PANORÁMICA GENERAL DE LOS AÑOS 300 AL 450


El poder civil y la Iglesia: de la persecución a la protección

A lo largo del siglo iv, y en un espacio de menos de ochenta años, la actitud oficial respecto a los cristianos iba a cambiar enormemente.

Se abre el siglo con la persecución más tremenda de todas las que tuvieron que sufrir los cristianos, la gran persecución de Diocleciano, de la que ya hemos dicho algo. Sus consecuencias fueron débiles en Occidente, quizá con la excepción de España; pero en Oriente la persecución fue rigurosa y hubo muchos mártires. Los escritos de Eusebio de Cesarea, contemporáneo de estos sucesos, reflejan el gran impacto de la que fue la última de las persecuciones clásicas.

El panorama cambia por completo en el año 313. Ya en el 311, Galerio, la autoridad imperial que había estado detrás de la persecución, había reconocido el fracaso de ésta y, por primera vez en la historia, había promulgado un edicto de tolerancia hacia los cristianos. Ahora, Constantino no sólo toleraba su existencia legal, sino que concedía la libertad religiosa a todos los súbditos; además, daba a la Iglesia facultad para poseer bienes, restituía los lugares de culto que se habían arrebatado recientemente a los cristianos, les hacía donación de otros nuevos, etc.

La actitud oficial seguiría evolucionando. Después de una breve recaída en el paganismo con el emperador Juliano (361-363), en el año 391 Teodosio llegaría a declarar el cristianismo religión oficial y a proscribir los cultos paganos.

La protección del poder civil iba a ir acompañada de su intervención creciente, no siempre afortunada, en los asuntos internos de la Iglesia. Desde el comienzo, Constantino se había considerado responsable de ella. Sus motivos eran políticos, pero en un sentido muy propio de la palabra: Dios no podía estar satisfecho si las cosas de su Iglesia no iban bien, y si Dios no estaba satisfecho, todo el cuerpo social del Imperio saldría perjudicado. Además, no hay que olvidar que Constantino y sus sucesores seguían llevando el título de Pontifex Maximus, y esta magistratura tradicional de que estaban investidos les autorizaba para intervenir en temas relacionados con la religión.

Por otra parte, el auxilio del emperador fue solicitado en diversas ocasiones por algunos obispos que se encontraban ante dificultades de tal envergadura que les parecían imposibles de superar sin él. En adelante, cada vez sería más difícil prescindir de esas ayudas externas, siempre un tanto ambiguas.

En los primeros años, esas dificultades fueron principalmente dos. Una fue el donatismo, y estuvo localizada en África. La otra, mucho más peligrosa, fue el arrianismo, que .desde Alejandría se extendió rápidamente por todo el Imperio romano, aunque incidió de manera más acusada en su parte oriental. Como tendremos ocasión de ver, el poder civil intervino profunda y frecuentemente en la solución, y a veces en el enconamiento, de una y otra disputa.

 

La expansión del cristianismo

Se ha estimado a veces que, a lo largo del siglo iv, los cristianos pasaron de ser menos de un diez por ciento de la población total del Imperio a ser casi un noventa por ciento. De lo que no cabe duda es de que el crecimiento del número de los cristianos fue muy grande. No es éste el lugar para analizar todos los cambios que esto llevaría consigo, pero sí puede ser útil enumerar algunos, para hacernos así una idea mejor del nuevo panorama.

Las conversiones, no todas igualmente meditadas y sinceras, habían sido abundantes. Había sido necesario establecer un procedimiento colectivo para formar a los aspirantes al bautismo, el catecumenado. El culto se solía realizar ahora en grandes basílicas, cedidas por el Estado o construidas por los cristianos. Quizá había habido también una dilución del espíritu que animaba a los fieles; de hecho, tal vez como reacción a este fenómeno, cerca de algunos lugares muy cultos y poblados de Oriente (Alejandría, Antioquía) y también en otros, apareció el fenómeno de la emigración de muchos individuos a lugares solitarios, dando así origen al monaquismo cristiano. Por otra parte, la persistencia de la antigua religión se iba convirtiendo en actitud sofisticada de unos pocos (como el emperador Juliano, por ejemplo), o en señal de atraso que se daba sobre todo fuera de las ciudades, en los pagos, por lo que comenzaría a recibir el nombre de religión pagana.

El gran número de personas a que ahora podía afectar todo lo que girase en torno a las discrepancias doctrinales iba a dar a éstas una trascendencia que era también política; ésta era una razón más para la intervención de los emperadores, que tratarían de conseguir la unidad por todos los medios.

Otra característica del período, que no es ajena a ese crecimiento, fue la integración de la cultura helenística en el pensamiento cristiano; en la forma, fue admitida plenamente, y, en el fondo, en todo lo que resultó ser aceptable. Así, por ejemplo, los Padres Capadocios se encontrarán tan a gusto con esa cultura helenística como con su fe cristiana.

