ACCIÓN CATÓLICA
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I. Organización

1. Origen

La acción católica nació de aquellos movimientos católicos de los s. xvIII y xix, cuyas metas fundamentales eran: liberar a la Iglesia de las tendencias revolucionarias de la ilustración y de las aspiraciones absolutistas de la época por lograr una Iglesia estatal; y solucionar los problemas sociales, que a partir de la revolución industrial eran cada día más apremiantes. Para poner en práctica estos propósitos, en muchos países europeos se celebraron asambleas y congresos de católicos y se fundaron asociaciones y obras católicas. Con frecuencia se perseguían objetivos políticos muy concretos, como la emancipación de los católicos en Gran Bretaña. De esta forma, se mezclaban objetivos temporales y profanos con fines espirituales y eclesiásticos. La autoridad eclesiástica subrayaba, sin distinguir apenas la diversidad de campos, su competencia y el derecho de control incluso sobre las asociaciones católicas de carácter económico, social y político, apelando para esto: a la obediencia que se debe a la Iglesia; a la unidad del cuerpo de Cristo y del apostolado, y a la necesidad de unificar todas las fuerzas. Esto es particularmente comprensible con relación a Italia, que se encontraba bajo la presión de la cuestión romana. Paulatinamente fue madurando un enfoque más matizado (reconocimiento de la autonomía fundamental de las esferas profanas: León xiii) y fueron formándose dos tendencias en el movimiento popular católico: una hacia la democracia cristiana, el movimiento social católico y los partidos cristianos; y otra representada por la a.c. Pero no sólo había, llegando incluso hasta nuestros días, organizaciones que por sus objetivos pertenecían a ambas tendencias, sino que la nomenclatura misma no, era uniforme, ni mucho menos.

Así, según la encíclica de Pío x, Il fermo proposito (11-6-1905), a la a.c. no sólo pertenece «lo que propiamente corresponde a la misión divina de la Iglesia, conducir las almas a Dios, sino también lo que se deriva naturalmente de esa misión divina», como las obras de la cultura y cualquier actividad en el campo económico, social, civil y político. Pero ambas clases de actividades también se distinguen claramente por su relación con la jerarquía. De las primeras, que vienen a prestar directamente un auxilio al ministerio espiritual y pastoral de la Iglesia, se dice que «deben estar subordinadas a la autoridad de la Iglesia incluso en la menor cosa»; respecto a las segundas, aunque se exige su dependencia «frente al consejo y a la dirección de la autoridad eclesiástica», se habla también de la «libertad racional que les corresponde» y de la responsabilidad propia «sobre todo en los asuntos temporales y económicos».

Cuando Pío xi, en su primera encíclica (23-12-1922) y después de una forma cada vez más insistente, invita a todo el mundo a la a.c., tiene directamente ante los ojos el modelo italiano y todo su desarrollo. Los comienzos podemos verlos ya en las Amicizie Cristiane, que llegan de Francia en el año 1775. Bajo el estímulo del congreso internacional de católicos en Malinas, en 1865 se fundó una «asociación para la defensa de la libertad de la Iglesia en Italia»; en 1867 siguió la «asociación católica de la juventud» y en 1876 la «obra de los congresos y comités católicos». En 1892 se unieron entre sí círculos de universitarios católicos y se integraron en la obra de los congresos; al mismo tiempo surgió una asociación para el fomento de estudios sociales, y pronto nacieron las asociaciones profesionales de obreros. Ante las aspiraciones de la Democrazia Cristiana por adquirir la autonomía, Pío x suprimió en 1904 la obra de los congresos y en 1906 confirmó la existencia de cuatro asociaciones independientes entre sí: la unione popolare, concebida según el modelo de la Volksverein alemana («asociación popular para la Alemania católica», 1890), y encaminada a la defensa del orden social, a la creación de una cultura cristiana y a la formación de la conciencia del pueblo; una «asociación económica y social», que debía abarcar las obras de ayuda económica y las ligas profesionales; una «asociación católica electoral», que debía congregar a los católicos y formarlos políticamente para las elecciones municipales y provinciales; y la «asociación de la juventud católica». Las directivas de estas asociaciones se unieron en 1908 y formaron la «dirección general de la acción católica italiana». De una manera semejante a la «liga de mujeres católicas alemanas» (1903), surgió en 1908 la «asociación de mujeres católicas de Italia» y en 1918 la de las «jóvenes católicas de Italia». Ambas se unieron en 1919, y en 1922 acogieron como tercera rama a las «universitarias católicas italianas». En 1926 surgió además un movimiento infantil. La «unión popular» había reclamado desde el principio una función coordinadora; ésta empezó a ser efectiva por vez primera en 1915 (reforma de Benedicto xv) en la «comisión directiva de la acción católica», que estaba presidida por la «unión popular». A esta concentración de las fuerzas católicas bajo la jerarquía siguió después de la primera guerra mundial la independencia de las organizaciones católicas ordenadas más directamente a fines temporales; para ello, se formó un «secretariado económico y social», subordinado a la «comisión directiva», para el estudio de la cuestión social según los principios cristianos. De este modo, la situación obligó a reflexionar sobre las tareas propias de la a.c. En 1920 fueron modificados los estatutos de la «unión popular»; en 1922 siguió la nueva ordenación de la a.c. por el papa Pío xr; en noviembre la nueva «comisión central de la acción católica» asumió las funciones directivas y coordinadoras de la «unión popular», cuyos miembros debían quedar absorbidos en las organizaciones miembros de la a.c.; en diciembre se creó la organización que faltaba aún para los hombres. El 2-10-1923, después del llamamiento universal a la a.c., se confirmaron los nuevos estatutos.

