LOS GRANDES PADRES DE OCCIDENTE

La controversia arriana afectó poco a Occidente, donde no había aquella especial sensibilidad frente al peligro de monarquianismo que se detectaba en Oriente y que era la razón profunda de la resistencia al homousios; en Occidente, esta fórmula se había recibido sin reservas, y los diferentes partidos moderados semiarrianos de Oriente se consideraban arrianos sin más.

Sin embargo, el arrianismo adquirió una cierta importancia cuando, a la muerte del emperador occidental Constante (350), el emperador oriental Constancio asumió el poder en todo el Imperio y la influencia de su actitud antinicena se extendió a Occidente. Ante las presiones de Constancio tuvieron que defenderse primeramente SAN HILARIO DE POITIERS y después SAN AMBROSIO DE MILÁN. SAN JERÓNIMO y SAN AGUSTÍN, al que va asociado el nombre de PELAGIO, están ya mucho más alejados de esta controversia; en tono menor, reaparece sin embargo en tiempos del papa SAN LEÓN I MAGNO, cuando, quizá por influencia de los bárbaros establecidos en la urbe, de nuevo se detectan algunas señales de arrianismo en Roma. De estos seis autores, incluido Pelagio, diremos ahora algo.

 

San Hilario de Poitiers

SAN HILARLO DE POITIERS había nacido en el seno de una familia pagana muy conocida. Fue elegido obispo de Poitiers hacia el año 350. No tomó parte en los sínodos de Arlés (353) ni de Milán (355) que, a instigación del emperador Constancio, depusieron a Atanasio, y fue por ello desterrado a Asia Menor. Si los brotes de arrianismo en Occidente se desvanecieron tan deprisa a la muerte de Constancio (361) fue en gran parte debido a la actividad de Hilario.

Buen conocedor de las Escrituras, su pensamiento es profundo; introdujo en Occidente numerosos conceptos de la teología oriental.

Entre sus obras dogmáticas destaca el tratado Sobre la Trinidad, terminado antes del año 360, durante su destierro en Asia, y que es la obra que le ha dado más fama; en ella defiende acertadamente la consubstancialidad del Hijo, en una de las mejores refutaciones del arrianismo que tenemos; en esta obra usa argumentos tomados de la Escritura y de la Tradición con preferencia a especulaciones. Un suplemento a este escrito es Sobre los sínodos o sobre la fe de los orientales, donde reúne los argumentos de tipo histórico; explica que tanto homousios como homoiusios se pueden entender en sentido ortodoxo o heterodoxo, para inclinarse luego claramente por la primera expresión como mucho más adecuada.

Obras exegéticas suyas son: un Comentario a San Mateo, en el que busca primordialmente el sentido alegórico; los Tratados sobre los Salmos; un Tratado sobre los misterios, es decir, las figuras o tipos del Antiguo Testamento; y otro Comentario sobre Job, que no nos ha llegado.

De sus obras polémicas e históricas quedan fragmentos de la Obra histórica contra Valente y Ursacio, formada por diversas partes y elaborada en momentos diferentes.

Tiene también algunos himnos.


San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín: las personas

SAN AMBROSIO DE MILÁN, SAN JERÓNIMO y SAN AGUSTÍN están relacionados entre sí. Aprovecharemos esta relación, que fue sin embargo mucho menos profunda que la de los Padres Capadocios, para tratar primero de la vida de los tres y luego de sus obras.

SAN AMBROSIO DE MILÁN nació, probablemente en el 339, en Tréveris, donde su padre era prefecto del pretorio de las Galias. Poco después, fallecido su padre, su madre regresó a Roma, donde Ambrosio recibió una educación orientada hacia el derecho. Alrededor del 370 fue constituido gobernador de la Liguria y la Emilia, con residencia en Milán. En el 374, a la muerte del obispo de Milán, que era pro arriano, la elección del sucesor se presentaba difícil a causa de las luchas entre arrianos y católicos; y Ambrosio, que como gobernador asistía para garantizar el orden, fue impensadamente elegido por unos y por otros, aunque todavía era sólo catecúmeno; poco después recibió el bautismo y fue consagrado obispo, y, enseguida, distribuyó sus bienes a los pobres. Luego, en busca de una instrucción más profunda, acudió al presbítero Simpliciano, que después le sucedería en su sede; en esta instrucción, centrada en el estudio de las Escrituras, tuvo mucha importancia la lectura de los padres griegos, especialmente de Orígenes. Ambrosio fue un excelente pastor de almas, que combinó la predicación e instrucción de los fieles con la defensa interna y externa de la fe.

Ambrosio mantuvo una lucha firme contra el paganismo, consiguiendo por ejemplo que no se restituyera a su antiguo lugar en el Senado la estatua pagana de la Victoria; y contra el arrianismo, por ejemplo resistiendo al poder imperial cuando la emperatriz quería ceder una iglesia de Milán a los arrianos. Fue también firme en su actitud con el emperador católico Teodosio, a quien exigió en una ocasión que hiciera penitencia pública, pronto debidamente cumplida, por unas matanzas que había ordenado en Tesalónica (se habló de siete mil muertos) en represalia a unos levantamientos ocurridos allí; el orden de la sociedad civil, decía, corresponde a la potestad civil, y a ella se someten también los obispos; pero el cuidado del pueblo cristiano corresponde a sus pastores, y también a ellos corresponde el juicio moral de las decisiones políticas que toma un cristiano. Sus relaciones con el emperador, que en más de una ocasión le pidió consejo, fueron sin embargo buenas. Ambrosio murió en el 397.

SAN JERÓNIMO tiene una vida mucho más agitada. Había nacido hacia el 347 en Estridón, un lugar que poco después fue arrasado por los godos y que no ha podido ser localizado; estaba situado en la parte del Illiricum cercana a la Panonia.

Sus padres eran católicos y acomodados; su educación, comenzada en su propia casa, se continuó en Roma, donde cursó los estudios usuales de retórica, filosofía y leyes, con una profundidad y amplitud de la que dan testimonio sus obras. Al final de sus estudios en Roma, hacia el 367, recibió el bautismo y se trasladó a Tréveris y de allí a Aquileia, donde llevó vida de monje con algunos amigos.

A partir de este momento comenzará su contacto directo con Oriente. El resto de su vida lo podemos dividir en tres períodos.

El primer período abarca los años 374-382. De Aquileia, a través de Tracia, Ponto, Galacia, Capadocia y Cilicia, llegó a Siria, donde perfeccionaría su conocimiento del griego y comenzaría a estudiar el hebreo, lo que le habría de valer después el calificativo de doctor trilingüe. Vivió primero en el desierto de Calcis, al este de Antioquía, y luego en Antioquía; en esta ciudad se vio envuelto en las luchas del cisma meleciano, del que ya hemos hablado al tratar de los Padres Capadocios y en el que se inclinó por el partido de Paulino. Más adelante el mismo Paulino le ordenaría presbítero, aunque con la condición de que no dejara su forma de vida monacal. Estuvo también en Constantinopla; allí, hacia el año 379 oyó predicar a Gregorio de Nacianzo, cuando éste luchaba por la definitiva restauración de la ortodoxia sobre el arrianismo; y en el 381, durante el concilio de Constantinopla, conoció a Gregorio de Nisa y a otros. Parece que su interés por Orígenes data de esta época.

El segundo período comprende los años 382-385. Acompañando a Paulino de Antioquía, hallamos a Jerónimo en Roma, donde se hospedan en casa de una matrona llamada Paula, que desempeñará un papel importante en su vida. En Roma, Jerónimo entró al servicio del ya anciano papa Dámaso, que le encargó la revisión de la traducción latina de la Biblia.

En estos años atrajo a su ideal monástico a Paula y a sus hijas, y a otras muchas mujeres; pero la muerte de una de ellas ocasionó una acusación popular: Jerónimo habría sido su causante, por las penitencias impropias a las que la habría inducido. También sus críticas al clero romano habían sido mal recibidas, de manera que a la muerte de Dámaso se vio prácticamente obligado a abandonar Roma.

El período tercero va de 385 a 420. Jerónimo parte de nuevo para Oriente. Su camino va ahora por Chipre, Palestina y Egipto; en Palestina visita con atención los santos lugares; en Egipto trata con monjes del desierto y con pensadores de Alejandría, a través de los cuales profundizará más en su conocimiento de Orígenes.

A partir del 386 se establecerá en Belén, donde vivirá en la soledad del monasterio durante más de 30 años, hasta el final de su vida. En Belén, Paula había construido dos monasterios para mujeres, que dirigía ella; uno para hombres, que regía Jerónimo; y una hospedería para peregrinos. En este lugar le encontrará una de las grandes controversias origenistas, y en sus vicisitudes su monasterio llegará a ser incendiado. Su entusiasmo por Orígenes había ido sin embargo decreciendo poco a poco. Fue en los últimos años de su vida cuando se encontró con otro problema, el de Pelagio, sobre el que mantuvo correspondencia con San Agustín.

SAN AGUSTÍN nació en Tagaste, en Numidia, el 354. Su madre era cristiana y su padre, empleado en el municipio, se hizo catecúmeno hacia el final de su vida y recibió el bautismo poco antes de morir. La autobiografía de San Agustín, Las Confesiones, nos relata los pasos de su educación: las primeras letras en Tagaste, luego la retórica en la cercana ciudad de Madaura, y, finalmente, Cartago. De allí regresó a Tagaste a enseñar retórica, para pasar de nuevo a Cartago como profesor y, más adelante, a Roma; este último cambio fue debido, según él mismo nos cuenta, a las noticias que le llegaban de que los estudiantes romanos se comportaban mejor, lo cual sólo en parte resultó ser cierto. De allí, por recomendación del famoso prefecto pagano de Roma, Símaco, y con un nombramiento oficial para una cátedra de retórica, pasó a Milán (384), donde conocería a San Ambrosio, asistiendo a sus sermones y hablando alguna vez con él.

Agustín era cristiano desde niño, pero no había recibido el bautismo; lo había pedido cuando tenía pocos años, una vez que estuvo a punto de morir, pero al superar poco después la enfermedad le disuadieron de que recibiera el sacramento tan joven. Más tarde fue distanciándose de la fe, y a los diecinueve años la abandonó; unos diez años después ingresó en la secta de los maniqueos. Por otra parte, a sus diecisiete años, cuando aún estudiaba en Cartago, había iniciado una relación irregular y estable, de la que tuvo un hijo.

Con el correr del tiempo, su entusiasmo por el maniqueísmo se fue enfriando, y se debilitó aún más en Roma, donde pasó por un período de escepticismo del que le ayudó a salir su encuentro con el neoplatonismo.

Fue en Milán donde volvió a descubrir el cristianismo; en su acercamiento progresivo, a través de un camino que fue a la vez intelectual y afectivo, influyeron las enseñanzas del mismo sacerdote Simpliciano que había instruido a San Ambrosio. Finalmente, en el 387, recibió el bautismo junto con su hijo Adeodato y de manos de Ambrosio. Su madre Santa Mónica, que desde África se había desplazado a Milán, murió poco después en Ostia, cuando los dos regresaban a África.

En el año 388 hallamos a Agustín en Tagaste, donde pasa tres años viviendo como monje con unos amigos, hasta que es llamado por el obispo de Hipona y, ante su sorpresa, es elegido sacerdote (391). Pocos años más tarde (395) fue consagrado obispo y, como tal, llevando vida de monje junto con su clero, se dedicó plenamente a su ministerio.

En relación con las controversias doctrinales de su época, los primeros años de su episcopado, hasta el 410, estuvieron absorbidos por su pugna con el maniqueísmo. En el 411 tuvo lugar un concilio en Cartago con asistencia de un gran número de obispos, casi tantos donatistas como católicos (279 donatistas, 286 católicos) y que marcó un momento importante en su esfuerzo por terminar con este problema. Y a partir del 412, tuvo que luchar intermitentemente con las doctrinas de Pelagio. Murió en el 430, cuando su ciudad episcopal de Hipona estaba ya sitiada por los vándalos de Genserico.

 

San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín: los escritos

SAN AMBROSIO, a pesar de su actividad incesante, escribió muchas obras; lo cual se comprende mejor al comprobar que muchas de ellas son sermones predicados para la edificación de los fieles y publicados como tales o, después de corregidos, como tratados.

