Antropología teológica
SaMun


Puesto que entre los objetos sobre los cuales habla directamente la ->palabra de Dios se halla también el conocimiento del hombre (p. ej., Rom 1, 19ss; Dz 1806), una reflexión teórica y científica de la teología sobre su propia actividad sigue siendo teología. A continuación esta reflexión teológica va a versar sobre la a. teológica, no sobre ciencias profanas, que se ocupan «a posteriori» del hombre. No se puede definir de antemano cómo la a. teológica ha de delimitarse frente a una autointeligencia apriorística y transcendental del hombre en la -> metafísica, sino que eso es una cuestión de la misma a. teológica. Una mirada a la historia de la a. teológica (cf. 1) muestra que ésta, en cuanto tal, en cuanto unidad original y envolvente, todavía no ha sido elaborada en la teología católica, y, por eso, lo que aquí vamos a decir (cf. 2) deberá consistir sobre todo en una reflexión preparatoria.

1. Mirada histórica

No se trata de la historia dogmática de afirmaciones particulares establecidas a manera de «tesis» sobre el -> hombre: sobre su creación (-> creación; -> hominización; -> evolución), sobre la espiritualidad, individualidad e -> inmortalidad del alma, sobre su relación con el --> cuerpo, sobre el -> pecado original, la --> justificación y todo lo que en la teología moral y en la -> escatología se dice acerca del hombre. Más bien hay que resaltar aquellos enfoques que orientan todos estos conocimientos particulares hacia una antropología originariamente unitaria.

a) Es evidente que la revelación en el Antiguo y en el NT habla del hombre (cf. antes, II), y, por cierto, en forma absolutamente autoritativa y con la pretensión de llevarle por primera vez al conocimiento experimental de su -> esencia (histórica y concreta), la cual de otro modo le quedaría oculta o sólo sería suya como < cautiva> (Rom 1, 18). Ahí el hombre es descrito como un ser incomparable: es sujeto en grado tan alto, que actúa como socio de Dios y que, frente a él, todas las demás cosas en su propia y verdadera esencia son solamente mundo circundante. Esta subjetividad como --> espíritu, -> libertad y eterna importancia individual ante Dios, como capacidad para una relación auténticamente dialogística de «alianza» hasta la absoluta proximidad en el «cara a cara» y hasta la «participación en la naturaleza divina» y, finalmente, como la posibilidad de ser manifestación del mismo Dios (-> encarnación), convierte al hombre en una realidad que en último término no es parte de un gran todo (-> mundo), sino que es el todo en una forma cada vez singular, lo convierte precisamente en -> persona, en -> existencia, a diferencia de lo que está meramente presente; en tal manera que la historia única (no cíclica) del cosmos constituye un momento en la historia entre Dios y el hombre, no viceversa, y que, en consecuencia, el mundo es solamente la preparación de la posibilidad de la historia del hombre (y de los -> ángeles), de modo que ésta es el fundamento que lo hace posible (el fin del cosmos está determinado por la historia del hombre ante Dios). Teológicamente hablando, lo que es el hombre lo expresa, no una disciplina junto a otras, sino el todo de la teología en general. Pues no hay ningún ámbito de objetos (al menos desde la encarnación del Logos) que formalmente (y no sólo indirectamente y por reducción) no esté incluido en la a. teológica; por tanto, la a. teológica es también el todo de la teología. Mas esa afirmación de la subjetividad radical que hace la revelación, tal como ésta se nos presenta originalmente en la Escritura, no es todavía la a. buscada, y no lo es por una doble razón: 1ª, falta el intento de una reflexión sistemática sobre estos datos desde un enfoque original (conscientemente dado), y 2ª, las categorías usadas están tomadas en buena parte del mundo (meramente) objetivo y de su ontología, de manera que permanece el riesgo de desconocer la peculiaridad teológica del hombre y de ver en él solamente un trozo de mundo.

b) La teología patrística significa un avance en cuanto ella realiza los primeros intentos de sistematización (el tratado de anima de Tertuliano es el principio) y se esfuerza palpablemente por lograr pensamientos claves: p. ej., la idea del hombre como imagen de Dios, la historia como proceso de espiritualización del mundo. Pero esencialmente subsiste el anterior estado de la evolución del problema. Sí, subsiste el peligro constante de que la oposición y la unidad entre el hombre y el Dios que se le comunica sean reducidas: o bien a la oposición y unidad de -> espíritu y -a materia (--> dualismo), de manera que el hombre con una parte de su ser esté de antemano al lado de Dios: teología griega; o bien a las del pecador y el Dios misericordioso (teología occidental: Agustín), donde el principio (el paraíso) y el fin (la vida eterna) son reducidos a su más profunda unidad y oposición en el sentido de que la historia del mundo es solamente la de su propia restauración, y no la historia del mismo Dios en el mundo.

e) Lo peculiar de la teología medieval está sobre todo en que los contenidos particulares de la a., a pesar de toda la tendencia sistemática de las «sumas», quedan esparcidos entre los tratados más dispares, lo cual es indicio de que no se ha hecho ningún progreso decisivo de cara a una a. independiente.

