7. Modo de tratar con nuestras pasiones

 

En la descripción de estos nueve «logismoi», vemos ya cuánta experiencia psicológica había reunido Evagrio en su celda.  Pero más importante que saber acerca de los «logismoi» es, para él, el trato con las pasiones y sentimientos.  Para cada pasión, Evagrio aconseja un método diferente.  Los tres impulsos fundamentales -comer, sexualidad y codicia- han de dominarse a través de la ascesis, del ayuno y de la limosna.  Aquí, la disciplina es un buen camino, no para aplastar los instintos, sino para formarlos, a fin de que estén a nuestra disposición como una fuerza potencial.  La melancolía la vencemos huyendo de la dependencia del mundo, dejando todo aquello que de algún modo nos ata y haciéndonos interiormente libres.

 

Para lo que Evagrio da más consejos es para acertar a tratar la ira.  La ira, el enojo, el malhumor, nos dan constantemente que hacer en la vida.

Una ayuda es prestar atención al malhumor y quitárnoslo de encima antes de ir a dormir, para que, en el sueño, no se fije en el subconsciente y, al día siguiente, se manifieste como una insatisfacción difusa. Si llevamos el enfado a la cama, perdemos el control sobre nosotros mismos y seremos guiados en el subconsciente por la ira y el malhumor. «No dejes que el sol se ponga sobre tu ira.  De otro modo, durante el descanso nocturno, vienen los demonios, te asustan y te hacen así mucho más cobarde para la lucha del día siguiente.  Las pesadillas de la noche proceden, ordinariamente, del influjo alborotador de la ira.  Y nada hace al hombre tan dispuesto para cesar en la lucha como el no poder controlar sus emociones» (Evagrius, Prak, 21).

Cuando la ira infecciona el subconsciente, uno pierde todo control sobre sí y es entregado sin protección a su ira.  Esta le desgarra.  El prestar atención por la noche a su ira y quitársela en la oración delante de Dios, no es por tanto, en primer lugar, una exigencia moral, sino más bien psicológica, que sirve a la salud del alma y del cuerpo.

En un retiro sacerdotal, no pocos clérigos se lamentaban de que, por la noche, se sentían irritados y frustrados por algunas reuniones, y que luego no tenían ya ganas de meditación ni de lectura.  En lugar de esto, apagaban su insatisfacción comiendo, bebiendo y con la televisión.  Pero que después, estos sentimientos no apaciguados se fijaban todavía más en ellos, se infiltraban en el subconsciente y, al día siguiente, se manifestaban como una difusa insatisfacción y vacío.  El distanciarnos por la noche de los sentimientos negativos nos hace, en el sueño, abiertos para la asistencia salvífica de Dios.

Evagrio pone en vela, sobre todo, acerca de no jugar con la ira: «Tampoco te des a esa clase de ira en la que, en tus pensamientos, riñes con el que te ha molestado» (Prak, 23).  Esto oscurece nuestra alma y perturba nuestro espíritu.  En cambio, sí podemos servirnos de la ira como una fuerza positiva, volviéndonos contra los demonios, contra las tentaciones, contra los pensamientos que nos impiden vivir: «Podemos estar airados cuando nos volvemos contra los demonios y cuando luchamos contra los placeres» (Prak, 24).

La rabia es con frecuencia una fuerza importante para liberarnos de recuerdos negativos y apartar de nosotros aquellas personas que nos han hecho mal.  Si nos entretenemos en la herida, damos poder sobre nosotros a aquellos que nos han herido.  Muchos están constantemente hurgando en sus propias llagas.  Ahí la rabia es una fuerza muy importante.  Si yo puedo airarme contra otro, contra el que me ha herido, entonces puedo distanciarme, puedo separar los problemas del otro de los míos propios.  La rabia es el primer paso para la liberación y la sanación.

Yo he comprobado algunas veces que mujeres que, de niñas, han sufrido acoso sexual, se sienten luego todavía culpables y no experimentan ninguna rabia.  Sólo cuando se ponen en contacto con su rabia, logran ellas superar esa experiencia traumática.  La rabia es la fuerza para distanciarse de la experiencia traumática y alejar de sí al que nos ha herido, para ser nuevamente libres, para que el espíritu sanador de Dios pueda penetrar nuevamente.

Para la acedia da Evagrio dos consejos.  El uno se refiere a la mansedumbre.  Hemos de estar decididos a permanecer en nuestra celda y aguantar lo que allí sucede en nuestro interior: «Sencillamente, acepta lo que te trae la tentación.  Sobre todo, no pierdas de vista la tentación de la acedia, que es la peor de todas, aunque tiene también como consecuencia una mayor purificación del alma.  Huir de tales conflictos o espantarlos hace al espíritu torpe, cobarde y tímido» (Prak, 28).

Si yo mantengo mi intranquilidad interior y la miro atentamente, puedo tal vez descubrir lo que se agita en ella.  Entonces veo que tiene también un sentido.  La intranquilidad quisiera liberarme de la ilusión de que yo podría mejorarme a mí mismo y controlarme a través de la disciplina.  La intranquilidad me hace ver ni¡ impotencia.  Si yo me reconcilio con ella, esto limpia el alma y da nueva claridad interior.  En medio de mi intranquilidad experimento una paz profunda.  La intranquilidad puede, finalmente, llevarme también a Dios, del mismo modo que san Agustín experimentó su insatisfacción como un estímulo para buscar su descanso en Dios.

 

El segundo consejo se refiere a la oración: «Cuando nos tienta la acedia, es bueno dividir, con lágrimas, nuestra alma en dos partes: una que nos anima y otra a la que hay que animar.  Sembramos semillas de esperanza inquebrantable en nosotros, cuando cantamos con el rey David: "¿Por qué te conturbas, alma mía, y estás tan intranquila en mí?  Descansa en Dios que yo le daré todavía gracias, a mi Dios y a mi Salvador, a quien yo contemplo"» (Prak, 27).

Lo que aquí aconseja Evagrio es el método que él llama «antirrhético» y que ha expuesto, sobre todo, en su libro «Antirrhetikon»[1]Este método es una ayuda no solamente en el caso de la acedia, sino en cualquier situación.  Contra cualquier pensamiento que pueda hacernos daño y alejamos de la libertad, del amor y de la vida, Evagrio presenta unas palabras de la Sagrada Escritura.  Así, el que tiene constantemente ante su conciencia los pecados de su juventud y piensa que en él todo va mal, puede repetir estas palabras de 2 Cor 5, 17: «El que está en Cristo es una nueva criatura.  Lo viejo ha pasado.  Mira, ahora es algo nuevo».  Tales palabras van cambiando poco a poco nuestros sentimientos y nos ponen en contacto con la fuerza positiva que hay en nosotros, con el Espíritu Santo que actúa ya en nosotros, que como una fuente brota en nosotros y nos prepara para poder sacar de esa fuerte.

 

Contra la vanagloria, Evagrio menciona el método del recuerdo.  Tenemos que recordar de dónde venimos, con qué pasiones tenemos que luchar y que no es mérito nuestro el que hayamos vencido sino más bien de Cristo, que nos ha protegido en nuestra lucha.  El recuerdo nos mostrará que no tenemos ninguna garantía de éxito en nuestra vida, sino que esto es más bien gracia de Dios.  Evagrio dice que el demonio del orgullo y de la vanagloria aparecerán en nosotros sobre todo cuando hayamos adelantado mucho en vida ascética.

El medio más eficaz es la contemplación.  Si estamos unidos a Dios por la contemplación, no contará ya nada lo que piensen los demás de nosotros, ya que entonces no nos definiremos por su reconocimiento o confirmación, sino que habremos encontrado nuestro fundamento en Dios.

 

Lo que Evagrio ha expuesto de una manera más sistemática es cómo tratar a nuestros pensamientos y sentimientos.  Es un tema que aparece constantemente en los dichos de los padres.  Allí se dan, además, muchos otros consejos acerca de cómo tenemos que reaccionar a las pasiones.  Los padres antiguos nos aconsejan constantemente que nos ocupemos de nuestras pasiones y nos familiaricemos con ellas.  El diálogo con nuestras pasiones puede mostrarnos la fuerza positiva que hay en ellas y cómo esa fuerza podría ser integrada en nuestra vida.  Dos dichos de los padres, ambos del abad Poimén, nos lo indicarán:

«Un hermano vino al padre anciano Poimén y le dijo: "Padre, tengo muchos pensamientos y estoy en peligro".  El anciano le sacó afuera y le dijo: "Extiende tu capa y detén el viento". Él respondió: "No puedo".  Entonces el anciano prosiguió: "Si no puedes esto, tampoco puedes impedir los pensamientos que te vienen.  Tu tarea es resistirlos"» (Apo, 602).  En este hecho se ve claramente que no podemos impedir nuestros pensamientos.  No somos responsables de que nos vengan, sino sólo de cómo nos comportamos con ellos.  Por tanto, no es malo que nos asalten.  No somos nosotros los que los pensamos, sino que nos vienen de fuera.  En esta diferencia entre nosotros como personas y los pensamientos que se lanzan sobre nosotros está, sobre todo, la posibilidad de arreglárnoslas debidamente con ellos.  Por eso no debemos inculparnos inmediatamente, al aparecer en nosotros el odio y la envidia.  Lo que tenemos que hacer es pensar en cómo reaccionar a ellos para que no nos dominen.  No se trata de aplastarlos, sino de dialogar con ellos, como lo indica otro dicho de los padres:

«El abad Poimén preguntó en cierta ocasión al anciano padre José: "¿Qué debo hacer cuando se echan sobre mí las pasiones? ¿Debo resistirlas o dejarlas que entren?" El anciano le respondió: "Déjalas que entren y lucha contra ellas". Él regresó al asceterio y se asentó allí.  Pero, luego, vino otro de la Tebaida y contó a los hermanos: "Yo he preguntado al abad José: Cuando me vienen las pasiones, ¿tengo que resistirlas o puedo dejarlas que entren?  Y él me ha dicho: No las dejes de ningún modo que entren, échalas lejos inmediatamente".  Cuando el anciano padre Poimén oyó que el abad José había dicho esto a uno de la Tebaida, se puso en camino, se fue a él a Panópolis y le dijo: "Padre, yo te he confiado mis pensamientos y, mira, tú me has dicho una cosa distinta que a otro de la Tebaida".  El anciano le respondió: "¿No sabes que yo te quiero?" Él le contestó: "Sí, lo sé".  Y el anciano prosiguió: "¿No me dices tú: háblame como a ti mismo?" Y él le respondió: “Sí, así es".  Entonces, prosiguió el anciano: "Cuando vienen las pasiones y tú les das y tomas de ellas, las pasiones te hacen más cauto.  Yo te he hablado a ti como a mí mismo.  Pero hay otros a los que no conviene que les entren las pasiones. Éstos necesitan alejarlas inmediatamente"» (Apo, 386).