Esto ocurre especialmente con sus obras sobre la Escritura, que ocupan la mitad de su producción literaria. Ambrosio sigue el método alegórico de Orígenes, en busca del sentido espiritual, y con la intención de edificar al pueblo. La mayor parte de sus tratados y sermones son sobre escenas o personajes del Viejo Testamento, y entre ellos destacan sus seis libros Sobre el Hexamerón, la obra de la creación, en la que sigue de cerca la obra del mismo nombre de San Basilio. Sobre el Nuevo Testamento tiene sólo un escrito, el Comentario al evangelio de San Lucas, que es el más largo de los suyos y comprende unas 25 homilías y algunos tratados breves.

Algunas de sus obras dogmáticas están motivadas por los problemas que el arrianismo, aunque en franca disminución, seguía planteando en Milán; dos de ellas están dirigidas al emperador Graciano: Sobre la fe, a Graciano y Sobre el Espíritu Santo. Otra versa Sobre el sacramento de la encarnación del Señor. Otras dos tratan sobre los sacramentos, en concreto sobre el bautismo, la confirmación y la Eucaristía; son Sobre los misterios y Sobre los sacramentos, en que además explica el padrenuestro. En otra, Sobre la penitencia, insiste en que el poder de perdonar lo tiene sólo la Iglesia católica, y también en que el rigorismo de los novacianos está equivocado. La Exposición de la fe se conserva sólo en parte.

Obras morales y ascéticas son, por una parte, los tres libros Sobre los deberes de los ministros, dirigidos a sus clérigos; constituyen el primer tratado sistemático de ética cristiana, en el que sigue la pauta de la obra de Cicerón que lleva el mismo nombre. Por otra parte, tiene varios escritos dedicados a ensalzar la virginidad y el estado de las vírgenes y viudas consagradas a Dios.

Habría que añadir aún a esta lista varios sermones de circunstancias y" un gran número de cartas: de entre las que él mismo publicó sobreviven unas 90; tienen un interés grande para la historia de la época. Además, Ambrosio compuso muchos himnos, aunque no todos los que se le atribuyen, que se comenzaron a utilizar entonces en la liturgia; para algunos de estos himnos, él mismo había compuesto la música.

A Ambrosio se le había atribuido una obra que desde el siglo xvi se sabe que no es suya y cuyo autor, desconocido, recibe desde entonces el nombre de AMBROSIASTER o pseudo Ambrosio. Esta obra pertenece a la época de Ambrosio y tiene mucho interés, por lo que la hemos de mencionar aquí. Se trata del Comentario a trece epístolas de San Pablo (no se incluye la carta a los Hebreos), con una exégesis profunda y que se inclina mucho más por el método histórico que por el alegórico, aunque sin excluir del todo este último.

Al Ambrosiaster se atribuyen también las Cuestiones del Viejo y del Nuevo Testamento, donde se exponen un gran número de cuestiones exegéticas y dogmáticas; existen dos redacciones de esta obra, al parecer hechas sucesivamente por el mismo autor, una con 127 cuestiones y otra con 150, muchas de las cuales son las mismas.

En todas estas obras del Ambrosiaster se encuentran algunos elementos sobre el pecado original y la gracia que sugieren algunos de los que luego tratará San Agustín.

SAN JERÓNIMO, cuya erudición supera la de todos los demás padres latinos y probablemente es única en su época, escribió con una orientación hacia la Escritura aún mayor que San Ambrosio. El primer lugar entre sus obras lo ocupan sus trabajos de revisión de la traducción latina de la Biblia, que le había encargado en Roma el papa Dámaso en vista de las diferencias que se encontraban entre las diferentes versiones.

En un primer momento, Jerónimo revisó los cuatro evangelios y, al parecer, los otros libros del Nuevo Testamento, con el deseo de cambiar lo menos posible de la versión latina tradicional; después revisó también los salmos. Luego, cuando llegó a Belén, comenzó una revisión del Antiguo Testamento, basada en la versión al griego de los Setenta y consultando las Exaplas de Orígenes y el texto hebreo que se usaba entonces en las sinagogas. Estos trabajos le fueron robados, excepto el libro de Job y los salmos que, por haberse difundido luego principalmente en la Galia se conocieron con el nombre de salterio galicano, y son los que figuran en la Vulgata.

Al tiempo que hacía esta revisión decidió que lo mejor sería hacer una traducción enteramente nueva y directa desde la lengua original, hebreo o arameo, y dejando de basarse en la versión de los Setenta; pues si al principio, siguiendo una opinión que era relativamente corriente, había considerado que la propia traducción como tal era inspirada, poco a poco había ido cambiando de parecer. Este trabajo, que duró hasta el 406, excluía algunos de los libros deuterocanónicos. Su traducción, importantísima, buscaba más la comprensión del lector que una estricta literalidad, y en general resultaba muy esmerada.

En términos generales, se puede decir que su revisión del Nuevo Testamento es substancialmente buena, aunque demasiado ligera. En el Viejo Testamento, lo más conseguido son los libros históricos, que hizo al principio; la traducción del Pentateuco y de Josué, hecha hacia el final, es menos cuidada. El texto griego consultado a través de las Exaplas de Orígenes influyó, sobre todo, en su revisión de los profetas; también la antigua versión latina tuvo alguna influencia. Parece que el texto hebreo sobre el que trabajó Jerónimo no era muy distinto del que ha llegado hasta nosotros.

La traducción de San Jerónimo tardó en imponerse, pues chocaba a los que estaban acostumbrados a oír la versión tradicional. Hacia el año 600, en tiempos de Gregorio Magno, ambas versiones se utilizaban por un igual, y hacia los siglos viii-ix, la de Jerónimo se había impuesto definitivamente; el nombre de versión Vulgata, la versión divulgada por excelencia, se hace corriente en el silo xiii. Los comentarios de Jerónimo a la Sagrada Escritura son numerosos, pero algo apresurados y no muy profundos. Tiene varios tratados sobre diversos libros del Viejo Testamento (sobre los Salmos, el Eclesiastés, los Profetas) y del Nuevo (evangelio de San Mateo, varias cartas de San Pablo) y unas 95 homilías, la mayoría sobre los salmos.

En otros escritos dogmáticos y polémicos aborda temas clásicos como la virginidad, y combate en ellos los errores de Orígenes y de Pelagio. Escribió también una continuación a la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea.

Sus cartas, de las cuales se conservan unas 120, resultan, como de costumbre, de gran interés para la historia. Fueron escritas con vistas a ser publicadas y, sin que falten las personales y familiares, alguna de ellas es casi un verdadero tratado.

SAN AGUSTÍN tiene una producción literaria que por su volumen se puede comparar sólo a la de Orígenes; pero, a diferencia de lo ocurrido con las obras de Orígenes, muy pocos de los escritos de Agustín se han perdido; de la relación de 93 títulos con 232 libros que él mismo daba en sus Retractationes tres años antes de su muerte, sólo 10 no han llegado a nosotros.

El estilo de Agustín hace imposible olvidar su antigua dedicación a la retórica; su lenguaje abunda en juegos de ideas y de palabras, a menudo de traducción difícil, pero que siempre responden con una gran sinceridad a lo que pretende comunicar: no vaciló siquiera en usar un lenguaje casi vulgar cuando consideró que el auditorio lo requería.

Seguramente su obra más popular a través de los siglos sea su propia autobiografía, Las Confesiones, escrita poco después de ser elegido obispo y que tiene un valor extraordinario, no sólo para seguir la evolución espiritual de San Agustín y para conocerle íntimamente, sino también como un testimonio antiguo de muchos aspectos de la psicología humana, de las reacciones del hombre ante sí mismo, ante los demás y ante Dios. Las Retractaciones, escritas hacia el final de su vida, representan un juicio, con rectificaciones, sobre las obras suyas anteriores y los motivos que le llevaron a escribirlas.

Otra obra especialmente conocida es La ciudad de Dios, comenzada el 413 y terminada el 426. Es en parte una apología, donde el tema clásico de que los cristianos son causa de todos los males, en este caso de la ruina del Imperio Romano, se refuta con abundancia de datos y de argumentos. Además, nos da una visión general de la historia, seguramente la primera que se conoce, dibujándola como un drama que no carece de sentido; su hilo conductor sería el desarrollo de la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, entre la fe y la incredulidad, entre los buenos y los malos, tanto si están aún en esta tierra como si ya la han abandonado. Los que forman parte de una u otra ciudad están entremezclados, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, y sólo quedarán separados, entonces definitivamente, el día del juicio final.

Sus obras sobre la Escritura tienen un volumen considerable. Aunque su conocimiento del griego no era excesivo, parece que además de usar las traducciones latinas disponibles, entre ellas la Vulgata, también utilizó una revisión personal del texto latino de muchos libros de ambos testamentos, basándose para el Antiguo en la versión de los Setenta que, como otros muchos, consideraba inspirada.

Un escrito que podríamos llamar de introducción a la Sagrada Escritura es Sobre la doctrina cristiana, donde trata de los conocimientos paganos que se precisan para poder estudiar la Biblia, de cómo hay que interpretarla y de su uso en la predicación, al mismo tiempo que propone un esquema de educación cristiana que aproveche también la cultura pagana. En cuanto a su interpretación, es interesante observar que mientras Agustín se suele ceñir al sentido literal en sus comentarios exegéticos y en sus obras polémicas, en cambio en la predicación prefiere claramente el método alegórico y el sentido místico.

De sus estudios bíblicos, cabe destacar tres comentarios a los tres primeros capítulos del Génesis; el primero de ellos, con una exégesis alegórica, forma parte de una obra suya contra los maniqueos; fue rehecho, siguiendo ahora una exégesis literal, con el título El Génesis al pie de la letra, inacabado; y luego fue reelaborado, con el mismo título, en un tercer escrito. A los siete primeros libros de la Biblia les dedicó las Locuciones sobre el Heptateuco y las Cuestiones acerca del Heptateuco; en el primero estudia las dificultades lingüísticas, y en el segundo las procedentes de los hechos que se narran. Respecto al Nuevo Testamento, su obra Sobre el acuerdo de los evangelistas trata, con fines apologéticos, de las discrepancias aparentes entre los cuatro evangelios; las Cuestiones de los evangelistas tratan sobre los evangelios de Mateo y Lucas. Tiene también exposiciones sobre algunas de las epístolas.

En cuanto a las exposiciones homiléticas de la Biblia, hay que destacar las Enarraciones sobre los salmos y, sobre todo, los 124 Tratados sobre el evangelio de San Juan y los 10 Tratados sobre la primera epístola de San Juan; estas dos últimas obras tienen gran importancia por su contenido dogmático, moral y ascético, sin que nunca falte una intención práctica.

De San Agustín se conservan otros muchos sermones, alrededor de unos 500; en general, son notas tomadas taquigráficamente. Por su finalidad catequética, podríamos señalar aquí su escrito Sobre la catequesis de los ignorantes (De cathechizandis rudibus), donde da una serie de orientaciones para enseñar los rudimentos de la fe a los catecúmenos adultos.

De las obras dogmáticas de San Agustín, seguramente la de mayor importancia es la que trata Sobre la Trinidad, escrita desde 399 hasta 419, y que viene a cerrar una etapa importante de las especulaciones trinitarias; en ella, después de exponer el dogma tal como aparece en la Escritura y de estudiar la manera de formularlo apropiadamente, trata de investigar con la razón hasta donde le es posible, buscando analogías en las criaturas, especialmente en las potencias del alma humana. Obras dogmáticas son también el Enchiridion a Lorenzo, o sobre la fe, la esperanza y la caridad y Sobre la fe y el símbolo, en las que expone el símbolo de la fe.

Otra parte considerable de su actividad, como hemos apuntado antes, tuvo que dirigirse a combatir los errores que más influían en África en sus días. Además de su libro Sobre las herejías, donde hay un catálogo de casi 90, escribió al menos 13 obras contra los maniqueos y otra A Orosio contra los priscilianistas y los origenistas, que va dirigida contra esta secta de Hispania, emparentada con la de los maniqueos; uno de sus puntos fuertes de argumentación es que el mal no es un ser, sino sólo un no ser.

Contra los donatistas se conservan también varias obras, aunque se han perdido ocho; entre otras cosas insiste en ellas en que la eficacia de los sacramentos es independiente de la santidad del ministro. Contra los pelagianos tenemos doce obras, más otras cuatro que tratan también de la gracia. No faltan incluso tres títulos contra el arrianismo, por este tiempo refugiado ya sólo entre los pueblos bárbaros.