Por otra parte, la misma organización eclesiástica tomó elementos de la civil. Así, las diócesis se agruparon en grandes circunscripciones, que solían coincidir aproximadamente con las respectivas provincias civiles y eran presididas por las Iglesias metropolitanas. Posteriormente, éstas se articularon en varios patriarcados, con su centro en las ciudades más importantes del Imperio; estos patriarcados fueron, con alguna variación según las épocas, los de Roma, Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén.

La conversión de Constantino, que según las apreciaciones actuales fue a la vez sincera y poco informada, y todo lo que llevó consigo, influyó en gran manera en la expansión del cristianismo que, a lo largo del período aquí considerado, llegó a casi todos los confines del Imperio. Pero fuera de él, y en concreto en Persia, esta conversión tuvo influencias negativas.

En Persia, durante los cincuenta años centrales del siglo III, a medida que se evaporaba el poder de los partos arsácidas y se consolidaba el de los persas sasánidas, nacía y crecía el movimiento sincretista de Manes, del que ya hemos hablado, y que acabó con su condena a muerte y ejecución en el año 277. El cristianismo se había extendido también en el espacio persa, y había comunidades numerosas no sólo cerca del Tigris, sino en Partia, Media, Bactriana e incluso en la India. Pero el mismo movimiento de apoyo a la vieja religión nacional que llevó a la condena de Manes llevaría también a persecuciones del cristianismo, de las que estamos mal informados. Ahora, lo que simplificando podríamos llamar la conversión de Roma, es decir, del Imperio enemigo de Persia, haría mirar aún con más sospecha el cristianismo, y bajo Sapor II (339-379) habría otra violenta persecución.

A la larga, en Persia se iban a tolerar los disidentes del cristianismo romano; así ocurrió con las comunidades nestorianas, que se mantuvieron minoritarias en Persia, pero que en épocas posteriores llegaron a extenderse hasta zonas remotas de la India e incluso hasta la China.

 

La orientalización del Imperio y el comienzo de las invasiones

Hemos de considerar ahora una decisión política de Constantino que tuvo importantes consecuencias no sólo para la historia posterior del Imperio sino también, aunque indirectamente, para la de la Iglesia.

Nos referimos al traslado a Oriente de la capitalidad del Imperio: primero a Nicomedia, en la orilla oriental de los estrechos que cierran el Mar Negro, y luego a Bizancio, en su orilla occidental.

Con este objeto, Bizancio fue reconstruida y ampliada por Constantino (de ahí su nuevo nombre de Constantinópolis); su crecimiento fue grande, de modo que las murallas de Teodosio, de hacia el 413, dejaron muy en el interior de la ciudad a las de Constantino, que eran de hacia el 330.

La elección del emplazamiento de Constantinopla resultó especialmente acertada; tanto por ser fácil de fortificar y de defender, lo que le permitió resistir los asaltos durante más de un milenio, hasta el 1453; como, sobre todo, por su situación general dentro del Imperio.

En efecto, Roma quedaba cada vez más lejos de las fronteras vivas, donde tenían que estar las legiones para hacer frente a las diferentes amenazas de los pueblos vecinos: la frontera del Rin, la frontera del Danubio, la de Persia. La estancia de los emperadores en Roma era cada vez menos frecuente, y más su permanencia en el valle del Po o en la Galia.

Constantinopla en cambio estaba en el camino de las legiones hacia la frontera persa, el único Estado organizado y potente con el que tenía que enfrentarse Roma; quedaba al mismo tiempo muy cerca de la frontera del bajo Danubio, donde la presión de los pueblos germánicos se hacía sentir ahora con más fuerza; era un puerto magníficamente situado para el comercio entre el Mar Negro, con sus orillas muy pobladas de colonias griegas, y el Mediterráneo oriental; se podía aprovisionar fácilmente del material de construcción naval que suministraban en abundancia las orillas del Mar Negro, lo que sería de gran importancia en los siglos medios, y también del trigo de Egipto; y estaba además situada en la parte más poblada y más rica del Imperio.

Una consecuencia de este traslado fue acentuar la preponderancia creciente de la parte oriental del Imperio sobre la occidental. El centro de gravedad se siguió desplazando, y el Imperio se orientalizó. La defensa del Rin se fue haciendo menos fuerte. Constantinopla se distanció de Roma, que iría perdiendo importancia. Más tarde, tuvo aun lugar la introducción de una cuña eslava, acaudillada por los búlgaros, un pueblo de las estepas que acabaría eslavizándose; esa cuña penetraría por el bajo Danubio para afincarse definitivamente en el interior de la península de los Balcanes.