Aquí se ve que hay dos modos diferentes de actuar con las pasiones.  Uno es familiarizarse con ellas, dejarlas entrar para poder observarlas mejor.  Al familiarizarme con mis pasiones, puedo descubrir la fuerza que en ellas se oculta.  La pasión puede decirme, tal vez, qué nostalgia hay en ella, a dónde quisiera llevarme en realidad.  Este diálogo me indica lo que no puede vivir en mí. Por ejemplo, cuando siento en mí una gran rabia, ella tiene siempre un sentido.  No conduce a nada aplastarla sencillamente.  Tal vez quiera decirme que he concedido a otros demasiado poder sobre mí.  La rabia podría darme entonces fuerza para arrojarlos, para liberarme de ellos.

Una mujer, cuyo esposo era un alcohólico, tenía en sí sentimientos de odio, incluso pensamientos de asesinar a su marido.  Y se culpaba a sí misma de ser muy mala por pensar tales cosas.  Lo mismo sucede a muchos que se recriminan por sus pensamientos negativos.  Los monjes son más misericordiosos.  Ellos dicen que el pensamiento no es malo, que tiene un sentido, que tengo que descubrir la fuerza que hay en él.  En el sentimiento de odio contra ese marido se ocultaba este impulso: «También yo tengo derecho a vivir.  Yo no me dejo arruinar».  Si vivo ese impulso, no necesito odiar.  El sentimiento de odio que surge en mí no es malo, es señal de alarma, de que he dado demasiado poder a otro sobre mí.  Si atiendo a esa señal y acudo adecuadamente, ese sentimiento se desvanecerá; pero si lo aplasto, nunca me veré libre del odio.  Y me destrozará.  Nosotros no somos responsables de los pensamientos que nos vienen.  Pero sí de cómo nos comportamos con ellos.

Pero -nos dice el abad José- hay también personas para las cuales es mejor desechar sencillamente los pensamientos y sentimientos negativos.  No dejarles entrar.  Si yo me doy cuenta de que pienso constantemente en aquellos que me han hecho mal, entonces será conveniente que aleje de mí tales pensamientos. 0 bien los examino detenidamente y pondero cómo debo reaccionar a ellos.  Yo trabajo sobre ellos y puedo alejarlos.  Pero si, a pesar de todo, insisten, no tiene ya sentido pensar más en ellos.  Debo sencillamente cortarlos, alejarlos de mí.  Otros están obsesionados con pensamientos de suicidio.  Es necesario romper con ellos apenas aparecen.  Ocuparse demasiado tiempo en ellos podría ser peligroso. 0 también hay pensamientos destructivos que uno ha examinado durante largo tiempo, pero que, a pesar de ello, vienen nuevamente.  Tampoco en este caso hay ninguna razón para analizarlos de nuevo.  Uno debe alejarlos de sí.

 

Pero, ¿qué método en concreto tengo que seguir yo?  Esto he de verlo yo mismo.  Normalmente conviene examinar el sentimiento.  Para ello, de ordinario, necesito la ayuda de otra persona con la cual poder hablar de mis sentimientos.  Si, a pesar de todo, los pensamientos persisten, puede ser una gran ayuda el impedírselo.

Pero hay también almas que, por adelantado, se prohíben los pensamientos negativos y que, precisamente por eso, son todavía más atormentadas.  En tal caso convendría tratar más adecuadamente con los pensamientos.

Me decía una joven madre que se sentía frecuentemente agobiada por el pensamiento de que podría matar a su hijo.  Esto le venía a veces, de buenas a primeras, al fajar al niño.  A la pobre madre le entró pánico de que en realidad pudiera sucederle tal cosa.  El prohibirse estos pensamientos no conduce a nada.  Vendrían inmediatamente otra vez y con fuerza.  Si dialogase con su pensamiento, tal vez él le diría que debería reconciliarse con su agresividad.  Como madre, piensa que a su niño debería solamente amarle, que no debería tener contra él ningún sentimiento negativo.  Pero es normal que una madre sienta no solamente amor sino también agresividad.  Esta tiene el sentido de que tal vez la madre no se ha identificado totalmente con el hijo, sino que busca la necesaria distancia para poder amar a la larga a ese niño.  La madre debería escuchar también a su agresividad, limitarse del modo correspondiente y cuidarse más de ella misma.  Entonces, su relación con el hijo sería equilibrada.  Pero si aplasta y oprime su agresividad, estos pensamientos incontrolados de matar al niño aparecerán de nuevo en ella con más fuerza.

 

El diálogo con los pensamientos ha de realizarse sobre todo con el miedo.  También el miedo tiene un sentido y quiere decirme algo.  Sin miedo, no tendría yo ninguna moderación, me excedería constantemente.  

Pero el miedo me bloquea muchas veces.  Si dialogo con el, podría indicarme una actitud vital falsa.  El miedo viene frecuentemente de un ideal de perfección.  Siento miedo de tener que censurarme de cometer faltas.  No tengo confianza para hablar en el grupo por miedo de tartamudear, o de que a los otros no les parezca bien.  Tengo miedo de leer en público porque podría quedarme cortado.  Aquí el miedo me indica siempre unas expectativas exageradas.

Generalmente la causa del miedo es el orgullo.  Así, el dialogar con mi miedo podría llevarme a la humildad, a la «humilitas».  Yo podría reconciliarme con mis limitaciones, con mis debilidades y faltas: «Yo puedo censurarme.  Yo no tengo por qué poderlo todo».

También hay miedos que no indican ninguna actitud vital falsa, sino que están vinculados necesariamente a la condición humana.  Tal es el miedo a la soledad, el miedo a perder algo o a alguien, el miedo a la muerte.  En todo ser humano hay un cierto miedo a la muerte.  En algunos incluso es terriblemente amenazador.  Entonces sería importante dialogar con el miedo: «Sí, de todos modos tengo que morir».  El miedo me puede ayudar a reconciliarme con la muerte, a ponerme de acuerdo con ella en que soy mortal.  Si llego a la raíz del miedo, aun en medio de él puedo disfrutar de una paz profunda.  El miedo se convierte en tranquilidad, libertad y paz.

Otro tipo de miedo puede venirnos al pensar en nuestro trabajo, en nuestra salud, en nuestro matrimonio.  Tenemos miedo a no poder aguantar toda la vida nuestro matrimonio, a no ser fieles, a no poder soportar el dolor que nos pueda venir de la enfermedad.  Hoy día se habla también del miedo de los jóvenes a comprometerse, pues no quieren hacerlo para siempre ni en el matrimonio ni en el orden sagrado.  Aquí un apotegma nos indica otro camino. «Se cuenta de los abades Teodoro y Lucio, ambos de Ennatu, que durante cincuenta años se burlaron de sus pensamientos diciéndose a sí mismos: "Después de este invierno, nos vamos de aquí".  Luego venía el verano y se decían: "Pasado este verano nos marchamos".  Y de este modo se vencieron todo el tiempo estos padres inolvidables» (Apo, 298).

Muchos sienten miedo de pensar que han de vivir siempre en el mismo lugar, enseñar siempre en la misma escuela, estar vinculados para siempre a la misma familia.  Entonces puede ayudar el decir sí a mi situación.  Pero un sí absoluto tensa a veces demasiado y acentúa el miedo de si seré o no capaz de ello.  Entonces podríamos, como esos padres antiguos de Ennatu, contentarnos con decir sí sólo para el día de hoy.  Hoy decimos sí.  Mañana podríamos tal vez estar en otra parte.  Este método lo han seguido muchos grupos anónimos para superar su situación.  Los alcohólicos anónimos saben que no pueden garantizar que no volverán a beber.  Ellos piden fuerza sólo para pasar ese día sin alcohol.  Si no lo queremos todo de una vez sino que pedimos constantemente fuerza a Dios sólo para un día, nuestra vida tendrá más éxito.  Los otros pensamientos -dejar el claustro, deshacerse el matrimonio, volver a beber- no hay que negarlos totalmente.  Uno juega incluso con ellos.  Pero así les quita su fuerza.  El pensamiento vendrá de todos modos.  No hay ningún motivo para vencerlo totalmente.  Si actuamos de una manera lúdica con ellos, los pensamientos nunca tendrán poder sobre nosotros.  El método de esos padres ancianos nos dispensa de tener que poner de una vez para siempre ante nuestros ojos todas las consecuencias.  Entramos en un camino en la esperanza de que Dios nos guía.  Y miramos al siguiente tramo del camino, pero no pensamos siempre en todo el largo y difícil trayecto del mismo.

