Tres miradas sobre María
Dolores Aleixandre
La mirada de Isabel
Apenas
se oyó el sonido leve de sus sandalias sobre la grava de mi patio, el niño que
llevo en las entrañas se estremeció dentro de mí.
-¡Shalom,
Isabel!, había dicho ella, y su voz me llenó de una alegría desconocida en la
que se desbordaba toda la energía del Espíritu.
Nos
abrazamos en silencio y fue entonces cuando tuve el presentimiento de que no éramos
sólo tres, ella, mi hijo y yo, quienes nos fundíamos en el abrazo. Cuando nos
separamos, puso sus manos sobre mi
vientre y me miró riendo al sentir los pies del niño que se movían con
impaciencia dentro.
No
sentamos a la sombra del limonero y
le hablé largamente de los difíciles años de mi esterilidad, tejidos de
desolación y de oscura vergüenza. Le conté que, lo mismo que Raquel, también
yo había deseado mil veces decirle a Zacarías : "Dame
hijos o me muero" (Gen 30,1), aunque sabía que, lo mismo que Isaac por
Rebeca, también él rezaba por mí para que Poderoso retirase mi afrenta.
Había pasado infinitas noches desahogando
mi corazón ante el al Señor como Ana, la madre de Samuel, suplicándole
que remediara mi humillación (1Sm 1,10-16). Y a pesar de que conocía la
historia de Sara, también sonreí
con incredulidad cuando Zacarías volvió mudo del santuario y trató de hacerme
entender que nuestra oración había sido escuchada…No fui capaz de creerlo
hasta que tuve la certeza de que en mi seno se había alumbrado la vida: el Señor
se había acordado de mí lo mismo que de nuestras madres, y me había visitado
con el don de la fecundidad. Por eso necesité esconderme muchos meses: tenía
que dar tiempo a mi corazón para agradecer en el silencio y la soledad que el
Señor me había desatado el sayal de luto para revestirme de fiesta.
Cuando
terminé mi relato comenzó a
hablar ella y pude asomarme al brocal del pozo que escondía su misterio. Al
escucharla, mis ojos deslumbrados sólo conseguían ver su rostro reflejado en
el agua: contemplé la imagen resplandeciente de la llena de gracia y reconocí
a la verdadera hija de Sión convocada a la alegría, a la elegida para ser el
orgullo de nuestro pueblo. La alabanza me nació de dentro: "¡Bendita seas
entre todas las mujeres, bendito el fruto de tu vientre…! Dichosa tú que te
has fiado de Dios como nuestro padre Abraham…" ,
Recibió
mis palabras como acoge el agua clara de un arroyo el rayo de luz que ilumina su
fondo. Volvió a hablar y me di cuenta de que deseaba hacerme ver a través de
ella el rostro de Otro.
"
No te pares en mí, Isabel, es a él a quien tenemos que
dirigir la bendición, al que se ha inclinado a mirar a la más pequeña
de sus hijos, y en mí ha visto a
todos los que como yo no poseen ni
pueden nada y se apoyan solamente en él. Porque cuando alguien confía en su
amor, él hace cosas grandes y lo sienta a su mesa,
mientras que a los que se creen algo, los aleja de su presencia. Yo sólo
era una tierra vacía y pobre pero él ha pronunciado sobre mí su palabra y,
como en la primera mañana de la creación, ha hecho brillar la luz de un nombre
nuevo, el del hijo que está
creciendo dentro de mí. Dios se ha
acercado tanto que nos pertenece como la semilla a la tierra que la ha hecho
germinar. Yo sólo podía decir: "Aquí estoy, hágase…" y dejar atrás
cualquier inquietud. No sé cómo va a suceder todo esto, pero estoy al amparo
de su sombra y mis ojos están puestos en él, como los de una esclava en las
manos de su señora…(Sal 123,2)
Nos
quedamos en silencio hasta que sentí que acariciaba mis manos ásperas y
rugosas y repetía: - "Como están
los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora"... Anda,
Isabel, dime dónde
guardas el cántaro y no te muevas tú, que yo me voy a
traer el agua para lavar la ropa.
Ya
salía con el cántaro cuando se volvió hacia mí
y dijo: - "Aún no te
he dicho el nombre de mi hijo: se va a llamar Jesús…"
El
nombre se quedó suspendido en el sosiego de la tarde y, mientras la miraba
alejarse cantando, supe que ella era ahora el Arca de la Alianza. Recordé a
Zacarías ofreciendo el incienso en el templo y pensé que el santuario del
Santo de Israel era ahora la muchacha que, con un cántaro al hombro, iba
dejando a su paso un rastro de silencio y una algarabía de pájaros en
los cipreses que bordean el camino hacia la fuente.