La eslavización progresiva de las tierras antes latinizadas del interior de esta península; la búsqueda posterior, por parte de los papas, del apoyo de un emperador romano de Occidente (los carolingios) frente al desamparo del emperador romano que residía en Constantinopla; la abolición .del latín en Oriente como lengua de la administración; todo ello son pasos que, en lo cultural y en lo político, prepararían el camino para la separación del Oriente cristiano de Roma.

En el siglo iv, muchos de estos acontecimientos pertenecían aún al futuro. Sin embargo, a lo largo del siglo y medio de que tratamos ahora, se pueden encontrar algunos síntomas primerizos del cisma de Oriente y que son como una consecuencia temprana de la traslación de la corte del emperador. El principal de estos síntomas es la preponderancia que va adquiriendo el obispo de Constantinopla y sus pretensiones a ser el segundo obispo del orbe cristiano, a pesar de no contar con ninguna tradición apostólica especial, y basándose únicamente en que era el obispo de la capital imperial, la nueva Roma.

En cuanto a las fronteras del Imperio, los últimos veinticinco años del siglo iv conocen ya la presión de los hunos, la entrada de los visigodos en la península de los Balcanes, su larga marcha a través de ésta y su acercamiento a Roma. Después, a lo largo de la primera mitad del siglo v, se van estableciendo numerosos pueblos germanos en suelo romano y por diversos conceptos (aliados, enemigos, etc.): burgundios y visigodos en la Galia; nuevos, vándalos y alanos en Hispania; vándalos en África, donde Cartago es conquistada en el año 439.

 

Las controversias doctrinales: cismas, herejías y fijación del dogma

Nos encontramos de súbito en la época de los cuatro primeros concilios de la serie de los ecuménicos (Nicea, Constantinopla, Éfeso, Calcedonia), a los que acompaña un gran número de otras reuniones sinodales de importancia y significado diversos. La actividad de los teólogos y el número y calidad de los escritos de los Padres será paralela a la importancia de estas asambleas.

Cinco son los principales debates, de estilo y trascendencia muy diversos, que se desarrollan en estos siglos. El primero en presentarse es el del donatismo, localizado en Africa. Casi al mismo tiempo, con su centro en Oriente y poca repercusión en Occidente, se iniciarán las controversias trinitarias, que giran especialmente en torno a la divinidad del Hijo y vienen a ocupar los sesenta años centrales del siglo Iv: los años 318 y 381 podrían señalar los extremos de este período, y los años 337 y 361 los de máxima crisis, resuelta en ambos casos por la muerte del emperador. De un tono algo parecido a las anteriores, tanto por su área de máxima influencia como por su contenido, fueron las controversias cristológicas, que versan sobre el modo de la unión de lo divino y de lo humano en la persona de Cristo y ocupan el segundo cuarto del siglo v, más o menos desde el 428 hasta el 451. Entre unas y otras, entre el 400 y el 418, se había desarrollado en Occidente una controversia sobre la gracia, cuyos protagonistas principales fueron San Agustín y Pelagio. Aún antes, había comenzado en Hispania el movimiento mal conocido del priscilianismo, en cuyo origen estaba Prisciliano (m. 385) y que luego se había ido extendiendo por diversos lugares de Occidente.

No se trata de hacer ahora un estudio profundo de estas cuestiones, pero sí convendrá exponer algunas ideas generales sin las cuales se haría difícil entender este período de la literatura cristiana. Trataremos brevemente de las cuatro primeras, deteniéndonos algo más en las que tuvieron más trascendencia en los escritos y en la actividad de los Padres: las controversias trinitarias y cristológicas. Del priscilianismo se dirá algo más adelante, al tratar de Prisciliano.

El donatismo, del nombre de uno de sus primeros fautores, Donato, tenía un cariz más bien moral y disciplinar, al que se unían sin embargo connotaciones doctrinales; en su origen era un cisma con tendencia a convertirse en herejía. En síntesis, los que consideraban que habían tenido un comportamiento correcto en la persecución de Diocleciano se negaban a aceptar como pastores a los que, según ellos, habían claudicado de una u otra manera ante aquella persecución. Esto les llevó a la creación de una jerarquía a su gusto, de manera que ahora había prácticamente el mismo número de obispos donatistas que de obispos católicos. Unos y otros apelaron a la autoridad imperial, que falló repetidamente en favor de la jerarquía católica, pero que en cada uno de estos fallos fue desoída por los obispos donatistas, hasta que llegó el momento en que Constantino se decidió por su represión violenta. El donatismo no tuvo influencia fuera de África, pero allí seguía vivo cien años después, en tiempos de San Agustín, y parece que no llegó a desvanecerse del todo hasta la extinción del cristianismo, preparada por los vándalos y consumada bajo los musulmanes.