 

Otro método de comportarnos con nuestros pensamientos y sentimientos, con nuestras pasiones e instintos, consiste en pensar detenidamente en ellos hasta el fin, en todas sus consecuencias, y contar con ellos en nuestra programación.  De esta manera podemos quitarles fuerza y, tal vez, descubrir a dónde podrían realmente llevamos las pasiones.  Con mucha frecuencia se dan, por ejemplo, fantasías sexuales por algo totalmente diferente, por el deseo de vivir, de dejarse caer, de entregarse.  Si yo combato constantemente las fantasías sexuales y las aplasto, volverán de nuevo.  Pero si las analizo y las siento en todas sus consecuencias, podrían convertirse en un impulso hacia la vida, sí, en un ansia de Dios.

Del abad Olimpio se cuenta cómo él se permitió, en todos sus detalles, el pensamiento de tomar mujer.  Para ello, se hizo de barro una mujer, la miró detenidamente y se dijo a sí mismo: «"Mira, ésta es tu mujer.  Ahora tienes que trabajar mucho para alimentarla".  Y trabajó con mucho empeño.  Al día siguiente cogió otra vez barro, hizo de él una hija y se dijo: "Tu mujer ha dado a luz.  Ahora tienes que trabajar todavía más para poder alimentar y vestir a la niña".  Trabajó mucho y luego se dijo: "No puedo aguantar ya más esta situación".  Y a continuación: "Pues si no puedes aguantar esta situación, no desees tener mujer".  Dios vio su esfuerzo, hizo desaparecer esa tentación y él consiguió el descanso» (Apo, 572).  El abad Olimpio admite el deseo de acostarse con una mujer.  Admite el deseo y hasta se hace una mujer de barro.  Se ve abierto al deseo, pero lo confronta también con la realidad.  Vivir con una mujer significa, al mismo tiempo, trabajar para ella.  Tal vez este argumento nos parezca demasiado ingenuo: no tomar mujer sólo por el mucho trabajo que esto supone.  Lo importante es que Olimpio se libera de la necesidad de tener mujer, que no solamente se la representa en su fantasía, sino que hace una de barro y la mira realmente. No se queda en esas hermosas fantasías de acostarse y vivir con una mujer, sino que pondera también las consecuencias.  Se representa toda la realidad.  En este proceso, deja de ser amenazado por tal tentación.  Ahora puede tratar ya con ella.

El problema de los hombres y mujeres solteros es que se hacen una idea romántica del matrimonio.  El que pueda o no ir al matrimonio no ha de decidirlo una idea romántica, sino la cuestión de si realmente ése es mi camino.  Esto lo conozco ponderando también las consecuencias.  Tal método vale no sólo para los solteros.  Muchos sueñan con castillos en el aire.  Se sienten infelices porque la fantasía les promete un mundo mucho más hermoso.  En este caso, el método del abad Olimpio sirve para poner sobre el suelo esos castillos, para confrontar la fantasía con la realidad, para ponderar todas las consecuencias.  Entonces la cosa cambia.  Tal método me indica lo que en mí quisiera realmente vivir, y cómo podría yo vincular ese deseo con la realidad sin tirar por la borda mi concepto de vida hasta ahora.

Otro miedo puede también asaltarnos: el miedo a dejar la vida que hemos llevado hasta ahora, a dejar el oficio, a hacer algo totalmente distinto.  Muchas veces no sirven los argumentos.  El miedo aparece sencillamente de nuevo.  Pero también entonces algunos dichos de los padres nos indican el camino.  Un padre anciano, que había luchado inútilmente durante años contra la idea de visitar a un determinado cohermano, se puso a pensar en concreto sobre el modo de llegar hasta él, saludarle y hablarle.  Para ello se imaginó una comida con él, la guisó, comió y bebió abundantemente, y «la lucha desapareció» (Apo, 22).

Muchos que no están satisfechos con su trabajo deberían conocer bien el oficio deseado, probarlo, para poder así volver a su ocupación habitual con nueva fuerza y alegría. Y un hombre casado que se enamora de otra mujer puede liberarse de su sueño romántico sólo imaginándose en concreto cómo sería visto viviendo con tal mujer, rompiendo con todo lo que ha tenido hasta entonces y estando día tras día con ella.  Si contrasta estos sueños con la realidad, si los examina detenidamente, puede despedirse de ellos.

 

El método «anterrhético», del que ya hemos hablado, trata también de conocer los propios pensamientos y de buscar en la Sagrada Escritura palabras de sanación que puedan curarnos de ellos.  Este método de contraponer una frase de la Sagrada Escritura a los malos pensamientos y sentimientos lo ha tomado también el método americano del denominado «pensar positivo».  Pero allí parece con frecuencia como si nosotros pudiéramos manipular nuestros sentimientos, como si bastara pensar en positivo para que todo se pusiera en orden.

Evagrio fundamenta el método «antirrhético» tanto con la praxis de David como con la de Jesús.  Así, en una carta dice que el intelecto ha de conocer primero las engañosas tramas de los demonios.  Esto es condición previa para el conocimiento de Cristo, para la contemplación.  El camino va sobre la lucha contra los demonios: «Por eso debe el intelecto ser valiente contra su enemigo, como el santo rey David, que presenta palabras como de la boca de los demonios y luego va contra ellas.  Cuando los demonios le dicen: "¿Cuándo morirás y se acabará tu apellido?", él les responde: 14YO no moriré, sino que viviré y anunciaré las maravillas Señor".  Y cuando los demonios le dicen: "Huye y del quédate por los montes con un pájaro", él les dice: "Porque él es mi Dios y mi Salvador, el lugar de mi refugio, yo no vacilaré".  Oye, pues, las voces que se responden la una a la otra y ama la victoria, imita a David y ten cuidado de ti mismo» (Brief, 1 l).

 

El método de David consiste en dividir el alma en dos partes, en la que está triste y en la que está alegre, en la que está enferma y en la sana.  Y luego, ambas deben entablar conversación entre sí.  La parte enferma se manifiesta en expresiones negativas como «yo no puedo, nadie me quiere, nadie se preocupa de mí, en mí todo va mal».  Contra estos pensamientos uno debe buscar algunas frases de la Escritura.  Evagrio lo ha hecho para sus cohermanos en su libro «Antirrhetikon»: «Pero, porque, en la hora de la lucha, nosotros no podemos encontrar rápidamente las frases que hemos de decir contra nuestros enemigos, los odiados demonios, ya que están esparcidas por toda la Sagrada Escritura y es difícil encontrarlas, por eso, llenos de celo, hemos seleccionado frases de la Santa Biblia para que, armados con ellas, podamos perseguir con fuerza a los filisteos, resistiendo en la batalla como hombres fuertes y soldados valientes de nuestro victorioso rey Jesucristo» (Antirrhetikon, Prólogo).

El mismo Cristo es, para nosotros, un modelo en la lucha.  Al ser tentado por el demonio, se sirvió de palabras de la Escritura contra ellos: «El mismo Señor Nuestro Jesucristo, que lo ha dado todo para salvarnos, nos ha concedido caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del mal.  Y juntamente con todo su amor, nos ha trasmitido lo que él mismo hizo al ser tentado por Satanás, para que en tiempo de la batalla, cuando los demonios luchen contra nosotros y lancen contra nosotros sus dardos, nos opongamos a ellos por medio de las Sagradas Escrituras, a fin de que no prevalezcan en nosotros los malos pensamientos, y el alma no sea sometida por medio de verdaderos pecados, que la manchen y la dejen hundirse en la muerte del pecado... Porque cuando el alma no tiene el apropiado pensamiento que la ayude a responder al mal sin trabajo y rápidamente, el pecado tiene poder sobre nosotros» (Antirrhetikon, Prólogo).

El método «antirrhético» pide que, primero, observemos detenidamente nuestros pensamientos, que los miremos bien para ver si pueden hacernos enfermos o sanos, si nos elevan o nos hunden, si corresponden al Espíritu de Dios o no.  Evagrio describe la guerra de los pensamientos con la imagen del portero: «Sé un portero de tu corazón y no dejes entrar, sin permiso, a pensamiento.  A todo pensamiento, pregúntale ningún y dile:

¿Eres uno de los nuestros, o de nuestros enemigos?" Y si es de casa, te llenará de paz.  Pero si es de los enemigos, te turbará con rabia o levantará en ti la ambición.  Así son los pensamientos de los demonios» (Brief, 1 l).  Evagrio se refiere a la parábola del portero en el Evangelio (Mc 13, 34s).  Hemos de examinar atentamente qué clase de pensamientos quieren entrar en nuestra casa.  A los de los demonios que nos ponen enfermos, que nos impiden vivir y que nos cierran a Dios, no los hemos de dejar entrar, sino echarlos con alguna frase de la Sagrada Escritura.  Y si se hallan ya en nuestra casa, hemos de arrojarlos de ella también con la ayuda de palabras de la Escritura.

También en este método la condición previa es un examen a fondo de nosotros mismos.  La reacción a los pensamientos es distinta.  Aquí no tenemos ningún diálogo con ellos, preguntándoles qué es lo que queman decimos, qué fuerza hay escondida en ellos.  Nos ponemos inmediatamente en contra.  Este método es siempre bueno cuando vemos que los pensamientos son inútiles, que no nos llevan hacia la vida, sino que nos la dificultan.  Es sobre todo apropiado cuando los pensamientos son reincidentes, cuando se deben a un estilo de vida tal como lo describe el «análisis transaccional».  Esta escuela psicológica indica que muchos viven sencillamente por vivir.  Una joven reconoció en la terapia como su estilo de vida esto: «Todos los hombres son unos asesinos».  Fácil es imaginarse que con tales ideas no se puede vivir bien.  Otros dicen: «Yo soy un negado, un perdedor, todo me va mal, nunca tendré éxito».

Tales expresiones no se pueden ya analizar.  Preguntar a tales pensamientos puede, tal vez, aclararnos de dónde procede todo esto, acaso de que hemos recibido constantemente de nuestros padres tales mensajes.  Pero el conocimiento de su procedencia no libera de los pensamientos.  Es conveniente buscar con Evagrio frases de la Sagrada Escritura que alejen de nosotros esos sentimientos negativos de vida.