Por consiguiente no hay razón para afirmar que la a.c. es una fundación exclusivamente romana o italiana: sus raíces las encontramos en Francia, Bélgica y sobre todo en Alemania. Tampoco ha surgido exclusivamente desde arriba, sino que tiene una larga historia, lo mismo que sus diversas ramas. Tampoco está articulada de acuerdo con las cuatro «columnas de los estados naturales», ya que las asociaciones de universitarios y trabajadores se cuentan entre sus organizaciones más antiguas y las ramas de hombres y niños entre sus agrupaciones más modernas. Ni fue concebida desde el principio exclusivamente como una ayuda pastoral dentro de la Iglesia, pues, incluso después de apartarse de las obras que primariamente servían a fines temporales recalcó su derecho a estudiar los problemas individuales, familiares, profesionales, culturales y sociales, a la luz de los principios católicos y a formar la conciencia de los católicos de acuerdo con esto. Precisamente Pío xi, en conexión con la a.c., habla del reinado mundial de Cristo, de la Iglesia que actúa en la sociedad. Con esto se viene abajo asimismo la afirmación de que la a.c. fue creada pensando sólo en la situación creada por la opresión fascista, y no pensando en tiempos normales, pues su historia es mucho más antigua que el fascismo; las reformas decisivas tuvieron lugar en 1915 y 1919, mientras que el fascismo llegó al poder el 28-10-1922.

2. Forma

Pío xi repetidas veces definió la a.c. como «participación y colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia». Pío xii prefirió la palabra colaboración, para no provocar la confusión de una participación en la jerarquía misma.

Ya la a.c. de Pío xi no implica un método determinado ni una estructura concreta, sino que se acomoda a las circunstancias del tiempo y del lugar, siempre que tales acomodaciones respondan a su naturaleza y sus cometidos. Esto es lo que nos muestra la evolución que tuvo en Italia y en otros países, aunque a veces se siguió demasiado servilmente el modelo italiano o se pensó erróneamente que la relación de la a.c. con otras organizaciones era monopolista y uniformista, contra lo cual previno ya Pío xii. Las nuevas organizaciones y las que ya existían desde hacía tiempo fueron integradas en la a.c. o a escala mundial (JOC) o por países (Legio Mariae). Sobre las congregaciones marianas dijo Pío xii que podían llamarse «con todo derecho a.c. bajo la dirección y estímulo de la bienaventurada virgen María» (Constitución apostólica Bis saeculari del 27-9-1948). Poco a poco fueron surgiendo los siguientes modelos de a.c., que a veces no responden más que en parte a su verdadero cometido y que no siempre han sido aplicados en su forma estricta: a) a.c. como una simple idea, que puede encarnarse en diferentes organizaciones y grados; para lograr la coordinación se fundan a veces gremios adecuados (comisiones católicas) que abarcan desde el plano parroquial hasta el nacional; b) a.c. como nombre genérico de diversas organizaciones que conservan su nombre y su autonomía, pero que constituyen una unidad federativa en cuanto a.c.; en el segundo congreso mundial del apostolado de los laicos se quiso hacer de este sistema el modelo universal; c) a.c. como nombre de determinadas organizaciones apostólicas cuyas relaciones mutuas están ordenadas de manera muy diferente: federativamente (con frecuencia no se da más que una organización central muy floja) o unitariamente (aunque con algunas secciones totalmente dependientes); d) a.c. con carácter de élite (congregaciones marianas) o como organizaciones profesionales, las cuales deben estar sostenidas y guiadas por grupos selectos (modelo de la JOC); e) a.c. general (para los problemas comunes a varios estratos de edad o de ambiente o a varios campos de actividad) y a.c. especializada (para ambientes concretos respecto a la edad, profesión o forma de vida); ambas pueden complementarse; f) formas de a.c. organizadas a escala parroquial o sólo de forma supraparroquial: por ciudades, arciprestazgos, diócesis, naciones (asociaciones de académicos o artistas); tampoco estas formas se excluyen unas a otras; g) a.c. que de antemano se limita a ciertos sectores parciales dentro de las posibilidades que se le ofrecen, p.ej., a la ayuda pastoral directa.