No hemos dicho aún nada de sus obras sobre temas filosóficos. Una, Sobre lo bello y lo útil, la había compuesto cuando enseñaba retórica en Cartago, y al tiempo de escribir sus Confesiones él mismo nos dice que se le había ya extraviado. Otras cuatro están escritas en Casiciaco, en los días que mediaron entre su conversión y su bautismo; presentan la forma de diálogos con sus amigos, y es probable que sean conversaciones reales retocadas después; dos llevan como título Contra los académicos y Sobre la vida feliz, y en ellos rechaza el escepticismo e insiste en que la felicidad no consiste en buscar la verdad, sino en encontrarla, y en que esta verdad es Dios; los otros dos son Sobre el orden, donde afronta el problema del origen del mal, y los Soliloquios, que tratan fundamentalmente de la inmortalidad del alma, el título de otra obra sobre este tema escrita poco después. Todavía en Roma escribió Sobre la cantidad del alma, en que exponía su inmaterialidad, y recién llegado a Africa, Sobre el maestro, un discurso mantenido con su hijo Adeodato poco antes de la muerte de éste.

Hay que hablar aún de sus cartas. Forman un cuerpo de 270, al que se han añadido luego siete más, y que incluye 47 recibidas por San Agustín y 6 recibidas por amigos suyos. Algunas son verdaderos tratados, y son de especial importancia las cruzadas con San Jerónimo. Una de estas cartas responde a una consulta sobre las dificultades internas que experimentaba un monasterio femenino de Hipona; la respuesta contiene como apéndice una regla monacal completa que, junto con otras dos reglas atribuidas a San Agustín y cuya autenticidad no es segura pero tampoco se puede desechar, habría formado el núcleo de lo que más adelante se conoció como Regla de San Agustín y que influyó en otras reglas monacales.

Para terminar, casi como curiosidad, podemos añadir que aunque Agustín no quiso escribir poesía, se conserva un largo poema suyo, el Salmo contra el partido de Donato, destinado a ser cantado, como un elemento más de propaganda, en los tiempos difíciles creados por esta secta en 393-394.

 

Pelagio

PELAGIO es un nombre que fácilmente y con razón asociamos al de San Agustín, y puede ser éste el momento adecuado para decir algo de él. Nacido hacia la mitad del siglo iv en las Islas Británicas, quizá de una familia romana, acudió a Roma a estudiar, tal vez derecho, y allí recibió el bautismo. Quizá monje, gozaba de prestigio entre gente influyente; huyó de Roma en la invasión del 410, pasando primero a Cartago y luego a Jerusalén donde, acaudillando el partido origenista, se enfrentó con Jerónimo. Poco después comenzaría la polémica sobre la gracia.

De Pelagio se conservan unas Exposiciones sobre trece epístolas de San Pablo, un comentario al libro de Job, algunos tratados teológicos y varias cartas, que a veces son también auténticos tratados; el interés por lo ascético y moral suele estar presente en todas sus obras.

 

San León Magno

SAN LEÓN MAGNO vivió en una época crucial para el mundo de occidente, el de los últimos años de una cierta unidad política bajo los emperadores romanos, el último de los cuales fue depuesto el año 476. Nacido quizá en Roma hacia fines del siglo Iv, fue papa durante unos veinte años (440-461). Es conocida su entrevista con Atila (452), a quien convenció de que se retirara de Italia. Fue notable su actividad como pontífice: su predicación al clero y al pueblo de Roma, la reorganización del culto y de otros aspectos de la vida eclesiástica, la lucha contra priscilianistas, pelagianos y maniqueos, la afirmación del primado romano a través de muchas de sus actuaciones, y su intervención, por medio de sus legados y de sus escritos, en el concilio de Calcedonia (451); como ya hemos dicho, en éste se recogerá la doctrina expresada por León en su Epístola dogmática a Flaviano, el patriarca de Constantinopla, con el que había un buen entendimiento.

En sus escritos muestra un gran conocimiento y una cierta dependencia de San Agustín. Se conservan de él unos 96 sermones destinados a diversos momentos del año litúrgico, muy bien escritos, y en general no muy largos. Tenemos también una colección de 173 cartas, de las cuales 143 son escritas por él; suelen tratar asuntos oficiales de la vida eclesiástica, y son de gran interés. En cam bio, el llamado Sacramentario leoniano, que ahora se sue le conocer con el nombre de Sacramentario veronés, no es suyo y no es tampoco seguro que recoja materiales originales de San León, aunque sí de su época.


TEXTOS

 

SAN HILARIO DE POITIERS

Sobre la Santísima Trinidad

El fundamento de la unidad de los cristianos:

Si es verdad que la Palabra se hizo carne, también lo es que en el sagrado alimento recibimos a la Palabra hecha carne; por eso hemos de estar convencidos que permanece en nosotros de un modo connatural aquel que, al nacer como hombre, no sólo tomó de manera inseparable la naturaleza de nuestra carne, sino que también mezcló, en el sacramento que nos comunica su carne, la naturaleza de esta carne con la naturaleza de la eternidad. De este modo somos todos una sola cosa, ya que el Padre está en Cristo, y Cristo en nosotros. Por su carne, está él en nosotros, y nosotros en él, ya que, por él, lo que nosotros somos está en Dios.

Él mismo atestigua en qué alto grado estamos en él, por el sacramento en que nos comunica su carne y su sangre, pues dice: El mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo seguiré viviendo y vosotros también: porque yo estoy en mi Padre, y vosotros estáis en mí y yo estoy en vosotros. Si se hubiera referido sólo a la unidad de voluntades, no hubiera usado esa cierta gradación y orden al hablar de la consumación de esta unidad, que ha empleado para que creamos que él está en el Padre por su naturaleza divina, que nosotros, por el contrario, estamos en él por su nacimiento corporal, y que él, a su vez, está en nosotros por el misterio del sacramento. De este modo se nos enseña la unidad perfecta a través del Mediador,ya que, permaneciendo nosotros en él, él permanece en el Padre y, permaneciendo en el Padre, permanece en nosotros: y, así, tenemos acceso a la unidad con el Padre, ya que, estando él en el Padre por generación natural, también nosotros estamos en él de un modo connatural, por su presencia permanente y connatural en nosotros.

A qué punto esta unidad es connatural en nosotros lo atestigua él mismo con estas palabras: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Para estar en él, tiene él que estar en nosotros, ya que sólo él mantiene asumida en su persona la carne de los que reciben la suya.

Ya antes había enseñado la perfecta unidad que obra este sacramento, al decir: Así como me envió el Padre que posee la vida y yo vivo por el Padre, de la misma manera quien me coma vivirá por mí. Él, por tanto, vive por el Padre; y, del mismo modo que él vive por el Padre, así también nosotros vivimos por su carne.

Emplea, pues, todas estas comparaciones adecuadas a nuestra inteligencia, para que podamos comprender, con estos ejemplos, la materia de que se trata. Ésta es, por tanto, la fuente de nuestra vida: la presencia de Cristo por su carne en nosotros, carnales; de manera que nosotros vivimos por él a la manera que él vive por el Padre.

(8, 13-16; Liturgia de las Horas)

Sobre los salmos

Qué es el temor de Dios:

¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos! Hay que advertir que, siempre que en las Escrituras se nos habla del temor del Señor, nunca se nos habla de él solo, como si bastase para la perfección de la fe, sino que va siempre acompañado de muchas otras nociones que nos ayudan a entender su naturaleza y perfección; como vemos en lo que está escrito en el libro de los Proverbios: Si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia, si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor.

Vemos, pues, cuántos pasos hay que dar previamente para llegar, al temor del Señor.

Antes, en efecto, hay que invocar a la inteligencia, llamar a la prudencia, procurarla como el dinero y buscarla como un tesoro. Así se llega a la comprensión del temor del Señor. Porque el temor, en la común opinión de los hombres, tiene otro sentido.

El temor, en efecto, es el miedo que experimenta la debilidad humana cuando teme sufrir lo que no querría. Se origina en nosotros por la conciencia del pecado, por la autoridad del más poderoso, por la violencia del más fuerte, por la enfermedad, por el encuentro con un animal feroz, por la amenaza de un mal cualquiera.

Esta clase de temor no necesita ser enseñado, sino que surge espontáneo de nuestra debilidad natural. Ni siquiera necesitamos aprender lo que hay que temer, sino que las mismas cosas que tememos nos infunden su temor.

En cambio, con respecto al temor del Señor, hallamos escrito: Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Así, pues, el temor de Dios ha de ser aprendido, ya que es enseñado. No radica en el miedo, sino en la instrucción racional; ni es el miedo connatural a nuestra condición, sino que consiste en la observancia de los preceptos, en las obras de una vida inocente, en el conocimiento de la verdad.

Para nosotros, el temor de Dios radica en el amor, y en el amor halla su perfección. Y la prueba de nuestro amor a Dios está en la obediencia a sus consejos, en la sumisión a sus mandatos, en la confianza en sus promesas. Oigamos lo que nos dice la Escritura: Ahora, Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor tu Dios? Que temas al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y lo ames, que guardes sus preceptos con todo el corazón y con toda el alma, para tu bien.

Muchos son los caminos del Señor, aunque él en persona es el camino. Y, refiriéndose a sí mismo, se da a sí mismo el nombre de camino, y nos muestra por qué se da este nombre, cuando dice: Nadie va al Padre sino por mí.

Por lo tanto, hay que buscar y examinar muchos caminos e insistir en muchos de ellos para hallar, por medio de las enseñanzas de muchos, el único camino seguro, el único que nos lleva a la vida eterna. Hallamos, en efecto, varios caminos en la ley, en los profetas, en los evangelios, en los apóstoles, en las distintas obras mandadas; dichosos los que, movidos por el temor de Dios, caminan por ellos.

(127, 1-3; Liturgia de las Horas)

 

SAN AMBROSIO

Comentarios sobre los salmos

Medita y habla las palabras de Dios:

En todo momento tu corazón y tu boca deben meditar la sabiduría, y tu lengua proclamar la justicia, siempre debes llevar en el corazón la ley de tu Dios. Por esto te dice la Escritura: Hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado. Hablemos, pues, del Señor Jesús, porque él es la sabiduría, él es la palabra, y Palabra de Dios.

Porque también está escrito: Abre tu boca a la palabra de Dios. Por él anhela quien repite sus palabras y las medita en su interior. Hablemos siempre de él. Si hablamos de sabiduría, él es la sabiduría; si de virtud, él es la virtud; si de justicia, él es la justicia; si de paz, él es la paz; si de la verdad, de la vida, de la redención, él es todo esto.

Está escrito: Abre tu boca a la palabra de Dios. Tú ábrela, que él habla. En este sentido dijo el salmista: Voy a escuchar lo que dice el Señor, y el mismo Hijo de Dios dice: Abre tu boca y yo la saciaré. Pero no todos pueden percibir la sabiduría en toda su perfección, como Salomón o Daniel; a todos sin embargo se les infunde, según su capacidad, el espíritu de sabiduría, con tal de que tengan fe. Si crees, posees el espíritu de sabiduría.

Por esto, medita y habla siempre las cosas de Dios, estando en casa. Por la palabra casa podemos entender la iglesia o, también, nuestro interior, de modo que hablemos en nuestro interior con nosotros mismos. Habla con prudencia, para evitar el pecado, no sea que caigas por tu mucho hablar. Habla en tu interior contigo mismo como quien juzga. Habla cuando vayas de camino, para que nunca dejes de hacerlo. Hablas por el camino si hablas en Cristo, porque Cristo es el camino. Por el camino, háblate a ti mismo, habla a Cristo. Atiende cómo tienes que hablarle: Quiero -dice- que los hombres oren en todo lugar levantando al cielo las manos purificadas, limpias de ira y de altercados. Habla, oh hombre, cuando te acuestes, no sea que te sorprenda el sueño de la muerte. Atiende cómo debes hablar al acostarte: No daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob. Cuando te levantes, habla también de él, y cumplirás así lo que se te manda. Fíjate cómo te despierta Cristo. Tu alma dice: Oigo a mi amado que me llama, y Cristo responde: Ábreme, amada mía. Ahora ve cómo despiertas tú a Cristo. El alma dice: ¡Muchachas de Jerusalén, os conjuro a que no vayáis a molestar, a que no despertéis al amor! El amor es Cristo.

