San Ireneo de Lyon


Al parecer, Ireneo había nacido en Asia, quizá en Esmirna, hacia la mitad del siglo. Había sido discípulo del obispo de Esmirna, San Policarpo. El año 177 le encontramos en Roma, enviado por los fieles de la Iglesia de
Lyon, de la que era presbítero, para interceder ante el papa Eleuterio en favor de unos montanistas. Al regresar, había muerto mártir el obispo de Lyon, e Ireneo fue elegido como su sucesor. Aún tuvo que intervenir otra vez como pacificador en una controversia entre Roma y los obispos de Asia. No se sabe cuándo murió ni cómo, y aunque se le venera como mártir, no hay testimonios seguros de que lo fuera.

La obra más importante de Ireneo es la que escribió Contra las herejías, Adversus haereses, nombre con el que se la conoce. Redactada en griego, nos ha llegado sólo en una traducción latina que por lo general parece muy fidedigna y hasta servil. En los cinco libros de que se compone, expone primero las doctrinas gnósticas, con referencia a sus distintas sectas y escuelas, de modo que hasta hace poco era, y quizá aún lo es, una de nuestras mejores fuentes de información sobre el gnosticismo y sus diversas formas; luego pasa a refutar las versiones heréticas más importantes, las de Valentín y Marción, para lo que utiliza argumentos de razón, y aduce la doctrina de la Iglesia y las palabras del Señor; termina defendiendo la resurrección de la carne, escándalo máximo para los gnósticos, aunque nos deja ver por otra parte que él creía también en el milenio.

Otra obra de Ireneo es la Exposición de la enseñanza cristiana, escrito relativamente breve y cuyo contenido responde a su título. Escribió además otras muchas obras que se han perdido y de las que sólo nos queda el título o algún fragmento. Aun así, es muy importante el contenido de lo conservado.

Ireneo opone al gnosticismo su confianza ilimitada en la tradición, continua y públicamente expuesta por los obispos que han sucedido a los Apóstoles, especialmente el obispo de Roma; frente a ella, la pretendida revelación oculta y reservada a unos pocos que presentan los herejes, quienes, además, no pueden mostrar aquella sucesión ininterrumpida, tiene poco valor. Ireneo no es un innovador sino que dirige todo su esfuerzo a presentar la doctrina tradicional de la Iglesia, y a defenderla de las novedades gnósticas; pero a pesar de la desconfianza que siente hacia la especulación por el uso que de ella hacían estos herejes, expone la doctrina cristiana no sólo con gran claridad sino también muy bien estructurada en un armazón especulativo propio, escogiendo con acierto términos precisos; de modo que a su pesar es y se le suele considerar el primer teólogo.

El contenido doctrinal de los escritos de Ireneo que nos han llegado es ya amplio, como suele serlo también el de muchos de los Padres posteriores a él. De manera que después de subrayar el principal punto de apoyo de sus argumentos contra los gnósticos, la tradición, dejamos ahora los demás aspectos doctrinales para considerarlos más adelante, en un capítulo especial, junto a los Padres del siglo iii.

MOLINÉ

 

 

TEXTOS

 

SAN IRENEO DE LYON

Contra las herejías

La Escritura, la Tradición y los herejes:

Cuando a los herejes se les arguye con las Escrituras, se ponen a atacar las mismas Escrituras, afirmando que están corrompidas o que no son auténticas, o que no concuerdan, pretendiendo que no se puede sacar de ellas la verdad si no es que uno conozca la tradición que no fue transmitida por escrito, sino de viva voz. Ésta sería la razón por la que Pablo habría dicho: Hablamos de sabiduría entre los perfectos: una sabiduría que no es de este mundo. Cuando ellos hablan así de sabiduría, cada uno se refiere a la que él mismo por su cuenta se ha inventado, es decir, el fruto de su imaginación: y así, según ellos, no hay nada que objetar a que la verdad esté unas veces en Valentín, y otras en Marción, y otras en Cerinto... Cada uno de éstos, en un colmo de perversión, no se avergüenza de predicarse a sí mismo haciendo caso omiso de la regla de la verdad.

