APOCALIPSIS (de Juan)
SaMun


El Apocalipsis de Juan (A.) se llama a sí mismo «revelación de Jesucristo»; su verdadero autor es, por tanto, el mismo Cristo. Él es testigo apocalíptico. Las palabras proféticas (1, 3) de este libro (22, 7, 10, 18, 19) contienen el testimonio de Jesús, que es el Pneuma de la profecía (19, 10 ). Dios es señor de todo espíritu de profecía (22, 6), y así también jesús está en posesión de los siete espíritus de Dios (3, 1). El siervo Juan recibe el testimonio a través de ángeles (1, 1), los cuales también tienen la misión de proclamar ante el mundo (16, 6s) y se presentan como consiervos al vidente y a su grupo, a los hermanos. El autor pertenece a la serie de los proféticos y apocalípticos maestros sapienciales (¿ambulantes?) del siglo t. Él, como autoridad supralocal y universalmente conocida, está facultado para dirigir la palabra al grupo profético (1, 9; 3, 33) y a la Iglesia dentro de la provincia romana . del Asia proconsular. Su palabra brota de una situación litúrgica (1, 10), tiene un matiz cultual y aspira a ser leída y escuchada en el culto. de las iglesias. Esta profecía cultual del NT está en lucha con la profecía esotérica, escatológico-gnóstica de su tiempo (2, 20) y con el culto al emperador (13-17 ), elevado a religión estatal en el curso del siglo i (13-17 ).

El profeta esperando una futura persecución general contra los cristianos, quiere fortalecer a la Iglesia en su fidelidad a Cristo y a través de sus visiones despertar en ella la conciencia segura de que el reino de Dios se impondrá. Puesto que él espera la venida de la «bestia», del -> anticristo, en el próximo tiempo bajo la figura del «Nero redivivus», el A. está escrito para su tiempo y no con miras a una Iglesia que posiblemente ha de seguir existiendo durante milenios.

Pero entonces nos encontramos ante la acuciante pregunta hermenéutica: ¿es el A. tan sólo una fuente históricamente interesante de información sobre la fe escatológica y la conciencia momentánea de la Iglesia en el siglo r, de una Iglesia que se equivocó (= interpretación del propio momento histórico)? O, por el contrario, la parénesis allí contenida y los capítulos 21-22, estrictamente escatológicos, ¿siguen conservando para nosotros el carácter de una palabra obligatoria de Dios? ¿Podemos reducir el trasfondo histórico del momento a la condición de un mero vestido, o de una forma de expresión, a través del cual se transparenta el mismo núcleo de esperanza del futuro que abrigamos en la actualidad (p. ej., Babilonia = cualquier estado totalitario del mundo: Schlier)? ¿Podemos y debemos superar en la predicación de la Iglesia el horizonte de la exégesis «objetivista» (referida a determinados acontecimientos finales), casi la única ofrecida por los, comentarios, pues esa predicación tiene un carácter profético? Se trataría entonces de una interpretación de la historia de la Iglesia y del mundo, pero, evidentemente, no de tal modo que pudiéramos señalar con el dedo determinados hechos del momento como cumplimiento de ciertas visiones particulares del A.

Las tres épocas mencionadas en 1, 19 pueden entenderse fácilmente del siguiente modo: la cristología del pasado (1, 10-18); el presente de las Iglesias de Asia Menor a las que va dirigido el escrito (2-3); y el futuro, lo que ha de venir «después» (4, 1-22, 5). La división de todo el material de la visión en grupos septenarios, aparentemente, permite reconocer con facilidad la estructura del A. Y, sin embargo, su estructura es impenetrable y enigmática. Aunque se ve un claro progreso de los acontecimientos hasta llegar al final, sin embargo, la unidad compacta de lo contemplado, de los hechos que se van sucediendo, vuelve una y otra vez a hacerse problemática. Las visiones están yuxtapuestas como unidades independientes y, no obstante, se hallan unidas con el todo a base de constantes miradas hacia atrás y hacia adelante. El pasado llega hasta la parte visionaria (4-22) y la historia de la época desemboca en la del fin de los tiempos. La séptima plaga de cada una de las siete series significa un fin, pero no un fin total, pues ninguna plaga aniquila completamente la humanidad y el mundo. Las fases del suceder parecen enclavadas en un esquema de correspondencia entre una realización previa en el cielo y la realización terrestre que transcurre en la historia.