(36, 65-66; Liturgia de las Horas)

Tratado sobre el evangelio de San Lucas

Publicado por M. GARRIDO BONAÑO, ed. bilingüe, BAC n. 257, Madrid 1966.

La anunciación y la respuesta de la Virgen:

Dijo María al ángel: ¿Cómo será eso, pues no conozco varón? Parecería que aquí María no ha tenido fe a no ser que lo consideres atentamente; no es admisible que fuese escogida una incrédula para engendrar al Hijo unigénito de Dios. ¿Y cómo podría hacerse —aunque fuese salvada la prerrogativa de la madre, a la cual se debía con razón mayor deferencia, pero como prerrogativa mayor, mayor fe debía habérsele reservado—, cómo podría hacerse que Zafarías, que no había creído, fuese condenado al silencio, y María, sin embargo, si no hubiera creído, fuese honrada con la infusión del Espíritu Santo? Pero María no debía rehusar creer ni precipitarse a la ligera: rehusar creer al ángel, precipitarse sobre las cosas divinas. No era fácil conocer el misterio encerrado desde los siglos en Dios, que ni las mismas potestades superiores pudieron conocerlo. Y, sin embargo, no rehusó su fe ni ha sustraído su misión sino que ha ordenado su querer y ha prometido sus servicios. Pues cuando dice: ¿ Cómo se hará esto? no pone en duda su efecto, sino que pregunta cómo se hará este efecto.

¡Cuánta más mesura en esta respuesta que en las palabras del sacerdote! Ésta ha dicho: ¿Cómo se hará esto? Aquél ha respondido: ¿Cómo conoceré esto? Ella trata ya de hacerlo, aquél duda todavía del anuncio. Aquél declara no creer al manifestar que no sabe, y parece que, para creer, busca todavía otra garantía; ella se declara dispuesta a la realización y no duda de que tendrá lugar, pues pregunta cómo podrá realizarse; así está escrito: ¿Cómo se hará esto, pues no he conocido a varón? La increíble e inaudita generación debía ser antes escuchada para ser creída. Que una virgen dé a luz es un signo de un misterio divino, no humano. Toma para ti, dice, este signo: he aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo. María había leído esto y, por lo mismo, creyó en su realización; mas cómo se había de realizar, no lo había leído, pues esto no había sido revelado ni siquiera a un profeta tan grande. El anuncio de tal misterio debía de ser pronunciado no por los labios de un hombre, sino por los de un ángel. Hoy se oye por vez primera: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y es oído y es creído.

He aquí, dice, la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Admira la humildad, admira la entrega. Se llama a sí misma la esclava del Señor, la que ha sido escogida para ser su Madre; no la ensorbebece esta promesa inesperada. Más aún, al llamarse esclava, no reivindicó para sí algún privilegio de una gracia tan grande; realizaría lo que le fuese ordenado; pues antes de dar a luz al Dulce y al Humilde convenía que ella diese prueba de humildad. He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Observa su obediencia, observa su deseo; he aquí la esclava del Señor: es la disposición para servir; hágase en mí según tu palabra: es el deseo concebido.

(2, 14-16; BAC 257, 92-94)

Sobre los misterios

Los recién bautizados y la Eucaristía:

Los recién bautizados, enriquecidos con tales distintivos, se dirigen al altar de Cristo, diciendo: Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud. En efecto, despojados ya de todo resto de sus antiguos errores, renovada su juventud como un águila, se apresuran a participar del convite celestial. Llegan, pues, y al ver preparado el sagrado altar, exclaman: Preparas una mesa ante mí. A ellos se aplican aquellas palabras del salmista: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Y más adelante: Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

Es ciertamente admirable el hecho de que Dios hiciera llover el maná para los padres y los alimentase cada día con aquel manjar celestial, del que dice el salmo: El hombre comió pan de ángeles. Pero los que comieron aquel pan murieron todos en el desierto; en cambio, el alimento que tú recibes, este pan vivo que ha bajado del cielo, comunica el sostén de la vida eterna, y todo el que coma de él no morirá para siempre, porque es el cuerpo de Cristo.

Considera, pues, ahora qué es más excelente, si aquel pan de ángeles o la carne de Cristo, que es el cuerpo de vida. Aquel maná caía del cielo, éste está por encima del cielo: aquél era del cielo, éste del Señor de los cielos; aquél se corrompía si se guardaba para el día siguiente, éste no sólo es ajeno a toda corrupción, sino que comunica la incorrupción a todos los que lo comen con reverencia. A ellos les manó agua de la roca, a ti sangre del mismo Cristo; a ellos el agua los sació momentáneamente, a ti la sangre que mana de Cristo te lava para siempre. Los judíos bebieron y volvieron a tener sed; pero tú, si bebes, ya no puedes volver a sentir sed, porque aquello era la sombra, esto la realidad.

Si te admira aquello que no era más que una sombra, mucho más debe admirarte la realidad. Escucha cómo no era más que una sombra lo que acontecía con los padres: Bebían -dice el Apóstol- de la roca que los seguía, y la roca era Cristo; pero Dios no se agradó de la mayor parte de ellos, pues fueron postrados en el desierto. Todas estas cosas acontecían en figura para nosotros. Los dones que tú posees son mucho más excelentes, porque la luz es más que la sombra, la realidad más que la figura, el cuerpo del Creador más que el maná del cielo.

(43. 47-49; Liturgia de las Horas)


SAN JERÓNIMO

D. Ruiz BUENO ha publicado las Cartas de San Jerónimo en edición latina y castellana, BAC nn. 219 y 220, Madrid 1962; de esta edición tomamos las cartas que siguen.

Carta de Jerónimo a los anacoretas; de antes de retirarse al desierto de Calcis, en el 374.

¡Cuánto, cuánto me holgara de hallarme ahora entre vosotros y, aunque estos ojos míos no merecen mirarla, abrazar, con todo el júbilo de mi alma, vuestra admirable compañía! Ahí contemplaría un desierto más deleitoso que cualquier ciudad; vería lugares desamparados de moradores, sitiados, a manera de un paraíso, por ejércitos de santos. Pero mis culpas han hecho que una cabeza cargada de todo linaje de crímenes no se junte con un coro de bienaventurados. Por eso, yo os suplico, ya que no dudo lo podéis alcanzar, que por vuestras oraciones me libréis de las tinieblas de este siglo. Ya os lo dije antes presente, y ahora por carta no ceso de manifestaros mi deseo: mi alma es arrebatada por el ansia más ardiente hacia esa manera de vida; a vosotros toca ahora que a la voluntad siga el efecto. A mí me toca el querer; a vuestras oraciones, que no sólo quiera, sino que pueda.

Yo soy como la oveja enferma descarriada del resto de la manada, y, si el buen pastor no me vuelve sobre sus hombros al aprisco, mis pasos resbalarán y, en el intento mismo de levantarme, daré conmigo mismo en el suelo. Yo soy aquel hijo pródigo que he malbaratado toda la parte de hacienda que mi padre me diera; y aún no me he postrado a los pies del que me engendrara, todavía no he empezado a repudiar los halagos de mis pasadas demasías. Y ahora que un tantico he comenzado no tanto a dejar mis vicios cuanto a quererlos dejar, el diablo trata de envolverme en nuevas redes. Ahora me pone ante los ojos nuevos obstáculos y rodea todo mar y todo océano. Ahora, puesto en medio de este elemento, no puedo ni avanzar ni retroceder. Sólo me queda que por vuestras oraciones me empuje el soplo del Espíritu Santo y me conduzca al puerto de la codiciada orilla.

(Carta 2; BAC 219, 41-42)

Carta de Jerónimo al papa Dámaso, insistiendo en que intervenga en el cisma meleciano de Antioquía; hacia los años 376-377.

La mujer importuna de que nos habla el Evangelio mereció finalmente ser oída; y el amigo, no obstante estar cerrada la puerta y acostados los criados y ser medianoche, logró los panes de su amigo; y Dios mismo, que por ninguna fuerza contraria puede ser sobrepujado, se dejó vencer por las oraciones del publicano; la ciudad de Nínive, que estaba perdida por sus pecados, se mantuvo en pie por sus lágrimas. ¿A qué fin este exordio traído de tan lejos? Pues a que mires, grande, a un pequeño, y a que no desprecies, pastor rico, a una oveja enferma. Cristo levantó al ladrón de la cruz al paraíso y, porque nadie piense que la conversión es nunca tardía, hizo de un suplicio por homicidio un martirio. Cristo, digo, abraza con gozo al hijo pródigo que vuelve; y; dejadas las noventa y nueve sanas, el buen pastor trae sobre sus hombros la sola ovejuela que se quedara rezagada. Pablo es hecho de perseguidor predicador, queda ciego de los ojos carnales para que vea mejor con los del espíritu, y el que conducía encadenados ante el sanhedrín de los judíos a los siervos de Cristo, se gloría más adelante de las cadenas que lleva por Cristo.

Viniendo, pues, al grano, como ya anteriormente te escribí, yo recibí la vestidura de Cristo en la ciudad de Roma y ahora estoy encerrado entre la frontera bárbara con Siria. Y no pienses fue otro quien dictó contra mí esta sentencia. No, yo mismo fui quien determiné lo que merecía. Pero, como canta el poeta gentil, de cielo muda quien allende el mar corre, mas no de alma. Así a mí el enemigo incansable me ha venido siguiendo a las espaldas, de suerte que sufro ahora en la soledad más cruda guerra. De un lado se embravece aquí el furor arriano sostenido por los poderes del mundo; de otro, la Iglesia está escindida en tres facciones y cada una tiene empeño en atraerme a sí. La antigua autoridad de los monjes que moran en los contornos se levanta contra mí. Yo entre tanto no ceso de dar voces: El que se adhiera a la cátedra de Pedro es mío. Melecio, Vital y Paulino dicen estar arrimados a ti. Yo pudiera creerlo si fuera uno solo quien lo afirmara; más ahora o mienten dos o mienten todos. Por eso conjuro a tu beatitud por la cruz del Señor, por su pasión, honor esencial de nuestra fe -así sigas a los apóstoles en merecimientos como los sigues en dignidad, así te sientes en un trono para juzgar con los Doce, así otro te ciña de viejo como a Pedro, así con Pablo logres el derecho de ciudadano del cielo-, que me indiques con tus letras con quién debo estar en comunión aquí en Siria. No desprecies un alma por la que murió Cristo.

(Carta 16; BAC 219, 88-90)

Carta de Jerónimo a Marcela, monja en el Aventino (Roma), sobre el sentido de algunos términos de la Escritura; año 384.

Estando hace unos días juntos, me preguntaste no por carta, como antes solías, sino presente, de viva voz, qué significan originariamente las palabras que han pasado del hebreo al latín sin traducción y por qué se han dejado sin traducir como son: «Aleluya», «amén», «maran atha», «efod» y otras que están dispersas por las Escrituras y que tú recordaste.

Como tengo tan poco tiempo para dictar, te voy a responder brevemente. Tanto los setenta intérpretes como los apóstoles tuvieron mucho cuidado, ya que la primitiva Iglesia estaba compuesta de judíos, de no innovar nada para evitar el escándalo de los creyentes. Luego, cuando la palabra del Evangelio se hubo dilatado por todas las naciones, no fue ya posible cambiar lo comúnmente recibido. Orígenes, en los libros que llama exegéticos, da otra razón y es que cada lengua tiene sus peculiaridades propias y lo que se dice originariamente no puede sonar del mismo modo entre extraños. De ahí que es preferible dejarlas sin traducir, que no debilitar su sentido por la traducción.

Así, pues, aleluya quiere decir: «Alabad al Señor». Efectivamente, la es uno de los diez nombres de Dios en hebreo. Así, en el salmo en que nosotros leemos: Alabad al Señor, porque es bueno salmodiar, se lee en el texto hebreo: «Aleluia qui tob zammer».

En cuanto a amén, Aquila lo traduce por pepistomenos que nosotros podemos reproducir por «fielmente». Es un adverbio tomado del nombre de la fe amuna. Los Setenta lo traducen por génoito, es decir, «fiat». Así, al fin de los libros del Salterio -pues éste se divide entre los hebreos en cinco rollos-, lo que en el texto hebreo se lee «amen, amen», los Setenta lo tradujeron «fiat, fiat», con lo que se intenta confirmar ser verdad todo lo anteriormente dicho. De ahí también que afirme Pablo no poder nadie responder amén, es decir, confirmar lo que antes se ha dicho, si no entiende lo que se predica.