En cuanto a las controversias trinitarias, ya hemos visto que en las explicaciones que se daban sobre la Trinidad en el siglo III y aun antes no eran infrecuentes las fórmulas que llevaban consigo una tendencia hacia el subordinacionismo, aunque en general se mantenían dentro de un cuadro ortodoxo. En nuestra época esto último iba a cambiar, y un subordinacionismo explícito y radicalizado pretendería convertirse en regla de la fe.

Fue Luciano de Antioquía, que moriría mártir en el año 312, quien ya hacia finales del siglo III inició esta corriente, al enseñar un subordinacionismo en sentido estricto y unirlo además al adopcionismo.

Ahora, en la segunda década del siglo iv, Arrio, un presbítero de Alejandría que había sido discípulo de Luciano de Antioquía, comenzó a sostener que el Hijo es una criatura del Padre, aunque la más excelente, por medio de la cual Dios había creado el mundo (arrianismo). Reprendido y después condenado por su obispo en un sínodo local, el número de sus seguidores creció. Arrio escribió a los obispos, encontró eco en algunos, y Constantino, asesorado por Osio, convocó una reunión, lo que sería el concilio de Nicea (325).

En este concilio se iba a definir que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, consubstancial (homousios) con el Padre. San Atanasio, el secretario del obispo Alejandro de Alejandría, a quien sucedería en su sede, tuvo una actuación importante en Nicea. Pero la condena de Arrio y la definición conciliar, en lugar de poner punto final a la controversia, marcarían el comienzo de una disputa amarga y prolongada, en la que en un par de ocasiones, como hemos dicho, los que mantenían la definición de Nicea estuvieron a punto de quedar completamente desplazados.

Casi enseguida de terminarse el concilio, algunos de los obispos que, con mayor o menor sinceridad, habían firmado la fórmula que contiene la expresión consubstancial (el símbolo de Nicea) se volvieron atrás. Ocupaba un lugar principal entre ellos Eusebio, que era obispo de Nicomedia, la ciudad donde estaba la corte imperial en aquellos años; y éste, también discípulo de Luciano y condiscípulo de Arrio, poco a poco se iría ganando la simpatía de Constantino. Pronto comenzó la persecución de Atanasio y de los que permanecían fieles al símbolo de Nicea; al mismo tiempo se preparaba la readmisión de Arrio, evitada sólo por su muerte súbita, ocurrida muy poco antes de la de Constantino (337).

Eran muy numerosos los obispos, a menudo clasificados como semiarrianos, que buscaban fórmulas de compromiso; son los que no aceptaban la enseñanza de Arrio pero les disgustaba el símbolo de Nicea. Así, entre los años críticos de 357 a 361, se propusieron estas fórmulas: el Hijo es de semejante naturaleza al Padre (homoiusios, de ahí homoiusianos); o el Hijo es semejante en todo al Padre; o el Hijo es sencillamente semejante al Padre (homoios, de ahí homoianos; también llamados acacianos, de su propugnador Acacio de Cesarea). Otro sector, el de los arrianos estrictos, sostenía que el Hijo es diferente del Padre (anomoios, de ahí anomeos; también llamados eunomianos, de su propugnador Eunomio de Cícice).

Del arrianismo saldría más tarde, como una cierta extensión de su doctrina al Espíritu Santo, el macedonianismo (de su propugnador Macedonio, obispo de Constantinopla), cuyos partidarios afirmaban que el Espíritu Santo es una criatura del Padre, y que por esto recibían también el nombre de pneumatómacos, adversarios del espíritu.

Todo este período de unos sesenta años estuvo marcado por la campaña de Eusebio de Nicomedia por substituir los obispos partidarios de Nicea por otros arrianos, por lo general a través de su deposición mediante acusaciones fraudulentas. Estuvo también marcado por disputas incesantes, por reuniones continuas, por la elaboración de nuevas fórmulas y símbolos; y, en general, por los esfuerzos por prevalecer sobre la parte contraria, sin excluir los medios violentos .

Los defensores de la ortodoxia fueron en primer lugar San Atanasio y luego los tres grandes Padres de Capadocia (San Basilio el Grande, San Gregorio de Nacianzo, San Gregorio de Nisa), llamados a veces neonicenos, y que conseguirían atraer a muchos de los semiarrianos. En Occidente, a donde llegó alguna pequeña influencia de la controversia debido sobre todo a las presiones imperiales, el campeón de la ortodoxia fue San Hilario de Poitiers, contemporáneo de Atanasio.

El poder imperial, repartido ahora entre diferentes emperadores según circunscripciones geográficas que no son constantes, al mismo tiempo que busca la unidad de la fe, se inclina a uno u otro lado. Se puede decir en general que los emperadores con especiales responsabilidades en Occidente, donde la discusión es mínima y todos los obispos se inclinan por Nicea, favorecen también la expresión nicena de la fe; mientras que los emperadores con especiales responsabilidades en Oriente (excepto el breve intervalo de Juliano, que intentó aprovechar la disputa para debilitar a unos y otros) son de tendencia arriana o semiarriana.

