AÑO LITÚRGICO
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I. Principios generales

1. Es la afirmación esencial de la -> revelación, e incluso la esencia misma de la revelación, el hecho de que Dios llama a la humanidad en medio de una historia, la cual, a través de la -> creación y de la -> alianza con Israel (mencionando solamente las etapas decisivas), progresa hacia aquella salvación insuperable y definitiva que es jesucristo, cuya revelación gloriosa traerá la meta y el final de toda historia. En consecuencia, para cada una de las generaciones inmersas en el tiempo la salvación se hace presente en cuanto se celebra la memoria de las acciones salvíficas de Dios, acontecidas una sola vez, mirando al fin que todavía ha de llegar; por eso la salvación es transmitida por la celebración memorial del misterio de jesucristo, que va implicada en la fe y que la ->Iglesia debe repetir como humanidad incesantemente llamada a la salvación.

2. El carácter definitivo y universal de la salvación confiere a la Iglesia el encargo de la anamnesis en todas las dimensiones del ser humano, por tanto en todos los lugares y tiempos limitados. De acuerdo con esto, el mundo circundante de las cosas es testigo de la salvación y está lleno de ella gracias a los -> sacramentos (y -> sacramentales). Y en el tiempo que el hombre ha recibido como don y tarea se distinguen diversas fases de presencia de la salvación mediante la celebración de horas y días: para llenar la unidad cósmica del día la Iglesia actualiza la salvación en el orden total del rezo de las horas (-> breviario); y el ciclo más amplio en el que se celebran los distintos tiempos y festividades recibe el nombre de caño litúrgico».

3. Evidentemente, la contraposición entre celebración de la salvación en el sacramento y celebración de la misma en las fiestas con carácter temporal es demasiado sistemática, pues también el sacramento, como acto de culto vinculado al tiempo, origina y articula un tiempo salvífico. Pero la fiesta misma tiene el sentido de una presencia de la salvación, sentido que no recibe por primera vez de la celebración de un sacramento; diríamos, más bien, que éste tiene normalmente «su tiempo» en la fiesta.

4. Las diversas celebraciones conmemorativas pueden dar origen a una presencia salvífica diferenciada en la forma y en el grado de intensidad. Es cierto que ahora el contenido de la anamnesis sólo puede ser la salvación de Cristo en su totalidad y en su carácter definitivo, o sea, el misterio de pascua (Constitución sobre la sagrada liturgia, art. Ss, 106, etc.), o el tránsito del Dios hombre a través de la muerte, como precio del pecado, hacia la vida de la gloria divina así abierta (cf., p. ej., Lc 24, 46, etc.). En forma tan amplia y explícita esto sucede en la eucaristía y en la fiesta de pascua particularmente. Sin embargo también se puede recordar la salvación definitiva con motivo de transitorias o parciales acciones salvíficas. Pues el conjunto de la obra salvífica de Cristo es la consumación de la historia de la -> salvación, que Dios comenzó con el antiguo pueblo de la alianza. No en vano, en virtud de la concepción normativa de la Iglesia primitiva, el tránsito del Señor desde este mundo al Padre se celebra en el contexto de la gran fiesta de la redención en la antigua alianza y constituye su plenitud en el sentido más profundo (cf. p. ej., 1 Cor 6, 7; Cristo «nuestro cordero pascual»). Así, de hecho, las grandes fiestas de la nueva alianza (pascua, pentecostés) han nacido de las instituciones del antiguo tiempo de salvación (pascua, fiesta de la reconciliación).

5. Especialmente el --> domingo es el modelo de la anamnesis cristiana en el tiempo. Así como el primer relato de la creación (Gén 1, 1-2, 3) sabe que el tiempo del mundo está articulado como época de la inicial acción salvífica de Dios y lo proclama como tiempo salvífico por medio de la semana de siete días que se repite constantemente (con el sábado como meta), igualmente el domingo o «día del Señor» es la primera fiesta de la Iglesia (cf. la Constitución sobre la liturgia, art. 102, 106), porque en el primer día de la antigua semana el Señor, consumando su pascua, creó el principio de una nueva creación que había de ser celebrada a base de la misma medida temporal que en el período inicial de salvación. Permaneciendo idéntica la forma de celebración externa, o sea, la semana, se celebran no obstante diversas acciones de Dios, en las cuales a modo de memoria, en cada caso se hace presente la salvación definitiva.