 C. G. Jung dice que, en nosotros, hay siempre dos polos: miedo y confianza, amor y agresión, tristeza y gozo, fuerza y debilidad.  Pero que, con frecuencia, estamos fijados en uno solo, por ejemplo, el del miedo.  El miedo se manifiesta entonces en pensamientos tales como:               «no puedo, tengo miedo, qué piensan los otros de mi, me culpo a mí mismo».

Yo puedo preguntar a este miedo qué es lo que quiere decirme.  Pero también puedo dirigirme a él con el salmo 118: «El Señor está conmigo, nada temo. ¿Qué podrá hacerme el hombre?».  Este versículo del salmo no acabará con el miedo, pero podrá ponerme en contacto con la confianza que también hay oculta en mí.  Porque en mí no hay sólo miedo, hay también confianza. Las palabras de la Escritura me ponen en contacto con lo que está ya en mí y, a través de ello, puedo hacer consciente, y crecer, mi confianza. Esto relativiza el miedo. El método «antirrhético» me trae también equilibrio.  Les sale al paso para que no se asienten en mí ni me determinen los pensamientos negativos.

 

Otro método de comportarme con mis pensamientos es consultar con otra persona.  Hoy día los consultorios de los psicólogos están abarrotados, porque no nos atrevemos a hablar abiertamente con nuestros amigos, especialmente acerca de nuestros sentimientos negativos, de nuestras pasiones, de nuestras debilidades y de nuestra culpa.  Muchos permanecen solos con sus pensamientos.  Los aplastan, pero así y todo, los pensamientos tienen tanta fuerza que, al fin, la cuerda se rompe.  El hablar de los pensamientos -así lo enseñan los monjes- les quita lo peligroso y lo perturbador.  Un padre anciano aconsejaba: «Cuando te sientas molestado por pensamientos impuros, no los ocultes, descúbrelos inmediatamente a tu padre espiritual y destrúyelos, pues en la medida en que uno oculta sus pensamientos, en esa misma medida se hacen más numerosos y fuertes.  Como la serpiente que sale de su escondrijo se escapa inmediatamente, así desaparece también el pensamiento cuando se le saca de su escondrijo.  Como un gusano la madera, así el mal pensamiento destroza el corazón.  El que descubre sus pensamientos será curado inmediatamente, pero el que los oculta caerá enfermo de orgullo» (Einreden, 61, 23).  Aquí se comparan los malos pensamientos a un gusano que roe el corazón.  Pero saquemos en la conversación el gusano, y la madera quedará sana e intacta.  El corazón podrá respirar de nuevo.

 

8. Estructuración espiritual de la vida


Para los monjes, es importante cómo estructurar su vida y los ejercicios que deben practicar.  A primera vista esto parece algo externo.  Pero aquí es donde se decide todo.  Una espiritualidad sana necesita también un estilo de vida sano.

«El abad Poimén dijo: Tres ejercicios corporales encontramos en el anciano padre Pambo: ayuno diario hasta la noche, silencio y trabajo manual» (Apo, 724).  Con estos ejercicios llegó él a su madurez espiritual.  La perseverancia consecuente en estas tres cosas le cambió.  Algo parecido le enseñó también a Antonio un ángel.  Estando en cierta ocasión de mal humor, preguntó al ángel qué debía hacer, y vio a otra persona parecida a él: «Este se sentaba y trabajaba, se sentaba de nuevo y tejía una cuerda, se levantaba otra vez y nuevamente a orar.  Y mira, era un ángel del Señor que había sido enviado para enseñar a Antonio y darle seguridad.  Porque oyó al ángel que le decía: "Haz tú así y te salvarás".  Al oír esto, se llenó de grande alegría y ánimo, y en tal ocupación encontró su salvación» (Apo, l).  El claro orden del día, el sano alternarse de orar y trabajar, de sentarse y de estar de pie, de tejer cuerda y de orar, es el camino para la paz interior.  Esto esclarece los sentimientos negativos y pone al hombre interiormente en orden.

Del anciano padre Juan se cuenta un ejercicio distinto. «Se dice del anciano padre Juan que, al regresar del trabajo de la recolección o de estar con los ancianos, se tomaba tiempo primero para orar, meditar y el canto de los salmos, hasta que su pensamiento volvía de nuevo al orden anterior» (Apo, 350).  Juan dejaba curso libre a las emociones que habían surgido en la conversación con los hermanos, y se tomaba tiempo, primero, para la oración, para poder esclarecer las emociones.  Si nosotros venimos a casa con las emociones no controladas y las atiborramos de actividad de cualquier tipo que sea, entonces se asentarán en el subconsciente y desde ahí causarán en nosotros una difusa insatisfacción.  Hay que poner en orden la vida exterior, y lo mismo hay que hacer con los pensamientos.  Los pensamientos desordenados -así dicen esos padres- trastornan al monje y le entregan a sus pasiones.  Quien deja curso libre a sus pensamientos y sentimientos sin ocuparse de ellos, será infectado por ellos interiormente.  Sin darse cuenta, se verá dirigido por impulsos del subconsciente y perderá su libertad.

De Juan se cuenta también algo semejante: «Como, en cierta ocasión, dirigiéndose a la iglesia del asceterio, oyese cómo algunos hermanos estaban discutiendo, él regresó a su celda.  Pero antes dio tres vueltas a su alrededor y luego entró.  Algunos hermanos que lo vieron, pero que no sabían por qué lo hacía, se acercaron a él y le preguntaron. Él respondió: "Mis oídos estaban llenos de discusiones.  Por eso anduvo por ahí algún tiempo, para limpiarlos, a fin de poder estar tranquilo en mi celda"» (Apo, 340).  No lleva a casa los pensamientos para esclarecerlos allí.  Se libera de ellos antes de entrar.  La oración fue el camino para liberarse de las emociones negativas producidas en él por los hermanos que estaban discutiendo.

Al volver los hombres de su trabajo, cada tarde se dan en casa muchos dramas por llevar de la empresa un caos de sentimientos negativos.  Las mujeres se gozan de que sus maridos vuelvan.  Pero vienen llenos de pensamientos del trabajo, por lo que no se da un verdadero encuentro; se habla como de paso, y se descargan allí todos los problemas que se traen.  Sería un buen ejercicio hacer el camino de vuelta a casa más sin cuidado, tomarse tiempo para liberarse de las emociones del mundo del trabajo.  Así se regresaría al hogar, a la familia que le espera, el encuentro sería abierto, uno estaría presente y despierto a todo lo de casa.

Del abad Antonio se nos ha transmitido esto: «Si es posible, el monje debe decir con confianza a los padres ancianos cuántos pasos da o cuánta agua bebe en su celda, para estar seguro de no pecar» (Miller, 40).  La organización externa de la vida es para los monjes muy importante.  En esto reconocen si uno está sano o no, si busca verdaderamente a Dios o si se busca sólo a sí mismo.  El orden exterior pone al monje interiormente en orden.  Esto purifica sus pensamientos y sus sentimientos, y hace espacio para ser también interiormente claro y trasparente.

 

La espiritualidad de los monjes antiguos tiene gran fuerza para formar la vida.  Hoy corremos el peligro de escribir mucho sobre espiritualidad; pero ésta no se ve en la vida concreta de cada día, no tiene fuerza para marcarla.  Estando una tarde en una casa parroquias, en la cena, el párroco no tuvo otra ocurrencia que poner la televisión.  Yo pensé: Mañana podrá predicar lo que quiera, pero cuando la vida no está de acuerdo, tampoco lo estará la predicación.  La espiritualidad no tendrá valor.

La espiritualidad de los monjes ha hecho una cultura de la vida.  Ella nos invita también hoy a impregnar nuestra vida de espiritualidad, a fomentar una cultura de vida espiritual que aparezca también exteriormente.

El camino para una cultura de vida espiritual era siempre para los monjes el ejercicio concreto.  En la mayor parte de los casos, tres eran los consejos que un padre anciano daba a un joven, cuando éste le preguntaba por el camino para llegar a ser un verdadero monje.

«Un hermano que vivía con otros hermanos preguntó al anciano padre Besarión: "¿Qué tengo que hacer yo?" El anciano le contestó: "Guarda silencio y no te metas en cosas de otros"» (Apo, 165).  El silencio y no compararse con otros era para los monjes un ejercicio suficiente.  Si se practica, se purifican los pensamientos y sentimientos.  Por ese camino se va abiertamente a Dios.

Otro ejercicio nos enseña Antonio: «El anciano padre Pambo preguntó al anciano padre Antonio: "¿Qué tengo que hacer?" El anciano le respondió: "No edifiques sobre tu propia santidad, no te permitas lamentar nada ya pasado y ejercita la continencia de la lengua y del vientre"» (Apo, 6).  Una vez más, ejercicios bien concretos los que Antonio propone a Pambo.  No se trata de ninguna estructura complicada de pensamientos espirituales, sino de orientar en las tareas prácticas de la vida para introducir en el secreto de Dios y en el secreto del hombre.

Junto a esta continencia de la lengua y del vientre, junto al silencio y el ayuno, está también la humildad que, en muchos otros dichos de los padres, se describe como el camino real hacia Dios.  Para los monjes, la humildad es «la mayor virtud, pues ella permite al hombre salir salvo del abismo, aunque sea pecador como un demonio» (N 558).