Ciertamente, se pueden observar diversas leyes estructurales, pero, a base de estas observaciones literarias, resulta más fácil decir dónde está el límite de la interpretación (notemos concretamente cómo la sucesión redaccional no significa sin más una sucesión temporal en el espacio y el tiempo), que dar una respuesta precisa a la pregunta: ¿lo comunicado en las visiones debe o no debe ser entendido y esperado literalmente?

El simbolismo, ampliamente comprensible en tiempos de Juan, hoy requiere una traducción a base de las investigaciones en el campo de la ciencia de las religiones comparadas y en el de la historia de la tradición. Pero incluso así hay imágenes que se resisten a descubrir su significado. Hasta hoy no se ha llegado a la unanimidad exegética, p. ej., en la pregunta por la naturaleza de los veinticuatro ancianos y, sobre todo, por el gran signo de la mujer celestial. El profeta narra lo contemplado en sus visiones, no simplemente con palabras escogidas con libertad entre su propio caudal, sino echando mano de los medios que el anterior mundo simbólico de la apocalíptica judía y de los profetas veterotestamentarios (Ez, Zac, Dan) le ofrece, y muchas veces no se ve con claridad cuál es el sentido de la imagen adoptada en el nuevo contexto. Parece que algunos elementos de las visiones constituyen una mera ornamentación apocalíptica con fuerza plástica de expresión.

Además la inestabilidad de las imágenes (21, 22, cf. 3, 12), la inseguridad de su sentido y la compenetración entre los símbolos (Roma = Jerusalén; 11, 8 = Babilonia; 18, 24 = bestia) dificultan una interpretación clara (el jinete sobre el caballo blanco 6, 2). E1 a veces grotesco, inconcebible y manierista mundo de imágenes vuelve siempre a sugerir la pregunta por la autenticidad de la vivencia del objeto visto y oído, así como por la relación entre estas vivencias extáticas y su configuración literaria. Es significativo el hecho de que las afirmaciones relativas a lo verdaderamente transcendente a la historia ya no se presentan en forma de visión, sino mencionando la realidad significada (22, 21), o a base de negaciones (21, 22s; 25.27; 22, 5), o de profecías (22, 3ss) o de puras fórmulas de promesa. Investigaciones analíticas de la forma del A. sólo se han llevado a cabo hasta ahora acerca de algunas partes del mismo. En los últimos tiempos su lenguaje litúrgico ha sido con frecuencia objeto de investigaciones. Las doxologías (1, 8; 5, 13s; 7, 12), las axiologías de aclamación (4, 11; 5, 12), las solemnes formas optativas (1, 15; 12, l0ss; 16, 5s; 21, 6), las aclamaciones con términos como < grande» (15, 3s) y «aleluya», estas últimas redactadas en forma de responsorio (cap. 19), anticipan cultualmente la realidad del juicio divino y de la salvación que todavía no se han realizado en la historia, de modo que la comunidad cultual en virtud de la experiencia litúrgica reafirma su esperanza y confianza. Sin duda el A., lo mismo que Juan (Jn 7, 37; Ap 21, 6; 22, 17), abunda en motivos sacramentales y cultuales (bautismo y eucaristía: 2, 7, 17; 3, 5, 20s; 7, 14, 17), pero de ahí no se puede sacar minguna consecuencia clara sobre la práctica litúrgica de aquel tiempo. A pesar de las muchas investigaciones y del avance en el análisis de-las formas literarias en nuestro problema todavía no se ha podido llegar a un juicio claro desde el punto de vista de la historia de las formas.

Lo mismo que Pablo y la época postapostólica en general, nuestro apocalíptico, si prescindimos del hecho de que jesús nació del linaje de David, así como de su crucifixión, resurrección y gloríficación, no muestra ningún ulterior interés histórico y creyente por el Cristo de la historia. El verdadero centro cristológico de gravedad está también para el autor del A. en la muerte de Jesús en la cruz. En la escena de entronización del cap. 5, donde se resalta el matiz cosmológico y no el soteriológico (ninguna referencia a Is 53, ausencia de las expresiones hiper, a diferencia de Lucas y de Juan), el vidente contempla la exaltación, presentación y elevación al trono del cordero inmolado. Con ello Cristo recibe la potestad de poner en marcha la historia y de producir los acontecimientos finales. Sin embargo, la referencia a la cruz no está en el Apocalipsis allí donde según la teología paulina y pospaulina sería de esperar, a saber, dentro del tema de la aniquilación de los poderes cósmicos en el cap. 12. La muerte de Jesús es sólo causa instrumental y ejemplar (5 3, 21) de la victoria por el martirio.