6. Algo parecido puede decirse con relación a la esperanza de la salvación en las religiones extrabíblicas. También sus fiestas alcanzan su plenitud en la obra salvífica de Cristo, pudiendo servir de fecha y de ocasión para las festividades de la Iglesia (como sucedió con las navidades y la epifanía); pero su contenido es evidentemente nuevo.

7. No existe impedimento alguno para esto, pues en la celebración actualizadora del misterio que envuelve los tiempos (cf. Gál 4, 9ss) no se trata precisamente de una fecha históricamente exacta de conmemoración (fecha que mayormente no puede fijarse), sino de la acción memorial de la Iglesia, por la que ésta se manifiesta como lugar de la salvación y como protosacramento de todos los signos salvíficos (Constitución sobre la liturgia, art. 2). Por esto la Iglesia, que es el sujeto del recuerdo, tiene que concretar la manera de conmemorar la salvación dentro del tiempo del mundo. Naturalmente, la Iglesia queda tanto más afectada en su totalidad y se halla tanto más obligada a la unidad en la celebración, cuanto más el todo de la salvación es contenido del recuerdo. Por eso no puede haber Iglesia sin celebración de la eucaristía y sin recuerdo de la pascua, por eso la cristiandad debe adoptar siempre un domingo y una fecha de pascua (cf. la disputa acerca de la pascua; cf. también Decreto sobre las Iglesias orientales, art. 20; Constitución sobre la liturgia, apéndice). En fiestas que sólo representan «parcialmente la salvación» (p. ej., las de santos o las de Iglesias particulares) pierde importancia la exactitud de la fecha.

8. La salvación de Cristo también se hace presente en su totalidad cuando se celebra bajo la forma concreta de la historia ejemplar de un determinado hombre, de un « santo» (Constitución sobre la Iglesia, art. 50), bien se trate de figuras del antiguo tiempo de salvación (conmemoradas en las Iglesias orientales) o bien de figuras del nuevo tiempo salvífico. Estas fiestas pueden limitarse espacial y temporalmente a las Iglesias que están más inmediatamente afectadas por la acción salvífica de Cristo que se celebra en ellas. Tal acción se actualiza siempre en un concreto ambiente histórico. Dentro del ciclo de festividades de la Iglesia, esto se manifiesta particularmente en la fiesta de consagración de las iglesias.

9. Por consiguiente, como únicamente un auténtico acontecimiento salvífico que afecta a los que lo celebran puede incorporar el tiempo (en su totalidad o con una determinada fisonomía particular) a la historia de la salvación, sólo un acontecimiento semejante puede ser fundamento de una fiesta; lo que es un mero «motivo piadoso», puede ser objeto de meditación, pero nunca constituye una auténtica fiesta. Aun cuando toda la existencia humana de Cristo es importante para la salvación, no todos sus actos nos afectan en igual manera, por eso el a. l. no tiene por qué ofrecernos la representación completa de la vida de Jesús en el curso del año. Su sentido es hacer presente el misterio salvífico de Cristo en nuestro tiempo medido por años.

II. Descripción

1. Origen y centro del a. l. es la celebración del misterio pascual de Cristo, nuestra salvación, cada domingo y particularmente en pascua. La fiesta de pascua, que probablemente tiene un origen apostólico y, por su contenido y forma, se apoya en la celebración pascual de la sinagoga, abarca el recuerdo de todos los acontecimientos salvíficos de la «partida» de Jesucristo « en Jerusalén» (Lc 9, 31), es decir, de su pasión y muerte, de su resurrección y de su tránsito hacia el Padre (--> «ascensión de Cristo»), de la efusión de su Espíritu y de la parusía prometida; es simplemente la fiesta, «la expresión cultual de la esencia del cristianismo» (Odo Casel).