Pues el hombre, saltando por encima de su subjetividad, que es el lugar donde él sabe y tiene todo lo demás, se considera aquí a sí mismo como una criatura junto a otras criaturas, y hace «ingenuamente» sus enunciados sobre ellas, sin darse cuenta de que al hacerlos se significa y aspira siempre a sí mismo y a su propio misterio (a saber, Dios mismo). De ahí que los tratados medievales yuxtapongan simplemente por un orden sucesivo las diversas criaturas (ángeles, mundo corpóreo, hombre), guiándose por un «objetivismo» que no es totalmente justo con la peculiaridad del hombre. En armonía con esto, al hablar del hombre se empieza por el paraíso, lo cual significa que aún no se despliega sistemáticamente el pensamiento de que la doctrina del estado original se basa en una retrospección etiológica (-> Génesis, interpretación del), encaminada a decir algo sobre nuestra situación. Lo mismo se pone de manifiesto también en otros fenómenos, de los cuales citaremos algunos a modo de ejemplo: falta en gran parte una reflexión sobre la historia de la -> salvación, y las categorías necesarias para esto apenas son desarrolladas más allá de las que explícitamente se hallan en la revelación; el análisis de la fe y, en general, la descripción existencial del proceso de la justificación brillan casi por su ausencia (en él interesa lo que se puede encerrar en las categorías de las distintas causas); la doctrina del. pecado grave en su distinción esencial del venial no impulsa todavía hacia un análisis existencial de la acción humana en general; propiamente, no se llega todavía a un análisis teológico de las experiencias fundamentales del hombre: el miedo, la alegría, la muerte, etc.; el individuo todavía constituye en exceso un «caso» de la idea general de hombre. Un -> mundo que (a diferencia de la Iglesia) sea mucho más que el lugar de la preocupación por lo necesario para la vida, y eso como presupuesto para adquirir la salvación, apenas está ahí todavía.

El mundo es algo que Dios ha terminado completamente y donde se opera la propia salvación, todavía no es conscientemente lo que aún ha de realizarse por encargo de Dios. Con todo, hay ya señales de que la historia del espíritu sigue progresando hacia una auténtica a.: la pregunta por la historia de salvación de cada individuo se plantea y resuelve en un plano más individual (visión beatífica ya antes del juicio universal; doctrina del votum sacramenta, o sea, de una posibilidad no sacramental de salvación; valor absoluto de la --> conciencia individual). La profunda diferencia entre el -> pecado original y el personal queda aclarada en lo relativo a su esencia y a sus consecuencias respectivas. El mencionado peligro griego y occidental de tergiversar la relación entre Dios y el hombre, es desterrado en principio al comprender el carácter auténticamente sobrenatural de la gracia y del fin último, incluso con relación al espíritu inocente. El conocimiento, ya ampliamente extendido, de la independencia relativa de la -> filosofía frente a la -> teología, del estado frente a la Iglesia y de los ámbitos culturales frente a la vida religiosa, no sólo induce a considerar lo religioso como un sector parcial de la existencia humana, sino que además obliga a reflexionar (aunque de un modo muy general) sobre el porqué último de esa diferencia, a saber: porque la subjetividad transcendental de la religión puede ser sector particular en su zona categorial, sin cesar de significar y acuñar la totalidad. La --> ontología escolástica, como ontología del ser y del espíritu, de suyo constituye un punto de apoyo radical para el conocimiento de la subjetividad, en cuanto ella ve que algo es o posee ser en la medida en que es subjetividad que se posee a sí misma, o sea, reditio completa.