Maran atha es más bien siríaco que hebreo, si bien, puesto entre los confines de ambas lenguas, tiene también alguna resonancia hebraica. Su traducción es: «Nuestro Señor viene»; de modo que el sentido del paso paulino es: Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema. Y pues se trata de un hecho cumplido, se añade: Nuestro Señor ha venido, pues es superfluo obstinarse con odio pertinaz contra quien consta haber ya venido.

También quería escribirte algo sobre el diapsalma, que en hebreo se dice cela, y del ephod, del pro aieleth, que se pone en la inscripción de algún salmo y de otros puntos por el estilo. Pero sobrepasaría los límites del estilo epistolar y el diferir las cuestiones puede aumentar tu avidez de saber. Es efectivamente refrán trillado que mercancía espontáneamente ofrecida no es estimada. Por eso me callo adrede lo que tenía que decir para que tengas más ganas de oír lo que se ha callado.

(Carta 26; BAC 219, 216-218)

Carta de Jerónimo a Tranquilino, del que no se tienen más noticias, sobre la manera como hay que leer a Orígenes; probablemente, del 397 o comienzos del 398.

Los vínculos del espíritu son, sin duda, más fuertes que los de la carne. Si alguna vez has podido dudar de ello, ahora lo compruebo, al ver cuán de corazón se apega a mí tu santidad y cómo me uno yo contigo por el amor de Cristo. Con toda verdad y sencillez voy a hablar a tu pecho candidísimo: el papel mismo y los rasgos de las letras, con ser mudos, respiran el afecto de tu alma para conmigo.

Sobre lo que me dices haber muchos que son engañados por el error de Orígenes y que mi hijo Océano combate su locura, es cosa que me entristece a par que me alegra, pues veo que a los sencillos se les arma la zancadilla y, por otra parte, un varón docto acude en socorro de los que yerran. Y, pues preguntas el parecer de mi pequeñez sobre si hay que rechazar a carga cenada a Orígenes, como quiere el hermano Faustino, o si ha de leérselo, como quieren otros, de este último partido soy yo.

Yo opino que hay que leer, de cuando en cuando, a Orígenes a la manera como leemos a Tertuliano y Novato, a Arnobio y Apolinar y algunos otros escritores eclesiásticos, lo mismo griegos que latinos; es decir, hemos de elegir lo que tienen de bueno y evitar lo contrario, según el dicho del apóstol Pablo: Examinadlo todo, retened sólo lo bueno.

Por lo demás, los que, por su gusto depravado, se dejan llevar de amor u odio excesivo contra él, paréceme que caen bajo la maldición del profeta: ¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien, que hacen de lo amargo dulce y de lo dulce amargo! Y es así que ni por razón de su erudición han de aceptarse sus tesis erróneas, ni por el error de sus tesis han de rechazarse de todo punto los comentarios útiles sobre las Escrituras que dio a luz. Ahora bien, si sus entusiastas y detractores tiran cada uno de la punta de una cuerda de contienda y no quieren saber nada de término medio y moderación, sino que han de aprobarlo o reprobarlo todo, yo escogeré de mejor gana una piadosa rusticidad que una erudita blasfemia. El santo hermano Taciano te saluda a su vez con todo cariño.

(Carta 62; BAC 219, 557-558).

 

SAN AGUSTÍN

La obra de San Agustín publicada en la BAC, en versión bilingüe, alcanza ya unos treinta volúmenes, alguno de ellos doble. La mayoría de los fragmentos que siguen están tomados de esta edición, aunque no todos.

Las Confesiones

Textos tomados de la versión libre de P. A. URBINA, Ediciones Palabra, Madrid 1974.

La finalidad de Agustín, al escribir sus Confesiones:

Hipona, año 399

He aquí que amaste la verdad, porque el que la realiza viene a la luz. Yo quiero hacer la verdad en mi corazón delante de Dios con esta confesión, y delante de tantos testigos con este escrito mío. A los ojos de Dios está siempre al descubierto el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí para Dios, aunque yo no quisiera decir la verdad? Lo que haría sería ocultar a Dios de mi vista, pero no me puedo ocultar de la de Dios. Ahora que con mis confesiones queda claro que no tengo nada por lo que estar satisfecho de mí mismo, Dios se me aparece radiante y me atrae, y le amo y le deseo hasta el punto de olvidarme de mí mismo, de rechazarme para elegirle a Él.

Quienquiera que yo sea, soy del todo conocido por Dios. Mi confesión no es sólo con palabras y gritos vacíos, sino que está dicha con palabras y gritos que me salen del alma. Dios sabe que es así. Cuando no obro bien, decir la verdad no es otra cosa que acusarme a mí mismo; y cuando soy virtuoso, decir la verdad no es otra cosa que atribuir a Dios el mérito, porque el Señor es quien bendice al justo, y el que, antes, hace justo al malvado.

Así, pues, mi confesión en la presencia de Dios es callada y no lo es; es callada por ser sin ruido de palabras, pero no lo es en cuanto al afecto de mi corazón. Ni una sola palabra podría decir siquiera si, antes, Dios no me la hubiera escuchado, y no podría escuchar nada de mí si antes no me hubiese hablado Él a mí.

¿Para qué tengo yo que confesarme con los hombres como si ellos fueran a perdonarme mis pecados? Los hombres están siempre dispuestos a curiosear y averiguar vidas ajenas, pero les da pereza conocerse a sí mismos y corregir su propia vida. ¿Por qué quieren oírme decir quién soy yo? ellos, que no quieren que Dios les diga quiénes y cómo son. Por otro lado, ¿cómo saben que les digo la verdad cuando hablo de mí mismo? Nadie sabe lo que pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre que hay en él. Si Dios les hablara de ellos, no podrían decir «El Señor miente». Porque si Dios les hablara de ellos se conocerían a sí mismos; ¿y quién, si se conoce a sí mismo, puede decir «es falso», a no ser que se mienta a sí mismo?

Pero puesto que la caridad todo lo cree -me refiero a los que están unidos por el amor-, también yo me confieso a Dios de este modo, unido a Él por el amor, para que los hombres lo oigan, aunque no pueda probarles que lo que digo es verdad; pero yo sé que me creéis porque ha sido el amor el que os ha hecho interesaron y leer con atención mis confesiones.

Quiero explicar para qué escribo esto ahora. La confesión que hice de mis pecados antes de mi conversión -que Dios ya me perdonó para hacerme dichoso al cambiar mi alma gracias a la fe y sus sacramentos-, cuando se lee o se oye, mueve el corazón para que no se duerma en el desaliento y diga: «¡no puedo!», sino que le despierta al amor y a la felicidad, la misericordia y la gracia de Dios, porque se vuelve fuerte todo el que antes se sentía débil.

Y a los que ya son buenos, les gusta oír contar la historia de males pasados, de aquellos que fueron malos y no lo son ya. No que les satisfagan los males ajenos, sino al contrario, que se hayan liberado de ellos.

Por tanto, ¿con qué intención confieso delante de Dios a los hombres, con este nuevo escrito, lo que ahora soy, ya no lo que fui? Ya he dicho el fruto que han producido las confesiones de lo que fui antes de convertirme; pero hay muchos -unos me conocieron entonces y otros no- que desean saber cómo soy ahora; porque si bien algo han oído de mí, no han escuchado la confesión plena y sincera de mi corazón, único sitio donde se guarda realmente lo que soy. Por eso quieren oírme hablar a mí, mi propia confesión, que les diga lo que ahora soy dentro, porque ahí, dentro de mí, no pueden entrar ellos. Están dispuestos a conocerme, porque el amor, que los hace buenos, les dice que no les miento cuando confieso estas cosas de mí, y este mismo amor es el que hace que me crean.

Pero, ¿para qué quieren que escriba esto? ¿Desean quizá alegrarse conmigo al oír cuánto me he acercado a Dios por su gracia, y rezar por mí al saber todo lo que me he retrasado por el peso de mis propios pecados? Me daré a conocer porque no es pequeño el fruto que puede producir: que sean muchos los que den gracias a Dios por mí, y que recen por mí; deseo que quienes me lean se sientan movidos a amar lo que Dios enseña, y a dolerse de lo que se deben doler. Sé que lo conseguiréis con vuestra buena disposición de hermanos, no haciendo crítica; sé que cuando os parezca algo bien de lo que escribo, os alegraréis por mí, y que cuando algo os parezca mal os entristeceréis por mí, porque tanto si aceptáis algo como si lo rechazáis, sé que me queréis.

A éstos es a quienes quiero darme a conocer. Para que os sintáis a gusto entre mis cosas buenas, y os duelan las malas.

Mis cosas buenas son las obras y gracia de Dios; las malas son mis pecados y el juicio de Dios por ellos. Que os enriquezcáis con mis cosas buenas, y que las canciones y las lágrimas de estos corazones de hermanos suban a la presencia de Dios como el incienso.

(o.c. 195-198)

Las dificultades académicas de San Agustín:

Fines de verano, año 383

Me convencieron de ir a Roma y enseñar allí lo que enseñaba en Cartago. Aunque no debo dejar de confesar el motivo que me movió a hacerlo: mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni conseguir más prestigio, como me prometían los amigos que me aconsejaban eso —aunque también influyeron estas cosas en mi decisión—, sino que el mayor motivo y casi único fue que yo había oído que los adolescentes de Roma eran más correctos y sosegados en las clases, debido a la rigurosa disciplina a que estaban sometidos, y no les estaba permitido entrar en las aulas que no fueran las suyas sin previo permiso ni armar alboroto. Todo lo contrario ocurría con Cartago, donde es tan grosera y desmedida la conducta de los estudiantes, que entran con toda desvergüenza en las clases, y con su alboroto perturban el orden establecido por los profesores para provecho de los alumnos. Cometen además, con increíble estupidez, multitud de insolencias que deberían castigar las leyes, apoyándose sólo en que es costumbre; eso los califica aún más de groseros insensatos, pues hacen como si fuera lícito lo que no podrá serlo nunca, y creen que quedan impunes de sus fechorías, y no se dan cuenta que la ignorante ceguera con que las hacen es su mayor castigo, mucho mayor mal y peor que el que consiguen ellos hacer.

Yo me veía obligado en Cartago a soportar como profesor esas malas costumbres que, siendo estudiante, no quise nunca hacer. Por eso deseaba ir a Roma, donde los que lo sabían me aseguraban que no se daban allí semejantes cosas.

Pero el verdadero porqué de que yo saliera de Cartago y me fuera a Roma sólo Dios lo sabía; me ponía espinas en Cartago —por así decir— para arrancarme de allí, y me ofrecía esperanzas de una mejor situación en Roma para atraerme allá; aunque yo buscara una falsa felicidad, Él quería la salud para mi alma, sin indicármelo a mí ni a mi madre, que lloró enormemente mi partida y me siguió hasta el mar (...).

Recuperado ya de mi enfermedad, comencé con toda presteza a poner en práctica el motivo por el que estaba en Roma, es decir, enseñar retórica. Empecé por reunir al principio a algunos estudiantes en mi propia casa, y así darme a conocer a ellos y, a través de ellos, a los demás.

Pero en seguida pude comprobar que los estudiantes de Roma hacían también trastadas que no había visto hacer a los de África; aunque es verdad que nunca vi a los de Roma actuar como a esos perdidos adolescentes de Cartago, los destructores. Me decían que a veces, los estudiantes de Roma, de repente, se ponían todos de acuerdo y dejaban a un profesor y se iban a otro para no tener que pagar al anterior.

Esta falta de fidelidad y ese tener en nada la justicia, por no gastar su dinero, me indignaba. Me indignaba contra ellos más por el perjuicio económico que me causaba que porque fueran injustos. Incluso ahora odio a este tipo de gente desleal y rastrera, aunque deseo que se enmienden y prefieran las enseñanzas que aprenden más que el dinero. Entonces no, entonces —lo confieso— deseaba que fueran honrados porque me convenía.

Así que en cuanto la ciudad de Milán pidió al prefecto de Roma que le enviase un maestro de retórica, pudiendo usar para el viaje el correo imperial, yo mismo solicité inmediatamente, por medio de esos borrachos de vaciedades maniqueas (de los que me iba a separar sin que ellos lo supieran, ni yo), que, mediante la presentación de un discurso de prueba, el prefecto me enviase a mí. Entonces el prefecto era Símaco.