A partir del año 361, gracias en gran parte a la labor de los Capadocios, los nicenos fueron recuperando el terreno perdido, y la accesión al imperio de Teodosio (379), de convicciones nicenas, acabó de inclinar la balanza. Poco después, el concilio I de Constantinopla (381) volvía a confirmar la expresión nicena y condenaba el arrianismo, el semiarrianismo, el macedonianismo y el sabelianismo. Desde este momento el arrianismo se irá convirtiendo en un recuerdo, y seguirá vivo sólo en los pueblos germánicos convertidos por arrianos, constituyendo un elemento diferencial más entre los bárbaros invasores y dominantes y los romanos invadidos y dominados, hasta que al final también los bárbaros abandonarán el arrianismo y abrazarán la fe católica.

Las controversias cristológicas (véase el cuadro esquemático al final del libro) vienen cronológicamente después de las trinitarias y responden a otra cuestión: ¿de qué manera Cristo es Dios y es hombre?

Apolinar de Laodicea (de ahí, apolinarismo), defensor de la fe de Nicea y gran amigo de Atanasio, hacia el 370 había ido más lejos que otros escritores anteriores, que no mencionaban el alma humana de Cristo, para llegar a negarla explícitamente y decir que el Logos es quien ocupa en Cristo el lugar del alma humana. De esto se desprendía, aunque Apolinar no llegaba a esta conclusión, que Cristo no había sido verdadero hombre.

Por el contrario, medio siglo después, Nestorio (de ahí, nestorianismo) comenzaría a sostener, con un sentido al parecer distinto y más acusado de aquel con que ya antes se había usado la expresión, que el Logos habita en el hombre Jesús como en un templo, con lo cual Cristo no sería Dios, sino un hombre en quien habita Dios. Nestorio, elevado a la sede de Constantinopla en el año 428, resumiría allí esta enseñanza, en su predicación, de una manera gráfica y profunda a la vez, diciendo que por eso no había que llamar a María Madre de Dios (Theotokos) sino Madre de Cristo (Christotokos) o Madre del hombre (Anthrotokos) que es Cristo a quien ha dado a luz.

A él se opuso el obispo de Alejandría, Cirilo, que insistía en que, en Cristo, la naturaleza divina penetra a la humana como el fuego penetra a la brasa, aunque con una terminología aún no bien precisada y que utilizaba indistintamente los términos naturaleza y persona (fisis e hipóstasis), tomados más adelante para significar cosas distintas.

En el año 431 se reuniría el concilio de Éfeso que, tras numerosas vicisitudes y altercados, afirmaría que era perfectamente apropiada la expresión Madre de Dios, con todo lo que esto supone respecto a la unión de la humanidad y la divinidad en la persona de Cristo.

Después de este concilio hubo sin embargo un distanciamiento creciente de las posturas iniciales que lo habían provocado, dando lugar a la de los nestorianos, que en realidad parecen ir más lejos que Nestorio y ahora afirman explícitamente que en Cristo hay dos personas o, en otras palabras, que Cristo no es más que un hombre en quien accidentalmente habita el Verbo por un tiempo; y a la que los monofisitas (una sola fisis, o naturaleza) o eutiquianos (de Eutiques, que era abad de un monasterio de Constantinopla hacia el 445 y que originó esta herejía en su deseo de confundir a los nestorianos), que afirman que después de la unión, la divinidad absorbe a la humanidad, quedando así vaciada de sentido la afirmación de que Cristo era verdadero hombre.

Uno de los campeones de la ortodoxia fue ahora el patriarca de Constantinopla Flaviano, quien fue enérgicamente apoyado por el papa San León Magno. Después de muchos incidentes, una importante carta de este papa a Flaviano fue tomada como base del cuarto concilio ecuménico, el último de esta primera serie, que se reunió en Calcedonia en el año 451 y definió que: Todos nosotros profesamos un único e idéntico Hijo, nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad y completo en cuanto a la humanidad (...) en (no «de») dos naturalezas inconfusas e intransmutadas (contra los monofisitas), inseparadas e individas (contra los nestorianos), unidas ambas en una persona y en una hipóstasis.

Los nestorianos desaparecerían de la escena del Imperio romano, para extenderse hacia el oriente no romano, como hemos dicho.

En cambio, la historia posterior del monofisismo es al principio bastante parecida a la del arrianismo; como veremos en la parte tercera, comenzó la lucha por las sedes episcopales, la búsqueda de fórmulas de compromiso, el apoyo de los emperadores a una u otra fórmula o su pretensión de imponer alguna que juzgaban satisfactoria para todos, etc.