Junto al hecho de que predicados divinos del AT se aplican a Cristo o reciben una modalidad cristológica (p. ej., el que vive), en el A. encontramos también la atribución a Cristo de fórmulas indicadoras de la función y del poder divinos (la cristología descrita en 1, 17ss con el colorido de una teofanía). En la palabra del Pneuma, Jesús se presenta a la comunidad como el que reúne en sí mismo la significación cósmica y soteriológica de todo el alfabeto desde la letra A hasta la Omega, o sea de toda la historia del mundo desde el principio hasta el fin. La muerte y la resurrección han dado a Cristo la plenitud de poderes y lo han convertido en el único portador de la revelación de la palabra de Dios (1, 2.9; 6, 9), es decir, de la martirya Jesou (20, 4; 6, 9). La palabra de Dios sale al encuentro de la Iglesia como palabra de Jesús en la forma y en la fuerza del Espíritu (2, 7; 14, 13; 19, 10; 22, 6). Es posible que aquí se dé un punto de partida histórico para la aparición de nuevas palabras después de pascua, como si fueran del Señor, dentro del culto dirigido por profetas. El A. no desarrolló una doctrina trinitaria.

La fuerte tensión que hallamos en el resto del NT, y sobre todo en Pablo, entre la actual posesión salvífica de la gracia y la justificación, por un lado, y la plenitud que aún ha de llegar, por otro lado, apenas se nota en el A. La comunidad se halla fuertemente distanciada del mundo. Está obligada a excluir de su seno a los pecadores (2, 2, 20). Si el texto de 14, 4 ha de entederse literal y no simbólicamente, parece que una élite de ascetas y célibes se aparta del todo del pueblo de Dios. Esa Iglesia vive en ambiente de éxodo (12, 11; 15, 3 ), de cara a la futura e ineludible muerte (6, 11; 14, 13). Se contrapone a la ciudad mundana de la bestia como un enclave santo (20, 9). No se mueve ni por un encargo a cumplir en el mundo ni por una obligación misional. Esa Iglesia tiene el mandato de alejarse de la colectividad del mal (18, 4). Aunque se haga mención de los apóstoles y los profetas (18, 20) no podemos entrever la estructura de la Iglesia apocalíptica. Las iglesias locales, siguiendo la manera de pensar de la personalidad corporativa, están representadas por ángeles celestiales de las comunidades (Mal 2, 7; Dan 12, 3 ). Por más que el visionario apocalíptico viva en el mundo celeste, él espiritualiza muy poco el estado final del mundo. Su esperanza permanece fiel a la tierra. La nueva ciudad santa es la antigua Jerusalén restaurada, y además una Jerusalén definitiva. Sin duda esa ciudad recoge todos los títulos de grandeza del pueblo veterotestamentario de Dios, así como la división en doce tribus (7, ls; 21, 12.21), la cual se refleja también en la función fundamental de los doce apóstoles del cordero (Ef 2, 20); pero es una nueva realidad que goza de inmediatez con Dios.

Sólo con dificultad podemos determinar el lugar teológico del A. dentro de la historia de la fe en el siglo i. Este libro en gran parte conecta con los escritos apocalípticos dentro del NT (Mc 13; 1 Cor 15, 20ss 51s). Con relación al A. se plantea una cuestión semejante a la que se plantea con relación a Lucas (Act: discursos de Pedro). A saber, ¿se trata de una cristología arcaica y de una soteriología fuertemente anclada todavía en un fondo veterotestamentario y judío? ¿O se trata de una forma tardía de la teología del NT, que luego será la peculiar del siglo ii? La diferencia temporal entre las cartas paulinas y el A., dirigidos todos a las mismas comunidades de Asia Menor, no es suficiente para explicar la diversidad entre ambos. P. ej., el A. no lucha contra el movimiento gnóstico-profético que se da en esa zona de la Iglesia a base del material conceptual tomado de la misma -->gnosis (como sucede en Col, Ef, 1 Cor).

Engelbert Neuhäusler