El tercer ejercicio consiste en no lamentarse de nada ya pasado.  En las clases sobre la confesión se me indicó repetidas veces lo importante que era arrepentirse de los pecados.  Sólo el que se arrepiente puede recibir perdón.  Esto es ciertamente correcto, pero a veces pensamos que hacemos un favor a Dios poniendo el mayor quebranto posible en este arrepentimiento, considerándonos malos e inculpándonos.  Aquí da Antonio este consejo: «Lo que pasó, pasó».  Sirve como un suceso pretérito, pero no debemos estar pensando constantemente sobre nuestro pasado.  Esto vale también para nuestras faltas, para nuestros pecados.  Tampoco hemos de estar siempre lamentándolos.  Ya han pasado.  Hay que miramos menos a nosotros mismos y a nuestro pecado, y más a Dios. «Dios es mayor que nuestro corazón y él lo conoce todo» (1 Jn 3, 20).  Conoce todas nuestras faltas.  Y que seguiremos todavía pecando.  No nos podemos garantizar otra cosa.  Pero al pecado no hemos de darle ningún poder sobre nosotros.  Pues un modo de quitar fuerza al pecado consiste en dejarlo como pasado, en no volver a pensar ya más en él.  Presentado y entregado a Dios, luego es algo ya pasado.  No hay que preocuparse más de él.

En este consejo se ve una gran confianza en la gracia, en la misericordia de Dios, que conoce nuestro corazón y lo comprende.

 

El abad Pablo de Galacia dice de sí y de su ejercicio diario: «Yo tengo siempre en mente estas tres cosas: callar, humildad de espíritu y decirme a mí mismo: Yo no tengo ninguna preocupación» (Eth Coll, 13, 66).  Aquí encontramos de nuevo el silencio que nos aconsejan los monjes, y la humildad como fundamento de nuestro ser religioso.  Un padre llega incluso a decir: «Donde no hay humildad, tampoco está Dios» (Arrn 11 279 A).  La humildad es la condición para tener experiencia de Dios.  Sin humildad estamos en peligro de manipular a Dios, de someterle a nuestro pensamiento y a nuestro querer.

El tercer ejercicio consiste en la ausencia de preocupación.  Este monje lo ejercita diciéndose a sí mismo: «Yo no tengo ninguna preocupación».  Ha de estar diciéndose constantemente estas palabras, porque, en su corazón, brotan sin cesar pensamientos de preocupaciones.  Nadie está totalmente libre de ellas.  Sí, Martín He¡degger decía que la preocupación es el fundamento existencias del hombre, que el hombre es esencialmente uno que se preocupa.  Pero al decirme a mí mismo: «Yo no tengo ninguna preocupación», puedo cambiar el sentimiento y hacer crecer en mí la confianza en la cercanía de Dios.  Es un modo de ejercitarse en la confianza en Dios.  No es decir elegantemente algo, no es manipular mi pensamiento.  Cuento con que tengo preocupaciones, pero trato de poner en práctica, de un modo concreto, el mensaje evangélico de la confianza en Dios, que se cuida de nosotros.  Por eso me digo constantemente a mí mismo: «Yo no tengo ninguna preocupación».

Lo que muchos psicólogos modernos prescriben, esto es, que uno se diga a sí mismo palabras positivas, frases de confianza (como en el «training autógeno»), esto lo han practicado siempre los monjes.

 

Vida espiritual significaba, para los antiguos monjes, también el arte de una vida sana.  No sin razón muchos llegaron a una edad muy avanzada.  Su ascesis no era negación de la vida, sino exigencia de vida.  La dietética, el arte de vivir sano que para la medicina antigua era la tarea más importante, los monjes lo han aplicado también a su vida espiritual.  Ellos han entendido el camino espiritual como el arte de una vida sana, No se da vida sana sin un sano estilo de vida.  De aquí que hayan ordenado tan cuidadosamente su día y hayan recomendado una alternancia tan sana de oración y trabajo, de vigilia y sueño, de comer y ayunar, de soledad y compañía, como la línea directriz para una vida sana.  A través del orden exterior llega el monje a un orden interior.  Naturalmente no se trata de algo forzado, a lo que uno se somete, sino de un sano estilo de vida que mantiene sanos al alma y al cuerpo.  Este estilo de vida comprende la distribución del tiempo, la alimentación, el trabajo, la habitación y su relación confiada con otro padre anciano.

Ciertamente, hoy no podemos imitar el estilo de vida de los antiguos padres del desierto.  Pero sí podemos vivir el hecho fundamental de que el orden exterior nos pone interiormente en orden, de que un estilo de vida sana hace también sana al alma.

 

En la historia del monacato, el estilo de vida sana está descrito sobre todo por Benito.  Para él, la clara estructuración de la vida, del trabajo, de la comunidad, era la fuerza decisiva para la salud del hombre.  Y aunque Benito proyectó su Orden sólo para una comunidad pequeña, de ahí surgió un factor de orden para toda Europa.  De estas pequeñas comunidades surgió una fuente de cultura para todo Occidente.  Cultura es vida formada.  Si yo organizo mi vida, si soy yo el que le da su forma, una forma que me corresponde y que me va, entonces saco gusto a la vida, tengo el sentimiento de que vivo yo, en vez de ser vivido por otros.  Es mi estilo cómo me levanto, cómo comienzo el día, cómo voy al trabajo, cómo organizo las comidas, cómo termino el día.  Un estilo de vida sano necesita un ritual sano.  Si no prestamos atención a nuestro ritmo de vida, se introducen caprichosamente rituales no sanos y que ponen enfermos.  Por ejemplo, hacen que estemos nerviosos durante el día, que devoremos el desayuno, que lleguemos siempre tarde a todas partes, etc.  Los rituales sanos me ponen en orden y me dan el gozo de organizar yo mismo mi vida.

Erhart Kástner escribe sobre los ritos que él observó en el monte Athos: «Junto al ansia de conquistar el mundo, está en nosotros el ansia de marcarnos siempre a  nosotros con formas antiguas.  En los ritos se siente alma bien.  Son sus fuertes moradas.  Aquí se puede vivir... aquí están las escudillas llenas y dispuestas, las bandejas de las ofrendas del alma.  Aquí se sale y se entra; dones habituales, habituales comidas.  La cabeza quiere lo nuevo, el corazón prefiere siempre lo mismo» (Stundentrommel, 65).

Los sanos rituales dan a la vida confianza, protección y claridad.  Aquí se puede vivir, se puede estar.

 

9. Ponerse todos los días ante los ojos la muerte


En su Regla, san Benito aconseja a los monjes que tengan todos los días ante sus ojos la muerte.  Así, recoge lo que se dice en numerosas historias de monjes.  Los monjes viven siempre conscientes de su muerte, lo que les hace interiormente más vivos y más presentes.  El pensamiento de la muerte les libera de todo miedo.  Así, un monje joven preguntó a otro monje anciano: «"¿Por qué me entra miedo cuando voy solo de noche?" El anciano le dijo: "Porque este mundo tiene todavía valor para ti"» (Bu 11, 190).  El pensamiento de la muerte nos quita el miedo, porque dejamos de depender del mundo, de nuestra salud y de nuestra vida; nos hace posible vivir conscientemente cada momento, sentir que la vida es un don y disfrutar diariamente de ese don.

En muchos dichos de los monjes se nota una profunda nostalgia de la muerte.  Pero esta nostalgia o deseo de morir para estar con el Señor les da «una alegría sorprendente, de tal modo que a uno se le preguntó:    "¿Cómo es que nunca estás deprimido?" Y él contestó: "Porque cada día espero la muerte".  Otro dijo: "El que tiene siempre ante sus ojos la muerte, supera fácilmente la depresión y las estrecheces del alma"» (Ranke-Heinemann, 30).  Así, el ejercicio de ponerse cada día ante los ojos la muerte es expresión del deseo de «estar con el Señor en el paraíso» (Ranke-Heinemann, 41).

A esta nostalgia se vincula también, en los monjes, una marcada expectación de la parusía.  En ellos se enciende de nuevo la vigilia de la espera de la primitiva Iglesia.  Rufino escribe que «los monjes aguardaban la venida de Cristo como los niños a su padre, o un ejército a su rey, o un buen servidor a su señor y libertador.  Y en otro lugar: Ellos no querían preocuparse ya del vestido ni de la comida, sino sólo esperar con himnos la parusía de Cristo» (Ranke-Heinemann, 32).  La alegría que apreciamos en muchos monjes tiene sin duda relación con la expectación de la parusía.  Por eso Evagrio llama al monje «águila que vuela alto» (Gedanken, 5 l).  Porque aguarda al Señor, el monje se hace libre de cuidados terrenos, de juicios y de expectativas de los hombres.  La alegre naturalidad, la libertad, la confianza y la apertura para cada instante, marcan al monje que espera con ansia al Señor.

 

Muchos dichos de los padres enseñan que, primero, tenemos que morir al mundo a fin de estar preparados para la tarea que el mundo nos pide: «Un hermano preguntó al anciano padre Moisés: "Yo veo ante mí una tarea y tengo la sensación de que no la puedo cumplir".  Entonces el anciano le dijo: "Si no te haces un cadáver como los que están en la tumba, no podrás nunca cumplirla"» (Apo, 505).

 

Si yo me identifico totalmente con una tarea, si hago que mi propio sentimiento de valor dependa de si puedo cumplirla o no, entonces seré finalmente incapaz de superar esa situación.  Tal fijación me bloquea.  No soy libre para empeñarme en esa tarea, porque debo de hacerla necesariamente bien.  El miedo de que pueda fallar me impide cumplirla debidamente.  Morir significa dejar de identificarme con mi tarea.  Sólo así soy libre para realizarla bien, ya que entonces no depende todo de cómo la realizo.  Morir al mundo, esto es, imaginarme que estoy en la tumba, expresa lo que la psicología transpersonal llama hoy «desidentificación».  Yo miro a mis pensamientos y sentimientos, pero no me identifico con ellos.  Miro a la tarea que tengo que realizar, pero no me identifico con ella.  Tengo la tarea, pero no soy esa tarea.  Ten-o ira, pero no soy mi ira.