La
mirada de José
-
Anda José, recuérdame otra vez aquellas historias de los patriarcas soñadores
que me gustan tanto...
Le
había contado una vez a María la narración del sueño de
Jacob en Betel y también el de José, el hijo de Jacob y Raquel,
y ella había comentado:
-
Me gusta que Dios les hablara en sueños, es como decir que es sólo con la
sabiduría del corazón como podemos conocerle y no cuando confiamos sólo en
nuestra inteligencia. Pienso que él se comunica con nosotros cuando renunciamos
a entenderle del todo y a saber los cómos
y los porqués de lo que él hace...
Por eso dice cosas en sueños, para recordarnos que lo mismo que al dormirnos
nos abandonamos y nos despreocupamos de todo, es así como podemos escucharle.
Una vez le oí este proverbio a mi padre: “Atiende
al consejo de tu corazón, nadie te aconsejará mejor que él. El corazón avisa
de la oportunidad más que siete centinelas en las almenas” ( Sir 37,
13-14)
Yo
tenía mis reservas acerca de la conducta de Jacob: me escandalizaban
secretamente sus mentiras y sus trampas y me parecía un poco injusta y
desproporcionada la predilección de Dios por alguien que había vivido sin
rumbo, como arrastrado por los acontecimientos. Admiraba en cambio a Moisés que
había hablado con el Señor cara a cara, y había recibido la certeza de la Ley
y de su propia misión.
Cuando
se lo confesaba a María, ella se reía y decía:
-
¡Ay José, José, cuántas veces te oigo hablar de la Ley y de sus
claridades! Y se te olvida que el Señor venía también a encontrarse con Moisés
envuelto en la nube..., y me parece que antes de guiar al pueblo era él mismo
el guiado… Y en cuanto a Jacob ¿no me dijiste tú que oraba al Señor
diciendo: “¡Soy yo demasiado pequeño
para tanta misericordia y tanta fidelidad como has tenido conmigo!” (Gen
32,11) ¿No te parece que Dios le quería tanto precisamente por decirle eso, en
vez de pedirle que se fijara en lo intachable de su conducta, como hacen hoy
esos fariseos tan seguros de estar cumpliendo la Ley?
Como
yo no me dejaba convencer fácilmente, ella cambiaba de tema:
-
Bueno, pues repíteme por lo menos cómo bendijo Jacob a José cuando reunió a
sus hijos antes de morir”.
Y yo recitaba:
“José,
retoño fértil, (Gen 49,22-26) |
Un
día le comenté cuánto me enorgullecía llevar el mismo nombre de alguien a
quien se recuerda como un “retoño fértil
junto a una fuente” y que me sentía dichoso de que ella fuera la fuente
que yo había tenido la suerte de encontrar. Le alegraron mis palabras y luego añadió:
-
¿Te has fijado , José? Ni la
firmeza de su arco ni la agilidad
de sus brazos eran cosa suya, todo fue obra del Fuerte de Jacob, del que es el
Pastor y la Roca de Israel... Pienso que lo importante no es nuestro esfuerzo ni
nuestra iniciativa, ni siquiera las obras de nuestra justicia,
sino confiar en su ayuda y en su bendición y en el nombre que él quiere
darnos.
Y
luego repitió:
-Que
el Dios de tu padre te ayude, que el Dios poderoso te bendiga...
Otro
día hablábamos de la lectura de Isaías que había escuchado en la sinagoga:
“Saldrá
un retoño del tronco de Jesé, |
Le
dije:
-
Mira, María, yo sólo soy un carpintero y ya conoces la pobreza de mi casa,
pero mi familia desciende de Jesé , el padre de David y me alegra pensar que
nuestros hijos estarán orgullosos de saber quién fue su antepasado.
Ella
contestó:
- ¿Sabes en qué estoy pensando? En lo que decía también Isaías y que escuché una vez detrás de la celosía de la sinagoga:
“No
recordéis las cosas pasadas, |
No
te enfades conmigo, pero me parece que lo de David ya se ha quedado viejo y que
ahora el Señor está queriendo hacer algo nuevo del todo... Y me gustaría
saber qué dice Isaías justo antes de lo del tronco de Jesé... ¿Te acuerdas tú?
Me
desconcertó su pregunta y como no supe contestársela, se la hice al rabino de
la sinagoga y él me leyó directamente del rollo de Isaías:
“El
Señor todopoderoso desgaja con estruendo las copas de los árboles; las ramas más
altas están cortadas, las elevadas van a caer. Cae bajo el hacha la espesura
del bosque, se desploma el Líbano con todo su esplendor....”