(o.c. 75-76.83)

Sermones

Persecución por la justicia:

Acabáis de oír, o más bien, todos acabamos de oír al Apóstol decirnos: Ved, pues, de vivir circunspectamente; no como necios, sino como sabios, redimiendo el tiempo, porque los días son malos. Dos cosas, hermanos, hacen malos los días; la malicia y la miseria. Sí; la malicia y la miseria de los hombres forman el tiro que arrastra la carroza de los días malos. Por lo que hace a su duración, los días son perfectamente regulares; sucédense a intervalos fijos y miden el tiempo con orden; el sol nace y muere a su hora, y las estaciones no se interrumpen. ¿A quién hacen mal los tiempos, si los hombres no se lo hacen unos a otros? Dos cosas, en fin -ya lo he dicho-, hacen malos a los días: la miseria de los hombres y su malicia; de las cuales la miseria es general, pero la malicia no debiera serlo. Desde la caída de Adán y su expulsión del paraíso, los días ya no fueron sino malos. Preguntemos a esos niños recién nacidos por qué comienzan llorando, pues también pueden reír. Nace, y al punto llora; la risa le viene no sé cuántos días después. Ese nacer llorando es el vaticinio de sus desdichas, porque las lágrimas denuncian la miseria. Aún no habla, pues, y profetiza ya. ¿Qué profetiza? Que le aguarda la aflicción y el temor. Y aunque haya de vivir rectamente y ser del número de los justos, cierto es que, metido en tentaciones siempre, siempre andará con temor.

¿Qué dice el Apóstol? Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo, padecerán persecución. Ahí veis la maldad de los días, ya que los justos no pueden aquí abajo vivir sin ser perseguidos. El mismo vivir entre malos es de suyo persecución. Todos los malos, en efecto, persiguen a los buenos, no a hierro ni a pedradas, sino con su vida y procederes. ¿Perseguían al santo Lot en Sodoma? Nadie le molestaba. Pero, viviendo entre impíos e inmundos, soberbios y blasfemos, era perseguido, no a golpes, sino por haber de ver sus abominaciones. Tú, que me estás oyendo y no vives piadosamente en Cristo, empieza la vida piadosa en Cristo, y a tu costa verás si no es cierto lo que digo. Haciendo, en fin, el Apóstol mención de sus riesgos, dice: Peligros en el mar, peligros en los ríos, peligros en el desierto, peligros entre hermanos falsos. Pueden faltar los otros; más los peligros que vienen de los hermanos falsos no conocerán sosiego hasta el fin del mundo.

Redimamos el tiempo, porque los días son malos. Tal vez esperéis de mí qué sea redimir el tiempo. Esto que voy a deciros lo entienden pocos, y pocos lo llevan a bien; lo intentan pocos, y pocos lo llevan a efecto; lo diré, sin embargo, en beneficio de otros pocos que han de oírme y están viviendo entre malos. Redimir el tiempo es, v. gr., perder algo de tu derecho, si alguien te mueve pleito, a fin de vacar a Dios y dejarte de ruidos. No rehúses entonces perdonar algo; eso que pierdes así será el precio del tiempo. Cuando por tus necesidades sales al mercado, das dinero y adquieres pan, o vino o aceite, o leña, o algún utensilio, das y recibes, pierdes algo y adquieres algo, eso es comprar. Adquirir sin dispendio alguno es hallazgo, donación, herencia; pero adquirir perdiendo algo es lo que se llama compra; lo así adquirido es lo comprado; lo que pierdes se denomina precio. Al modo, pues, que (te desprendes o) pierdes dinero para comprar algo, pierde también algo para adquirir la paz. Esto es redimir el tiempo.

Hay un adagio púnico bien sabido; le trasladaré al latín, porque no todos sabéis el púnico. Este viejo refrán púnico dice: Nummum quaerit pestilentia; duos illi da, et ducat se: «Si te pide un real la peste, dale dos, y que se vaya». ¿No parece haber este adagio nacido del Evangelio? ¿No fue redimir el tiempo lo que nos mandó el Señor al decir: Si alguien tiene ganas de litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto? ¿Quiere litigar contigo y quitarte la túnica? ¿Quiere distraerte de tu Dios con enredos? No tendrás sosiego para el corazón ni tranquilidad para el alma; te alborotarán los pensamientos y andarás al morro con tu adversario. Tiempo que te pierdes. ¡Cuánto mejor fuera, pues, sacrificar la moneda para redimir el tiempo! Y si, cuando me venís, hermanos míos, con vuestros pleitos y vuestros asuntos para que los fallemos, le digo al hombre cristiano que por redimir el tiempo pierda de lo suyo algo, ¿con cuánto mayor empeño y confianza no debo decir se restituya lo ajeno? Éstos a quienes juzgo, ambos son cristianos. Yo estoy viendo al acusador injusto que, por alzarse con algo del otro, más que sea por algún arreglo, quiere meter al vecino en litigios; ya le estoy viendo frotarse de gusto las manos con esto del Apóstol: Redimid el tiempo, porque los días son malos. Yo, pues, haciendo al otro cristiano un mal apaño, le obligo a dar algo, de voluntad o contra ella, para redimir el tiempo, y me lo dará por respeto al obispo. Pero dime, acusador: si yo aconsejo a tu hermano ceda en algo de su derecho por bien de paz, ¿no voy a decirte a ti: «Calumniador, perdido, hijo del diablo, por qué te empeñas en alzarte con lo ajeno? No tienes razón alguna y estás lleno de calumnia». Si, pues, al otro le dijere: «Dale algo para que deje de calumniarte», ¿qué te aguarda a ti, cuyo dinero es fruto de una acusación inicua? Quien por evitarla redimió en ti el tiempo, tolera los días malos; pero tú, que vives de calumnias, tendrás días malos aquí; y los que tendrás después del día del juicio serán todavía peores... Mas acaso te ríes de todo esto, porque te embolsas el dinero de tu hermano... Sí, ríe y búrlate; aunque yo te lo deje llevar, otro vendrá que te pase la cuenta.

(167; BAC 53, 636-639)

Sermón sobre los pastores

Soy cristiano y obispo:

No es la primera vez que me oís hablar de aquella esperanza fundada en Cristo, en la que tenemos nuestra única gloria verdadera y saludable, pues vosotros formáis parte del rebaño que tiene por pastor a aquel que cuida y apacienta a Israel. Sin embargo, como no faltan pastores a quienes les gusta el nombre de pastor, pero no cumplen, en cambio, con las obligaciones del pastor, no estará mal que recordemos lo que dice el Señor por boca del profeta sobre esos tales. Escuchadlo con atención, atendamos todos con temor.

El Señor me dirigió la palabra en estos términos: «Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, diciéndoles». Acabamos de escuchar la lectura que se nos ha proclamado, y por ello debo decir algo para comentarla. Dios me ayudará para que diga cosas verdaderas, si yo, por mi parte, no pretendo exponer mis propias ideas. Porque si os propusiera mis ideas, también yo sería de aquellos pastores que, en lugar de apacentar las ovejas, se apacientan a sí mismos. Si, en cambio, hablo no de mis pensamientos, sino exponiendo la palabra del Señor, es el Señor quien os apacienta por mediación mía. Esto dice el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores?, es como si se dijera: «Los pastores no deben apacentarse a sí mismos, sino a las ovejas». Ésta es la primera causa por la que el profeta reprende a tales pastores, porque se apacientan a sí mismos y no a las ovejas. ¿Y quiénes son, pues, aquellos pastores que se apacientan a sí mismos? Sin duda alguna son aquellos de los que el Apóstol afirma: Todos buscan sus intereses personales, no los de Cristo Jesús.

El Señor, no según mis merecimientos, sino según su infinita misericordia, ha querido que yo ocupara este lugar y me dedicara al ministerio pastoral; por ello debo tener presente dos cosas, distinguiéndolas bien, a saber: que por una parte soy cristiano y por otra soy obispo. El ser cristiano se me ha dado como don propio; el ser obispo, en cambio, lo he recibido para vuestro bien. Consiguientemente, por mi condición de cristiano debo pensar en mi salvación, en cambio, por mi condición de obispo debo ocuparme de la vuestra.

En la Iglesia hay muchos que, siendo cristianos pero sin ser prelados, llegan a Dios; ellos andan, sin duda por un camino tanto más fácil y con un proceder tanto menos peligroso cuanto su carga es más ligera. Yo, en cambio, además de ser cristiano, soy obispo; por ser cristiano deberé dar cuenta a Dios de mi propia vida, por ser obispo deberé dar cuenta de mi ministerio.

(46, 1-2; Liturgia de las Horas)

El Sermón de la montaña

Publicado por Ediciones Palabra, Madrid 1976.

Somos hijos adoptivos de Dios, a quien debemos imitar:

Lo que sigue después: Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, debe entenderse de acuerdo a aquella regla según la cual dice Juan: Les dio poder de ser hechos hijos de Dios. Uno solo es Hijo por naturaleza, el cual no puede pecar; mas a nosotros nos ha sido conferido el poder de llegar a ser hijos de Dios cumpliendo aquellas cosas que Él ha ordenado. Esto es lo que el Apóstol llama adopción, por la cual somos llamados a la herencia eterna para que podamos ser coherederos de Cristo. Nos convertimos, pues, en hijos mediante la regeneración espiritual, y somos adoptados para el reino de Dios, no como extraños, sino como hechuras y criaturas de Él. De suerte que uno es el beneficio de darnos el ser por su omnipotencia, cuando nada éramos; y otro el de adoptarnos para que con Él, como hijos, gozáramos de la vida eterna según nuestros méritos. Así, no dice: Haced esto, ya que sois hijos; sino: Haced esto, para que seáis hijos.

Y al llamarnos a esto por medio de su mismo Unigénito, nos llama a que seamos semejantes a Él, que, como añade luego, hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llueve sobre justos y pecadores. Por este sol suyo podemos entender no éste que es visible con ojos de carne, sino aquella sabiduría de la cual se dice que es resplandor de la luz eterna, y en otro lugar: Nació para mí el sol de justicia, y finalmente: Y a vosotros que teméis el nombre del Señor os nacerá el sol de justicia. Y por la lluvia podemos entender el riego de la doctrina verdadera, ya que a buenos y malos apareció y fue anunciado Cristo. También podemos ver en este sol al que contemplan no sólo nuestros ojos sino aun los mismos animales; y en la lluvia a la que hace nacer los frutos que nos han sido dados para sustento del cuerpo: opinión que estimo más probable; de suerte que aquel sol espiritual no nace sino para los buenos y los santos; porque eso es lo que lloran los malvados en el libro llamado Sabiduría de Salomón: Y el sol no nació para nosotros. Y aquella lluvia espiritual no riega sino a los buenos, porque los malos están representados por la viña, de la cual se dijo: Mandaré a mis nubes que no lluevan sobre ella. Pero ya entiendas esto o aquello, todo sucede por la gran bondad de Dios, que a nosotros se nos manda imitar si queremos ser hijos suyos. Cuán grande sea el consuelo que traen a esta vida esa luz visible y esa lluvia material, ¿quién hay tan ingrato que no lo sienta? Consuelo que en esta vida vemos disfrutar tanto los buenos como los malos. No dice solamente: el cual hace salir el sol sobre buenos y malos, sino su sol, es decir, el que Él mismo hizo y constituyó, sin tomar, para hacerlo, nada de otra parte, como se escribe, en el Génesis, de todos los luminares. Él puede decir propiamente que son suyas todas las cosas que creó de la nada: por donde aquí se nos manifiesta con cuánta liberalidad debemos proporcionar a nuestros enemigos, por precepto suyo, las cosas que nosotros no hemos creado, sino que las hemos recibido, como dones, de su mano.