Si, por el contrario, apelamos a la tradición que viene de los apóstoles y que se conserva en las Iglesias por la sucesión de los presbíteros, entonces ellos se oponen a esta tradición, afirmando que ellos saben más no sólo que los presbíteros, sino aun que los mismos apóstoles, pues ellos han encontrado la verdad pura. Porque, según ellos, los apóstoles mezclaron con las palabras del Salvador los preceptos de la ley; y no sólo los apóstoles, sino que aun el mismo Señor hablaba a veces como demiurgo (es decir, como el Dios del Antiguo Testamento), a veces como ser intermedio y a veces como Ser supremo. Ellos, en cambio, sin lugar a dudas y sin ninguna contaminación ni impureza, han llegado a conocer el misterio escondido. Tal es la suma impudencia con que blasfeman del Creador. En realidad, lo que sucede es que no están de acuerdo ni con la Escritura ni con la tradición (...)

Pero la tradición de los apóstoles está bien patente en todo el mundo y pueden contemplarla todos los que quieran contemplar la verdad. En efecto, podemos enumerar a los que fueron instituidos por los apóstoles como obispos sucesores suyos hasta nosotros: y éstos no enseñaron nada semejante a los delirios (de los herejes). Porque si los apóstoles hubiesen sabido «misterios ocultos» para ser enseñados exclusivamente a los «perfectos» a escondidas de los demás, los hubiesen comunicado antes que a nadie a aquellos a quienes confiaban las mismas Iglesias, pues querían que éstos fuesen muy perfectos e irreprensibles en todos los aspectos, como que los dejaban como sucesores suyos para ocupar su propia función de maestros. De su recta conducta dependía un gran bien; en cambio, si ellos fallaban, se había de seguir una gran ruina.

(3, 2, 1; Vives 159)

La unidad de la Iglesia y la división de los herejes:

Todos estos herejes son muy posteriores a los obispos a los cuales los apóstoles entregaron las Iglesias... Y puesto que son ciegos para la verdad, esos herejes tienen necesidad de salirse del camino trillado y de buscar andando por caminos siempre nuevos. Ésta es la razón por la que los elementos de su doctrina no concuerdan y están dispersos sin orden alguno. En cambio el camino de los que están en la Iglesia da la vuelta al mundo entero y tiene la tradición segura que procede de los apóstoles: en ella se puede ver que todos tienen una única e idéntica fe, que todos admiten un mismo y único Dios Padre, todos creen en la misma economía de la encarnación del Hijo de Dios, todos tienen la misma conciencia de que les ha sido dado el Espíritu Santo, todos practican los mismos mandamientos y guardan de la misma manera las ordenaciones eclesiásticas, todos esperan la misma venida del Señor y esperan la misma salvación de todo el hombre, es decir, del alma y del cuerpo.

