados debe ser solamente una «solución de emergencia» o, además, se trata de que la Iglesia comienza a reconocer que en el presente y en el futuro tanto los ministros casados como los célibes pueden representar lo que se llama «profecía real». Pues casi todo lo que se puede afirmar del c. como signo cristiano y escatológico, se puede decir también del matrimonio. Ciertamente el matrimonio y el c. no son equiparables, pero la consumación final, en la que el Señor será todo en todos, ha de describirse «matrimonial» y «virginalmente» a la vez. Es de esperar que la jerarquía eclesiástica, movida por los sucesos de Holanda y con ocasión del segundo simposio europeo de obispos (Coira, 7-10 de julio de 1969), abordará el problema del celibato obligatorio y de su esclarecimiento, aunque la cuestión se plantea en forma distinta, e incluso contraria, en los distintos países y continentes.

6. En la línea de estas reflexiones se vislumbran nuevas modalidades en las tareas pastorales. Deberá formarse una generación de sacerdotes que con toda naturalidad se entreguen plenamente al Señor y a su reino, al apostolado y a la misión, y que lo hagan con alegría y persuasión internas. Probablemente la futura decisión de fe de hombres jóvenes en medio de un mundo secularizado incluirá más decididamente que hasta ahora el c. sacerdotal. Pues hemos de contar con que los ministros eclesiásticos ya no experimentarán su ministerio como una profesión perfectamente encuadrada en la sociedad burguesa, sino como una forma de vida que de antemano está en contradicción con lo usual. E incluso prescindiendo de tales perspectivas, se tratará cada vez más claramente de un testimonio libre y de una respuesta libre a la llamada divina. En una situación así el centro de gravedad no puede estar en el c., sino en la salvación de todos en Cristo. Si anteriormente los sacerdotes secularizados y casados en general eran despreciados, la Iglesia actual para hacerse creíble se ve obligada a servir a Cristo también en esos hermanos (cf. Mt 25, 40). Para juzgar de la aptitud o no aptitud para el c. sacerdotal, según la enc. Sacerdotalis caelibatus (n. 63ss) hay que recurrir a la ayuda de un médico o de un psicólogo, y también para el asesoramiento de sacerdotes que sufran psíquica, profesional o moralmente se necesitará la ayuda del especialista. En Francia se ocupan de ello, aparte de círculos libres, dos instituciones (AMAR y AMAC, para religiosos y sacerdotes diocesanos). También en otros países como Alemania, Austria, Suiza y España (a nivel más bien particular) hay intentos de este tipo.

Leonhard M. Weber