2. Su celebración se desarrolla a manera de círculos concéntricos. En la sacrosanta noche pascual, la «madre de todas las vigilias» (Agustín), la perseverancia y la expectación, la audición de la historia sagrada en la palabra de Dios y en cantos de alabanza, la profesión de fe, la gratitud y la súplica, la celebración de la luz, que es el Señor, el aumento del número de los llamados por la administración de los sacramentos de la iniciación y la venida del Señor en la celebración de la eucaristía a la luz de la aurora, traen para la Iglesia «el día que ha hecho el Señor» (Sal 117, 24, referido a pascua desde la antigüedad).

3. La celebración de la pascua en sentido estricto abarca el triduo del viernes santo (con la tarde del jueves santo), recuerdo de la pasión y muerte de Cristo, del sábado santo, reposo en el sepulcro y descenso a la región de los muertos, y del domingo de resurrección (que sigue a la noche pascual). La seriedad del viernes santo configura la semana anterior a pascua, y la alegría de la festividad pascual marca la tónica de la semana posterior a pascua («octava de pascua»).

4. A través de siete semanas, a lo largo de cincuenta días («pentecostés») dura la celebración de la pascua («tiempo pascual»), que termina en pentecostés, fiesta en que se recuerda expresamente la misión del Espíritu Santo a la Iglesia: lo que el Señor hizo en pascua por sí lo dirige ahora hacia la Iglesia mediante la misión vivificadora de su Espíritu (cf. Jn 7, 39; Tit 3, 5). Dentro de la celebración pascual se encuentra además la fiesta de la «ascensión de Cristo» a los cielos (en el día cuadragésimo después de pascua, según Act 1, 3): el Señor resucitado ha entrado a participar de la gloria de Dios, creando el «cielo» para sí y para los suyos (Heb 1, 3s; Ef 2, 6s).

5. A la celebración continuada de la fiesta pascual a través de cincuenta días corresponden, por otro lado, los «cuarenta» días de introducción a la misma (cf. Mt 4, 2), tiempo de fructuosa penitencia como disposición digna a la salvación (cf. Mt 3, 8; Act 26, 20), no sólo para los neófitos de la noche pascual, sino para todos los miembros de la Iglesia, cuya vida ha de renovarse constantemente desde Cristo mediante la celebración de la pascua. La antiquísima práctica del tiempo de ayuno se formó en la Iglesia oriental ya durante el s. v, abarcando ocho semanas; en la liturgia de la Iglesia romana, la evolución hasta llegar a la organización actual (6 domingos de cuaresma, comienzo de la cuaresma el miércoles de ceniza, 3 domingos «anteriores al tiempo de cuaresma») quedó concluida en el s. vii.

6. Ya en la teología del NT, la glorificación pascual del Señor influyó en la inteligencia de su existencia a la vez divina y humana en la concepción y el nacimiento (Act 13, 33ss; cf. Rom 1, 3s), o (especialmente en el evangelio de Juan) determinó en general la inteligencia de su manifestación antes de pascua: el Hijo ha venido como la salvación del mundo y es la salvación en todo momento de su existencia; a la vez su primera venida es testimonio y garantía de su segunda venida. De acuerdo con esto a partir de la celebración de la pascua ha surgido en el a. l. un segundo punto culminante (pero de segunda categoría), las fiestas de navidad y de epifanía. Su contenido son los acontecimientos salvíficos de los orígenes de Jesucristo, pero no en cuanto meros recuerdos de las historias de ru concepción y nacimiento, sino en cuanto celebración de la institución como salvador, don sacrificial y sacerdote sacrificador del hombre Dios glorificado en pascua (Heb 10, 5-10). Las navidades (que surgieron en la Iglesia de occidente) no anuncian solamente el nacimiento de María, sino además, en este nacimiento, la misión para nuestra salvación del engendrado por el Padre antes de todos los tiempos; la epifanía (que tiene su origen en oriente) celebra (en la liturgia de la Iglesia occidental) la entronización del salvador del mundo en la adoración de los magos, su consagración como Mesías en el bautismo de Juan, sus bodas con la humanidad destinada a la salvación, con la Iglesia, el «comienzo de los signos» que suscitan la fe (Jn 2, 11) en las bodas de Caná. De todos modos el contenido de la fiesta de navidad y el de la epifanía al principio no estaban claramente delimitados entre sí.