(78-79; o.c. 109-111)

Sobre el evangelio de San Juan

La corrección de los hermanos:

Entonces se dieron cuenta los discípulos que estaba escrito: Me comió el celo de tu casa. Por el celo de la casa de Dios echó el Señor a aquéllos del templo. Que todo cristiano, hermanos, que es de los miembros de Cristo, se coma por el celo de la casa de Dios. ¿Quién se come por el celo de la casa de Dios? Aquel que pone empeño en que se corrija todo lo censurable que en ella observa, desea que desaparezca y no descansa, y, si no lo logra, lo soporta y gime. No se arroja el grano fuera de la era; tiene que soportar a la paja hasta que, separado de ella, entre en el granero. Tú, si eres grano, no quieras que te arrojen de la era antes de entrar en el granero, para que no seas comido por las aves antes de ser llevado al granero. Las aves del cielo, que son las potestades aéreas, están a la expectativa para llevar algo de la era, y no se llevan sino lo que se arroja fuera de ella. Cómate, pues, el celo de la casa de Dios. Coma a cada uno de los cristianos el celo de la casa de Dios, de la que son miembros. No es mejor tu casa que aquella en la que tienes tú la sempiterna salud. Entras tú en tu casa por el descanso temporal; en cambio, entras en la casa de Dios por el sempiterno descanso. Si, pues, tus afanes son que no haya desorden alguno en tu casa, ¿tolerarás tú, en cuanto esté de tu parte, los desórdenes que tal vez presencies en la casa de Dios, donde se te ofrece la salud y el descanso sin fin? Por ejemplo, ¿ves tú a tu hermano ir al teatro? Detenlo, amonéstalo, siéntelo de corazón, si es que te come el celo de la casa de Dios. ¿Ves a otro que va a embriagarse y a hacer en los lugares sagrados lo que en parte alguna es lícito? Impídeselo a los que puedas, contenlos, atérralos, atrae con caricias a cuantos te sea posible, y no te canses jamás de hacerlo así. ¿Es tu amigo? Amonéstalo con dulcedumbre. ¿Es tu esposa? Refrénala severísimamente. ¿Es tu criada? Cohíbela hasta con azotes. Haz lo que puedas, según la conducta de tu persona, y cumple lo que está escrito: El celo de tu casa me comió. Mas, si eres frío e indolente, no miras más que a ti mismo y con esto estás contento, y llegas hasta hablar así en tu corazón: ¿Qué tengo yo que ver con los pecados ajenos? Tengo bastante con mi alma, y ojalá que la conserve incólume para Dios. ¡Vamos!, te digo yo, ¿no se te viene a las mientes el siervo aquel que escondía el talento y que no quiso negociar con él? ¿Se le condenó acaso por haberlo perdido y no por haberlo guardado sin fructificar? Entendedlo, pues, hermanos míos, de tal forma que no os deje descansar. Os voy a dar un consejo, mejor dicho, que os lo dé el que está dentro, porque, aunque os lo dé por mí, Él es el que lo da. Sabéis lo que cada uno de vosotros tiene que hacer en su casa con el amigo, con el inquilino, con su cliente, con el mayor y con el menor. Pues bien, en la medida que os da Dios acceso, en la medida que os abre la puerta con su palabra, en esa medida no os deis momento de reposo por ganarlos para Cristo, ya que vosotros habéis sido ganados por Cristo.

(10, 9; BAC 139, 272-273)

Enarraciones sobre los Salmos

Sobre el salmo 2:

¿Por qué bramaron las gentes y los pueblos meditaron cosas vanas? Levantáronse los reyes de la tierra y los príncipes se congregaron en contra del Señor y de su Cristo. Se dijo por qué en lugar de en vano, pues no llevaron a cabo lo que pretendieron, es decir, el acabar con Cristo. Se dice esto de los perseguidores del Señor, quienes también son mencionados en los Hechos Apostólicos (...).

El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, yo te engendré hoy. Aun cuando pudiera entenderse que se habló en la profecía de aquel día en que Jesucristo nació como hombre, sin embargo, como la palabra hoy significa tiempo actual y en la eternidad no hay rastro de pretérito, como si dejara algo de ser, ni futuro, como si algo no existiera todavía, sino únicamente presente, porque todo lo que es eterno permanece siempre, por eso se toma en sentido divino: Yo te engendré hoy. Por ello, la fe pura y católica anuncia la generación eterna de la Sabiduría y del Poder de Dios, el cual es el Hijo unigénito.

Pídeme y te daré en herencia tuya las naciones. Esto se toma ya en sentido temporal, acomodado a la toma del hombre, el cual se ofreció en sacrificio en lugar de todos los sacrificios, e intercede por nosotros; de modo que a toda esta economía temporal que se ejecutó en provecho del hombre se refiere lo que se dijo: Pídeme, a fin de que las naciones se congreguen bajo el nombre cristiano, y así se rediman de la muerte y las posea Dios. Te daré en herencia tuya las naciones, a fin de que las poseas para su salud y te produzcan frutos espirituales. Y en posesión tuya los confines de la tierra. Aquí se repite lo mismo, pues se escribió confines de la tierra por naciones; pero se consignó así para que con más claridad entendamos que se refiere a todas las naciones. Se dijo en posesión tuya, repitiendo lo que anteriormente se escribió: en herencia tuya.

Los gobernarás con vara de hierro, es decir, con justicia inflexible. Y como a vaso de alfarero los pulverizarás, es decir, quebrantarás en ellos los deseos terrenos y las ocupaciones inmundas del hombre viejo y todo lo que contrajeron y brotó del limo pecador. Y ahora, ¡oh reyes!, entended. Y ahora, es decir, ya renovados, ya demolidos los vestidos de barro, es decir, los recipientes carnales del error que pertenecen a la vida pasada; ahora entended ya, ¡oh reyes!, es decir, ya poderosos para gobernar todo lo que se halla de servil y bestial en vosotros, y ya valerosos para luchar, no como hiriendo al aire, sino castigando vuestros cuerpos y reduciéndolos a servidumbre. Instruíos todos los que juzgáis la tierra. Se repite lo mismo, ya que se dijo instruíos por entended, y los que gobernáis la tierra, por reyes. Los que juzgan la tierra personifican a los espirituales, pues todo lo que juzgamos es inferior a nosotros, y cuanto existe de inferior al hombre espiritual con razón se denomina tierra, porque se deterioró con la caída terrena.

(2, 1.6-8; BAC 235, 7-11)

Carta de Agustín a los donatistas, junio del 412:

El anciano Silvano, Valentín, Aurelio, Inocencio, Maximino, Optato, Agustín, Donato y los demás obispos de Zerta, a los donatistas.

A nuestros oídos ha llegado el rumor de que vuestros obispos dicen que el conocedor de la causa fue corrompido con dinero para que dictase sentencia contra ellos, de que vosotros lo creéis con facilidad y de que por eso muchos de vosotros no quieren someterse a la verdad. Así nos ha parecido bien, pues nos urge la caridad del Señor, dirigiros desde nuestro concilio este escrito para advertiros que vuestros delegados fueron vencidos y convencidos y que ahora alardean de mentiras. En el mandato que con ocasión de la conferencia compusieron y firmaron con sus nombres y rúbricas decían que éramos traidores y perseguidores suyos. Pero se averiguó su falsedad y mentira manifiesta, y se les convenció también de ella. De igual modo, tratando de gloriarse de la muchedumbre y de sus coepíscopos, insertaron nombres de algunos ausentes y hasta de un muerto. Pero cuando les preguntamos dónde estaba, cegados por una turbación repentina, contestaron que había muerto en el camino. Al preguntarles cómo pudo subscribir el documento en Cartago, si había muerto en el camino, más ciegos aún, incurrieron en otra mentira, diciendo que había muerto en el camino a su regreso de Cartago. Pero de sus mentiras no pudieron librarse. Ya veis quiénes son esos a los que dais fe cuando hablan de la antigua tradición o de la corrupción del juez de causa, pues ni ese mismo mandato, en que nos echaban en cara crimen de traición, pudieron componerlo sin crimen de falsedad. Por si no pudiereis llegar a conocer las voluminosas actas o tenéis por demasiado pesado el leerlas, os recogemos lo que hemos creído más necesario en esta carta como en compendio.

(Carta 141, 1; BAC 99 a, 3-4)

 

SAN LEÓN MAGNO

Sus Homilías han sido publicadas en versión castellana por M. GARRIDO BONAÑO, con el título de Homilías sobre el año litúrgico, BAC n. 291, Madrid 1969; los fragmentos que siguen han sido tomadós de esa edición.

 

Homilías

La dignidad del hombre:

¡Despiértate, oh hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza! ¡Acuérdate que has sido creado a imagen de Dios, imagen que aunque corrompida en Adán, ha sido restaurada por Cristo! Usa como es menester de las criaturas visibles, del mismo modo que usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos, y todo cuanto en ellos encuentres de bello y admirable refiérelo a la alabanza y a la gloria del Creador. No te entregues a este astro luminoso, en el cual se alegran los pájaros y las serpientes, las bestias salvajes y los animales domésticos, las moscas y los gusanos. Déjense bañar tus sentidos por esta luz sensible y con todo el afecto de tu espíritu abraza esta luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y de la cual dice el profeta: Volveos todos a Él, y seréis iluminados y no cubrirá el oprobio vuestros rostros. Si somos, pues, el templo de Dios y el Espíritu Santo habita en nosotros, lo que cada fiel lleva en su alma tiene más valor que lo que se admira en el cielo.

Aunque os damos estas exhortaciones y estos consejos, amadísimos, no es para que despreciéis las obras de Dios o para que penséis que en las cosas que Dios ha creado buenas puede haber algo contrario a la fe, sino para que uséis con mesura y razonablemente de toda la belleza de las criaturas y del ornato de este mundo, ya que, como dice el Apóstol, las cosas visibles son temporales, las invisibles son eternas. Hemos nacido para la vida presente, pero hemos renacido para la vida futura; no nos entreguemos, pues, a los bienes temporales, sino apliquémonos a los eternos; y, a fin de que podamos contemplar más de cerca el objeto de nuestra esperanza, consideremos, en el misterio mismo de la natividad del Señor, lo que la gracia divina ha conferido a nuestra naturaleza. Escuchemos al Apóstol, que nos dice: Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él, el cual vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

(Homilía 7, 6; Migne, 7; BAC 291, 105-106)

El Verbo encarnado:

Algunos, partiendo de ciertos signos exteriores del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo que lo presentaban como un verdadero hijo del hombre, han creído que no era más que un hijo del hombre. No han juzgado un deber atribuir la divinidad al mismo del cual habían constatado la semejanza con el resto de los mortales en los primeros momentos de su infancia, en su crecimiento corporal y en su condición paciente hasta la cruz y la muerte. Otros, por el contrario, maravillados ante sus obras portentosas y comprendiendo que la novedad de su nacimiento y el poder de sus palabras y de sus actos revelan una naturaleza divina, han pensado que nada había en Él de nuestra naturaleza. Todo lo que fue en Él actividad y condición corporal, o habría tenido, según ellos, su principio en una naturaleza más elevada, o no habría tenido más que una falsa apariencia de carne, para engañar con una imagen ilusoria los sentidos de los que lo veían o lo tocaban. Finalmente, ciertos herejes han llegado a esta persuasión de pretender demostrar que, de la sustancia misma del Verbo, algo se había cambiado en carne, y que Jesús, nacido de la Virgen María, nada tenía de la naturaleza de su madre; sino que lo que era Dios y lo que era hombre, ambas cosas pertenecían a la esencia del Verbo, de modo que en Cristo, por la diversidad de sustancia, fue falsa la humanidad, y, por la imperfección de la mutabilidad, no fue verdadera la divinidad.

Estas afirmaciones impías, amadísimos, y otras más, concebidas por la inspiración del diablo y extendidas, para perdición de muchos, por hombres instrumentos de perdición, han sido destruidas en otro tiempo por la fe católica, que tiene a Dios por maestro y apoyo. El Espíritu Santo, por el testimonio de la Ley, por los oráculos de los profetas, por la proclamación del Evangelio y por las enseñanzas de los apóstoles, nos exhorta y nos apremia a creer con firmeza e inteligencia que, como lo dijo San Juan; el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Sí, entre nosotros, pues la divinidad del Verbo nos ha unido a Él, y nosotros somos su carne, que Él ha tomado del seno de la Virgen. Si su carne no era la nuestra, es decir, verdaderamente humana, el Verbo hecho carne no habría habitado entre nosotros. Pero Él ha habitado entre nosotros, pues ha hecho suya la naturaleza de nuestro cuerpo; la Sabiduría se construyó una casa hecha no de una materia cualquiera, sino de una sustancia que es propiamente la nuestra, y cuya asunción está claramente indicada por las palabras el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

De esta santa proclamación se hace eco la enseñanza del apóstol San Pablo en estos términos: Nadie os engañe con filosofías vanas y falaces, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo, pues en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y estáis llenos de Él. Toda la divinidad llena, pues, a todo el cuerpo, y así como nada falta de su majestad, con cuya habitación se llena esa morada, así tampoco nada falta del cuerpo, que no sea llenado por quien lo habita. En cuanto a las palabras y estáis llenos de Él, significan en realidad nuestra naturaleza, pues esta plenitud no nos afectaría si el Verbo de Dios no hubiese unido a sí el cuerpo y el alma propios de nuestra raza.