El Vaticano II ha rechazado por una parte todos los intentos realizados por convertir un determinado sistema de a.c. en el sistema universal, pero, por otra, ha hecho resaltar los elementos que, independientemente de métodos, formas y nombres ligados al tiempo o al lugar, son esenciales a una genuina a.c. Por tanto, el problema de la organización es secundario y está subordinado al interés apostólico que se persigue.

3. Relación con otras organizaciones

Al principio, las obras que servían a la santificación personal se consideraron como auxiliares de la a.c.; respecto de las obras que tienen un fin primariamente temporal se recomendó colaborar con ellas, y con relación a las obras propiamente apostólicas se pensaba en una cierta incorporación o al menos asociación. El decreto Sobre el apostolado de los laicos (Vaticano II) reconoce el derecho de libre asociación de los seglares y sus ventajas, previniendo naturalmente contra la fragmentación (gremios para la colaboración y coordinación) y dejando a salvo las múltiples y necesarias relaciones con la jerarquía (a lo que en el orden temporal sólo compete la vigilancia sobre los principios cristianos): Arts. 19, 24, 26.

II. Objetivo

1. Características esenciales

Si nos atenemos a su origen histórico y al decreto Sobre el apostolado de los seglares (art. 20), cuatro son en conjunto las características que constituyen una verdadera a.c., prescindiendo de que se emplee o no este nombre, p. ej., cuando existen ya otros nombres, o cuando el término a.c. pueda dar lugar a interpretaciones falsas -p. ej., políticas - (países anglosajones):

a) «La meta inmediata es el fin apostólico de la Iglesia en orden a la evangelización y santificación de los hombres», cumpliendo con esto los laicos una tarea específica de ellos, «así como en orden a la formación cristiana de su conciencia», de manera que puedan realizar su misión temporal con espíritu cristiano, pero bajo su propia responsabilidad. En este sentido la a.c. tiende también a la transformación cristiana del mundo. Pero en la misma esfera temporal su competencia no va más allá de lo que le garantizan los principios cristianos, a cuya luz estudia los problemas humanos y forma las conciencias. Lo que va más allá de esto, cae bajo el campo de la caridad, como servicio a las múltiples necesidades humanas, o tiene sólo carácter de estímulo. La edificación inmediata del mundo no le está ya encomendada a ella. La transformación cristiana del mundo corresponde ciertamente a la misión de la Iglesia, pero la Iglesia sólo puede ejercer esta misión a través de aquellos a quienes está confiada la edificación del orden temporal. La Iglesia - y también la a.c. - debe ayudar a los hombres a que conozcan los principios generales de la revelación, pero no está llamada a transmitirles los igualmente necesarios conocimientos técnicos. Por eso, los miembros de la a.c. deben «distinguir claramente entre lo que como ciudadanos guiados por su conciencia cristiana realizan en nombre propio, individualmente o en asociaciones, y lo que hacen en nombre de la Iglesia juntamente con sus prelados» (Constitución pastoral: Sobre la Iglesia en el mundo de hoy, art. 76).

b) Los seglares aportan una experiencia específicamente laica y asumen parte de la responsabilidad en la dirección, en la planificación y en la acción. Esto exige de los jerarcas un margen de libertad, de confianza y colaboración, que permita a los seglares adultos, expertos y con iniciativa personal desarrollar sus facultades e incluso realizar tareas auténticamente laicas dentro de la Iglesia.

c) Los laicos están unidos por una constitución y acción colegial y corporativa.

d) Los laicos actúan «bajo la dirección de la jerarquía misma», que con ello asume una cierta responsabilidad suprema, lo que a su vez implica el derecho - aunque restringido únicamente a esto- a determinar las líneas generales de orientación, a confirmar en el cargo a los funcionarios responsables, a ratificar las resoluciones y estatutos más importantes, pero también a emitir el juicio sobre la existencia de las cuatro características. La relación especial con la jerarquía se llama mandato; éste no confiere una misión con nuevas atribuciones, pero sí un cierto carácter oficial. El concilio ha dejado en suspenso intencionadamente las controversias teológicas sobre la doctrina del mandato. La suprema dirección por parte de la jerarquía y el carácter laico no deben eliminarse mutuamente; entre ambos polos hay tensión, pero no contradicción. También en el mundo sólo existen responsabilidades divididas de diferente grado; pero en la comunidad de Cristo, por principio, hay una responsabilidad universal y colegial de todos para con todos.