d) La época moderna es un proceso plurisecular de autoaprehensión del hombre como sujeto, incluso allí donde él no quiere darse cuenta de esto que sucede en su interior. Este proceso es un deï a esperar en el campo histórico y teológico, pero también, desde el principio, una «caída en el pecado» (de manera que de hecho este proceso no aparece en ninguna parte sin implicar una caída, aunque «podría» dejar de implicarla: caída en cuanto la radical subjetividad religiosa se sitúa abstractamente ante Dios y se aísla de la encarnación, de la Iglesia y de la naturaleza común; caída en cuanto una subjetividad cerrada en forma individualista se independiza sin transcender hacia Dios). Pero el mismo proceso se da también (si bien con titubeos y recelo) en la evolución de la Iglesia y de su conciencia creyente. Y se manifiesta, entre otras cosas, en el desarrollo de los momentos mencionados dentro del curso de la vida eclesiástica y de la teología: el analysis fidei se convierte en problema; se funda la teología histórica; crece el conocimiento de la amplia posibilidad de salvación; se establece una distinción más clara entre naturaleza y gracia sobrenatural; se concede libertad en forma más consciente al mundo, a la cultura y al estado, para que pasen a ser el campo de acción autorresponsable de los -> laicos, que ya no dependen del dictado concreto e inmediato de la Iglesia; la pregunta por el Dios benévolo «para mí» se plantea dentro de la Iglesia tan radicalmente como en Lutero (Ignacio de Loyola, Francisco de Sales), y se desarrolla una lógica existencial del conocimiento de la singular voluntad de Dios «para mí» en cada caso (-> ejercicios espirituales). Pero todavía no hemos llegado a una auténtica elaboración de la a. esta, tal como aquí la entendemos, sigue siendo, pues, una tarea a realizar por la teología, pero, naturalmente, no en el sentido de que todavía no se hayan descubierto los enunciados particulares - que son frases de la revelación sobre el hombre-, sino en el de que la teología católica no posee todavía aquella a., desarrollada sobre la base de un principio original, que corresponda al autoconocimiento ya alcanzado del hombre como «sujeto».

2. Intento de un esbozo sistemático de una

antropología teológica

a) El primer punto de partida. 1.°, Cuestiones previas. Aquí sólo puede tratarse de una afirmación teológica. Todo otro procedimiento llevaría la teología a una dependencia interna de otras antropologías. Por consiguiente, lo que el hombre sabe de sí mismo sin la revelación histórica de la palabra, o debe desprenderse de ese punto de partida, o carece de importancia para una a. teológica en cuanto tal, si bien la teología de buen grado deja libre al hombre para que él tome en serio esta autoexperiencia mundana. De una posible a. teológica fundamental habría que decir lo mismo que de una teología fundamental en relación con la revelación y la teología en general, a saber: el presupuesto en que se apoya el todo más amplio de la teología es el que ésta misma se antepone, pero no algo previo y extraño a ella. La luz de la fe es lo envolvente y, tan pronto como se realiza teología, «suprime» la luz de la razón y la conserva a la vez como momento de sí misma. Este punto de partida aquí buscado, como teológico, que en cuanto tal presupone al sujeto que ha oído y creído, puede parecer totalmente aposteriorista, es decir, parece hallarse en lo que se ha oído en el mensaje histórico de la fe. Este mensaje, como procedente del mismo Dios, se presenta naturalmente (a pesar de su aposteriorismo histórico) con la pretensión de ser lo envolvente y normativo. El cómo es posible esto, a pesar de la apariencia de que lo oído a posteriori debe caer bajo la norma de la autointeligencia apriorística, constituye una cuestión decisiva para la subsistencia de una a. auténticamente teológica y a la vez una pregunta que ha de esclarecer precisamente una a. teológica.

Lo preguntado es por qué una interpretación del hombre que llega desde fuera en medio de la contingencia histórica, no llega siempre demasiado tarde para presentarse como la interpretación fundamental del hombre (cosa que como teológica quiere y debe ser), puesto que sin eso el hombre es una naturaleza que se posee a sí misma, es precisamente sujeto. En último término la cuestión se soluciona a base de dos pensamientos. Primero, la adecuada autointeligencia apriorística del hombre incluye siempre la luz de la fe como un existencial sobrenatural y, por tanto, el hombre no sale al encuentro de la a. aposteriorista de la revelación con una norma apriorística y ajena a la teología. Segundo, el hombre por esencia está necesariamente referido a lo aposteríorístico de la historia, de modo que no puede despreciarlo como «inesencial» a la manera racionalista.

Y como el hombre está históricamente condicionado en cada reflexión y en ninguna reflexión (llamada ciencia) puede pensar adecuadamente ese mundo concreto de la historia (es decir, separarlo de él mismo como algo que fue recibido confiada e irreflexivamente, aunque también entendiendo), consecuentemente, el comenzar por la autointeligencia fáctica en virtud de la fe histórica es totalmente legítimo, supuesto que ese punto de partida resista la prueba de la reflexión.