La psicosíntesis de Roberto Assagioli, ha desarrollado el método de la «desidentificación».  Yo miro a mis pensamientos y sentimientos.  Por ejemplo, mi miedo.  Siento miedo, pero luego voy más allá del miedo, al testimonio inmutable, a mi ser intacto.  Este núcleo interno (el espiritual-yo-mismo como lo llama Assagioli) está intacto del miedo y de los sentimientos que me marcan en mi campo emocional.  La desidentificación me libera de la tensión de tener que realizar la tarea perfectamente. Para la psicología transpersonal, la desidentificación es la verdadera terapia.  Mientras nos identifiquemos con un problema, éste será nuestro problema.  Verdaderamente libres lo seremos sólo cuando dejemos de identificarnos con él. «La desidentificación del ego, en la que el monje reconoce su verdadero ser, es, en la psicoterapia transpersonal, la condición más importante para su liberación» (Walsh, 187).

El método de la desidentificación aparece también claramente en otro dicho de los padres: «Un hermano vino al anciano padre Macario, el egipcio, y le dijo: "Padre ¿cómo Puedo alcanzar yo la salvación?" El anciano le respondió: "Mira, vete al cementerio y menosprecia a los muertos".  El hermano fue, menospreció y tiró piedras a los muertos.  Luego regresó y se lo contó al anciano. Éste le preguntó: "¿No te han dicho nada?" Él le respondió: "No".  Entonces continuó el anciano: "Vete mañana otra vez y alábalos".  El hermano fue, les alabó y les dijo: "¡Apóstoles, santos, justos!".  Volvió luego al anciano y se lo contó: "Ya les he alabado".  Y el anciano le preguntó: "¿No te han dicho nada?" El hermano le contestó: "No".  Entonces le dio su enseñanza el anciano: "Ya ves cuánto les has vituperado y no te han dicho nada.  Y cuánto les has alabado, y tampoco.  Así tienes que ser tú si quieres alcanzar la salvación.  Sé como un cadáver, no prestes atención ni a lo malo que hacen los hombres ni a sus alabanzas.  Como los muertos.  Y así serás salvado"» (Apo, 476).

A primera vista este método parece algo macabro.  Como si nosotros tuviéramos que ser tan insensibles como los muertos.  En realidad, sin embargo, de lo que se trata es de hacernos traspasar la barrera de la identificación con la alabanza y con el vituperio, de practicar la desidentificación.  Nuestra vida tendrá éxito sólo si nos hacemos totalmente independientes.  De otro modo, no estaremos nunca en nosotros mismos.  Aquí es interesante que, primero, hemos de liberarnos de los sentimientos de alabanza y de censura.  Sólo entonces el hermano joven verá que, en el plano de sus sentimientos, no puede encontrar el camino para el éxito de su vida.

Ser como muertos no significa no tener sentimientos, sino lo que sucede en el bautismo: estar muertos al mundo.  El mundo, esto es, los hombres con sus expectativas y con sus máximas, con sus baremos y sus juicios, no tiene ningún poder sobre nosotros, que no nos identificamos ya con él.  Vivimos al otro lado, más allá del umbral.  Vivimos en una realidad espiritual sobre la que el mundo no tiene ningún poder.  Esto es lo que nos hace libres.  Pero si nos preocupamos de ser alabados, nunca quedaremos satisfechos, porque seremos insaciables en nuestra ansia de alabanza.

Macario tampoco nos aconseja que prescindamos totalmente de nuestra necesidad de ser alabados.  No lo podemos hacer.  Lo que sí hay que hacer es no identificarnos con la alabanza o la censura de los demás.  Hemos de experimentar que, en nosotros, hay una realidad diferente, que tenemos una dignidad divina que está siempre ahí, tanto si los demás nos alaban como si nos vituperan.  Solamente la experiencia de esta dignidad divina nos hará libres respecto a la alabanza o a la censura.  No es, por lo tanto, renunciar a algo, lo que nosotros hacemos con mucho trabajo.  Es la expresión de una experiencia interior.

Tenemos que estar muertos sobre todo con relación a nuestro prójimo. «El anciano padre Poimén contaba: Un hermano preguntó al anciano padre Moisés cómo puede uno hacerse el muerto con relación al prójimo.  El anciano le respondió: "Hasta que, en su corazón, uno no se haga como el que está ya tres días en la tumba, no podrá alcanzar esta actitud espiritual"» (Apo, 506).

Del abad Moisés se conserva este texto: «El hombre ha de estar muerto a los demás, para no juzgarlos en nada» (Apo, 508).  Estar muerto al prójimo significa, ante todo, renunciar a juzgar sobre él; Yo no tengo ningún derecho a juzgar a otro.  Estar muerto al prójimo puede significar también que yo me hago independiente de los problemas de los demás, que no me identifico con sus dificultades.  Esto no puede significar que me desentiendo de los demás.  Muchas expresiones de los monjes, en las que un padre anciano se entrega con todo su corazón al que le pregunta, le consuela y le anima, demuestran que no se trata en ellos de una dureza o falta de sentimientos, sino de un distanciamiento interior.  Así, en uno de esos dichos, encontramos: «Paesios, el hermano del padre anciano Poimén, tuvo en cierta ocasión una desavenencia con otro fuera de su celda.  Para el abad Poimén esto no era correcto y, así, se levantó, corrió al padre anciano Amonas y le dijo: "Mi hermano Paesios tiene una desavenencia con otro y esto no me deja tranquilo".  El abad Amonas le respondió: "Poimén, ¿todavía estás vivo?  Pronto, métete en tu celda y di a tu corazón: Tú estas en la tumba desde hace un año"» (Apo, 576).

Poimén se identificó tanto con su hermano, que su desavenencia con otro le quitaba la paz.  Hay muchos casos de los padres, en los que un anciano arregla contiendas.  Pero aquí se trataba de su propio hermano.  Poimén no podía ser imparcial.  Por eso el abad Amonas le aconseja imaginarse que está ya desde hace un año en la tumba.  Esta imaginación crea distancia con relación a su hermano. Él es responsable de sí mismo.  Poimén no debe hacer suyos sus problemas.

La distancia al problema del otro es, para todo terapeuta, la condición para poder ayudarle.  Así Poimén necesita, primero, la distancia interior con relación a su hermano.  Sólo entonces podrá decidir libremente si quiere ayudarle y resolver la disputa, o si le concede y le confía que él mismo resuelva su conflicto y se responsabilice de él.

Estar muerto con relación al otro será, para Poimén, incluso la condición para vivir bien con él.  En un relato de los padres se indica que Poimén se hizo monje juntamente con otros seis hermanos carnales.  Después de haber tenido que huir de los mazikes que habían matado a muchos monjes, los siete se asentaron en Tenenutis.  Anub, uno de los hermanos, arrojaba cada mañana piedras contra la estatua de un ídolo en un templo pagano.  Por la tarde pedía perdón al ídolo.  Al llamarle la atención Poimén, Anub le dijo: «Esto lo he hecho por vosotros.  Ya veis que le he tirado piedras a la cara. ¿Ha hablado él o se ha enojado?» Como Poimén le respondiera que, naturalmente, no había contestado, Anub le explicó su comportamiento: «Nosotros somos siete hermanos.  Si queremos vivir juntos, hemos de ser como esta estatua.  Tanto si se la ofende como si se la honra, ella no se altera.  Si no queréis ser así, mirad, hay cuatro puertas en el templo.  Cada uno puede salir por la que quiera» (Apo, 138).

 

Los siete hermanos permanecen juntos y se atienen al consejo de Anub.  Así, vivieron todo el tiempo juntos en paz y tranquilos.  Distanciarse de las necesidades y emociones de los demás crea una atmósfera en la que los hermanos pueden vivir juntos.  No es por falta de sentimientos, sino porque, a través de ese comportamiento, se crea un espacio de amor y de seguridad, de comprensión y de libertad, en el que cada uno puede hacer su camino sin que los otros quieran constantemente adoctrinarle.

 

Estos consejos nos resultan, al principio, un tanto extraños.  Pero, en último término, no son más que el cumplimiento de las palabras de Jesús: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo; pero si muere, da mucho fruto.  Quien se aferra a su vida, la pierde; pero el que la estima poco en este mundo, la guarda para la vida eterna» (Jn 12, 24s).  Hemos de liberarnos a nosotros y a nuestras imaginaciones; sólo así se nos abrirá un espacio de nuevas posibilidades.  Hemos de dejar libre al hermano; así será posible una verdadera relación.  Si en el compañerismo uno se aferra al otro, a la larga será imposible la relación.  Un verdadero compañerismo puede durar sólo si uno se suelta y se libera del otro.  El soltarse, nos dice la psicología, es la condición para una vida plena.

 

10. La contemplación como camino de sanación

El hombre no puede sanarse en su interior sólo a través de la disciplina.  El trato con sus pensamientos y los ejercicios concretos son una buena ayuda para acallar las pasiones y para que sea curada el alma, pero la verdadera sanación sólo la realiza la contemplación.  Así lo han experimentado los monjes, así lo ha descrito Evagrio Póntico.

La contemplación es la oración pura, la oración sin interrupción y más allá de los pensamientos y de los sentimientos, la oración como unión con Dios.  Evagrio no se cansa de describir la oración como el más hermoso regalo que Dios ha hecho al hombre.  La dignidad del hombre está en que, en la oración, puede unirse con Dios.

«Porque, ¿hay algo mejor que el trato íntimo con Dios, y más grande que vivir en su presencia?  Una oración que no se interrumpe por nada es lo más alto a que puede llegar el hombre» (Gebet, 34). «La oración es la elevación del espíritu a Dios» (Gebet, 35).