Con una a.c. así entendida en el fondo también queda superada la «clásica» definición de la misma, según la cual el laico podría ser considerado de una forma exagerada como el brazo prolongado de la jerarquía, como su instrumento y órgano de ejecución. Es cierto que todavía se encuentra la definición en el art. 20 del decreto Sobre el apostolado de los laicos, pero sólo en la introducción histórica. De hecho, solamente un reducido sector de la a.c. puede describirse como colaboración, como participación en el apostolado jerárquico. Pero así no aparece suficientemente el carácter específicamente laico o cristiano de orden temporal de este apostolado, ni la auténtica y característica corresponsabilidad de los seglares en la Iglesia. Es cierto que la a.c. no puede actuar más allá de su cometido eclesial, pero incluso en este cometido no se puede considerar a los laicos como meros colaboradores de la jerarquía, sino que ellos siguen siendo corresponsables del apostolado de toda la Iglesia, y la naturaleza de su apostolado no es otra que la del jerárquico; de lo contrario, no podrían prestar su contribución específica a la Iglesia. Según la concepción actual sería mejor, por tanto, describir la a.c. como «participación oficial de los laicos en el apostolado de la Iglesia».

La consideración seria de estas cuatro características y de la necesaria tensión existente entre ellas aclara también algunas disputas de los últimos años referentes a la a.c., p.ej.: sobre las relaciones entre el reino de Dios y la edificación del mundo terrestre, entre la evangelización o santificación y la configuración cristiana del orden temporal; sobre una estructura eclesial, en la que el cristiano pueda integrarse plenamente con todo su mundo, incluso profano, es decir, sobre un concepto nuevo, más amplio y completo, de cristianismo, y, más concretamente, sobre el compromiso temporal, tal vez político, de la a.c.; y sobre la libertad que tienen los laicos en la Iglesia con relación a la reforma interna y a la acción frente al mundo ateo, así como con relación a la edificación del -mundo en general. Según el Vaticano ii la acción temporal del cristiano debe considerarse como misión de la Iglesia y, por ello, como apostolado, si la ejecuta con espíritu evangélico; pero el creyente ha de realizarla bajo su propia responsabilidad y no la puede hacer en nombre de la Iglesia. Por otra parte, la a.c. es auténtico apostolado laico y no sólo ayuda a la pastoral; pero tampoco constituye un medio para volver a clericalizar el mundo en el sentido de un nuevo integrismo.

2. Importancia de la a.c.

La importancia de una a.c. que permanezca fiel a su esencia parece que reside precisamente en esta función mediadora: en que, gracias a su auténtico carácter profano y laico, es capaz de proporcionar a la Iglesia una visión del mundo y una aportación mundana, la cual puede ayudarle incluso en la elaboración y proclamación de los principios religiosos y morales; y en que, por el lado contrario, en virtud de su carácter simultáneamente oficial y eclesial, puede transmitir al mundo una visión de la Iglesia y, a los cristianos que están en el mundo, la ayuda de la Iglesia para el cumplimiento cristiano de sus tareas profanas, formándolos teórica y metódicamente para el apostolado. De este modo, la a.c. une la fuerza de los seglares y su conocimiento objetivo del mundo con la obra de los pastores (Constitución sobre la Iglesia, art. 37). Y aun cuando en la Iglesia siempre se dio de alguna forma este tipo de apostolado, es de especial importancia en una sociedad y en una Iglesia que necesitan más que nunca de una estrategia planeada a escala mundial. Así se comprende que el decreto Sobre el apostolado de los seglares, a pesar de que en principio valora positivamente todas las iniciativas apostólicas, recomiendo con especial «insistencia» las organizaciones a las que se pueden aplicar las características esenciales de una auténtica a.c., lleven o no lleven este nombre. Esto, lejos de justificar una pretensión de monopolio, obliga a un especial servicio fraterno.

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Ferdinand Klostermann