2º El mismo punto de partida. El hombre (que acepta la fe cristiana) sabe que Dios le habla históricamente a pesar de su condición creada y pecadora y precisamente en medio de ella, que le habla con una palabra por la que él se le abre absoluta, libre y gratuitamente. Este pensamiento, por una parte, es inmediatamente comprensible para el cristiano como resumen de lo que él, creyendo, oye por sí mismo, y, por otra parte, es apropiado como punto de partida original de la a. teológica. Con ello no se discute, naturalmente, la posibilidad de una formulación más aguda y sencilla; se pretende únicamente centrar la autointeligencia original del cristiano.

b) El despliegue de este punto de partida en una a. teológica cristiana. Aquí sólo podemos esbozar los rasgos más generales. Pues se trata únicamente de insinuar la esencia y el método de una a. teológica que todavía no existe, pero no de elaborarla realmente.

1 ° En primer lugar, desde ese punto de partida fundamental habría que desarrollar la estructura total del hombre: el carácter creado como estructura que abarca la distinción entre -> naturaleza y gracia. Y evidentemente habría que considerar ahí primariamente la criatura que es sujeto (la mera presencia en lo real constituye un modo deficiente de lo dotado de subjetividad), la apertura infinita para Dios en el que no es Dios, como constitutivo a la vez positivo y negativo, el cual bajo ambos aspectos crece en igual medida ante el Dios incomparable.

2 ° Se podría mostrar que, a pesar de la cognoscibilidad (que aquí no vamos a determinar con precisión) del hecho de la revelación a través de la razón natural, su auténtico oyente es el que la acepta con absoluta (y, por tanto, amorosa) obediencia de fe; y que ahí no se pierde la cualidad de la palabra divina como automanifestación de Dios, ni aquélla queda desvalorizada hasta la condición de una palabra humana (adecuada solamente a la creación) en virtud del (necesario) a priori latente en el hecho de que el hombre finito pueda oírla. Partiendo de aquí, como de una raíz teológica, cabría alcanzar originariamente la diferencia entre naturaleza y gracia, sin necesidad de presuponer un concepto meramente natural de --> « naturaleza pura», el cual estuviera ya de antemano filosóficamente fijo ( y fuera usado como norma y no como algo que ha de medirse con la norma). Gracia es la capacidad apriorística de recibir connaturalmente la automanifestación de Dios en la palabra (fe-amor) y en la visión beatífica; naturaleza es la constitución permanente del hombre, presupuesta en ese poder oír, de tal manera que el pecador e incrédulo está en condiciones de cerrarse a la automanifestación de Dios sin afirmar con su « no» implícitamente lo negado (como sucede en el « no» culpable a su esencia metafísica), y de tal manera que dicha automanifestación se presenta incluso al hombre ya creado como el prodigio libre del amor personal que él de suyo (en virtud de su naturaleza) no puede exigir, aun estando esencialmente abierto a ese prodigio (naturaleza como positiva potencia obediencial para la gracia sobrenatural). Desde esta naturaleza habría que obtener una comprensión teológica de todo lo implicado en la «espiritualidad del hombre»: -> transcendencia absoluta, -> libertad, valor eterno (-> inmortalidad), personalidad.

3 ° A partir de la historicidad (-> historia e historicidad) de la audición de la palabra de Dios se podría mostrar el contenido pleno y el peso de la afirmación teológica de la historicidad del hombre, la cual implica: el hecho de que él tenga un contorno mundano, su corporalidad, la comunidad de linaje de la humanidad una en la que él se halla, su sexualidad, su ordenación a la ->comunidad (-> familia, -> estado, -> Iglesia), el carácter agonal de su existencia, el condicionamiento histórico de su situación y la imposibilidad de disponer sobre ella, y sobre todo el ineludible pluralismo de su esencia, por el que él, aun siendo originariamente «uno» y no una suma accesoria, no rige concretamente esa su unidad, sino que debe luchar siempre de nuevo por la forma de su existencia que le ha sido encomendada.