Pero su final fue, tristemente, de otro estilo. En lugar de acabar por desaparecer para ser absorbido en la ortodoxia como el arrianismo, se afianzó en algunas regiones de Oriente alejadas de Constantinopla. Con el tiempo arrastró incluso la Iglesia hasta entonces ortodoxa de Etiopía.

Especialmente en las ciudades de Alejandría y de Antioquía, el monofisismo adquirió además el carácter de un factor diferencial, fuente de animadversión hacia la ciudad imperial, y contribuyó a la débil resistencia de estos lugares, periféricos pero muy importantes, ante la invasión musulmana.

La controversia sobre la gracia, en contraste con las dos anteriores que apasionaron y arrastraron tras de sí a las multitudes, se desarrolla sólo entre los obispos y los especialistas, sin movilizar al pueblo en uno u otro sentido. De manera esquemática se podría decir que Pelagio, del que ya hablaremos, sostenía que el hombre podía hacer el bien y evitar el mal por sus propias fuerzas, y que el pecado de Adán no se transmitía como tal a sus descendientes, para los que era simplemente un mal ejemplo (pelagianismo).

En África, Pelagio se encontró con la oposición de San Agustín quien, al filo de la controversia, desarrolló las explicaciones que le valdrían más tarde el calificativo de doctor de la gracia. Estas explicaciones eran esencialmente que el hombre fue creado en un estado de justicia original, de bondad, pero que Adán la perdió para sí y para sus descendientes; y que el hombre necesita de un auxilio divino para realizar obras buenas que sean sobrenaturalmente meritorias. Pero al mismo tiempo, en el apasionamiento de la discusión, llegó a sostener lo que luego se llamaría agustinismo: el pecado de Adán habría convertido al conjunto de los hombres en una masa de condenación de la que Dios sacaría sólo a aquellos que por pura benevolencia hubiera destinado ya desde siempre para salvarse.

Esta segunda parte de las enseñanzas de San Agustín, que no han sido recogidas por el magisterio oficial de la Iglesia, encontraron oposición, especialmente entre los monjes de Marsella y de Lerins. Éstos decían que Dios quería salvar a todos, y que la predestinación de Dios no es caprichosa, sino que la haría en previsión de los méritos de cada uno; pero por otra parte decían también que la iniciativa primera para que un hombre se salvara le correspondía a él mismo y no a Dios, lo cual, ya en el siglo xvI, recibiría el nombre de semipelagianismo.

En los tiempos antiguos, la controversia finalizó, más de cien años después de su comienzo, con la formulación hecha por un concilio no ecuménico, el segundo concilio de Orange, del año 529. Este concilio fue presidido por San Cesáreo de Arlés, de quien hablaremos más adelante, y dejó sentado que el hombre con sus solas fuerzas no podía hacer obras sobrenaturalmente meritorias, y que tanto para comenzar a andar por el camino de la salvación (justificación) como para llegar a su final (perseverancia final) hacía falta una iniciativa de Dios. No habló en cambio de que la predestinación a salvarse estuviera restringida a algunos, y condenó expresamente que existiera una predestinación al mal.

El monaquismo

La más temprana manifestación de importancia del fenómeno del monaquismo, que tanto iba a influir en la vida de la Iglesia, tuvo lugar en Egipto en la primera mitad del siglo iv. Apareció primero en el Bajo Egipto, donde fueron muy numerosos los anacoretas, muchos de los cuales se dirigían a San Antonio en busca de consejos y orientaciones. Poco después hizo también su aparición en el Alto Egipto, en la Tebaida; allí giraba en torno de la figura de San Pacomio, que fue el iniciador de la forma de vida cenobítica o de comunidad.

Más adelante, hacia la mitad del siglo, San Basilio contribuyó a la extensión y fortalecimiento de la vida monástica en Capadocia. Ya en la segunda mitad del siglo iv, el monaquismo se difundió por Siria, con la figura de San Efrén, y por Palestina, con la de San Sabas. En general, en Siria y Palestina los monjes eran anacoretas, mientras que en Capadocia seguían el modelo de vida cenobítica.

En Occidente, la vida monástica se implantó también muy pronto; pero su impulso decisivo no lo iba a recibir hasta más tarde, ya iniciado el siglo vi, con San Benito.

Los monjes influyeron mucho en las controversias doctrinales de estos años. Algunos de ellos, como pensadores. Pero, sobre todo, por el apoyo que sus grandes números y su disposición incondicional supuso para los que defendían unas u otras posiciones. Así, los monjes fueron de gran ayuda para hacer frente al arrianismo y al nestorianismo; pero luego se inclinaron masivamente hacia el monofisismo.