7. También a la navidad precede un «período de ayuno», el tiempo de «adviento». Su contenido concreto era diferente en cada una de las liturgias occidentales; la costumbre romana de los cuatro domingos de adviento se impuso definitivamente en 1570; pero en la actual liturgia el primer domingo de adviento no significa ningún cambio de tema con relación al anterior. Este tiempo sirve de preparación a la llegada del Señor, que vendrá en el misterio de su nacimiento y una vez al final de los tiempos. El espacio que la liturgia (occidental) consagra a la -> parusía en el a. l. (y en general) puede parecer escaso. Pero el contenido del a. l. es el Señor: sólo podemos recordarlo como aquel que ha de venir y vendrá. Por eso toda fiesta y especialmente la de pascua es una celebración de cara a su retorno.

8. Como el a. l. es un año del Señor, el misterio de Cristo es también el contenido de todas las demás celebraciones, especialmente de las fiestas de María, «la cual está vinculada con la obra salvífica de su Hijo por medio de un lazo indestructible» (Constitución sobre la liturgia, art. 103). «En las conmemoraciones de los santos la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo» (Constitución sobre la liturgia, art. 104). También estas fiestas pertenecen al conjunto del a. l., pues pertenecen al misterio total de Cristo.

9. Según se desprende de lo dicho hasta ahora, no se puede buscar en el a. l. un final exacto o un comienzo preciso. Especialmente el primer domingo de adviento fue considerado como el principio de un nuevo ciclo anual, si bien el corte al comenzar el ciclo pascual (domingo de septuagésima) es mucho más claro e importante.

10. Pero esta confusión es solamente una de las que han oscurecido la estructura del a. l. Así, ya en tiempos antiguos (primeros documentos en el s. iv) la octava de pentecostés deshizo la unidad de los 50 días en la celebración pascual (y fomentó el que pentecostés se convirtiera en la «fiesta del Espíritu Santo»), y la festividad de la ascensión al cielo adquirió problemáticos motivos de despedida (con lo cual el tiempo pascual quedó partido). En general, dentro del a. l. se vio en exceso la historia de la vida de Jesús. Esto tiene asimismo relación con aquella evolución por la que la piedad occidental se centró más en navidad que en pascua, con detrimento de la plenitud de la vida cristiana. Además, la multiplicación y el excesivo ornato rubricista de las fiestas de los santos han encubierto con frecuencia su relación al Señor glorificado. Pero esto sucede todavía más en las muchas fiestas modernas con ocasión de una idea o de un motivo histórico, aunque con frecuencia se propongan celebrar y conservar: un acontecimiento salvífico de la historia de la Iglesia, al que generalmente se concede una importancia excesiva, p. ej., la fiesta de los «siete dolores de María» el 15 de septiembre, introducida por Pío vit (1814) en agradecimiento por su retorno a Roma después de su encarcelamiento; o fiestas conmemorativas de victorias sobre los enemigos de la cristiandad; o jubileos, años santos, consagraciones del mundo, revelaciones privadas, expiaciones, etc. Es de esperar que en la reforma litúrgica se resalte el a. l. como celebración del misterio, que es el Señor mismo, incluso renunciando a costumbres de larga tradición (cf. Constitución sobre la liturgia, arts. 102-105, 107).

11. Es cierto que el a. l. proclama «los prodigios y méritos» del Señor, de modo que en cierta forma éstos se hacen presentes en todo tiempo, y los fieles se ponen en contacto con ellos y reciben la gracia de la salvación (Constitución sobre la sagrada liturgia, art. 102 ).

Pero, como la celebración litúrgica sólo se consuma cuando los celebrantes pueden «mantener en la vida lo que recibieron en la fe» (liturgia pascual; cf. Constitución sobre la liturgia, art. 10), el a. l. tiene necesidad de una estructura fundamentalmente clara para presentar la oferta de la salvación bajo una forma que sea creíble y que invite al testimonio en la vida.

Angelus Häubling