4 ° Si se renuncia a incluir toda la dogmática en la a. teológica, cosa que en sí sería posible dado el hecho de que el hombre está agraciado no sólo con la gracia creada, sino también con Dios mismo, mas por diversos motivos no es recomendable (por motivos que en último término descansan en el ineludible dualismo de la criatura espiritual entre lo «esencial» y lo «existencial»); en ese caso sólo se podrán incorporar a la auténtica a. teológica aquellos enunciados que caracterizan al hombre siempre y en cada situación de su historia, prescindiendo de si estas características son existenciales naturales o sobrenaturales de su existencia. Y la historia misma de salvación y de perdición, la teología moral y el estudio etiológico de los novísimos a base de la situación escatológica que se da «ahora», deberán ser adjudicados con razón a tratados propios. Con mayor motivo cabe afirmar esto de la doctrina de Dios propiamente dicha. No como si el Dios (uno y trino) del que habla la teología pudiera ser explicado sin decir algo sobre el hombre que recibe como gracia a este mismo Dios. Pero, puesto que el hombre se refiere a Dios como a un centro esencialmente extrínseco (y sólo así está rectamente en sí mismo), es lícito que sus declaraciones sobre él, aun cuando no puedan olvidar la situación «existencial» de los hombres, sin embargo, se produzcan fuera de la a. propiamente dicha.

c) Finalmente, todavía hemos de prestar especial atención a la relación entre la cristología y la a. teológica. En tiempos anteriores no se vio ahí un problema especulativo de la ciencia teológica. Se sabía ya qué es el «hombre» cuando se pasaba a decir que Cristo es verdadero hombre. A lo sumo quedaba reservada a la -> cristología la tarea de pensar qué no incluye esa afirmación cuando se aplica a Cristo. Además de esto, se veía claro que Cristo es hombre en «forma ideal» y, así, prototipo para los hombres y modelo ideal para una a. teológica, pero un modelo que, en sentido estricto, no era necesario para la a.

Desde K. Barth y K. Heim se ha hecho necesario plantear en forma más seria la relación entre ambos tratados. En primer lugar la teología católica debe reflexionar sobre el hecho de que una gran parte de sus afirmaciones (resurrección, gracia deificante) sólo son posibles desde que existe una cristología. Parece obvio que no basta con ver ahí una mera simultaneidad, sino que, además, este trozo de la a. teológica, el cual da profundidad y medida a todo lo demás, ha de ser considerado objetivamente como efecto (no sólo mérito) de la realidad de Cristo y subjetivamente como consecuencia de la cristología. Si además el Logos se hace hombre, esta frase no se entiende si en ella se ve afirmada solamente la «asunción» de una realidad que no dice ninguna relación interna al que la asume y podría perfectamente ser sustituida por cualquier otra cosa. La encarnación únicamente es entendida en verdad cuando se concibe la humanidad de Cristo, no sólo como un instrumento en último término externo, a través del cual se hace oír un Dios que permanece invisible, sino como aquello en lo que el mismo Dios (sin dejar de serlo) se convierte cuando él se enajena de sí mismo en la dimensión de lo distinto de él, de lo no divino.

Aunque, evidentemente, Dios podía crear el mundo sin encarnación, sin embargo, es conciliable con esta afirmación aquella otra según la cual la posibilidad de la creación está fundada en la posibilidad radical de la autoenajenación de Dios (pues en la simplicidad divina no hay una multiplicidad de posibilidades meramente yuxtapuestas). Pero, entonces, el hombre en su definición originaria es: el otro en el que Dios puede convertirse por su autoenajenación y el posible hermano de Cristo. Precisamente si la potencia obediencial para la unión hipostática y para la gracia (¡de Cristo!) es, no una potencia junto a otras, sino la misma naturaleza, y si ésta (naturaleza = potencia obediencial), que en sí misma de ningún modo es evidente, llega a conocerse por su acto, consecuentemente, donde ella puede aparecer con mayor claridad y descubrir su auténtico misterio es en su acto supremo, consistente en ser lo otro en lo que se convierte el mismo Dios.

Así, desde Dios y desde el hombre la cristología se presenta como la repetición sobrepujante y más radical de la a. teológica. Sin embargo, por más que la a. (al menos) teológica deba tener ante sus ojos la cristología como su criterio y medida, no obstante, es inadecuado desarrollarla únicamente desde la cristología. Ciertamente, nunca encontramos al hombre fuera de su alianza con la palabra de Dios, alianza que por primera vez descubre su último sentido en el Dios, hecho hombre, donde el que habla y el que escucha, donde la palabra y la audición absoluta, se hacen una misma cosa; pero nosotros hallamos este insuperable punto cumbre de la historia de dicha alianza dentro del todo de nuestra historia, en la cual hemos experimentado ya al hombre y sabido algo de él (y, por cierto, también a partir de la luz divina) cuando encontramos a Cristo y entendemos que él es un hombre. Por consiguiente, constituiría una abreviación de la a. teológica el que intentáramos desarrollarla exclusivamente desde su meta, desde la cristología, pues la última experiencia no suprime la anterior.

Karl Rahner