(Homilía 10, 2-3.5; Migne 30; BAC 291, 115-119)

Sobre la Epifanía de Nuestro Señor:

Alegraos, carísimos, en el Señor; de nuevo os lo digo: alegraos, ya que en breve espacio de tiempo, después de la solemnidad del nacimiento de Cristo, ha brillado la fiesta de su manifestación, y al mismo a quien en aquel día dio a luz la Virgen, hoy lo ha conocido el mundo. El Verbo hecho carne dispuso de este modo el origen de su aparición entre nosotros: que, nacido Jesús, se manifestase a los creyentes y se ocultara a sus perseguidores. Por eso ya desde entonces los cielos pregonaron la gloria de Dios, y la voz de la verdad se extendió por toda la tierra, cuando, por una parte, el ejército de los ángeles se mostraba para anunciar el nacimiento del Salvador, y, por otra, la estrella conducía a los Magos para que le adoraran. Así se verificó que desde el Oriente hasta el Occidente resplandeciera el nacimiento del verdadero Rey, ya que, por medio de los Magos, los reinos de Oriente conocieron la verdad de lo sucedido y no quedó oculto al imperio de los romanos. La crueldad de Herodes, pretendiendo dar muerte en su cuna al Rey que le infundía sospecha, contribuía, sin pensarlo, a esta difusión de la fe. Mientras se dedicaba a perpetrar un crimen detestable y procuraba, por la matanza de los Inocentes, deshacerse de aquel Niño para él desconocido, la fama de esta matanza publicaba por todas partes el nacimiento del Rey de los cielos. La nueva se difundió tanto más pronto y con tanto mayor prestigio cuanto más inusitada fue la señal prodigiosa del cielo y más cruel la impiedad del perseguidor. Entonces también el Salvador fue llevado a Egipto, para que aquellos pueblos, entregados a los antiguos errores, se dispusieran, mediante una gracia oculta, a recibir su próxima salvación, y para que, aun antes de rechazar las viejas supersticiones, ofreciera ya aquel país morada a la verdad.

Justamente, amadísimos, es honrado en el mundo entero con una dignidad especial este día consagrado por la manifestación del Señor. Por eso debe brillar en nuestros corazones con un resplandor especial para que veneremos el orden de estos acontecimientos no sólo creyendo, sino también entendiéndolos.

Cuántas gracias debemos dar al Señor por la iluminación otorgada a los paganos, lo muestra la misma ceguera de los judíos. ¿Qué hay tan ciegos y tan extraños a la luz como estos sacerdotes y escribas de Israel? A las cuestiones de los Magos, a la pregunta de Herodes sobre el testimonio de la Escritura acerca del lugar donde había de nacer Cristo, respondieron con el oráculo profético lo mismo que indicaba la estrella en el cielo. Ésta, ciertamente, habría podido conducir a los Magos con sus indicaciones, como lo hizo en seguida, hasta la cuna del Niño, dejando a un lado Jerusalén; pero no sin motivo, para confundir la dureza de los judíos, fue conocido el nacimiento del Salvador no sólo por el camino que mostraba la estrella, sino también por la declaración de los mismos judíos. Así pues, la palabra profética pasaba ya a los paganos para instruirlos y los corazones de los extraños se disponían a conocer a Cristo anunciado por los antiguos oráculos. Los judíos infieles, por el contrario, manifestaban con sus labios la verdad, pero guardaban la mentira en su corazón. Rehusaron conocer, en efecto, con sus ojos lo que habían indicado por medio de los Libros santos; de modo que no adoraron al que se humillaba en la debilidad de la infancia y crucificaron más tarde al que resplandecería por el poder de sus obras.

(Homilía 2, 1-2; Migne 32; BAC 291,126-127)

El ayuno espiritual y la limosna:

Lo que cada cristiano debe hacer en todo tiempo, amadísimos, hay que hacerlo ahora con más fe y amor; de este modo satisfaremos con esta instrucción apostólica de ayunar cuarenta días, no sólo reduciendo nuestro alimento, sino principalmente absteniéndonos de pecado. Puesto que esta mortificación tiene por fin suprimir los focos de los deseos carnales, ninguna abstinencia es tan ventajosa que aquella por la que somos sobrios de malos deseos y ayunamos de acciones inmorales. Tal devoción no descuida a los enfermos ni abandona a los inválidos, pues aun en un cuerpo lánguido e inútil se puede encontrar un alma sana si los fundamentos de la virtud se aseguran donde antes tuvo su asiento el vicio. El mal de una carne enferma es tal, que con frecuencia sobrepasa los límites de un sufrimiento impuesto voluntariamente, tanto que el espíritu cumple las partes de su oficio, y el que no usa del festín para el cuerpo, no se nutre de ninguna iniquidad.

Pero nada se une más útilmente a los ayunos razonables y santos que estas buenas obras que son las limosnas. Con el nombre de obras de misericordia se conocen también los actos laudables de bondad, gracias a los cuales las almas de todos los fieles pueden tener el mismo valor. El amor que se debe igualmente a Dios y a los hombres, jamás es impedido por tantos obstáculos que no sea siempre libre el querer el bien. Si los ángeles han dicho: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad, es que no sólo la virtud de la benevolencia, sino también el bien de la paz, hacen felices a los que, por su caridad, compadecen toda miseria de los que sufren. Las obras de bondad están muy extendidas, y su misma variedad da a los verdaderos cristianos, sean ricos o pobres, parte de la distribución de las limosnas, de modo que los que son diferentes por la cantidad de sus bienes sean al menos iguales por el afecto del corazón. Cuando, a los ojos del Señor, muchos echaban en el gazofilacio grandes sumas de la abundancia que tenían, y una viuda sólo dos piezas de plata, mereció ser honrada con tal testimonio de Jesucristo, que su don tan pequeño fue preferido a las ofrendas de los otros, ya que, en relación a las grandes sumas de aquellos a los que aún quedaba mucho, el suyo, tan pequeño, era todo lo que tenía. Si alguien es reducido a una pobreza tan estrecha que no pudiese dar dos monedas a un pobre, encuentra también en los preceptos del Señor cómo cumplir el deber de la benevolencia. Pues el que haya dado un vaso de agua fresca a un pobre sediento recibirá la recompensa de su gesto. ¡Cuántos recursos ha preparado el Señor a sus servidores para conseguir su reino, si el mismo don del agua, cosa gratuita y común, no quedará sin recompensa! Y para que ninguna dificultad ponga obstáculo, se propone como ejemplo de misericordia el agua fresca, no sea que alguno, no teniendo con qué calentarla, creyese que le faltaría su galardón. Advierte, no obstante, el Señor, y no sin razón, que este vaso de agua ha de ser dado en su nombre, porque es la fe la que hace preciosas estas cosas ordinarias en sí mismas, y los dones de los infieles, aunque sean muy considerables, están vacíos de toda justificación.

(Homilía 6, 2; Migne 44; BAC 291, 187-188)

El pecado de Judas y el de Pedro:

Ved, amadísimos, y examinad prudentemente qué gérmenes y qué frutos nacen de la estirpe de la avaricia; con razón la ha definido el Apóstol raíz de todos los males. Ningún pecado se comete, efectivamente, sin que intervenga la «cupiditas», y todo deseo ilícito es un mal causado por esa avidez. Por amor del dinero, toda afección es vil, y un alma ávida de lucro no teme perecer por una ganancia exigua. Ningún vestigio de justicia hay en un corazón en el que la avaricia ha construido su morada. El pérfido Judas, embriagado con ese veneno, en su sed de ganancia llegó hasta la horca. Y fue tan insensatamente impío, que llegó a vender por treinta monedas a su Señor y a su Maestro.

Pero mientras el Hijo de Dios se ofrecía para sufrir un juicio inicuo, el bienaventurado apóstol Pedro, cuya fe ardía con tal devoción que estaba dispuesto a sufrir y a morir con su Señor, se deja atemorizar por la calumnia de una sirvienta del sumo sacerdote, y por debilidad cayó en el peligro de renegar. Hesitación permitida, parece, para que en el jefe de la Iglesia fuese fundado el remedio de la penitencia y para que ninguno se atreviese a fiarse de su virtud, cuando el mismo San Pedro no había podido escapar del peligro de la inconstancia. Mas el Señor, cuyo solo cuerpo estaba en medio de la congregación de los pontífices, vio fuera con su mirada divina la turbación de su discípulo. Después que le miró, se levantó el corazón del que temblaba y lo incitó a las lágrimas del arrepentimiento. ¡Felices lágrimas las tuyas, santo apóstol, que para limpiar la culpa de tu negación tuvieron la virtud del santo bautismo! Cuando te resbalaste, la mano del Señor Jesucristo estuvo allí para sostenerte antes de que cayeses a tierra, y recibiste la fuerza de permanecer en pie en el momento mismo en el que el peligro te haría caer. El Señor vio en ti no una fe vencida, no un amor que vuelve la espalda, sino una firmeza conturbada. Las lágrimas abundaron allí donde el amor no había faltado, y la fuente de la caridad lavó las palabras del temor; ni tardó el remedio del perdón allí donde la voluntad no asintió. De este modo, la piedra recobró rápidamente su solidez, y recibió tan gran resistencia, que más tarde no temería en su propio suplicio lo que le había hecho temblar en la pasión de Cristo, a quien pertenece el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

(Homilía 9, 4; Migne 60; BAC 291, 249-250)

La limosna y el ayuno:

Después de celebrar el orden de las santas solemnidades y una vez terminada la alegría de la espiritual alegría, es necesario recurrir a la salubridad de la abstinencia y al remedio del ayuno para ejercitar el espíritu y mortificar el cuerpo; puesto que hemos sido enseñados con la doctrina divina y la propia experiencia, primero demos gracias a Dios por la celebración de los días sagrados; luego, deseando las santas delicias de la templanza, sustraigamos algo de la abundancia de los alimentos terrenos, de modo que aproveche a las limosnas lo que no se pone en la mesa. Pues la medicina del ayuno ayuda a sanar el alma si la abstinencia del que ayuna quita el hambre del necesitado. Conocemos que para Dios misericordioso es más excelente la limosna generosa que los ayunos, según dice el Señor: Dad limosnas según vuestras facultades, y todo será puro para vosotros. Si deseamos limpiar nuestra alma de las manchas del pecado, no neguemos la limosna a los pobres, a fin de que en el día de la retribución seamos ayudados para merecer la misericordia de Dios con nuestras obras misericordiosas. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

(Homilía 3; Migne 80; BAC 291, 327)

La limosna y las riquezas:

En estas obras, amadísimos, aun aquellos que se abstienen de los deleites de la comida han de conseguir los frutos de la misericordia, a fin de que cuanto más abundantemente hayan sembrado, mucho mayor será la cosecha. Jamás engaña al agricultor esta recolección, ni es incierta la esperanza de la obra que proviene de la práctica de la misericordia. Lo que de este modo es esparcido por la mano del sembrador, no lo abrasa el calor, ni lo arrastra el torrente, ni lo tira por tierra la tempestad. Las expensas de la misericordia se salvan siempre; no sólo se conservan siempre, sino que muchas veces se aumentan e incluso mudan su cualidad. De terrenas pasan a ser celestiales, de pequeñas se convierten en grandes, y el don temporal se muda en premio eterno. Cualquiera que seas que amas las riquezas, que ambicionas que se multipliquen las que posees, acude a este negocio, suspira por este acrecentamiento de tus cosas, de las cuales nada roba el ladrón, ni las corroe la polilla, ni las consume el orín. No desesperes de la usura ní desconfíes del que recibe. Lo que hicisteis a uno de éstos, a mí me lo hicisteis; entiende bien quién lo dice y reconoce sútilmente y sin pasión alguna ante quién has colocado tus riquezas. No se dude de recibir a aquel a quien de Cristo es deudor. No sea molesta la libertad ni triste el ayuno, pues al que da con alegría lo ama Dios, que es fiel en sus palabras y retribuye abundantemente la limosna que para ser dada benignamente donó Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

(Homilía 2, 4; Migne 87; BAC 291, 332-333)

ENRIQUE MOLINÉ
LOS PADRES DE LA IGLESIA