(Is 10,33-34)
Cuando
se lo repetí a ella, vi que se le iluminaba la mirada, como si aquello le
confirmara algo de lo que estaba convencida:
-
¿Lo ves, José? El retoño le nace al tronco
precisamente cuando ya no se podía esperar nada de él, cuando era un
tocón estéril que sólo parecía servir para ser
echado al fuego...Y eso es lo que hace el Señor con nosotros:
nos visita con su gracia y su misericordia cuando ya no confiamos en
nuestra propia savia ni en nuestras propias cualidades o merecimientos, ni
siquiera en nuestra propia justicia, esa que a ti te importa tanto... Porque
cuando se acaban nuestras posibilidades, es cuando empiezan las suyas. ¿Te has
fijado en que no es un ejército de hombres armados quienes tienen a raya a esos
lobos, leones y panteras de que habla el profeta? ¡Es un niño pequeño quien
los pastorea...!
Anda,
José, vamos a rezar juntos al Señor para que nos envíe pronto su Mesías, ese
que viene a defender a los débiles y a hacer justicia
a los sencillos y a pedirle que a nosotros nos llene de su conocimiento,
como las aguas colman el mar...
Todos
esos recuerdos se agolparon en mi memoria cuando supe que ella estaba esperando
un hijo. Entre los dos se interpuso un
muro de silencio y yo supe que mi vida era arrancada con violencia de la
proximidad de aquella fuente que alegraba mi vida. Sobre mi cabeza ya no
descansaba la bendición sino una nube oscura de angustia y desolación. Me sentí
seco, como un árbol a quien le han desgajado
las ramas y talado el tronco, hasta dejarlo arrasado y baldío.
Y
fue sólo después de muchos días de insomnio
cuando recordé las palabras de María:
“Dios se comunica con nosotros cuando renunciamos a entenderle del todo
y a saber los cómos y los porqués
de lo que él hace...” Esa noche traté de abandonar mi ansiedad en sus manos
y entonces llegó la Voz en medio del sueño:
José, hijo de David, no temas recibir a María en tu casa pues lo que ha
concebido es obra del Espíritu Santo . Dará a luz un hijo a quien llamarás
Jesús… (Mt 1,20-21).
Me
desperté al amanecer y las primeras palabras que vinieron a mi corazón (¿no
es ahí donde, según María, Dios nos habla...?) fueron: “Aquí estoy, aquí
me tienes” y recordé que era lo que habían dicho Abraham y Moisés y también
Isaías. Algo nuevo había retoñado en mí
aunque no sabía bien ponerle nombre. Quizá era que estaba comenzando a
dejar atrás mis propios planes y a dejarme guiar por el Pastor de Israel. O que
mi preocupación por ser justo dejaba paso a la alegría de saberme bendecido. O
que estaba experimentando que la seguridad del Fuerte de Jacob era más firme
que mi propia fortaleza. Estaba siendo conducido más allá de mis saberes para
entrar en el misterio de una sabiduría que me desbordaba y la gratuidad de Dios
llamaba a mi puerta.
Decidí
abrirla de par en par, sintiendo
que mi padre David se quedaba atrás y que yo comenzaba a pertenecer en la
estirpe anónima de los que Dios
elige para ser los hombres de su confianza
El
me llama a participar con él en algo tan grande como dar nombre a ese niño,
pensé, un niño que es fruto del Espíritu.
Crecerá a mi sombra y yo lo defenderé del bochorno y de la oscuridad,
como la nube que acompañó a nuestros padres por el desierto. Y le enseñaré
mi oficio para que llegue a ser el mejor carpintero de Nazaret…
Me dirigí a casa de María y, cuando me abrió la puerta, me miró gravemente a los ojos y dijo sonriendo:
“Que
el Dios de tu padre te ayude, |
No fui capaz de decir nada en aquel momento, pero el día en que me la llevé a mi casa, cuando al atardecer nos pusimos a orar juntos, elegí las palabras de Jacob:
“Soy
yo demasiado pequeño |
La
mirada de un pastor de Belén
La
luz vacilante de una candela dentro de la gruta nos hizo saber dónde estaba la
señal que andábamos buscando: un niño envuelto en pañales y recostado en un
pesebre. Conozco bien los alrededores de Belén desde que comencé a trabajar
como pastor, después de que una racha de malas cosechas me dejara arruinado.
Procedo de una familia acomodada y religiosa en la que aprendí la tradición y
las oraciones de nuestro pueblo, pero
cuando llegué a Belén con las
manos vacías y me vi obligado a pasar las noches al raso, pensé que Dios me
había abandonado y no volví a
rezar nunca más.
Me
habitué a la vida ruda de unos pastores con los que ahora iba en busca de la
extraña señal anunciada, conscientes de lo desconcertante de nuestra decisión.