Porque la predicación de la Iglesia es verdadera y firme y en ella se propone al mundo entero un único e idéntico camino de salvación. A ella, en efecto, le fue confiada la luz de Dios, y por esto la sabiduría de Dios con la que salva a todos los hombres es proclamada por los caminos, actúa con libertad en las plazas, se predica desde lo alto de los muros y no cesa de hablar en las puertas de la ciudad. Porque por todas partes predica la Iglesia la verdad. Ésta es la lámpara de siete brazos, que lleva la luz de Cristo. Los que abandonan la predicación de la Iglesia acusan de ignorancia a los santos presbíteros, sin observar que vale mucho más un hombre religioso aunque ignorante, que un sofista blasfemo e insolente. Esto es lo que son todos los herejes y los que creen haber encontrado algo más allá de la verdad. Empezando como hemos dicho, van siguiendo su camino, cada uno distinto y a su manera y a ciegas, cambiando de opinión sobre unas mismas cosas, como ciegos que se dejan guiar por ciegos, que han de caer necesariamente en la hoya de la ignorancia que les acecha. Siempre andan inquiriendo, pero jamás encuentran la verdad. Por esto hay que evitar sus opiniones, y hay que precaverse cuidadosamente, no sea que nos hagan algún daño. Por el contrario, hemos de refugiarnos en la Iglesia, para educarnos en su seno y alimentarnos con las Escrituras del Señor. La Iglesia ha sido plantada como un paraíso en este mundo: y el Espíritu de Dios dice que podemos comer los frutos de cualquier árbol del paraíso, es decir, de cualquier Escritura del Señor: pero no comáis del árbol de la autosuficiencia, ni toquéis para nada la disensión de los herejes. Porque ellos mismos proclaman que tienen el conocimiento del bien y del mal, y levantan sus ideas impías por encima de Dios que los creó. Sus pensamientos se levantan por encima de lo que es dado pensar, y por esto dice el Apóstol: No saber más de lo que conviene saber, sino saber la prudencia. No hemos de comer su ignorancia, que quiere saber más de ló que conviene, no sea que seamos arrojados del paraíso de la vida. Porque Dios introduce en el paraíso a los que obedecen a su mandato, recapitulando en sí mismo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra: ahora bien, las de los cielos son espirituales, pero las de la tierra son de condición humana. Él recapituló, pues, en sí mismo estas cosas, juntando al hombre y al espíritu y poniendo el espíritu en el hombre, haciéndose a sí mismo cabeza del espíritu y haciendo que el espíritu sea cabeza del hombre: porque por él vemos y oímos y hablamos.

(4, 20, 1 ss; Vives 165)

La dignidad del hombre está en servir a Dios:

Nuestro Señor, aquel que es la Palabra de Dios, primero nos ganó como siervos de Dios, mas para liberarnos después, tal como dice a sus discípulos: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamado amigos, porque todo cuanto me ha comunicado el Padre os lo he dado a conocer. Y la amistad divina es causa de inmortalidad para todos los que entran en ella. Así, pues, en el principio Dios plasmó a Adán, no porque tuviese necesidad del hombre, sino para tener en quien depositar sus beneficios. Pues no sólo antes de la creación de Adán, sino antes de toda creación, el que es la Palabra glorificaba a su Padre, permaneciendo en él, y él, a su vez, era glorificado por el Padre, como afirma él mismo: Glorifícame tú Padre con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo existiese.

Y si nos mandó seguirlo no es porque necesite de nuestros servicios, sino para que nosotros alcancemos así la salvación. Seguir al Salvador, en efecto, es beneficiarse de la salvación, y seguir a la Luz es recibir la luz. Pues los que están en la luz no son los que iluminan a la luz, sino que la luz los ilumina y esclarece a ellos, ya que ellos nada le añaden, sino que son ellos los que se benefician de la luz.

Del mismo modo, el servir a Dios nada le añade a Dios, ni tiene Dios necesidad alguna de nuestra sumisión; es él, por el contrario, quien da la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que lo siguen y sirven, beneficiándolos por el hecho de seguirlo y servirlo, sin recibir de ellos beneficio alguno, ya que es en sí mismo rico, perfecto, sin que nada le falte.

La razón, pues, por la que Dios desea que los hombres lo sirvan es su bondad y misericordia, por las que quiere beneficiar a los que perseveran en su servicio, pues, si Dios no necesita de nadie, el hombre, en cambio, necesita de la comunión con Dios

En esto consiste la gloria del hombre, en perseverar y permanecer en el servicio de Dios. Por esto el Señor decía a sus discípulos: No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, queriendo indicar que no eran ellos los que lo glorificaban al seguirlo, sino que, siguiendo al Hijo de Dios, él los glorificaba a ellos. Por esto añade: Quiero que ellos estén conmigo allí donde yo esté, para que contemplen mi gloria.

(4, 13. 4-14, 1; Liturgia de las Horas)