 

En la oración el hombre ha de estar, primero, libre de sus pasiones, sobre todo de la ira y de la preocupación.  Pero, luego, ha de dejar también tras de sí los piadosos pensamientos.  No ha de pensar en Dios, sino estar unido a Dios.  Evagrio no se cansa de escribir sobre esto: «El que uno se vea ya libre de las molestas pasiones no quiere decir que pueda también orar.  Tal vez conoce los más puros pensamientos, pero se deja llevar a pensar sobre ellos y por lo tanto está lejos de Dios» (Gebet, 55).

«El Espíritu Santo se compadece de nuestra debilidad y viene frecuentemente a nosotros, aunque no seamos dignos de ello.  Si nos visita mientras hacemos oración, nos llena y nos ayuda a liberamos de todo pensamiento y razonamiento que nos aprisiona, y nos lleva, así, a la oración espiritual» (Gebet, 62).

«Ten cuidado de que, durante tu oración, no dependas de ninguna imaginación, sino permanece en quietud profunda.  Sólo entonces él, que tiene compasión del ignorante, visitará a un ser tan sin importancia como tú y te enriquecerá con el mayor de todos los dones, la oración» (Gebet, 69).

«Cuando realmente oras, surge en ti un profundo sentimiento de confianza.  Te acompañarán los ángeles y te descubrirán el sentido de toda la creación» (Gebet, 80).

«La oración es hacer lo que corresponde a la dignidad del espíritu; o mejor todavía, corresponder a su más noble y propio obrar» (Gebet, 84).

 

En la contemplación, según Evagrio, entramos en un estado de la más profunda paz.  Descubrimos en nosotros un espacio de puro silencio.  Allí habita el mismo Dios.  A ese espacio de descanso en nosotros lo llama Evagrio «lugar de Dios» o «visión de paz».  En una carta a un amigo le escribe: «Cuando, por la gracia, el intelecto se libera de estas cosas (pasiones) y se desprende del hombre viejo, entonces, en el tiempo de la oración, le aparece su propio estado como un zafiro o como el color del cielo que la Escritura llama lugar de Dios, al que los antiguos vieron en el monte Sinaí.  A este lugar lo llama también visión de paz, en la que uno contempla en sí aquella paz que es superior a toda comprensión y que protege nuestros corazones.  En un corazón limpio se marcará otro cielo, cuya contemplación es luz y cuyo lugar es espiritual, en el que, como maravilla, se contempla la visión de cuanto existe, esto es, de las cosas.  Y también los santos ángeles se reúnen en torno a aquellos que son dignos» (Brief, 39).

En la oración contempla el hombre su propia luz, sí, se hace consciente de su propia naturaleza, que es toda luz, participación de la luz de Dios.  En ese lugar de Dios, en el lugar de la paz, en el interior del alma, está todo tranquilo.  Allí habita solo Dios.  Allí todo es santo.  Allí se cierran en el amor de Dios todas las llagas que nos ha abierto la vida.  Allí desaparecen todos los pensamientos contra las personas que nos han herido.  Allí nuestras pasiones no tienen ya entrada.  Allí tampoco pueden alcanzarnos los hombres con sus expectativas, con sus ideas, con sus juicios.  Allí estaremos unidos con Dios.  Allí nos sumergimos en su luz, en su paz, en su amor.  Este es el objetivo del camino espiritual.

 

El camino espiritual de los antiguos monjes no es, pues, ningún camino moralizante, sino un camino místico y mistagógico que nos introduce en Dios.  Por eso los escritos de Evagrio no respiran ninguna tensión fuerte, sino amor, atención y gozo en nuestra vocación a unimos con Dios en la oración.  En sus palabras uno siente nostalgia de Dios.  Poder orar imperturbable, sin distracciones, es lo más grande que el hombre puede realizar.  A esto aspiran los monjes con todo su corazón.

«La verdadera oración hace al monje semejante al ángel, pues constantemente aspira a contemplar a su Padre que está en el cielo» (Gebet, 113). «Bienaventurado el espíritu que, orando sin distracciones, siente una cada vez más profunda ansia de Dios» (Gebet, 118).

«¿Quieres orar realmente?  Pues mantente lejos de las cosas de este mundo, sea tu morada el cielo.  Allí debes vivir no sólo de palabra, sino también a través de obras angélicas y de un cada vez mayor conocimiento de Dios» (Gebet, 142).

El fin del camino espiritual es, para los monjes, la unión con el Dios trino.  Evagrio lo llama contemplación del Dios trino.  El camino para esta contemplación lleva a la Tierra Prometida a través de la salida de Egipto -de la dependencia del pecado- y de la estancia en el desierto, en el que el monje lucha contra las pasiones.  Allí experimenta la contemplación de las cosas, esto es, las ve sobre su fundamento y reconoce a Dios en todas ellas.  Entonces sube a Jerusalén, que, para Evagrio, es un símbolo de la contemplación de los se res incorpóreos y espirituales.  Pero el fin del camino es Sión, una imagen de la contemplación de la Trinidad.  En el Dios trino llega el hombre a sí mismo.  Allí reconoce él su verdadero ser.

 

Traduciendo a nuestro lenguaje las enseñanzas de Evagrio, esto quiere decir que la verdadera terapia de nuestros problemas y llagas es la oración.  En la oración, en la contemplación, nos desidentificamos con nuestros pensamientos y sentimientos.  La psicología transpersonal ve en esta desidentificación la verdadera terapia.  Mientras estemos ligados a nuestros sentimientos, mientras nos hagamos dependientes de nuestro sentirnos bien, mientras nos identifiquemos con nuestro miedo, con nuestra envidia, con nuestro enfado, con nuestra depresión, serán para nosotros duraderos aquellos problemas de los que queremos librarnos.

Sólo cuando experimentemos que la verdadera realidad está más hondo, que Dios es la más profunda realidad, nos veremos libres de la prisión de nuestros problemas.  Lo que la psicología transpersonal ha descubierto como camino para relativizar nuestros problemas y liberamos de su poder, Evagrio lo ha formulado como consejo para la oración:

«Si quieres orar de un modo perfecto, deja a un lado lo que tiene que ver con la carne para que, durante la oración, tu mirada no se vea turbada» (Gebet, 128).  Y también: «Si te entregas a la oración, debes dejar todo lo demás que te produzca gozo.  Sólo entonces llegarás a la pura oración» (Gebet, 153).

 

Para la psicología transpersonal, el camino místico es también el camino en el que tienen que desembocar todas las terapias.  No basta con que podamos ir mejor con nuestros problemas.  Verdaderamente sanados lo seremos sólo cuando hayamos reconocido nuestro verdadero ser, cuando hayamos experimentado, en nuestro corazón, que no sintonizamos ya con nuestras relaciones, ni con nuestros problemas, ni con nuestros miedos, sino que cada uno está en contacto con su propio ser espiritual, con la imagen intacta que Dios tiene de él.  Y sobre este ser propio espiritual no tienen ningún poder las relaciones, los sentimientos, ni las pasiones.

En la oración podemos sumergirnos en ese espacio sosegado en el que ya todo está completamente sano y en el que experimentamos una profunda paz en medio de todas las heridas y enfermedades.

 

11. La mansedumbre como distintivo
del hombre espiritual


El objetivo del camino espiritual no es la gran ascesis, ni el ayuno continuado, ni el hombre consecuente, sino el hombre manso.  Evagrio alaba constantemente la mansedumbre como señal del hombre espiritual.  Y nos anima a ser mansos como Moisés, de quien dice la Escritura: «Era el más manso de todos los hombres» (Num 12, 3).

«Yo os pido que nadie ponga su confianza sólo en la continencia, pues no es posible edificar una casa con una sola piedra, ni con un solo ladrillo terminar un edificio.  Un asceta colérico es una madera seca, sin fruto en el otoño, doblemente muerta y desarraigada.  El hombre irascible no verá la aurora naciente, sino que irá allí de donde no se vuelve, tierra oscura y de tinieblas, donde no brilla ninguna luz ni se puede ver ningún viviente.  La continencia somete sólo al cuerpo; la mansedumbre hace ver al intelecto» (Brief, 27).

Evagrio habla constantemente de que la ascesis sola no es suficiente en el camino espiritual.  Lo decisivo es la mansedumbre.  Ella es la que cambia el corazón del hombre y le hace abierto a Dios.

«La continencia sola se parece a aquellas vírgenes necias que fueron excluidas del banquete de bodas, porque se les acabó el aceite y se les apagaron sus lámparas» (Brief, 28).  Y también: «Aquel que se priva de la comida y de la bebida, pero en cuyo interior se agita un enfado injustificado, se parece a un barco en medio del mar y piloteado por el demonio de la ira» (Brief, 56).

 

Evagrio reflexiona sobre la mansedumbre de David y de Jesús, a quien debemos seguir: «Dime, pues, ¿por qué, al querer ensalzar a Moisés, la Sagrada Escritura deja de lado todos sus prodigios y menciona sólo su mansedumbre?... La Escritura destaca únicamente que Moisés era el más manso de todos los hombres.  También David, pensando en la virtud de la mansedumbre, pidió que se le hiciese digno de ella: "Recuerda, Señor, a David y toda su mansedumbre".  Deja a un lado el que sus rodillas estaban débiles por el ayuno, que su carne, por falta de aceite, languidecía, que hacía vigilias y que era como un gorrión que revolotea alrededor del tejado, y dice: "Recuerda, Señor, a David y toda su mansedumbre".  Que heredemos también nosotros la mansedumbre de aquel que dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde corazón", para que él nos enseñe sus caminos y nos refresque en el reino de los cielos» (Brief, 56).

 

La mansedumbre es, para Evagrio, la fuente del conocimiento de Cristo.  Sin mansedumbre, por más que uno lea la Biblia y lleve una vida austera, no entenderá nunca el misterio de Cristo.  Escribe a un discípulo suyo: «Sobre todo no olvides la mansedumbre y la suavidad, que purifican al alma y acercan al conocimiento de Cristo» (Brief, 34).