"Ha sido un sueño", decían algunos,
"a veces la luna llena juega malas pasadas…" "Un niño
recién nacido no puede ser señal de la presencia del Altísimo",
decían otros. "¿Cómo
podéis creer que vamos a ser precisamente nosotros los primeros en saber la
llegada del Mesías?", añadían los más escépticos.
Duró
el resplandor que nos había cegado, todo parecía evidente, pero ahora estábamos
de nuevo en medio de la oscuridad de una noche heladora y el júbilo del anuncio
escuchado comenzaba a desvanecerse
como el rocío al amanecer.
Fueron
mis palabras las que lograron convencerles:
-" De joven aprendí algo
de las Escrituras y recuerdo las palabras de un profeta: -
Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado… (Is 9,5) Y además, ¿cómo
explicar esta alegría desmesurada
que nos ha invadido y que ha arrastrado
nuestros temores con la fuerza de un huracán? "
Cuando
entramos en la cueva vimos en la penumbra a una mujer muy joven recostada sobre
un haz de heno y, junto a ella, un hombre que debía ser su esposo y que se
afanaba por encender fuego. El niño, apenas un envoltorio minúsculo encima del
pesebre, estaba dormido. Percibí una serenidad tranquila
en ellos, inesperada por lo inhóspito del lugar. Les ofrecimos pan y un
cuenco de leche y ellos nos dijeron sus nombres y nos contaron que venían desde
Nazaret para inscribirse en Belén.
No habían encontrado sitio en la posada y, ante la inminencia del parto,
se habían refugiado en aquel establo.
Los
pastores somos gente más habituada al silencio que a las palabras, pero había
algo en ellos que nos invitaba a la confianza y yo me atreví a expresar con
brusquedad las preguntas que llevábamos dentro todos: " ¿Por qué
la claridad de Dios nos ha envuelto precisamente a nosotros, tan alejados de él
y tan olvidados de los mandamientos de su ley? ¿Quién va a creer de labios de
esta gente perdida y rechazada que
somos el anuncio de que la complacencia y la ternura de Dios abrazan a todos ?
¿Y cómo es posible que la señal del Mesías que todos esperan sea un niño
nacido en un lugar como este? "
Cuando
terminé de hablar, María dijo algo sobre guardar las preguntas y los
acontecimientos en el corazón y esperar como espera la tierra la llegada de la
lluvia. Y yo recordé un proverbio de nuestro pueblo: "Hijo
mío, cuida tu corazón porque en él están las fuentes de la vida" (Pr
4,23) y pensé que ella vivía en
contacto con su propio corazón, como un árbol plantado junto a corrientes de
agua.
Fue
entonces cuando, inesperadamente, se levantó y tomando al niño,
lo puso en mis brazos.
Hoy
soy ya viejo pero no he podido olvidar lo que me fue revelado
aquella noche: aquel puñado de hombres insignificantes y excluidos éramos
el pueblo que caminaba en tinieblas y había visto una luz grande; habíamos
pasado de la sombra y el frío al espacio cálido de un hogar. Nos había nacido
un niño, se nos entregaba un hijo, Dios venía a nuestro encuentro,
precisamente porque éramos los últimos de
su pueblo. El niño sobre el pesebre representaba el destino mismo de Dios, un
Dios que plantaba su tienda junto a los más pobres y perdidos, un Dios sin
palabra, desarmado e inútil que comenzaba a llamarse Emmanuel,
"Dios-con-nosotros".
Junto
a María aprendí aquella noche a pronunciar el nombre que le revelaba como
inseparable de nuestras fatigas y lágrimas, de nuestras oscuridades, esperanzas
y preguntas. Estaba como nosotros a la intemperie, entraba en nuestra historia
como uno de tantos y por eso se le cerraban las puertas y carecía de techo y de
privilegios. Esta era la señal: el Salvador, el Mesías, el Señor, descansaba
ahora entre los brazos torpes de un pastor.
"Voy
a hacer pasar delante de ti todo lo mejor que tengo" (Ex
33,19) había
prometido Dios a Moisés en el Sinaí. Aquella noche de Belén, en una de sus
grutas, lo mejor de nuestro Dios: su misericordia entrañable, la ternura de su
amor, la fuerza de su fidelidad, se manifestaba por primera vez entre nosotros.
El Dios que se había revelado en la tormenta del monte, envuelto en la nube,
mostraba ahora su rostro y hacía descansar su gloria en la fragilidad de un niño.
En medio de la oscuridad de la noche sentí en lo hondo de mi corazón, como un susurro ángeles, la certeza de estar envuelto en la paz que Dios concede gratuitamente a todos los hombres y mujeres que él quiere tanto.