 

Las escuelas teológicas de Alejandría y de Antioquía

Al hablar de Clemente de Alejandría y de Orígenes dijimos ya algo de la escuela de Alejandría. Si entendemos esta expresión como corriente de pensamiento teológico, fue configurada sobre todo por Orígenes, y los caracteres que le imprimió se podrían describir así: uso abundante del saber filosófico griego, con una gran influencia de Platón y del neoplatonismo; en exégesis bíblica, uso también abundante, y a veces exagerado, del método alegórico; y tendencias místicas.

En su larga estancia en Cesarea de Palestina, Orígenes fundó allí la escuela de Cesarea, entendida como lugar de enseñanza y de investigación; sus características teológicas, como era de esperar, en nada se diferencian de las que él mismo desarrolló en Alejandría. En esta escuela, provista de una biblioteca excelente, se formaron algunos de los seguidores de Orígenes, como los dos obispos de Cesarea que continuaron su labor intelectual, Pánfilo y Eusebio.

En los tiempos de este último, las características de la escuela de Alejandría evolucionarán, por obra sobre todo de San Atanasio, hacia lo que se llama a veces escuela de neoalejandría: se comenzarán a evitar los excesos alegóricos de Orígenes en la interpretación de la Escritura, de manera que la alegoría se irá reservando cada vez más, aunque no exclusivamente, para consideraciones con fines de edificación; por otra parte, para hacer frente a Arrio, Atanasio utilizará también la exégesis histórico-gramatical. Los tres Padres Capadocios y, más tarde, San Cirilo de Alejandría, pertenecerán también a esta escuela, que en el siglo iv conocerá, por tanto, un segundo período de esplendor comparable al que había tenido en tiempos de Orígenes.

Unos cien años después del primer inicio de la escuela de Alejandría, Luciano de Antioquía (m. 312) inició en esta última ciudad una corriente de pensamiento teológico que se hará común a lo que se llamará luego escuela de Antioquía; de manera semejante a lo que pasaba con la escuela de Alejandría, pertenecerán a la de Antioquía autores de muy diferentes lugares.

Los caracteres definitorios de la escuela de Antioquía, en contraposición a los de la de Alejandría, se podrían describir así: una influencia mucho más limitada de la filosofía platónica y del neoplatonismo; en exégesis bíblica, un interés casi exclusivo por el sentido literal de los textos, que se busca estudiándolos filológica e históricamente, y una utilización muy sobria de la alegoría, que a veces llega a su repudio absoluto; y un mayor realismo, aunque con una cierta tendencia hacia el racionalismo.

El fundador de la escuela, Luciano de Antioquía, se suele considerar como un precursor del arrianismo; tanto Arrio como el que luego sería el jefe del partido arriano, Eusebio de Nicomedia, habían sido discípulos suyos y se declaraban explícitamente sus seguidores. La época más brillante de la escuela fue la de su gran maestro Diodoro de Tarso y de sus discípulos San Juan Crisóstomo, Melecio de Antioquía y Teodoro de Mopsuestia. También Nestorio pertenece a esta escuela.

La escuela de Antioquía influyó en la escuela de Edesa, en Siria; ésta, mucho menos importante que las anteriores, tiene su inicio a mediados del siglo In, y su representante principal es Efrén el Sirio, que murió en el 373.

En sus versiones exageradas y heterodoxas, de la escuela de Antioquía salió el arrianismo y el nestorianismo, y de la de Alejandría brotó el monofisismo.

 

El neoplatonismo

Puede ser interesante que digamos ahora algo de este movimiento, al que hemos aludido un poco más arriba. Su inicio tuvo lugar en Alejandría, con las enseñanzas de Ammonio Saccas (m. 242), a quien había ido a escuchar Orígenes. De manera semejante a como Panteno no nos dejó nada escrito y nos es conocido por lo que de él nos dice, con gran admiración, su discípulo Clemente de Alejandría, tampoco Ammonio Saccas parece haber escrito nada, y lo que sabemos de él nos ha llegado a través de su discípulo Plotino (204-270). Éste, nacido en Licópolis, cerca de Alejandría, después de la muerte de su maestro fue a Roma, donde pasó veinte años enseñando, contando alguna vez entre sus oyentes al emperador Galieno. Su discípulo Porfirio (m. 304) recopiló y publicó sus obras, desarrollando y sistematizando las enseñanzas de su maestro. De los tres citados, la figura principal es la de Plotino.

El neoplatonismo se presenta como un método, intelectual y práctico a la vez, para alcanzar la realidad inteligible, en lo cual consiste la felicidad. Viene a ser un sistema filosófico y religioso que combina ideas de la filosofía de Platón y del estoico Zenón junto con otras de Pitágoras, Aristóteles y Filón, sin que se excluyan algunas concepciones gnósticas y otras cristianas más o menos desfiguradas. En cierta manera viene a ser una justificación erudita del sentimiento religioso tradicional. Por una parte ofrece un esquema racional sobre la naturaleza de Dios y del mundo y sobre el origen y el destino del hombre; el hombre, mediante un conocimiento adecuado y una purificación, puede ascender gradualmente a la visión de Dios. Por otra parte, gracias a la interpretación alegórica de las mitologías, se combina todo esto con los ritos y prácticas de la religión pagana, a la que, por tanto, respeta al mismo tiempo que le da un lustre intelectual.