El conocimiento de Cristo es otra expresión para designar la contemplación.  Sin mansedumbre no se da ninguna verdadera contemplación.  Escribe Evagrio a Rufino: «Estoy convencido de que tu mansedumbre es para ti la causa del mayor conocimiento, pues ninguna virtud atrae tanto la sabiduría como la mansedumbre, por la cual fue alabado Moisés, diciéndose de él que era el más manso de todos los hombres.  También yo pido llegar a ser y a ser llamado con verdad discípulo del Manso» (Brief, 36).

La mansedumbre es también señal de que hemos entendido a Cristo y de que le seguimos.

 

Como se ve, es ésta una espiritualidad bien distinta de la que se presenta en los libros de moral de los años cincuenta.  Lo que distingue la espiritualidad de los monjes antiguos no es el rigor, no el moralizar, no el meter miedo, sino el animar a la mansedumbre.  Un hombre manso atrae a muchos.  No tiene que convencer de la verdad de su fe a los que profesan otra fe.  No necesita misionarlos.  Su mansedumbre es testimonio suficiente de Cristo.  El que se encuentra con su mansedumbre, se encuentra con Cristo y le reconocerá por esto.

Mansedumbre y misericordia son los criterios de la auténtica espiritualidad.  Si miramos y enjuiciamos con estos criterios las actuales formas de piedad, reconoceremos fácilmente qué tipo de piedad surge del miedo de las sombras, y cuál del espíritu de Jesús.  Sólo cuando el hombre se hace manso y trata con misericordia a los demás demuestra que su espiritualidad es según Cristo.  Todas las demás formas pueden revestirse de espiritualidad, pero proceden del espíritu del propio miedo y de la presión de las pasiones.  Pues aprendamos de los antiguos monjes a desarrollar una espiritualidad que responda al verdadero espíritu de Cristo.

 

Visión global

 
Los dichos de los padres y los escritos de los antiguos monjes podrán parecer hoy, a no pocos, un mundo lejano y extraño.  No es siempre sencillo sumergirse en un lenguaje tan distinto.  Pero si logramos descubrir la sabiduría que se oculta en sus palabras, no las dejaremos pasar fácilmente.  Son una mina no sólo para la vida espiritual, sino también para la psicología, que allí encuentra, en un lenguaje distinto, lo que ella ha elaborado trabajosamente a lo largo de este siglo.  La diferencia con la moderna psicología está en que los monjes han probado lo que dicen, en que no desarrollan modelos teóricos, sino que reflejan «únicamente» su propia experiencia.

Un amigo que, como psicólogo de los cursos de formación, buscaba siempre nuevos modelos de los que todos quedaban fascinados, me dijo en cierta ocasión: «Nosotros estudiamos constantemente nuevos métodos psicológicos y modelos para esclarecer las cosas, pero a ninguno se nos ocurre la idea de vivirlos.  No hay tiempo para ello.  Por eso me intereso yo tanto en vuestra vida. ¿Qué sucede cuando uno vive durante decenios según un modelo?».

 

Los monjes quieren dirigir en un camino que, luego, describen en concreto y con todas sus consecuencias.  Pero son muy renuentes cuando les vienen personas que quisieran construirse según su sabiduría sin estar dispuestas también a vivirla.  Así, el abad Teodoro se negó a decir nada a un hermano que vino a él.  Y cuando un discípulo le recriminó por esto, él le respondió: «No quise hablarle, porque se da mucha importancia y se gloría de palabras raras» (Apo, 270).

Las palabras son inútiles si no se viven.  Esto dice también el abad Jacob: «No basta con hablar.  En nuestro tiempo hay mucha palabrería.  Lo que se necesita es poner en práctica.  Esto es lo que se busca, y no un hablar que no produce ningún fruto» (Apo, 398).

 

Lo que nosotros podemos aprender de los monjes es la nostalgia de Dios.  La nostalgia de Dios es la que les obliga a ir al desierto para luchar contra las pasiones, y a aguantar con fidelidad la ascesis.  Los monjes tienen ansia de experimentar a Dios, de unirse con Dios, de vivir en Dios la plenitud de todo deseo.  Para ellos Dios es sencillamente «la realidad».  Por Dios dejan el mundo, por Dios emprenden la lucha.  Han gustado ya algo de Dios y no cesan hasta encontrarle.  Un padre antiguo compara al monje a un perro de caza que tiene en el paladar el regusto de la liebre y, por tanto, no cesa de perseguirla hasta que la alcanza: «El monje debe observar al perro en la persecución de la liebre.  Porque así como sólo el que ha visto la libre la persigue hasta que la caza (los demás perros corren detrás de él porque le han visto correr, aunque sólo hasta que se cansan y luego se vuelven) y no se detiene en la carrera porque los demás dejen de correr, ni por los abismos, bosques o el matorral en que se ve arañado por espinos y herido, hasta que agarra la liebre, así debe hacer también el monje que busca a Cristo el Señor: mirar constantemente a la cruz y olvidar todos los trabajos que encuentra hasta alcanzar al Crucificado» (Apo, 1148).

El fin de la lucha, de la caza, del camino, es Dios.  El monje no ceja hasta conseguir orar sin distracciones, hasta orientarse hacia a Dios con todos sus pensamientos y sentimientos, y encontrar en Dios la plenitud de todos sus deseos.  Cuando, como el perro de caza en persecución de la liebre, tenemos en nuestro paladar el regusto de Dios, entonces no nos dejamos desanimar en nuestro camino espiritual ni por los constantes conflictos dentro de la Iglesia, ni por la difusa depresividad que marca nuestra sociedad, ni por la secularización de nuestro tiempo, en el que frecuentemente tampoco se tiene ningún sentimiento de Dios.  No nos estimula la idea del rendimiento.  Lo que nos anima en el camino hacia Dios es Dios mismo, a quien ya hemos gustado y cuyo regusto no nos deja hasta haberle encontrado.

Los padres del monacato podrían mostrarnos, hoy, el camino para alejarnos de los debates superficiales acerca de la estructura de la Iglesia y del desgarro de la secularización.  Nos invitan al camino de la nostalgia de Dios. Ésta nos permite seguir tras la liebre a pesar de todas las dificultades, unirnos con Dios y esperar la venida de Cristo, «que transformará nuestro mísero cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21).

 

El empeño del monje nos invita, finalmente, a cumplir lo que manda el Evangelio: «Orad sin interrupción».  La gran cuestión del monje es cómo orar sin interrupción, cómo poder dirigir a Dios todas sus fuerzas.  Con sus palabras, con las experiencias que han hecho, con las muchas luchas que han tenido, nos invitan a ponernos en camino hacia Dios y a no cesar hasta conseguir orar sin interrupción y, en la oración, tener experiencia de nuestra verdadera dignidad.

Es la voz de la primitiva Iglesia la que nos dice en los monjes: «Ora siempre, ya que sólo la oración te hace hombre completo y, sólo a través de ella, descubres tu plena dignidad.  La oración profundiza, de una manera especial, tu amor a Dios que se hará cada vez más fuerte, hasta el día en que tú mismo contemples lo que has deseado tanto en la oración» (Bamberger, 83s).

 

Pero el camino hacia Dios va sobre el fundamento de nuestra propia realidad.  Por encima de la observación de nuestros pensamientos, sobre el trato acertado con nuestras pasiones y sobre una ascesis en la que nos ejercitamos en la apertura a Dios.  La que nos enseñan los monjes es una espiritualidad desde abajo, una espiritualidad que tiene la valentía de contar con todo lo que hay en nosotros, también con nuestras sombras, y dirigirlo todo a Dios.  Ellos nos invitan al camino de la humildad, por el que, abajándonos a nuestra realidad, ascendemos a Dios.  El modelo es el mismo Jesús, que bajó del cielo para elevarnos, como hermanos suyos, a Dios.  Para el apóstol Pablo éste es también nuestro camino: sólo el que primero desciende, puede luego ascender a Dios (Cf.  Ef 4, 9s).

 

Iremos por ese camino únicamente a través del honesto conocimiento de nosotros mismos, de tener en cuenta nuestros pensamientos y sentimientos, nuestros sueños, nuestro cuerpo y nuestra vida concreta, nuestro trabajo y nuestra relación con los demás.  Sólo así podremos llegar a Dios, que todo lo trasformará hasta que también en nosotros aparezca la imagen de Cristo, esa imagen que Dios ha hecho de cada uno de nosotros y que sólo puede brillar en este mundo en nosotros y a través nuestro.  Todo el trabajo que los monjes se han impuesto en su ascesis no pretende otra cosa que hacer aparecer, de verdad, en el mundo esta única y especial imagen de Dios.

Los monjes quieren comunicamos, hoy, su optimismo para que podamos trabajamos a nosotros mismos, para no sentirnos desamparados en nuestra manera de ser, ni en nuestra formación o en nuestra condición social, sino que veamos que merece la pena darse a la ascesis hasta que brille clara, por mí y por ti, la imagen de Dios y hasta que resuene, sin falsificar, en nuestro mundo la especial palabra que Dios dice de cada uno de nosotros.

La razón fundamental por la que los monjes invitan a la ascesis es la dignidad de cada persona, formada de una manera tan especial por Dios y a la que Dios dice de un modo tan personal y distinto su palabra, a ti y a mí. Nosotros podemos y debemos trabajamos a nosotros mismos, podemos encontrar nuestro verdadero «yo» y a Dios, que, en la oración y en la contemplación, sanará nuestras llagas más profundas y saciará la nostalgia de nuestro corazón.

 


[1]  «Antirrhetikon» es una pequeña obra en la que Evagrio, recordando las tentaciones de Jesús en el desierto, recoge 487 frases de la Sagrada Escritura para rebatir al demonio en sus tentaciones. «Antirrhetikon» es una palabra griega que significa «que tiene fuerza para contradecir», «que sirve para refutar».  En este caso, al demonio y a la tentación. (N. del T.)