Este movimiento tuvo un éxito notable. Pero, a pesar de lo dicho respecto a la escuela de Alejandría, su influencia profunda en el pensamiento de autores cristianos no vino hasta mucho más tarde, con San Agustín y, luego, con el pseudo Dionisio. De momento, más bien era hostil a la Iglesia. Así, Porfirio mostraba aprecio por la figura de Cristo, pero la interpretaba a su manera con criterios racionalistas; le disgustaba la de San Pablo; y, en definitiva, criticaba el cristianismo con acritud. De hecho, en algún momento la persecución de Diocleciano se quiso apoyar en el neoplatonismo.

 

Los escritores eclesiásticos de este período

En cuanto a los escritores eclesiásticos, si hasta aquí hemos tenido que hacer una selección, con mayor motivo nos vemos obligados a hacerla a partir de ahora, pues el volumen de la producción literaria de este siglo y medio es enorme y a nosotros, como ya hemos dicho, nos interesa sólo una visión general y sintética, de carácter introductorio.

A modo de una primera presentación de estos Padres, siguiendo un orden cronológico y dejando de momento aquellos de los que trataremos en el capítulo 18, se podría decir lo que sigue.

EUSEBIO DE CESAREA es el gran historiador de la Iglesia. SAN ATANASIO es el defensor de la fe de Nicea; su lucha incesante contra el arrianismo será proseguida por los tres grandes Padres Capadocios (SAN BASILIO EL GRANDE, SAN GREGORIO DE NACIANZO y SAN GREGORIO DE NISA), que sabrán atraerse a la facción semiarriana. Todos estos autores pertenecen a la escuela de Alejandría.

A la de Antioquía pertenecen SAN CIRILO DE JERUSALÉN, conocido por sus catequesis; APOLINAR DE LAODICEA, cuyo nombre recordamos ahora asociado al de su error; dos grandes comentaristas de la Escritura, DIODORO DE TARSO y TEODORO DE MOPSUESTIA; y un gran predicador, SAN JUAN CRISÓSTOMO.

Finalmente, SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, de la escuela de Alejandría, se verá envuelto, como campeón de la ortodoxia, en la controversia cristológica con Nestorio.

Respecto a los Padres de Occidente, SAN HILARIO DE POITIERS luchará contra la influencia del arrianismo en Occidente; será sucedido en esta lucha por SAN AMBROSIO DE MILÁN, que ejercerá también una gran labor pastoral. SAN JERÓNIMO es un director de almas y el gran traductor de la Biblia. SAN AGUSTÍN, que tendrá que luchar contra el maniqueísmo, los donatistas y las doctrinas de Pelagio, será un escritor especialmente fecundo, cuyas obras influirán grandemente durante todos los siglos medios y después, hasta nuestros días. Finalmente, el papa SAN LEÓN I EL GRANDE, que supo gobernar muy bien la Iglesia y poner de relieve con eficacia el primado de Roma, en sus homilías insiste con claridad en la misma doctrina trinitaria y cristológica que se expresa en el concilio de Calcedonia, en el que tuvo una intervención muy importante.

 

Los géneros literarios

En este período, dos géneros literarios conocen un especial desarrollo: las homilías y las cartas.

Las homilías, sermones sobre textos de las Escrituras, son numerosas y con frecuencia extensas, y nos han llegado en gran número. Muchas de ellas fueron tomadas taquigráficamente durante su predicación, aunque a veces, antes de ser publicadas, fueron corregidas por el propio autor.

Las cartas versan tanto sobre temas controvertidos o sobre medidas a tomar en relación con ellos, como sobre temas personales. Algunas incluyen verdaderos tratados sobre diferentes aspectos doctrinales; esto ocurre por ejemplo con las cartas festales que enviaban los obispos de Alejandría a otros obispos; su objeto inmediato era comunicarles la fecha de la Pascua, que ellos se encargaban de averiguar dadas las facilidades que para ello daba el cultivo de las ciencias astronómicas en Alejandría, pero de paso trataban otros muchos temas.

Es frecuente que las cartas, incluso las que pueden parecer muy personales, estén escritas con vistas a su ulterior publicación, siguiendo así un uso corriente en aquellos siglos. Nos ha llegado un gran número de ellas, y constituyen una excelente fuente de información sobre los más diversos temas.

ENRIQUE MOLINÉ
LOS PADRES DE LA IGLESIA